Capítulo 33



Ha pasado una semana entera desde la última vez que crucé palabra con Natalia. Una semana en la que han pasado tantas cosas, que apenas he tenido tiempo para procesarlas todas.

Para empezar, he regresado a clases. Y no es un regreso a clases cualquiera: es el penúltimo último regreso a clases de mi vida. Luego de este semestre, si todo sale como espero, estaré a nada de graduarme. Estaré a nada de tener un título profesional para colgar en una pared que, si todo sale acorde a lo planeado, nadie —a excepción del hombre que se atreva a casarse conmigo— verá jamás.

Me he prometido a mí misma, que no voy a tontear como lo hice en cursos pasados. Que voy a enfocar toda mi energía en conseguir mejorar mi promedio —que en realidad no es malo en lo absoluto— para así graduarme sin tener que presentar una tesis.

Fernanda no ha dejado de decirme que debo dejar de ilusionarme, que tendré que presentarla quiera o no, pero yo no pierdo las esperanzas. Así me asignen un tutor para elaborarla, así todo parezca indicar que no voy a poder evadirla, voy a intentarlo.


Siguiendo con la lista de cosas que esta semana han ido de caóticas en peor, no he tenido oportunidad de ver a Gael. Ni siquiera por asuntos de trabajo. Está a punto de cerrar un negocio muy importante con una comercializadora internacional y sus horarios, aunados a los míos un poco más apretados por el regreso a clases, nos han impedido coincidir.

A pesar de eso, no hay día que no sepa de él. No hay día que no me levante con un mensaje suyo donde me da los buenos días. No hay día que me vaya a la cama sin haber escuchado su voz, aunque sea unos minutos.

En cuanto a la biografía se refiere, mis tiempos de escritura han ido en mejora y la fluidez con la que he empezado a trabajar en ella es tanta, que he alcanzado el punto en el que se siente como si se escribiese sola.

No sé qué es lo que ha cambiado, pero ahora se siente fácil sentarme a escribirla. Se siente sencillo encender el ordenador, abrir el documento indicado y empezar a redactar algo respecto al hombre al que últimamente no me puedo sacar de la cabeza.

Quiero pensar que es nuestra cercanía la que ha hecho un cambio en mí. Que es el hecho de que ahora puedo comprenderlo un poco más, lo que me hace poder escribir la biografía sin sentirme forzada u obligada a hacerlo.

He sido muy cuidadosa con ella. No he escrito absolutamente nada respecto a los secretos que me confesó aquella noche en la que me mostró sus tatuajes por primera vez. El tema de su pasado —de su verdadero pasado— está fuera de mis límites.

Me niego a exponer siquiera un poco sobre él. De hecho, he estado tan decidida a ayudarle a mantenerlo enterrado, que no he dejado de manipular el texto para que todas las piezas de lo que me ha contado embonen sin dejar cabida a dudas respecto a su pasado y a su vida en general.

He, incluso, considerado la posibilidad de mandársela a Gael para que la revise antes de mandársela al señor Bautista.

Fuera de eso, la escritura del proyecto ha fluido con tanta naturalidad, que estoy segura que dentro de unos cuantos meses más, estará terminado.

Aún me quedan cosas qué preguntar y qué averiguar para poder concluirla, pero, si todo sigue como ahora, la biografía de Gael Avallone estará lista mucho antes del plazo de tiempo que tengo estipulado.


—¿Tamara? —escuchar mi nombre me saca de mis cavilaciones casi de manera inmediata, pero me toma unos instantes espabilar por completo y dirigir mi atención hacia la chica que, desde el fondo de la mesa, me llama.

Las miradas divertidas que son puestas en mí en ese momento, no hacen más que sembrar en mí una semilla de confusión.

¿Qué? —pregunto, en dirección a Ruth, la chica que me sacó de mi ensimismamiento; y el resto de las personas —chicos y chicas de mi curso— que se encuentran en nuestra mesa, esbozan sonrisas burlonas.

Llegados a este punto, está más que claro para todos que no estaba poniendo atención alguna a la conversación que todos entablaban.

—Te preguntaba que si tú sabías que el tipo para el que trabajas, Gael Avallone, va a casarse —Ruth repite, y la sola mención de su compromiso —por muy falso que este sea— me revuelve el estómago.

—Por supuesto que lo sabía —interviene Susana, una de mis compañeras de clase—. Está escribiendo su biografía. Es lógico que sepa esa clase de cosas, ¿no es así, Tam?

—¿Qué no ese tipo fue el que golpeó a Rodrigo en el Mayas? —Víctor, otro de mis compañeros, pregunta, al tiempo que frunce el ceño y me mira con confusión y curiosidad.

—Es cierto —Ruth asiente, con aire pensativo, y clava sus ojos en mí—. Luego del desastre de esa noche, estaba más que claro para mí que ese hombre estaba interesado en ti, Tamara.

En ese momento, la vista de todos mis amigos se fija en mí.

Una mueca de fingido horror se pinta en mi rostro, al tiempo que sacudo la cabeza en una negativa.

¡Claro! —bufo con sarcasmo, en un acto desesperado por mantener lejos de sus cabezas la posibilidad de que el magnate y yo tenemos algo—, como si un hombre como Gael Avallone fuese a interesarse en alguien como yo.

—El tipo fue al bar solo porque tú lo invitaste —Saúl, otro de los asistentes de la mesa, apunta—. Eso sin mencionar que golpeó a alguien solo para defenderte y que, luego de toda la escena que se armó, te marchaste con él —alza las cejas en un gesto sugestivo—. Si me lo preguntas, eso, para mí, es estar interesado.

—¿Interesado? ¿En qué? —suelto, al tiempo que ruedo los ojos y esbozo una mueca cargada de fastidio—. ¿Qué podría tener yo de atractivo para un hombre que, seguramente, tiene mujeres hermosas a su merced?

—Tamara tiene un punto ahí —Fernanda suelta, a manera de broma y, en ese momento, una maldición dirigida a su persona se me escapa de los labios.

Ella suelta una carcajada en el instante en el que lanzo una galleta de avena que traje desde casa en su dirección. Inmediatamente, la tensión acumulada entre todos los presentes se fuga.

Sé que ha hecho ese comentario para aligerar el ambiente, y alejar la atención que todo el mundo ha puesto en mí y en mi relación clandestina con Gael. Yo no puedo hacer otra cosa más que agradecer el gesto de sobremanera. No puedo hacer nada más que mirarla con gratitud, al tiempo que ella me regala un guiño casi imperceptible.

Hace un par de días le conté todo respecto a la relación que mantengo con él y, a pesar de que al principio se molestó conmigo por no habérselo dicho antes, se ha vuelto mi confidente al respecto.

No le he hablado sobre el pasado de Gael, o sobre las amenazas que su padre ha puesto sobre mí; sin embargo, le he dicho lo suficiente como para hacerle saber que no está comprometido en realidad. Que lo que tiene con la tal Eugenia, es solo una pantalla que su padre trata de mostrarle al mundo.

—¡Oye! ¡Pero eso no responde a nuestras dudas! —Ruth chilla, luego de unos instantes de barullo juguetón—. ¿Sabías que Gael Avallone estaba comprometido?

La irritación se apodera de mi cuerpo en el instante en el que mi compañera trata de traer a la luz el tema una vez más; pero, cuando estoy a punto de hacer un comentario al respecto, mi teléfono vibra en el bolsillo de mis vaqueros justo a tiempo para salvarme de tener que responderle.

Así, pues, a toda velocidad y con el pretexto de que alguien está llamándome, me levanto de la silla en la que me encuentro instalada y me disculpo para atender.

Acto seguido, me abro paso entre las mesas de la cafetería de la universidad —el lugar en el que nos encontramos— y respondo sin siquiera darme la oportunidad de mirar a la pantalla.

—¿Sí?

—Buenas tardes, señorita Herrán —el sonido de la voz de David Avallone me pone la piel de gallina de un modo incómodo y repulsivo—. Espero no encontrarla ocupada.

Quiero colgarle. Quiero presionar el botón para finalizar la llamada y hacerle saber que no estoy dispuesta a escucharle... pero no lo hago. No tengo el valor de hacerlo.

—¿Qué es lo que quiere? —suelto, en un susurro enojado, al tiempo que me arrincono en una de las esquinas de la inmensa estancia.

—¿Pero qué clase de modales son esos, Tamara? —suelta con severidad, pero el atisbo de humor que percibo en su voz es palpable—. Que quede en el entendido que traté de acercarme en son de paz.

Aprieto los dientes.

—Señor Avallone, no tengo tiempo para esto —suelto, luego de tomar un par de inspiraciones profundas para aminorar la sensación de coraje que ha comenzado a invadirme el cuerpo.

El silencio proveniente del otro lado de la línea no hace más que incrementar la incomodidad que ha empezado a reptar en mis entrañas. No hace más que aumentar las ganas que tengo de colgar el teléfono.

—Créame, señorita Herrán —no me pasa desapercibido el tono despectivo que utiliza cuando pronuncia las palabras «señorita Herrán»—, que yo tampoco tengo tiempo para esto; y, sin embargo, estoy aquí, invirtiendo minutos de mi día que bien podría aprovechar en otra cosa, solo porque usted parece tomarse todo esto como si se tratase de un chiste —la violencia con la que comienza a escupir las palabras es tan abrumadora, que me quedo muda. Me quedo congelada en mi lugar, al tiempo que trato de procesar la inflexión en sus palabras—; así que cállese y escúcheme.

No digo nada. Ni siquiera me atrevo a respirar como se debe porque jamás había escuchado a David Avallone así de descompuesto. Así de... alterado.

—Necesito verla en calidad de urgente.

—¿Para qué? ¿Para amenazarme de nuevo? —digo y le agradezco a mi voz por no fallarme—. ¿Para intentar probarme que tiene el poder de acabar conmigo?

—Necesito verla, para negociar con usted —puntualiza.

—No estoy interesada en su dinero —refuto—, así que también podemos ahorrarnos las negociaciones.

—Señorita Herrán, no tengo el humor de discutir mis métodos con usted, así que tome esto como un ultimátum si así quiere verlo —dice David y suena cada vez más cerca del colapso nervioso—: Mi chofer pasará a recogerla dentro de una hora al campus de la universidad en la que estudia y la traerá a mi residencia. Esperará por usted en la entrada principal del plantel y, si no se presenta, daré por sentado que no le interesa en lo absoluto lo que pueda hacerle a usted y a su familia, y no me tentaré el corazón a la hora de tomar las medidas necesarias a mi causa. Ya he perdido mucho tiempo tratando de razonar con usted —con cada palabra que dice, suena más y más enojado—. Esta es la última vez que trataré de ser recto y de dejarle el camino fácil. Espero que tome la decisión adecuada y venga a verme; de lo contrario, nadie, ni siquiera mi hijo, podrá detener lo que caerá sobre usted y todos los suyos. Buenos días.

Entonces, finaliza la llamada.



~*~



No sé qué odio más: si el hecho de saber que David Avallone está haciéndome caer en su juego, o el hecho de tener que estar aquí, arriba de un coche lujoso, con Almaraz, el hombre que alguna vez fue cómplice de Gael y que, ahora, no deja de mirarme a través del espejo retrovisor con una aprehensión aterradora.

No ha dicho nada en lo que va del trayecto al lugar al que me reuniré con David; sin embargo, sé que no le han faltado ganas de hacerlo. La manera en la que me mira, la forma en la que su boca se abre con la intención de soltar unas cuantas palabras acumuladas, para luego cerrarse de golpe; su postura incierta... Todo lo delata.

A pesar de eso, yo no he hecho nada para alentarlo a que hable conmigo respecto a lo que sea que tiene en la cabeza ahora mismo.

Suficiente tengo con la revolución que ha comenzado a hacer mella en mi cabeza, como para querer escucharle decir que esto —reunirme con David Avallone— está mal. Si es que eso es lo que realmente quiere decirme...

Llevamos alrededor de quince minutos aquí, trepados en el coche, en absoluto silencio.

Cuando llegó a la universidad a recogerme, lo único que hizo, fue dedicarme un saludo formal y frío, antes de abrirme la puerta del vehículo para dejarme subir. A partir de ese momento, el silencio tirante que ahora nos envuelve, se apoderó del ambiente.

Durante todo este tiempo, no me he atrevido a encararlo de lleno. Lo he pasado con la mirada fija en la ventana, en el teléfono, o en cualquier otro lugar que no sea el espejo retrovisor por el que, de vez en cuando, me observa. Sé que cree que no me doy cuenta, pero soy plenamente consciente de la forma en la que husmea en mi dirección cada que tiene oportunidad.

Así, pues, pasamos los siguientes veinte minutos de trayecto en silencio.

Una parte de mí lo agradece. La otra, por el contrario, se siente aterrorizada con la sola idea de pensar en la posibilidad de que Almaraz le diga a Gael acerca de esto. A cerca de que ha venido a recogerme para llevarme a casa de su padre...


El chofer del señor Avallone se detiene justo en la entrada de un residencial bastante conocido y lujoso de la ciudad y, cuando el guardia de la caseta de seguridad reconoce el auto y las placas de este, lo deja pasar.

Las enormes y ostentosas casas que se despliegan a cada lado de la calle por la que avanzamos, me distraen un poco del agobiante hecho de que estamos —supongo— llegando a casa de David; pero no es hasta que Almaraz aparca justo afuera de una de las casas, que la resolución se asienta en mis huesos y el terror se filtra en mi sistema.

Hemos llegado.

No me muevo. Almaraz tampoco lo hace. Ambos nos limitamos a, por primera vez desde que inició el viaje, mirarnos directo a los ojos a través del espejo retrovisor.

—¿Señorita? —la voz del hombre que se encuentra instalado en el asiento del piloto, llena mis oídos luego de unos largos instantes.

No respondo. No puedo hacerlo. Estoy tan nerviosa ahora mismo, que ni siquiera puedo pensar como se debe.

—Sé que esto no es lo que quiere escuchar, pero... —hace una pequeña pausa. Inseguro de querer continuar.

—Pero, ¿qué?... —suelto, con un hilo de voz.

—Pero tengo que aconsejarle...

Aprieto la mandíbula y trago duro.

—¿Qué es lo que tienes qué aconsejarme? —digo, en un susurro ronco y tembloroso.

Almaraz duda. La incertidumbre tiñe su rostro de una manera tan turbia, que no puedo apartar mis ojos de los suyos.

—Tiene que alejarse del joven Avallone —dice, finalmente, y sus palabras me atraviesan el pecho de lado a lado—. Sé que no es lo que quiere. Sé que usted es una chica de carácter... pero tiene qué detenerse. El señor David, es un hombre de armas tomar. Un hombre con quien no se juega.

—No le tengo miedo —susurro, pero en realidad lo hago. En realidad, me siento aterrorizada por él.

Almaraz niega con la cabeza.

—Él no necesita que le tema —dice—. Necesita que se aleje. Y, si no lo hace a tiempo, usted solo terminará formando parte de su circo. Un peón más en su juego de ajedrez.

Un nudo empieza a formarse en mi garganta.

—Voy a decírselo todo a Gael —suelto, en un susurro débil y tembloroso, pero ni siquiera he terminado de pronunciar las palabras, cuando Almaraz empieza a sacudir la cabeza en una negativa una vez más.

—El joven Avallone, por mucho que quiera, no meterá las manos al fuego por usted —Almaraz sentencia—. No soy quien para hablarle de Gael —no me pasa desapercibido el tono paternal que utiliza cuando le llama por su nombre de pila—; pero si hay algo que puedo aseverar, es que su padre lo tiene lo suficientemente manipulado como para conseguir que no haga nada para salvarla de la que le espera si se le mete en la cabeza destruirla.

—No voy a darle lo que él quiere —digo, pero sueno incierta. Insegura...

Una sonrisa amarga de dibuja en los labios de Almaraz.

—Entonces, él se encargará de tomarlo por su cuenta si usted no coopera —la aprehensión en los ojos del chofer es tanta, que casi se siente como si fuese capaz de sentir lástima por mí—. El señor Avallone no va a tentarse el corazón si usted no hace lo que le pide. No va a descansar hasta verla hecha pedazos en todos los aspectos.

—¿Por qué me dices todo esto? —digo, casi sin aliento, mientras sacudo la cabeza en una negativa desesperada.

El silencio que le sigue a mis palabras es más tenso que el anterior.

—He visto entrar y salir a muchas mujeres de la vida de Gael —dice, finalmente, al cabo de unos instantes—. He visto desfilar a una infinidad de muchachas bonitas a su oficina... Pero nunca le había visto llevar a alguien a su casa. Nunca había habido alguna capaz de hacerle requerir de mis servicios para salir de casa, borracho, en la madrugada, solo para ir a buscarla... —hace una pequeña pausa—. He visto, también, a una cantidad ridícula de mujeres rondando la vida del joven. Las suficientes como para saber distinguir quién de ellas está realmente interesada en su bienestar emocional... Y yo la veo a usted, señorita, tal cual es. Veo como lo mira. Como él la mira a usted... —la angustia en sus ojos es tanta ahora, que me siento abrumada por ella—. Sé que no es una mala chica. Sé que su corazón está en un lugar puro. Él no la miraría como lo hace si no supiera quién es usted realmente... Y es por eso que trato de advertirle. Es por eso que trato de salvarle de una experiencia horrible.

—¿Se supone, entonces, que debo cruzarme de brazos y hacer lo que ese hombre quiere? —la impotencia que siento ahora mismo es tan grande, que un nudo se me forma en la garganta.

Almaraz me mira con desesperación y frustración.

—Se supone que debe marcharse antes de que sea tarde, señorita —el hombre sentencia con aire sombrío y aterrador, y un escalofrío de puro horror me recorre entera en ese momento—. Con David Avallone no se juega.



~*~



La casa de David Avallone es tan ostentosa, como lo es su personalidad; grita tanta arrogancia, como lo hace todo lo relacionado a él, y me hace sentir tan incómoda como lo hace su presencia a mi alrededor.

Si creía que la casa de Gael era enorme, estaba muy equivocada. Poniéndolo en perspectiva, la casa del magnate es relativamente pequeña si la comparamos con la mansión en la que vive su padre.

Todo aquí es inmenso, rústico y de aspecto costoso. Tanto, que no quiero tocar nada. Tanto, que me incomoda en demasía la forma en la que todas las estancias que recorrí para llegar aquí, lucen tan perfectas...

El silencio sepulcral que hay en toda la casa, es algo que también me pone los nervios de punta. La falta de vida en este lugar me hace sentir agobiada por sobre todas las cosas. Me hace sentir como si estuviese en una casa de exhibición y no en el hogar de alguien.

«Este no es el hogar de nadie.» Susurra la voz en mi cabeza y un escalofrío me recorre entera con el mero pensamiento.

El disgusto —ese que se ha asentado en mis huesos desde el instante en el que David Avallone me llamó hace un rato— se arraiga otro poco.

Hace ya unos minutos que Almaraz me encaminó hasta este lugar —un despacho en el interior de la gigantesca casa de David Avallone— y me dejó sola anunciando, con mucha ceremonia, que el hombre en cuestión ya estaba enterado de mi presencia y que en cualquier momento se reuniría conmigo. Hace ya unos minutos que me encuentro aquí, de pie al centro de —lo que creo que es— la oficina personal de un hombre despreciable, sin poder —querer— moverme. La repulsión que siento por David Avallone y sus pertenencias es tanta, que ni siquiera puedo pensar en la posibilidad de sentarme en una de las inmensas sillas frente a su escritorio a esperarlo.

Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos.

«Tienes que tranquilizarte...» Susurra mi subconsciente, pero no puedo hacerlo. No, cuando mi memoria no ha dejado de reproducir una y otra vez las palabras de Almaraz. No, cuando la oscuridad se ha apoderado de mis pensamientos y no me ha dejado abandonar la idea de Gael, eligiendo no mover un dedo para detener a su padre solo por el miedo que le tiene.


El sonido de una puerta siendo abierta a mis espaldas me trae de vuelta al aquí y al ahora de manera abrupta. Tan abrupta, que mi corazón se detiene una fracción de segundo para reanudar su marcha a una velocidad antinatural.

Es en ese momento, que mi estómago cae en picada y la ansiedad empieza a reptar poco a poco por mi cuerpo.

—Buenas tardes, señorita Herrán —la familiar voz de David Avallone llega a mí segundos antes de que su figura lo haga.

Viste un traje elegante de color azul marino, una corbata morada y el cabello entrecano perfectamente estilizado, y no puedo evitar compararlo con su hijo. No puedo evitar notar el parecido aterrador que tiene con Gael.

Ambos son impresionantes. Ambos son intimidatorios y elegantes hasta la mierda.

Me aclaro la garganta.

—Buenas tardes —digo, en un tono de voz tan frío y distante, que me sorprendo a mí misma.

La mirada de David se oscurece en el instante en el que nota el reto implícito en mis palabras, pero nada en su expresión cambia. Sigue luciendo tranquilo y en control de sí mismo mientras se abre paso hasta colocarse detrás del escritorio.

Acto seguido, señala una de las sillas que se encuentran delante del mueble y dice:

—Tome asiento.

Yo no me muevo de donde me encuentro.

—En realidad, llevo prisa —digo, con la misma frialdad de antes.

Los ojos del padre de Gael se clavan en mí y un destello enojado los atraviesa en ese momento. A pesar de eso, me regala un asentimiento duro.

—Bien —dice—. Seré breve, entonces.

En ese momento y sin ceremonia alguna, abre una de las gavetas y, luego de remover el contenido un par de segundos, toma una carpeta y la deja caer sobre el escritorio. Yo la miro de reojo, pero no me acerco para mirarla.

—En esa carpeta, está toda la información que he recabado sobre su familia —David habla, con una tranquilidad inquietante. Ensayada...—. Tanto financiera, como personal. Lo sé absolutamente todo, Tamara. Todo... —no me pasa desapercibido el énfasis que le da a las palabras para hacerme saber que de verdad me tiene en la palma de su mano—. Y, honestamente, llegados a este punto, no estoy dispuesto a detenerme. He contactado a la amante de su cuñado y le he ofrecido una generosa cantidad de dinero para que contacte a su hermana y le confiese la infidelidad de su marido. Ahora mismo debe estar ocurriendo eso, según lo estipulado —dice y una oleada de ira me recorre entera casi al instante. De pronto, mi mente empieza a correr a toda velocidad. Empieza a maquinar mil y un escenarios en los que lo único que pasa, es que mi hermana sale lastimada—. El día de mañana se realizarán los movimientos pertinentes para que la campaña de desprestigio que he iniciado en contra su cuñado se reanude. Mis asesores, también, están haciendo los arreglos pertinentes para que los intereses que pagan sus padres de su crédito hipotecario se eleven a un punto sin retorno para ellos; y su beca universitaria será retenida a partir del próximo mes —sentencia y una punzada de puro terror me recorre entera—. Me ha dejado muy en claro, señorita Herrán, que no le interesa realizar ninguna clase de negociación conmigo, así que movilicé todo para que hoy mismo empezara a llevarse a cabo lo que tengo planeado para usted; sin embargo, mi parte benevolente me exige que le dé una última oportunidad para redimirse. Una última oportunidad de detenerlo todo.

Mi corazón parece acelerarse con cada una de las palabras que salen de su boca y un nudo se instala en mi garganta en el instante en el que la resolución de lo que está pasando cae sobre mí como balde de agua helada.

que no puedo dejar que se salga con la suya. que no puedo permitir que destruya a mi familia solo porque se le ha metido entre ceja y ceja que debo alejarme de su hijo. que la solución está aquí, al alcance de mis manos... pero no puedo —quiero—, simplemente, aceptarla. Me niego por completo a alejarme de Gael. Me niego por completo a renunciar a lo que siento cuando está cerca...

Trago duro, pero el nudo en mi garganta no se va. Al contrario, se aprieta con más fuerza y hace que mis ojos se llenen de lágrimas.

—Está muy equivocado, señor Avallone, si cree que alejarme es la solución a todos sus problemas —digo, a pesar de que apenas puedo hablar—. No puede pretender que puede alejar a todo el que no le agrade de la vida de su hijo. Él va a darse cuenta tarde o temprano. Lo que está haciendo no es la solución.

—Gael nunca va a desafiarme, Tamara —la tranquilidad con la que David habla es tanta, que casi me convence de su declaración—. Tiene mucho que perder. Arriesga demasiado con hacerlo y lo conozco lo suficiente como para saber que nunca pondría a alguien más por encima de sus objetivos.

—Su hijo no es así de ambicioso —digo, con un hilo de voz.

—¿No lo es?

Cierro los ojos con fuerza.

«Tienes que dejar esto por la paz.» Me digo a mí misma, pero no quiero hacerlo. «Tienes que darle a David Avallone lo que quiere y ponerle punto final a toda esta locura. Va a destruir a tu familia si continúas. Va a acabar con todo. ¿De verdad quieres exponer así a tus papás? ¿Después de todo lo que han hecho por ti? ¿Después de todo lo que te han dado?...»

Desasosiego, intranquilidad, dolor... Todo se arremolina en mi interior con tanta fuerza, que no puedo hacer otra cosa más que intentar asimilarlo. Más que intentar ponerle una restricción, para así poder pensar con claridad.


—Está bien —digo, luego de un largo momento de silencio. Ni siquiera me atrevo a mirar a David mientras hablo—. Lo haré. Me alejaré de su hijo —alzo la vista para encararlo—. Pero, a cambio, tiene que prometerme que nos dejará en paz. A todos. A mi cuñado, a mi hermana, a mis padres, a Gael... A todos.

David se queda quieto, mirándome, durante un largo periodo de tiempo, antes de asentir con lentitud.

—¿Y a mi quién me garantiza que todo esto no es una treta? ¿Quién me garantiza que no está mintiéndome para luego tratar de salirse con la suya?

Muerdo la parte interna de mi mejilla.

—¿Quién me garantiza a mí que esto no sea solo un engaño de su parte? —digo, al cabo de un rato—. Estamos parados en las mismas circunstancias.

—No —David refuta de inmediato—. Se equivoca, Tamara. Aquí soy yo el que lleva el mando. Que no se le olvide. Además, que se alejes de mi hijo no es suficiente. Ya no. No, luego de la forma en la que me ha desafiado. Necesito algo más si quiere que todo esto se detenga.

Aprieto la mandíbula con fuerza.

—¿Qué es lo que quiere entonces? —digo, a pesar de que no quiero averiguarlo.

Una sonrisa cruel y despiadada se desliza en los labios de David y un escalofrío de puro horror me recorre la espina.

—Necesito, señorita Herrán, que escriba un libro para mí —dice y la confusión se apodera de mi sistema.

—¿Un libro? —sueno cautelosa. Dubitativa...

David asiente.

—Un libro que hable sobre la vida de mi hijo —hace una pequeña pausa y, entonces, sin dejar de sonreír, añade—: La verdadera vida de mi hijo.

Las palabras del hombre caen sobre mí como balde de agua helada; sin embargo, me las arreglo para mantener mi expresión en blanco.

—¿La verdadera vida de su hijo? —digo, y le agradezco a mi voz por sonar genuinamente confundida.

David Avallone asiente, satisfecho por mi reacción.

—No sé qué sarta de mentiras haya estado diciéndole a lo largo de todo este tiempo que ha trabajado con él, pero déjeme decirle que nada de lo que le ha dicho es verdad —dice—. Hay cosas de su pasado que le gustaría que quedaran enterradas. Cosas que lo arruinarían por completo si llegasen a descubrirse.

Me siento enferma. Asqueada...

—¿Quiere que escriba un libro para destruir a su hijo? —sueno horrorizada, pero ni siquiera me molesto en ocultar que realmente me siento de esa manera.

Asiente.

—Así es, Tamara. Quiero que escriba un libro que cuente exactamente toda la verdad sobre Gael. Uno que pueda utilizar a mi favor cuando las cosas entre nosotros estén turbias, justo como en este momento. Necesito la manifestación de un documento que pueda acabar con él si llega a desafiarme... ¿Y qué mejor documento que uno que lo revele absolutamente todo?

—Usted está enfermo —siseo, con enojo y frustración.

La sonrisa de David se ensancha.

—Señorita Herrán, la única manera en la que voy a dejarla en paz a usted y a su familia, es si accede a escribir ese libro —dice, ignorando por completo mi declaración.

Niego con la cabeza.

—¿Cómo es que puede siquiera pensar en hacerle algo así a su propio hijo? —sueno más indignada de lo que espero.

—Tamara, no tengo tiempo que perder —suena impaciente ahora—. Si usted no quiere escribirlo, no se preocupe. No pasa nada. Solo, no me pida que me detenga, porque no lo haré. Solo estoy dándole la oportunidad de detenerlo todo, así que, ¿acepta o no?

«Dile que sí.» Susurra mi subconsciente, pero no quiero escucharlo. «Dile que sí y gana algo de tiempo para que hables con Gael. Dile que sí y gana algo de tiempo para encontrarle una maldita solución a todo esto.»

Cierro los ojos con fuerza.

—De acuerdo —digo, con un hilo de voz, al cabo de una eternidad, y me siento asqueada de mí misma—. Lo haré.

David Avallone asiente, satisfecho.

—Entonces tome asiento —señala una de las sillas que se encuentran delante de su escritorio—. Llamaré a uno de mis abogados para que nos redacte un contrato que podamos firmar los dos hoy mismo; y, mientras nos alistan el documento, la invito a ponerte cómoda, que voy a empezar a contarte una historia bastante..., turbia..., respecto a mi hijo.

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