Capítulo 35



La vibración en el bolsillo trasero de mis vaqueros hace que, por inercia, mi corazón se detenga una fracción de segundo. Cuando reanuda su marcha, lo hace a una velocidad más intensa. Más demandante.

En ese momento, una sensación insidiosa de malestar e incomodidad me invade por completo y no puedo hacer nada para sacudírmela. No puedo hacer nada para sacarla de mi sistema.

El teléfono se ha convertido en mi peor enemigo la última semana. Sentirlo vibrar o escucharlo sonar, se ha convertido en la peor de las torturas. En la peor de las condenas; porque, ahora, el que suene solo quiere decir que alguno de los dos hombres que ponen mi mundo de cabeza, está buscándome.

Antes podía darme el lujo de asegurar que uno de ellos lo hacía de una manera agradable. De una manera que me hacía desear que siguiera ocurriendo. Sin embargo, dadas las circunstancias en las que me he visto envuelta últimamente, todo ha cambiado. Todo se ha vuelto denso e insoportable porque, Gael y David Avallone, me están volviendo loca.

La insistencia de ambos me perturba de distintas maneras, pero no sé qué carajos hacer para quitármelos de encima.

David no deja de llamarme para presionarme sobre el dichoso libro que necesita —libro que, desde que vi las fotografías de Gael y Eugenia besándose, he dejado de redactar—, y yo no dejo de darle largas. El regreso a clases, el siguiente reporte bimestral que tengo que entregar a Editorial Edén y la decena de actividades extracurriculares que me he inventado, han sido mis mejores aliados para evadir al hombre durante una semana entera; sin embargo, no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de hacerlo.

En cuanto a Gael se refiere, no ha dejado de buscarme vía telefónica para —supongo yo— intentar explicarme lo que pasó.

No he hablado con él desde aquel día. No he respondido a sus llamadas. Mucho menos a sus mensajes. Él sabe que ya he visto las fotografías. Puedo afirmarlo porque, en cada uno de los textos que me envía, me pide que lo escuche. Me dice que todo tiene una explicación.

A estas alturas, casi me sé de memoria todo lo que me escribe, y no sé qué es lo que más me molesta: si el hecho de que cree que voy a acceder a verlo para que me endulce el oído una vez más; o a la hipocresía de mi idiota corazón, que no deja de sentirse traicionado por él. Que no deja de sentirse dolido y herido por lo que ha hecho; aun cuando yo estoy haciéndole lo mismo. Aun cuando yo estoy traicionándole también.

Así pues, mis días se han convertido en un constante subir y bajar emocional al que no me puedo acostumbrar. En una montaña rusa que parece no tener final y que cada vez se vuelve más turbia y peligrosa.

El día siempre es más llevadero. El ir y venir de la ajetreada vida universitaria que llevo, y el pasar la mayor parte del día en casa de mis padres por miedo a encontrarme con Gael esperándome en casa, me distraen y me hacen sentir un poco más en control de mis emociones; sin embargo, cuando llega la noche y me digno a mirar el teléfono para leer los mensajes que el magnate me ha dejado, todo cae en picada.

Ni siquiera sé por qué duele tanto. Ni siquiera sé por qué me siento así de miserable...


El nombre de Gael brilla en la pantalla de mi teléfono cuando lo tomo entre mis dedos, pero ya ni siquiera considero la posibilidad de responderle. Todo está más que claro para mí ahora y es por eso que no quiero hablar con él. No quiero verlo. No quiero saber absolutamente nada sobre su existencia, porque me lastima. Porque estar con él solo trae cosas horribles a mi vida... A la vida de ambos.

Mis ojos no se despegan de la pantalla hasta que se oscurece un segundo y luego aparece el ícono que indica las llamadas perdidas. Entonces, lo regreso a mi bolsillo y vuelvo la vista hacia el libro abierto que descansa sobre la mesa de la cafetería en la que me encuentro. Hace horas que Fernanda y yo estamos estudiando para el primer parcial que tendremos este semestre y, llegadas a este punto, la cabeza ha comenzado a dolerme.

—Deberías hablar con él —Fernanda dice y mi vista se alza de golpe solo para encontrarla con los ojos clavados en el libro que tiene en frente.

Ella es la única persona de la universidad que sabe respecto a mi relación —si es que así puede llamársele— con él. Aún no le he dicho respecto a lo que David Avallone está haciéndome —y francamente no sé si se lo diré en algún momento porque no quiero arriesgarla o arrastrarla al pozo en el que me encuentro—, pero sabe sobre Gael; y eso, por sobre todas las cosas, me hace sentir un poco más ligera. Un poco menos obligada a pretender que nada sucede.

Guardo silencio unos instantes.

—Hablar con él significa querer escuchar una justificación —digo, al cabo de un largo momento—. Significa estar abierta a la posibilidad de aceptar que se ha equivocado y que podemos resolverlo... Yo no quiero resolver nada.

«No puedo». Quiero añadir, pero no lo hago.

Fernanda alza la vista para encararme.

—Y de todos modos creo que deberías hablar con él —dice—. Para terminar con todo. Para quitarte esa angustia que llevas a cuestas porque, aunque digas que no es así, se te nota a leguas que no estás bien. Que no estás del todo tranquila.

Niego con la cabeza.

—Acceder a verlo, significa acceder a llenarme de nubes la cabeza —digo, porque es verdad. Porque aceptar reunirme con Gael, es dejar que me llene el alma de ilusiones, como ha hecho todo este tiempo—, y no quiero volver a caer en ese juego. No quiero confiar en él una vez más.

«No quiero tener que elegir entre él y mi familia y, si él termina con todo, quizás su padre se apiade de mí un poco. Quizás todo esto termine de una maldita vez».

—Necesitas un cierre, Tam —Fernanda insiste—. Necesitas ponerle un punto final a todo esto, si es que de verdad quieres sentirte tranquila y sanar apropiadamente.

—¡Es que ni siquiera estoy herida! —miento.

—Por supuesto que lo estás —mi amiga refuta, con coraje—. Y no trates de hacerte la fuerte, porque sabes a la perfección que no me engañas. Necesitas, por salud emocional, ponerle un punto final a lo que tienes con él. Así que, si de verdad estás segura de que ya no quieres nada, entonces sé firme a tus convicciones, enfréntalo y no dejes que trate de hacerte cambiar de parecer.

Cierro los ojos con fuerza.

—No es tan fácil como piensas —digo, al cabo de unos instantes.

—Pero tampoco es tan difícil como tú crees —Fernanda ataja—. Solo... habla con él, Tamara. Te sentirás mejor y él dejará de buscarte si lo haces.



~*~



Luego de la universidad, voy a casa de mis papás con el pretexto de ir a averiguar cómo le fue a Natalia en su cita con el médico. Ha comenzado con sus controles prenatales, y el día de hoy iba a tener su primera consulta.

Una vez ahí, se me hace fácil pasar casi toda la tarde y parte de la noche allá y, cuando se hice lo suficientemente tarde como para tener que marcharme, pido un Uber para volver a casa.

Ahora mismo, voy sentada en el asiento trasero del coche de alquiler, con la mirada clavada en la ventana y la mente divagando en la lejanía.

No he dejado de pensar en lo que Fernanda me dijo esta mañana, mientras estudiábamos juntas en la cafetería. Tampoco he dejado de pensar en la cantidad de veces que Gael me ha marcado en el transcurso del día, y en la posibilidad de acceder a verlo para terminar con todo de una vez por todas.

No voy a mentir y decir que la sola idea de no volver a estar con él del modo en el que hemos estado los últimos dos meses, no me hace sentir aletargada. Abrumada... Pero también soy plenamente consciente de que las cosas entre él y yo jamás van a darse. Jamás van a ser. Lo supe desde el principio y, de todos modos, decidí cerrar los ojos para no ver lo obvio y continuar con esta locura. Con este sinsentido que nos llevó hasta este punto.


—Hemos llegado —el conductor del coche en el que me encuentro anuncia y, de inmediato, me saca de mi ensimismamiento—. Son setenta pesos, por favor.

En ese momento, musito un débil «claro» y rebusco en mi bolso para tomar mi cartera. Una vez pagada la cuota, mascullo un agradecimiento en dirección al chofer y bajo del vehículo para encaminarme en la oscuridad de la noche hasta las escaleras del edificio en el que vivo.

Al llegar al piso indicado, introduzco la llave en el cerrojo y abro la puerta. Entonces, me congelo.

Mi corazón se detiene durante una dolorosa fracción de segundo para reanudar su marcha a una velocidad antinatural. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza y los oídos me zumban debido al disparo de ansiedad que me ha invadido el cuerpo.

Pánico, ansiedad y enojo se arremolinan en mi pecho casi al instante y reprimo el impulso que tengo de volver sobre mis pasos, solo porque tres pares de ojos me miran fijamente.

Alejandro y Victoria mantienen gestos cargados de disculpa, al tiempo que, la otra persona que se encuentra en la habitación, me mira con expresión estoica. Al tiempo que esa otra persona me mira como si quisiera estrujarme los pensamientos para averiguar qué es lo que guardo en ellos...

—Qué bueno que ya llegaste —Victoria irrumpe el silencio en el que se ha sumido la habitación—. Alejandro y yo íbamos de salida.

—Ah, ¿sí? —Alejandro habla, mientras observa a mi compañera de cuarto con confusión. Ella, en respuesta, le dedica una mirada cargada de irritación.

—¡Claro! —Victoria refuta—. ¿Olvidaste que habías prometido llevarme a tomar un café esta mañana? Vámonos ya, que no quiero volver muy tarde.

Alejandro, en ese momento, clava su vista en mi amiga; quien parece decirle algo con la mirada y, luego de eso, asiente.

—Lo había olvidado —masculla él, finalmente, pero no suena muy convincente—. Vamos, entonces.

Acto seguido, ambos se giran para encararme y me dedican un gesto cargado de disculpa.

—Los dejamos para que hablen —dice Victoria, al tiempo que entrelaza su brazo con el de Alejandro y tira de él en dirección a la salida.

Cuando pasan junto a mí, mi amiga articula algo que no logro entender. Ella parece notarlo, ya que envuelve un brazo alrededor de mi cuerpo, para simular un abrazo, y, luego de eso, susurra en mi oído:

—Le dije que no llegarías a dormir y de todos modos quiso esperarte. Lo siento.

Yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar, envuelvo uno de mis brazos alrededor de su torso y la aprieto contra mí, para que sepa que no la culpo de nada.

Entonces, ambos desaparecen por la puerta detrás de mí.

Acto seguido, mi vista se posa en el hombre que se encuentra de pie al centro de la estancia y, de inmediato, mi cuerpo entero reacciona: un nudo de ansiedad se aprieta en mi vientre, un escalofrío me recorre entera, el corazón me late a toda velocidad y las puntas de mis dedos se sienten heladas debido al nerviosismo.

Gael Avallone está aquí. Está aquí, de pie, al centro de la sala del diminuto apartamento en el que vivo y quiero gritar. Quiero poner cuanta distancia sea posible entre nosotros y, al mismo tiempo, quiero correr a fundirme entre sus brazos. Quiero aferrarme a él y besarle hasta borrar de su boca aquel contacto que tanto me ha atormentado durante la última semana.

Viste los pantalones de vestir de un traje negro y una camisa blanca que lleva los botones superiores deshechos. No sé dónde dejó el saco o la corbata, pero, asumo, lo ha hecho en su coche. El cual, por cierto, no vi aparcado allá afuera.

«Seguro aparcó calle abajo. O, quizás, lo trajo Almaraz». Susurra la vocecilla en mi cabeza, pero la empujo lo más lejos que puedo.

Lleva el cabello alborotado —en una clara señal de que se ha pasado las manos por la cabeza una y otra vez—, la mandíbula cubierta con una fina capa de vello facial y la postura encorvada. Derrotada...

—Tamara, tenemos que hablar —su voz ronca me llena los oídos y los vellos de mi nuca se erizan casi por inercia. De inmediato, una bola de sentimientos se forma en la base de mi garganta.

Trago duro.

La cantidad de palabras que se arremolina en la punta de mi lengua es abrumadora, pero, en lugar de escupirlas, me las arreglo para mantener mi expresión serena y guardar silencio durante un largo momento.


—¿De qué, exactamente, quieres hablar? —digo, en el tono de voz más neutral que puedo imprimir, al cabo de lo que se siente como una eternidad—. ¿De lo difícil que lo has tenido las últimas semanas con tanto trabajo y lo difícil que es verme debido a eso? ¿De lo abrumado que te encuentras por la presión que tu padre ejerce en ti últimamente? —la amargura empieza a teñir mis palabras, pero no dejo de listar las excusas que estuvo poniéndome las últimas semanas que estuvimos juntos. Esas en las que parecía cuidar cada movimiento que hacía para no ser visto conmigo. Para no ser relacionado con mi existencia.

«Acábalo. No dejes que trate de volver contigo. No dejes que trate de arreglar las cosas. Haz que termine todo contigo. Haz que elija a su padre». Susurra la voz maliciosa en mi cabeza y una punzada de valor se mezcla con la horrible sensación de desasosiego que me llena el cuerpo.

—Tam...

—¿O es que acaso quieres que hablemos sobre el artículo que está circulando respecto a tu compromiso? —lo interrumpo y, luego de eso, añado con aire venenoso—: Lindas fotos, por cierto.

Su mirada se ensombrece casi al instante, pero yo ni siquiera me inmuto al ver el gesto herido que esboza. Me limito a negar con la cabeza y a cruzarme de brazos.

—Eres un chiste —suelto, con desazón.

—Tamara, es que no lo entiendes.

—Y, si puedo ser sincera, a estas alturas, tampoco me interesa entenderlo, ¿sabes? —digo, mi voz se quiebra ligeramente en el proceso; sin embargo, me las arreglo para aclararme la garganta y continuar—: Y, aunque así lo hiciera..., aunque aún me interesara..., la verdad es que dudo mucho que nada de lo que tengas que decir respecto a lo que vi, vaya a borrar la imagen que tengo acerca de tu persona ahora mismo.

—Tamara, sé que crees que soy un hijo de puta, pero...

—No... —lo interrumpo, con toda la intención de herirle. Con toda la intención de conseguir que me deteste—. Yo no creo que seas un hijo de puta, Gael. Creo que eres un cobarde, que es algo muy diferente.

—Tamara, escúchame. Por favor, déjame hablarte. Déjame explicártelo todo —suplica y, esta vez, mi corazón se estruja debido a la manera en la que me mira. Debido a la forma en la que sus ojos se clavan en los míos —con ansiedad y desesperación.

El nudo en mi garganta se aprieta otro poco; pero, ignorándolo lo mejor que puedo, dejo escapar una risa amarga y carente de humor.

—Adelante —el veneno que impregna mi tono es tan denso, que yo misma me sorprendo de la manera en la que me escucho—. Explícame como es que terminaste posando un beso frente a las cámaras con Eugenia, cuando tienes alrededor de dos meses diciéndome que vas a desmentir tu falso compromiso. Cuéntamelo, que estoy segura de que es una gran historia.

Gael cierra los ojos con fuerza.

—No tuve alternativa —masculla y una carcajada cruel se me escapa al instante.

—No tuviste alternativa —bufo, con aire acerbo—. ¡Dios! ¡Pobre de ti, Gael, que no tuviste otra opción más que besar a una mujer hermosa en la boca! Debió haber sido horrible para ti.

—Las cosas no son como tú crees.

—Entonces, ¿cómo son, Gael? ¿Cómo?...

El silencio que le sigue a mis palabras es tan tenso como desolador. Tan doloroso, como enervante, y no puedo hacer otra cosa más que quedarme aquí, de pie en la sala de mi departamento, con la mirada clavada en el hombre que no hace más que provocarme toda clase de emociones.

La boca del magnate se abre en ese momento para decir algo, pero se cierra una vez más cuando —supongo— se da cuenta de que no hay nada qué decir.

Decepción, dolor y angustia se apoderan de mi cuerpo en ese momento, y no puedo hacer nada para aminorar la sensación de zozobra que me invade. No puedo hacer nada para deshacerme de estas horribles ganas de llorar. De estas horribles ganas que tengo de desaparecer...

Trago duro y desvío la mirada.


—Has venido hasta acá, para hablar conmigo, pero no puedes hacerlo, ¿no es así? —digo, con la voz entrecortada por las emociones, luego de unos instantes de espera silenciosa—. No puedes ser sincero conmigo y decir que, en realidad, si quiero estar contigo, voy a tener que aceptar ser «la otra». La aventura. El sucio secreto...

—¡No! ¡Dios! Por supuesto que no quiero eso.

Alzo el rostro para encararlo.

—Entonces, demuéstramelo. Demuéstramelo y búscame cuando termines tu relación con Eugenia —digo, porque sé que eso nunca va a pasar. Porque sé que Gael nunca va a terminar su relación con Eugenia. Nunca va a desafiar a su padre.

—N-No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

El silencio vuelve a llenar el espacio una vez más y una punzada de dolor me atraviesa de lado a lado. En ese instante, el entendimiento empieza a llenarme el cuerpo y, de pronto, todo está bastante claro para mí. Tan claro, que las ridículas esperanzas que había almacenado muy, muy en el fondo de mi ser, se hacen trizas.

—¿Qué es lo que no me estás diciendo, Gael? —musito, pero el dolor que se cuela en mi tono es tan grande, que el gesto del magnate se transforma en una mueca mortificada y angustiada.

—Lo mismo que no me estás diciendo tú, Tamara —refuta, con la voz enronquecida y la mirada angustiada fija en mí.

En ese momento, las lágrimas se acumulan en mi mirada y agacho la cabeza ligeramente, para que no sea capaz de verlas. Para que no sea capaz de notar cuán expuesta me siento ahora mismo...


Ninguno de los dos habla durante un largo momento. Nos quedamos quietos, callados, sin saber qué decirnos el uno al otro. Sin poder asimilar el hecho de que ambos sabemos que no somos honestos y, al mismo tiempo, sin querer hablar del todo.

¿Cómo hablarle respecto a lo que su padre me hace, cuando no hay garantía alguna de que vaya a intentar ayudarme? ¿Cómo confiar y hablarle respecto a la tortura a la que estoy siendo sometida, cuando sé que él ni siquiera confía en mí lo suficiente como para ser claro respecto a lo que su padre está haciéndole a él?...

—Ya no puedo más... —murmuro, al cabo de un largo momento, y me obligo a encararlo—. Gael, ya no puedo hacer esto —mi voz se quiebra en ese instante, pero ya ni siquiera me molesto en ocultar las ganas que tengo de echarme a llorar—. Ya no. No puedes obligarme a seguir así. No es justo. Lo mejor, para ambos, es que esto termine y lo sabes.

—No quiero perderte, Tam —Gael suelta, en un susurro ronco—. No a ti. No por culpa de mi padre.

Cierro los ojos con fuerza.

—Esto va a terminar con nosotros, Gael. Tu padre jamás va a permitir que estés conmigo, y tú... —«Y tú jamás vas a desafiarlo»—. Y tú y yo lo sabemos a la perfección. Por favor, paremos esto. Por favor, no te busques más problemas por mi culpa. Por favor... acabemos con todo de una vez por todas.

Gael frota su rostro con sus manos en ese momento y un suspiro entrecortado se le escapa.

—Sabes que es lo mejor —digo, en un tono de voz apenas audible y me abrazo a mí misma porque esto duele. Duele tanto, que ya ni siquiera puedo ocultarlo.

Los ojos de Gael se clavan en los míos durante un largo momento y yo, sin poder evitarlo, dejo escapar las lágrimas que tengo acumuladas en los ojos. Dejo escapar la angustia y el dolor que me causa toda esta situación.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que, finalmente, él asienta con la cabeza; sin embargo, luego de que lo hace, deja de mirarme y, en ese instante, todo dentro de mí se hace añicos. Todo en mi interior se estruja y se revuelve con violencia e intensidad.

No dice nada. No responde. No articula palabra alguna. Solo se queda quieto durante unos segundos, antes de encaminarse en dirección a la puerta —la cual se encuentra a mis espaldas—. Entonces, justo cuando está a punto de pasarme de largo, se detiene.

En ese momento, una de sus manos ahueca una de mis mejillas y me gira la cara, de modo que soy capaz de recibir de lleno el beso que me planta en la boca sin ceremonia alguna.

Sus labios se mueven contra los míos durante unos instantes y yo, presa de las emociones encontradas, aferro mis dedos a su muñeca. Aferro mis labios a los suyos y recibo el contacto con avidez, porque sé que jamás voy a volver a tenerlo. Porque sé que este es el final para nosotros dos y este es el beso de despedida.


Cuando nos separamos, Gael une su frente a la mía durante unos segundos y, luego, deposita otro beso casto en mis labios. Entonces, antes de dejarme ir, presiona sus labios contra mi frente.

Acto seguido, y sin decir una sola palabra más, sale del apartamento y cierra la puerta justo detrás de él. Cierra la puerta y me deja aquí, con los ojos abnegados en lágrimas nuevas y el corazón hecho jirones. Con un nudo en la garganta y las ilusiones hechas pedazos.

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