Capítulo 43



No sé ni cómo he llegado a mi casa. El trayecto se me ha pasado como un borrón. De hecho, me atrevo a decir que es un hueco en mi memoria; ya que no soy capaz de recordar nada acerca de él.

Todo este tiempo no he hecho más que moverme en piloto automático. No he hecho más que avanzar envuelta en una nube de letargo que me envuelve de pies a cabeza.

La sensación de adormecimiento que me entume los huesos no se ha ido desde que abandoné la casa de Gael y, pese a que hace ya un rato que llegué a mi casa, no puedo deshacerme de ella. No puedo hacer otra cosa más que mirar cómo el agua caliente de la regadera se va por el desagüe luego de golpearme la espalda.

Hace rato que terminé de ducharme. Hace rato ya que acabé de lavarme el cabello y restregarme el cuerpo con la esponja de baño y, a pesar de eso, no he podido moverme de mi lugar. No he podido dejar de darle vueltas al día tan caótico que he tenido; desde mi encuentro con David Avallone, hasta el momento en el que, finalmente, confronté a Gael.

No puedo recordar en qué momento dejé de llorar. Mucho menos puedo rememorar el instante en el que me deshice de la ropa que me vestía y me introduje en la regadera; pero la opresión que me atenazaba las entrañas, no se ha ido ni un solo momento. El dolor que siento en el pecho es tan grande ahora mismo, que casi puedo jurar que ha dejado de ser emocional. Que ha transmutado hasta convertirse en algo físico.

Mi mente, cruel y despiadada, tampoco ha hecho nada por darme algo de tregua. La retahíla de negatividad que me ha envuelto —desde lo que se siente como una eternidad— es tanta, que siento que me sofoca. Que me nubla el pensamiento hasta convertirme en este manojo abrumado y tembloroso que soy en estos momentos. En este bulto de emociones que no tiene ni pies ni cabeza, pero que amenaza con deshacerse si el caos no se detiene.

Cierro la llave de la regadera.

El agua que gotea de mi cuerpo es el único sonido que reverbera en el diminuto espacio que es mi baño, y es tan rítmico y enigmático, que me quedo aquí, quieta, escuchándolo con atención.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a poner un pie fuera del cubículo; pero, cuando lo hago, tomo la toalla que dejé sobre la tapa cerrada del retrete y, metódicamente, empiezo a secarme el cuerpo.

Las palabras de Gael, una vez más, me llenan los recuerdos y las lágrimas que se acumulan en mis ojos no se hacen esperar.

Me siento tan miserable. Tan estúpida...

Cierro los ojos.

Cientos de memorias me llenan la cabeza en el instante en el que lo hago y el nudo en mi garganta se aprieta un poco. De pronto, me encuentro reviviendo todos y cada uno de aquellos instantes que compartí con Gael. Aquellos que, a lo mejor, para él fueron solo un desliz en ese plan maestro que tenía trazado para recuperar a su hijo, pero que, para mí, significaron esperanzas, ilusiones y sensaciones que creí que jamás volvería a experimentar; o, al menos, no con la fuerza en la que lo hice.

La desolación afianza su agarre en mi pecho y hace todo doloroso. Cada recuerdo, cada palabra pronunciada por sus labios que retumba en mi cabeza, cada caricia, cada beso... Todo duele tanto, que quiero desaparecer. Quiero cerrar los ojos y dejar de existir, para que toda esta tortura se vaya. Para que la decepción que me agarrota el cuerpo se esfume para siempre.

«Quizás deberías acabar con todo». Los demonios en mi cabeza susurran, insidiosos y violentos. «Quizás deberías desaparecer de una vez por todas».

Mis párpados se cierran con fuerza, pero el latir de mi corazón no hace más que acelerarse a un punto casi atronador.

«Sabes que a nadie le harías falta si decides... tú sabes...».

El horror que siento por el hilo que han empezado a tomar mis pensamientos, no es nada comparado con el hueco que siento en el pecho. Con la sensación de vacío que me provoca todo lo que está pasando.

Abro los ojos.

«Le harías un favor al mundo. David Avallone no podría hacerle daño a tu familia porque ya no tendría forma de destruirte».

Mis manos aferran la toalla que llevo envuelta en el cuerpo y, sin poder evitarlo, alzo la vista para mirar la imagen empañada que me observa desde el espejo.

Mis dedos, trémulos y adormecidos, limpian el paño provocado por el vapor que envuelve la habitación. La persona que me devuelve la mirada en el reflejo, hace que dé un par de pasos hacia atrás de pura impresión y, de pronto, me siento enferma. Asqueada...

La chica frente a mí no soy yo. Es una completa extraña. Una completa desconocida.

Luce como una mala imitación de mí misma. Como una sombra de todo eso que fui alguna vez y que ya no soy. Como los restos de una chica ilusionada a la que rompieron en pedazos. A la que estiraron tanto, que quedó hecha jirones.

El nudo en mi garganta se aprieta tanto, que apenas puedo respirar con normalidad. Que apenas puedo hacer otra cosa más que sentir cómo la mirada se me nubla por las lágrimas que tengo agolpadas en los ojos.

La humedad cálida que se desliza por mis mejillas es solo el principio. Es solo el inicio del desmoronamiento emocional que comienza a llevarse a cabo en mi sistema y, presa de un impulso primitivo; uno poderoso, aterrador y apabullante, abro el botiquín que se encuentra detrás del espejo del baño, solo para tomar las pastillas a prescripción que me dio el psiquiatra la última vez que lo visité.

«¿Cuándo fue la última vez que lo hice?».

El contenido de los dos frascos que hace meses no tocaba es vaciado sobre una de mis palmas temblorosas y, en el proceso, varias de las pastillas caen al lavamanos.

De pronto, soy presa de una sensación aterradora. De un miedo paralizante y una determinación cegadora.

Los demonios no dejan de susurrarme, mi voluntad no deja de doblegarse y las ganas que tengo de meterme todas las malditas pastillas a la boca y acabar con todo son tan grandes, que apenas puedo contenerlas.

Un regusto amargo me llena la punta de la lengua, pero mis dientes están sellados. Mis labios también lo están.

El instinto de supervivencia al que se aferra esa pequeña parte de mi voluntad que aún no está lista para marcharse, me mantiene quieta en mi lugar; mientras la lucha en mi interior —en mi cabeza— se lleva a cabo.

«Llama a tu madre». Susurra una vocecilla débil en mi cerebro y, sin más, el rostro de mi madre se dibuja en mis recuerdos. Luego, como efecto en cadena, mi papá me llena la memoria. Natalia no se hace esperar y, entonces, Fernanda me inunda el pensamiento.

De pronto, como si hubiese salido de un trance profundo, la lucidez empieza a invadirme. El letargo empieza a esfumarse y el dolor atronador provocado por el miedo de lo que acaba de pasar, me escuece las entrañas.

El horror y el pánico me llenan las venas y algo helado me recorre la espina dorsal cuando miro el puñado de Prozac y Xanax que descansa en mi palma.

Un escalofrío de puro terror me recorre el cuerpo entero y, en un espasmo horrorizado, dejo caer las pastillas sobre el lavamanos al tiempo que me aparto de él.

El temblor de mi cuerpo es tanto, que apenas puedo controlarlo; sin embargo, me las arreglo para mantenerlo a raya mientras tomo un par de inspiraciones profundas para aminorar el descontrol de mi cuerpo.

Cuando, finalmente, soy capaz de moverme con un poco más de normalidad, me apresuro fuera del baño y tomo mi teléfono —el cual descansa sobre mi mesa de noche.

Acto seguido, aún presa de la impresión y el terror de lo que estuve a punto de hacer, tecleo el único número que me sé de memoria y pongo el aparato contra mi oreja.


—¿Diga? —la voz de mi madre llena mis ojos de lágrimas nuevas.

—¿Puedo pasar la noche con ustedes? —mi voz suena rota y temblorosa. De hecho, no puedo evitar pensar que sueno como una niña de seis años aterrorizada.

—¿Estás bien, mi niña? —la alarma y la dulzura que escucho en su voz hace que un sollozo se me escape de manera inevitable—. ¿Quieres que tu papá vaya por ti?

—Sí —apenas puedo pronunciar y mi mamá, inmediatamente, le dice a mi padre que tiene que venir a buscarme cuanto antes.

—¿Quieres que me quede aquí contigo hasta que tu papá llegue? —la aprehensión en su tono me hace saber que es plenamente consciente de lo que me ocurre y, por primera vez en mucho tiempo, dejo de fingir que soy fuerte. Dejo de fingir que tengo todo bajo control.

—Tengo tanto miedo... —confieso y otro sonido torturado se me escapa.

—No pasa nada, mi amor —mi mamá suena tranquilizadora—. Aquí estoy y te amo. Te amo con toda mi alma, ¿lo sabías?

El llanto es tan desconsolador ahora, que no puedo responderle. No puedo hacer nada más que aovillarme en el suelo mientras le escucho hablarme. Mientras le escucho decirme cuánto me ama. Cuán orgullosa está de mí. Cuánto ansía verme para abrazarme y no soltarme.



~*~



He pasado la última semana de mi vida en casa de mis padres.

Luego del quiebre que tuve la última vez, decidí que, lo más sano que puedo hacer ahora mismo, es mantenerme cerca de mi familia.

Esa noche, luego de que mi papá fue por mí al departamento que comparto con Victoria y Alejandro, finalmente confesé que tengo meses sin tomar una sola pastilla y que, además, hace meses que no me paro en el consultorio del psiquiatra.

Rota, también confesé que he estado en un lugar muy oscuro las últimas semanas de mi vida y que, anoche, luego de años de que ni siquiera se me pasara por la cabeza, pensé en el suicidio una vez más.

No entré en detalles respecto a los motivos del episodio oscuro por el que he estado pasando. Ellos tampoco preguntaron, cosa que agradecí. Aún no estoy lista para hablar de la forma en la que me siento frente a ellos.

Mis días se han convertido en una montaña rusa emocional, en el que el único cinturón de seguridad que tengo, son mis padres y Natalia; quien, ahora separada de su marido y viviendo en casa de mis padres, no ha dejado de hacerme compañía todo el tiempo.

Me ha llevado a la escuela a diario y ha pasado a recogerme también y, cuando estamos en casa, suele pasar el día tratando de animarme.

Emocionalmente, mi hermana está más centrada. Ya no se encuentra en ese estado de llanto continuo en el que se hallaba y, ahora, lo único que puede hacer, es hablar sobre su embarazo y lo entusiasmada que este la tiene.

No puedo creer cuán irónico es que los papeles se hayan invertido y que ahora sea yo la que deambula por la casa con aire melancólico. No puedo creer cuán pequeña me siento de nuevo estando en este lugar y cuánto había pasado por alto todo lo que adoro estar aquí, bajo el cobijo de mis padres. De mi familia. De este cálido núcleo que no hace más que recargarme de fuerzas.

Mis papás me han pedido que me lo tome con calma. Incluso, han sugerido la posibilidad de que deje la escuela y el trabajo por ahora. Me han dicho que no pasa nada si pierdo el semestre; que ellos están dispuestos a pagarme la matrícula de la universidad el resto de la carrera y no han dejado de pedirme que regrese a vivir con ellos. Yo, sin embargo, no estoy muy segura de querer abandonarlo todo, aunque sea temporalmente.

Por otro lado, no han dicho palabra alguna respecto a retomar la terapia, pero es algo que ya he decidido que haré. Uno tiene que aprender a darse cuenta de que hay batallas que no pueden llevarse en solitario y de que eso está bien. Que está bien ser vulnerable y caerse. Que no pasa nada si necesitas acercarte a alguien y pedir ayuda... Y eso es, precisamente, lo que trato de hacer. Lo que voy a tratar de hacer...


Por salud mental, he decidido entregarle mi teléfono a Natalia para que lo mantenga lejos de mis ojos curiosos y mi mente que ansía torturarse con la posibilidad de volver a mantener contacto con Gael. Por salud mental, he decidido, también —y pese a lo mucho que detesto los viajes en carretera—, que el día de mañana me iré con mi familia al pueblo natal de mi papá a pasar unos días.

No sé cómo van a repercutir mi falta de asistencias a clases en mis calificaciones finales, pero, ahora mismo, eso no se siente muy relevante. De pronto, todas aquellas preocupaciones que tuve las últimas semanas con respecto a la universidad, se sienten como nimiedades. Como cosas insignificantes y superfluas.

En estos momentos, lo único que me interesa, es mantener esta estabilidad emocional que la compañía de mi familia me ha traído. Esta calidez que hacía mucho que necesitaba.

—¿Quieres llevarte esto? —mi hermana toma mi teléfono apagado entre los dedos y me mira con aire divertido—. ¿O es que aún está prohibido para ti?

Una sonrisa triste se desliza en mis labios.

—Aún está prohibido —digo, a pesar de que muero por quitárselo de los dedos para encenderlo y ver si Gael me ha buscado.

Dudo mucho que lo haya hecho. A estas alturas, dudo mucho de que cualquier cosa que alguna vez me dijo, haya sido honesta del todo. De hecho, ahora que lo pienso, estoy casi convencida de que ni siquiera pensó en mí desde que abandoné su casa la última vez que nos vimos. Hasta donde tengo entendido, ahora mismo él debe de estar en ese largo viaje de negocios que dijo que tendría.

—Puedo adivinar que, parte de todo esto de andar como alma en pena por toda la casa, tiene nombre y apellido —mi hermana inquiere, con los ojos entornados en mi dirección.

Me encojo de hombros, a pesar de que sé que ella sabe quién es el hombre que ha hecho trizas mi voluntad.

—¿Importa si lo tiene? —digo, al tiempo que echo en mi maleta un bote de crema corporal.

Ella me regala una sonrisa cálida.

—No —dice—. No lo hace. De hecho, no quiero saber si lo tiene. Si me entero, puede que quiera ir a decirle una que otra de sus verdades al hijo de puta.

Es mi turno de sonreír, a pesar del estado melancólico que no he ha abandonado ni un solo momento.

—No te lo permitiría —digo, porque es cierto.

—No necesito de tu permiso para ir a decirle que es un cabrón de mierda por haber hecho llorar a mi hermanita.

Mis cejas se alzan con condescendencia.

—Te recuerdo que tú no me dejabas decirle a Fabián sus verdades cuando las tenía en la punta de la lengua. ¿Qué te hace pensar que voy a dejar que vayas a buscar a alguien para reclamarle algo acerca de mí? —digo y ella me mira con veneno.

—Eres odiosa —masculla y, esta vez, mi sonrisa se siente un poco más honesta. Más... real.

—También te quiero, Nat —le guiño y ojo y, acto seguido, cierro la maleta que me disponía a llenar, antes de salir de la habitación.



~*~



El viaje al pueblo donde viven mis abuelos paternos fue como una bocanada de aire fresco. Pasar los días paseando entre calles adoquinadas, casas de adobe, olor a plantas y animales de granja, fue como un verdadero suspiro largo y liberador.

Las pláticas hasta altas horas de la madrugada con Natalia en el patio trasero de la casa de mis abuelos, con una taza de atole [3] entre los dedos y la mirada fija en las estrellas brillantes, fueron las mejores terapias que pude haber conseguido; y, recordar todo aquello que me hacía feliz cuando era niña en estos lugares, ha sido lo mejor que pude hacerle a mis nervios alterados.

El regreso a casa luego de cuatro días de absoluta tranquilidad, fue un poco más difícil de lo que me gustaría admitir, y no por el camino en carretera; sino por la resolución de saber que, en pocas horas, iba a volver a la realidad.

Han pasado ya tres días desde entonces; dos semanas enteras —y unos cuantos días, si nos ponemos exigentes en cuanto a fechas se refiere— desde la última vez que me digné a revisar mi teléfono. Desde la última vez que prendí una computadora... Desde la última vez que vi a Gael Avallone.

Todavía no me siento lista para enfrentar la realidad. Todavía no me siento lo suficientemente fuerte como para encender mis dispositivos digitales y darme cuenta de que todo lo que tuvimos —lo que sea que haya sido— fue una mentira.

Es por eso que no he hecho nada por intentar averiguar si su compromiso ha vuelto a ser noticia. Es por eso que no he hecho nada por buscar alguna noticia sobre él.

En cuanto a David Avallone se refiere, esta noche, cuando papá regrese a casa del trabajo, hablaré con todos respecto a lo que pasó. Les contaré acerca del embrollo en el que me he metido y, con su consejo, trataré de buscar alguna solución. Solo espero que no sea demasiado tarde para actuar. Solo espero que mi papá conozca a alguien que sea capaz de aconsejarnos.

Mientras eso sucede, he venido a mi departamento a recoger algo de ropa. Aún no he decidido si voy a regresar a casa de mis padres de manera permanente, pero, mientras me quedo con ellos, debo tener algunas prendas limpias a mi disposición.

Mi mamá insistió en acompañarme, pero le dije que no era necesario. Que no demoraría demasiado y que no quería que ella dejara de hacer sus pendientes solo por venir conmigo. Así, pues, luego de quince minutos de una acalorada discusión con ella, finalmente pude venir sola por mis cosas.

Se siente como si hubiese pasado una eternidad desde la última vez que estuve aquí y, al mismo tiempo, todo está tan... igual, que no puedo dejar de preguntarme si realmente pasé las últimas semanas en casa de mis padres.

El tramo de escaleras que separa el primer piso de aquel en el que vivo, me agita la respiración ligeramente, pero no dejo que eso me detenga de introducir mi llave en la cerradura.

Acto seguido, abro la puerta.

La imagen que me recibe en ese momento me paraliza en mi lugar y la incredulidad y el calor inundan mi pecho.

Alejandro y Victoria están ahí, en la pequeña cocina de la estancia. Él está abrazándola por la espalda, vestido en nada más que en bóxer mientras le besa el cuello; y ella está ahí, preparando lo que parecen ser hot-cakes, con la cabeza inclinada hacia a un lado, para darle entrada al chico que la besa con parsimonia.

Una sonrisa idiota se desliza en mis labios en ese momento y me aclaro la garganta solo para hacerles saber que estoy aquí.

En el instante en el que se percatan de mi presencia, se apartan el uno del otro. Alejandro luce como si quisiera hundir la cara en la tierra, mientras que Victoria trata de hacer como si nada hubiese estado pasando.

—Lamento interrumpir —digo, pero no puedo dejar de sonreír como idiota—. Yo solo vengo por algo de ropa. Prometo no incomodar demasiado.

Alejandro abre la boca para hablar, pero Victoria es más rápida y dice:

—¿Qué tal los días con tus padres? —trata de sonar fresca y ligera, pero fracasa terriblemente.

El gesto socarrón en mi rostro se acentúa otro poco, solo porque sé que este ha sido un intento suyo de desviar la conversación hacia otro lugar. Uno más seguro para ambos.

—Geniales —digo, porque es cierto—. De hecho, aún no terminan. Solo vine por algo de ropa.

El ceño de Victoria se frunce ligeramente.

—No estarás pensando en abandonarnos, ¿verdad? —masculla, al tiempo que apaga el sartén y me encara de lleno—. ¿Quién cocinará los fines de semana si te vas?

El tinte de mi sonrisa cambia a uno triste. A decir verdad, no les dije absolutamente nada sobre mi colapso emocional de la última vez. Ninguno de los dos estaba en casa, así que no se dieron cuenta de nada y, cuando les llamé para avisarles que estaría en casa de mis padres, tampoco les comenté nada sobre mis motivos para marcharme. Hasta donde ellos tienen entendido, me fui por el gusto de pasar tiempo de calidad con los míos y nada más.

La única respuesta que puedo darle, es un guiño.

—Me gusta que me extrañes —digo, sin responder a su pregunta—. Ahora regreso.

Sin darle tiempo de replicar —y pese a la expresión alarmada y confundida que veo en su rostro—, me encamino hasta mi habitación.

Entonces, una vez ahí, empiezo a trabajar en una pequeña maleta.

Cuando termino de echar unos cuántos cambios de ropa, me encamino hasta el tocador para tomar mi perfume, desodorante y crema corporal. En el proceso, no puedo evitar pensar en lo que me dirá Natalia cuando sepa que, por fin, dejaré de robar sus artículos de uso personal.

Una sonrisa se desliza en mis labios con el mero pensamiento y, acto seguido, echo todo lo necesario en la maleta para cerrarla.

Estoy a punto de salir. Estoy a punto de abandonar la habitación, cuando mi vista se clava en la computadora de escritorio que me prestaron en la editorial.

Un nudo de algo pesado y vicioso se apodera de mis entrañas, pero no puedo hacer nada más que mirarla. No puedo hacer otra cosa más que observar el aparato fijamente.

Cientos de dudas se arremolinan en mi pecho cuando imagino todo lo que debe haber en redes sociales respecto al compromiso de Gael —si es que realmente ya lo hizo público una vez más— y, a pesar de eso, no puedo arrancarme las ganas que tengo de encenderlo. No puedo arrancarme las ganas que tengo de averiguar qué tan pronto decidió dar a conocer la noticia de que su boda sigue en pie.

«Si lo miras ahora mismo, quizás te desencantas. Quizás, de una vez por todas, te armas de valor para olvidarlo».

Cierro los ojos con fuerza y tomo una inspiración profunda.

Sé que no debería estar considerándolo. Sé que debería estar huyendo de aquí lo más pronto posible..., pero no puedo. No puedo, simplemente, esconderme. Necesito saber. Necesito darme cuenta, así me duela como el infierno. Así me sienta miserable...

—Maldita sea... —mascullo en voz baja y me encamino hasta sentarme frente al escritorio. Entonces, presiono el botón de encendido en el aparato.

Al vejestorio le toma alrededor de un minuto encender como se debe y solo le ha tomado así de poco, porque ni siquiera estaba apagado en su totalidad. Se había quedado en modo suspendido todo este tiempo.

Así, pues, cuando la pantalla del ordenador vuelve a la vida, lo primero que me recibe son todas las pantallas que dejé abiertas la última vez que la utilicé.

Mi correo electrónico, siendo la primera.

Estoy a punto de cerrarla, cuando lo noto...

Ahí, en la bandeja de entrada, se encuentran tres correos sin abrir. Uno con fecha de hace más de dos semanas, uno con fecha de la semana pasada y uno con fecha del día de ayer.

Todos son de Román Bautista: mi jefe.

Mi ceño se frunce cuando leo el asunto del más antiguo y, sin poder detenerme a mirar el resto, doy clic en él.


«Buenos días, Tamara.

He estado intentando comunicarme contigo vía telefónica, pero parece que tu teléfono está muerto por alguna razón. ¿Está todo en orden?

En fin, el motivo de mi insistencia, es solo para informarte que esta mañana he recibido el manuscrito que me enviaste. Debo felicitarte por el innovador formato tipo novela en el que lo has escrito. Es bastante atrayente. Definitivamente, un movimiento muy acertado de tu parte; pero, debo preguntar, ¿qué pasó con el borrador que estabas mandándome? ¿A qué se debe que hayas descartado el formato habitual? Tengo curiosidad. Cuéntame acerca de esa parte de tu proceso creativo, por favor.

Dicho esto, te informo que ya he enviado el manuscrito a corrección. Es probable que esté lista dentro de un par de semanas.

Te mantendré al tanto de todos los pormenores de la publicación, la cubierta y demás. Contáctame tan pronto veas este correo.

Saludos cordiales,

Román Bautista

Publisher, CEO & Founder

EDÉN EDITORIAL».


El corazón me ha dejado de latir. La sangre ha abandonado mis venas para agolparse a mis pies y dejar de circular con normalidad. El pánico se ha detonado en mi interior y un terror primitivo me ha llenado las entrañas.

«No. ¡No, no, no, no!».

Abro el siguiente correo:


«Buenas tardes, Tamara.

Estoy preocupado por ti. ¿Está todo en orden?

Te escribo para informarte que tenemos la cubierta ya del libro a publicar. Te la adjunto aquí mismo.

Independientemente de todo, tengo que hablar contigo respecto al manuscrito. Ya he terminado de leerlo y tengo preguntas qué hacerte. Contáctate conmigo cuanto antes.

Saludos cordiales,

Román Bautista

Publisher, CEO & Founder

EDÉN EDITORIAL».


Ni siquiera me molesto en descargar el archivo adjunto, ya que me apresuro a abrir el último correo. Ese que tiene fecha del día de ayer:


«Buenos días, Tamara.

Sigo sin tener noticias de ti y estoy empezando a entrar en pánico. Por favor, comunícate cuanto antes.

En otras noticias, te traigo buenas nuevas:

La corrección del manuscrito ha sido finalizada. La maquetación ya está siendo trabajada. Estamos corriendo contra reloj porque el señor Avallone (padre) nos ha pedido que el libro sea publicado dentro de dos semanas, justo el día del cumpleaños de su hijo. Es una sorpresa para él, así que me he tomado el atrevimiento de hacerle una última revisión a las correcciones. Te envío adjunto el manuscrito final para que le eches una ojeada. Espero que puedas darme tu visto bueno antes del viernes: el día que se mandará a imprenta.

Así mismo, necesitamos una fotografía tuya, así como una biografía breve para añadirlas a las solapas del libro.

Quedo atento a tu respuesta. De no recibir tu biografía a tiempo, el primer tiraje del libro se irá sin él; por eso te aconsejo que me lo envíes lo más pronto posible.

Saludos cordiales,

Román Bautista

Publisher, CEO & Founder

EDÉN EDITORIAL».


—Esto no está pasando... —digo, en voz baja y horrorizada, pero no puedo apartar la vista de la pantalla—. Esto no puede estar pasando. Yo no le envié nada. ¿Cómo es que...?

«¿De verdad estás preguntándote cómo?». Susurra la insidiosa voz en mi cabeza. «David debió haber hecho algo. Ya no quedan dudas de nada: él hizo que te robaran la computadora para hacerse de tus archivos. De tu manuscrito». Cierro los ojos con fuerza. «No me extrañaría en lo absoluto si hubiese mandado el archivo desde tu correo abierto desde esa computadora. Nunca cerrabas tu correo Gmail, ¿lo olvidas?».

En ese momento, me apresuro a entrar a la bandeja de los mensajes enviados de mi correo y aprieto los dientes cuando lo veo...

Ahí, hasta arriba de la lista, está un correo cuyo asunto cita: «Manuscrito Biografía Gael Avallone».

No quiero abrirlo. No quiero mirar que hay en él porque que ha sido así. Porque que David Avallone tomó posesión de mi computadora y, con ella, se encargó de cavar mi tumba. Se encargó de activar la bomba que va a destruir no solo mi existencia, sino la de su hijo también.


[3] Atole: Bebida de origen prehispánico consumida en México. En su forma original, es una cocción dulce de maíz en agua comúnmente condimentada con especias aromáticas como el cacao, la vainilla y la canela; y saborizantes como el chocolate o la pulpa de algunas frutas dulces. Se endulza con piloncillo, azúcar o miel.

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