Capítulo 30



Hace calor. Mi cuerpo entero está cubierto en una fina capa de sudor; el cabello se me pega a la nuca de manera incómoda y el peso de algo me aplasta la cadera.

Me remuevo un poco.

La piel desnuda de mi espalda, luego de mi movimiento, se pega a algo suave y cálido, y me detengo por completo cuando un gruñido —incómodo y ronco— retumba en mi oreja y reverbera en mi pecho.

Es en ese momento, cuando la bruma del sueño que me envolvía hace unos instantes, se disipa lo suficiente como para permitirme ser consciente del peso que hay alrededor de mi cintura.

La confusión me invade el pecho en ese momento y abro los ojos. El aturdimiento, aunado al letargo provocado por el sueño, hace que, durante unos instantes, mi cerebro sea incapaz de procesar que la habitación en la que me encuentro, no es la mía; sin embargo, cuando lo hace, una punzada de pánico se instala en mi pecho.

Entonces, miro hacia abajo, hacia mi cuerpo.

Es en ese preciso instante, que el horror me llena la boca de un sabor amargo.

Hay un brazo envuelto en mi cintura y una pierna alrededor de mi cadera.

«Oh, mierda...»

Un puñado de piedras se me asienta en el estómago en ese momento. El pánico y la preocupación me invaden de pies a cabeza; pero, en el instante en el que los recuerdos empiezan a llegar a mí, una oleada de alivio me llena el cuerpo. Una oleada de algo diferente —de algo agradable y dulce— me atenaza el pecho.

Mis ojos se cierran con fuerza cuando, una a una, las imágenes de lo ocurrido anoche me llenan la cabeza y, de pronto, siento el calor de la vergüenza calentándome el rostro. A pesar de eso, una sonrisa eufórica se abre paso en mis labios.

De pronto, no puedo dejar de pensar en lo que pasó. No puedo hacer otra cosa más que reproducir una y otra vez la manera en la que me besaba. La manera en la que me tocaba...


Pasé la noche en casa de Gael Avallone. Pasé la noche entre sus brazos. Entre sus besos. Entre sus caricias... Pasé la noche en su habitación, divagando en su piel, en la tinta que tiñe su cuerpo, en las ondulaciones de sus músculos y en la manera esa tan suya que tiene de hablarte con las manos...

Y, cuando todo lo físico terminó —cuando la exploración de su cuerpo y el mío acabó con nosotros dos en una habitación donde el silencio solo era interrumpido por nuestras respiraciones rotas—, pasé la noche acurrucada entre sus brazos. Con mi pecho pegado al suyo. Con mi cabello haciéndole cosquillas en el cuello y sus dedos ásperos trazando patrones delicados en la piel de mi espalda desnuda.

Gael no me hizo suya. No hizo nada más que tocarme y besarme. Yo tampoco hice otra cosa más que besarle y tocarle... Y, a pesar de eso, se siente como si lo que pasó entre nosotros, hubiese sido incluso más íntimo que la consumación del acto. Como si esto tuviese más peso y significado que cualquier cosa que pudimos haber hecho de haber tenido un preservativo a la mano.


El brazo fuerte y firme que está envuelto en mi cintura se aprieta un poco cuando trato de acurrucarme más cerca del cuerpo de Gael y, de pronto, cuando mi espalda queda pegada a su pecho y mis muslos quedan flexionados justo delante de los suyos, otro gruñido retumba en su pecho.

En ese momento, soy plenamente consciente del bulto creciente entre sus piernas —ese que en este momento está en contacto con mi trasero— y una nueva oleada de calor me recorre el rostro.

Vergüenza, emoción, ansiedad... Todo se arremolina en mi pecho en ese momento y, a propósito, empujo mi cuerpo contra él un poco más. En respuesta, las caderas del hombre que trata de dormir detrás de mí, se aprietan contra las mías y, entonces, la mano que descansa en mi cintura, se eleva hasta ahuecar uno de mis pechos.

Mi respiración se atasca en mi garganta en ese momento, y cierro los ojos.

Estoy completamente desnuda. Él también lo está.

La realización de ese hecho no hace más que crear en mi vientre un nudo de anticipación. Un nudo de emociones encontradas provocado por los recuerdos de lo ocurrido anoche.

Un escalofrío me recorre entera en ese momento y, presa de una sensación vertiginosa de poder y control, me acurruco todavía más cerca.


—Si sigues haciendo eso —la voz enronquecida de Gael susurra en mi oído. Toda la carne de mi cuello se eriza al instante—, vas a meterte en problemas.

Una sonrisa desvergonzada, ansiosa y eufórica se apodera de mis labios en ese instante y, haciendo acopio de la determinación y el valor que se ha apoderado de mí, me giro sobre mi eje, de modo que quedo de frente a él. Entonces, sin siquiera darme tiempo de arrepentirme o de pensarlo dos veces, deslizo una mano entre nuestros cuerpos para ahuecar su miembro entre mis dedos.

Los ojos de Gael se abren en ese momento y me miran fijo.

La hinchazón en su mirada, aunada al desastre ondulado que es su cabello y al aspecto relajado de su rostro, le da un aspecto vulnerable. Completamente distinto al que suele proyectar.

—A ti te encanta tentar a tu suerte, ¿no es así? —dice, y sé que trata de sonar fresco e imperturbable; sin embargo, el ligero temblor en su voz delata lo mucho que está costándole mantener la compostura en este momento.

—Y a ti te encanta amenazarme —susurro de vuelta.

Una sonrisa se desliza en sus labios.

Gael cierra los ojos cuando mi mano empieza a acariciarle con lentitud y el gesto que esboza en ese momento es tan maravilloso, como satisfactorio.

—Ayer estaba decidido a no comprometer tu virtud, pero estoy a nada de darme por vencido; así que, si no quieres que esto termine de un modo irresponsable, te recomiendo que dejes de torturarme —dice, casi sin aliento y mi sonrisa se ensancha un poco más.

—¿Esto es una tortura para ti? —digo, en el tono más inocente que puedo imprimir, y una pequeña risa se le escapa.

—Lo es cuando sé que no podré hacerte mía —dice, al tiempo que cuela una de sus manos entre nuestros cuerpos para detenerme.

Una vez que se ha apoderado de mi muñeca, me aparta con suavidad. En el proceso, esbozo un puchero infantil. Él abre los ojos justo a tiempo para mirarlo y ríe un poco más.

—Qué aburrido eres —mascullo, en medio de un quejido, pero no hablo en serio.

Gael arquea una ceja con arrogancia.

—¿Aburrido, dices? —bufa—. Soy la persona más interesante en el jodido universo, Tamara Herrán.

Ruedo los ojos al cielo, al tiempo que me deshago de su agarre en mi muñeca y envuelvo mis brazos alrededor de su cuello en un abrazo meloso. Él, en respuesta, envuelve uno de los suyos en mi cintura y tira de mí, de modo que su abdomen ha quedado pegado al mío.

—Lamento informártelo, Gael, pero eres un hombre bastante aburrido —bromeo, al tiempo que esbozo una sonrisa condescendiente, solo para molestarlo un poco más—. Tienes suerte de que me gustes tanto. Si no, ahora mismo no estaría aquí contigo.

Su mirada se oscurece varios tonos, al tiempo que una sonrisa irritada se desliza en sus labios.

—No lo soy y lo sabes.

—Por supuesto que lo eres —refuto.

Gael se encoge de hombros, en un gesto despreocupado.

—No lo soy. Pero, si así lo fuera, de cualquier modo estás loca por mí —susurra, en un tono de voz tan bajo y tan ronco, que me eriza los vellos de la nuca; sin embargo, la sensación no es desagradable. Al contrario, es... dulce.

—Alguien aquí piensa muy bien de sí mismo —suelto, al tiempo que arqueo una ceja en un gesto arrogante.

La mirada del hombre que me sostiene cerca se transforma en una salvaje. Anhelante...

—Atrévete a negarlo.

Trago duro y mojo mis labios con la punta de mi lengua. Las palabras se arremolinan en mi boca, pero el valor para pronunciarlas aún no llega a mí. Se siente erróneo negar cuán ilusionada estoy. Se siente horrible decir, aunque sea bromeando, que Gael Avallone no me tiene con el universo patas arriba.

Las cejas de Gael se alzan con condescendencia, al tiempo que una sonrisa burlona se dibuja en sus labios. Yo, presa de un valor repentino y orgulloso, esbozo una mueca arrogante y alzo un poco el mentón.

—Lo niego rotundamente —digo, pero ambos sabemos que estoy mintiendo.

La sonrisa de Gael se ensancha otro poco.

—Ah, ¿sí?

Asiento, incapaz de volver a decirlo en voz alta.

Un suspiro cargado de fingido pesar escapa de los labios del magnate.

—Ni hablar —dice, y esboza una mueca afligida—. Tendré que esforzarme un poco más, entonces.

En ese momento, y sin darme tiempo de nada, hace girar nuestros cuerpos de modo que quedo recostada sobre el colchón y él queda asentado entre mis piernas. Acto seguido, sus manos se apoderan de mis muñecas y las elevan hasta que quedan justo arriba de mi cabeza; inmovilizándome.

—¡¿Qué estás...?! —ni siquiera soy capaz de terminar de formular la pregunta, ya que él la acalla con un beso rápido.

—No vas a levantarte de esta cama hasta que estés loca por mí, Tamara Herrán —anuncia cuando se aparta para mirarme a los ojos y un espasmo de puro placer me recorre entera. Entonces, sin darme tiempo de responder nada, vuelve a besarme.



~*~



—¡Ya les dije que no! —mi voz sale en un chillido agudo e irritado, pero no puedo evitarlo. No, cuando mi hermana y mi mamá han pasado la última hora tratando de convencerme de traer a Gael Avallone a comer a casa de mis padres.

No es un secreto para nadie que estoy saliendo con alguien. Tampoco es como si me hubiese molestado en ocultarlo; sin embargo, la obviedad de mi relación con Gael, se ha hecho presente en mi vida durante las últimas semanas.

Hace ya un poco más de un mes que, oficialmente, Gael y yo empezamos a vernos. Hace un poco más de un mes que, por fin, decidí darle algo de tregua a mi corazón inseguro y cerrar los ojos para confiar en él.

Aún no puedo olvidar como, luego de los primeros días de esta paz maravillosa que se ha apoderado de mis días, David Avallone recurrió a mí para intentar amenazarme; sin embargo, su silencio y su ausencia luego de eso, me han hecho sentirme un poco más tranquila. Más segura de mí misma y de mi relación con Gael.

Ahora, a casi un mes y medio después de mi reunión con él en las oficinas de Editorial Edén, se siente como si ese mal trago solo hubiese sido algo producido por mi imaginación inquieta. Por ese miedo latente que siento a que la felicidad que me ha envuelto últimamente, pueda esfumarse al sonido de los dedos de ese hombre.

Debo confesar que no le hablé a Gael al respecto. No cuando, pasadas las semanas, no fui abordada de nuevo por su padre. No cuando hacer un escándalo respecto a algo que no tuvo seguimiento alguno, se siente equivocado.


Respecto a mi entorno, muy pocas personas saben que es Gael Avallone con quien he estado pasando el tiempo el último mes. Solo Victoria, Alejandro y Fernanda saben que es él y solo él quien pinta de buen humor mis días.

Mi familia sabe que estoy viéndome con alguien. No se los he ocultado; sin embargo, por respeto a Fabián y a la memoria de Isaac —su hermano— me he mantenido prudente.

No me atrevo a hablar demasiado sobre Gael durante las reuniones familiares. En primer lugar, porque sé que mis papás me darán un mal rato cuando se enteren que la persona con la que estoy saliendo, es el hombre con el que trabajo. En segundo, porque, por mucho que me desagrade Fabián, no se siente correcto pavonearme delante de él o hablar de alguien más estando en su presencia. Isaac era su hermano y, a pesar de que mi relación con él sea horrible, no tengo el corazón de hablar abiertamente sobre mi relación con el magnate. No cuando sé que a Fabián aún le duele demasiado su partida.

Siendo honesta, a mí también me duele todavía. Se siente incorrecto, por mucho que no esté haciendo nada malo, venir a invadir los recuerdos de Isaac, con la presencia de otra persona.

Isaac forma parte de mi pasado —una muy importante, significativa por sobre todas las cosas—. Él fue mi primer amor. Me dio mis primeros besos. Absolutamente todas mis primeras veces, fueron con él...

Su recuerdo es tan parte de mí, como lo es cualquiera de mis órganos vitales y nada ni nadie podrá llenar el vacío que dejó al marcharse.

Sin embargo, también soy plenamente consciente de que no puedo pasar la vida entera aferrada a su memoria. A él... Porque la vida sigue. Porque yo estoy aquí, y tengo que aprender a seguir avanzando. Tengo que aprender a desprenderme de esos remordimientos absurdos que me invaden cada que me doy cuenta de cuán afianzado está Gael dentro de mi corazón.

No voy a mentir y decir que he sido capaz de deshacerme del sentimiento de culpa que me llena cada que una nueva memoria se construye entre Gael y yo; sin embargo, he aprendido a lidiar con ello. He aprendido a perdonarme un poco por lo que estoy sintiendo y a dejarme llevar por eso.

Después de todo, me gusta pensar que, quizás, es algo que Isaac querría...


—¿Por qué no? —Natalia se queja, al tiempo que toma uno de los tortilleros que guarda mi mamá dentro de una de las gavetas de la cocina. Sus palabras, de inmediato, me sacan de mis cavilaciones y me traen de vuelta al aquí y al ahora.

—¡Porque no! —siseo, en voz baja, al tiempo que miro con preocupación en dirección al comedor; donde mi cuñado y mi papá se encuentran instalados.

El entendimiento parece asentarse en la cabeza de mi hermana en ese momento.

—Tam, no te preocupes por eso —dice, en ese tono tan maternal que siempre ha sabido imprimir en su voz—. Fabián tiene que entender que no puedes pasar la vida entera aferrada a un recuerdo.

Hago una mueca de desagrado.

—No hables de él de esa manera —pido, porque no me gusta pensar en Isaac como si se tratase de algo tan simple como un recuerdo. Porque, para mí, su paso en mi vida no puede reducirse al número de memorias que creó en mí.

—No lo digo con la intención de ser hiriente y lo sabes —Natalia responde—. Solo trato de decir que no deberías detenerte de traer al chico con el que sales, solo por Fabián.

—Es que tampoco quiero traerlo —mascullo, al tiempo que vierto la cebolla que acabo de terminar de cortar, en el contenedor de la salsa bandera que estoy preparando.

Mi madre, quien está al fondo de la cocina, terminando de guisar la carne que comeremos, me mira por el rabillo del ojo con curiosidad.

—¡¿Pero por qué no?! —Natalia chilla tan fuerte, que tengo que dispararle una mirada irritada luego de eso.

—¡Por que no! —espeto, medio irritada—. ¡Porque apenas llevamos saliendo un poco más de un mes! No quiero que piense que me urge que conozca a mi familia, o que estoy tan necesitada, que quiero presentarle a todos mis conocidos para que él decida formalizar algo conmigo.

Natalia rueda los ojos al cielo, mientras coloca un kilo de tortillas dentro del trasto que acaba de sacar de uno de los muebles de la cocina.

—Tampoco es como si lo fuéramos a obligarlo a proponerte matrimonio —dice ella, con el ceño fruncido en señal de indignación—. Sabemos comportarnos, ¿sabes?

—Permíteme dudarlo —bromeo y noto como mi madre sonríe al fondo.

—¿Cómo se llama? —ella pregunta, en ese tono enigmático tan suyo—. ¿Puedes siquiera decirnos como se llama?

Niego con la cabeza.

—Sabrán quién es si les digo su nombre.

—¿Podemos saber, entonces, dónde lo conociste? ¿Es algún compañero de la universidad? —mi mamá insiste.

Niego una vez más.

—Lo conocí en el trabajo —digo, porque es cierto.

—¡Oh, por el amor de Dios, Tamara! —Natalia suelta, escandalizada—. ¡¿Estás saliendo con el señor Bautista?!

¡¿Qué?! ¡No! ¡¿De dónde carajo sacas eso?! ¡Dios!

—¡Acabas de decir que lo conociste en el trabajo!

—¡El señor Bautista no es el único hombre que trabaja donde yo! —espeto, medio irritada y medio divertida.

—¡Pero es el único del que hablas!

Le dedico una mirada hostil.

—El señor Bautista bien podría ser nuestro abuelo.

Natalia se encoge de hombros.

—Yo qué sé. Puede que te gusten los hombres mayores —refuta y, esta vez, entorno los ojos en su dirección.

—Natalia... —mi madre interviene, con advertencia, y eso es suficiente para hacer que mi hermana haga un mohín y deje de insistir.


La comida está casi lista. Es por eso que, entre mi hermana y yo, empezamos a poner la mesa. Mi papá, al vernos trabajar, se levanta de donde se encuentra para ayudarnos. Fabián, en cambio, se limita a mirarnos desde su asiento.

No quiero pensar en ese gesto como uno machista, pero lo hago. La aversión que le tengo a ese hombre es tan grande, que no puedo evitar encontrarle algo negativo a cualquier cosa que hace.

A pesar de eso, no hago ninguna clase de comentario al respecto. Me limito a mantener una conversación ligera con mi hermana y mi papá.


El teléfono de Fabián suena, de pronto y, con el entrecejo fruncido ligeramente, se levanta a responder. Natalia, quien hace unos segundos hablaba con ligereza, ha fijado toda su atención en su marido, quien se ha levantado para apartarse del lugar en el que nos encontramos.

La pregunta fugaz que se formula en mi cerebro respecto a lo que está pasando entre ellos, desaparece tan pronto como mi teléfono vibra en el bolsillo trasero de mis vaqueros.

Cuando lo tomo, el nombre de Gael Avallone brilla justo encima del ícono de los mensajes de texto y, sintiendo un vuelco en el corazón, desbloqueo la pantalla para leer:

«Esto de que seas hija de familia está matándome. Te echo de menos.»

Una sonrisa boba se desliza en mis labios en ese momento y tecleo en respuesta:

«También te echo mucho de menos. Muero por verte.»

A los pocos minutos, justo cuando Fabián regresa y mi madre aparece con una olla de barro entre las manos, recibo:

«Podría pasar por ti a casa de tus padres más tarde y verte aunque sea un momento.»

Luego de leer eso, mi sonrisa se ensancha ligeramente y envío:

«No quieres venir a casa de mis papás. Créeme.»

Unos instantes después, justo cuando estoy instalándome en mi lugar habitual, mi teléfono suena con un nuevo mensaje:

«Tus padres no me intimidan, Tam.»

Casi ruedo los ojos al cielo cuando leo eso.

«Eso lo dices ahora porque no los conoces. Te comerán vivo cuando te tengan enfrente. Ya han comenzado a preguntar por ti, ¿sabes?»

El teléfono de Fabián suena una vez más en ese momento y, disculpándose, vuelve a retirarse para responder. Mi ceño se frunce ligeramente debido a eso, pero el mensaje que recibo de Gael me distrae de nuevo.

«Ah, ¿sí? ¿Qué es lo que preguntan?»

Luego de leer eso, escribo:

«Todo. Quieren conocerte. No han dejado de pedirme que te traiga a comer.»

—Sin teléfonos en la mesa —mi mamá me reprende, cuando se instala en el lugar que siempre suele ocupar y yo hago un mohín.

—Siento como si tuviera quince de nuevo —mascullo, a manera de rabieta y ella me dedica una mirada irritada y divertida.

—Sin teléfonos. Dije —sentencia y, justo en ese momento, el aparato entre mis dedos vuelve a vibrar.

Acto seguido, tomo un trago del agua fresca que mi hermana me ha servido en un vaso y abro el mensaje.

«No me molestaría conocerlos. Pregúntales si el próximo fin de semana está bien para ellos.»

Casi me atraganto con el líquido que tengo en la boca en ese momento. El ataque de tos que me da debido a eso es tan intenso, que todos a mi alrededor se levantan de sus lugares, alertas, a la espera de poder hacer algo para auxiliarme; sin embargo, con un gesto de mano, les hago saber que me encuentro bien.

Es en ese instante, cuando Fabián vuelve a la estancia. Esta vez, su semblante luce diferente. Luce casi... ¿preocupado?...

—¿Todo en orden? —pregunta Natalia, y no me pasa desapercibido el tinte áspero en su voz. Casi como si estuviese reprochándole algo.

En ese momento, mi cuñado clava su vista en mi hermana, al tiempo que niega con la cabeza.

—No realmente —dice—. Tengo que ir a casa de mi papá.

¿Qué? —mi hermana suelta, con dureza, al tiempo que frunce el ceño—. ¿Por qué?

Fabián, quien luce ligeramente aturdido, abre la boca para hablar, pero la cierra de golpe.

—¿Está todo bien, Fabián? —mi padre interviene antes de que Natalia pueda hacerlo una vez más y mi cuñado sacude la cabeza en una negativa.

—Acabo de colgar con mi papá. Alguien ha subido un video a redes sociales y se está haciendo viral —balbucea—. Están diciendo que nuestra carne es de mala calidad y que nuestros empleados no cumplen con las normas de sanidad necesarias para preparar los alimentos que vendemos.

¿Qué?... —Natalia suelta, en un susurro ahogado y sorprendido.

Fabián niega con la cabeza.

—Aún no estoy muy enterado de la situación, pero se ve mal. Esto va a afectarnos muchísimo si no le ponemos un alto —pronuncia, esta vez, genuinamente preocupado. Como si, luego de unos instantes, estuviese digiriendo la información que él mismo está diciendo—. Necesito ir a casa de mis papás y ver qué está ocurriendo realmente.

—Voy contigo —Natalia dice, al tiempo que empieza a avanzar en dirección a la sala para tomar su bolso.

—No —Fabián responde—. Quédate aquí, por favor. No tiene caso que vayas. Mejor paso por ti más tarde, luego de que investigue bien qué es lo que está pasando.

Mi hermana, quien no parece muy conforme con lo que su marido le ha dicho, se congela en su lugar unos instantes.

—No quiero quedarme aquí, de brazos cruzados —ella dice, en ese tono de voz frustrado que suele poner cuando algo no le agrada.

—No tiene caso que vayas, Natalia —Fabián trata de razonar con ella—. Ni siquiera sabemos cuál es la magnitud de lo que está pasando. Déjame arreglarlo a mí.

—Deja que se marche, Nat —mi papá es quien interviene esta vez—. Yo te llevo a casa más tarde si es necesario. Fabián debe ir a resolver este problema con su padre. Tu presencia ahí no va a hacer ninguna diferencia.

Mi hermana, quien luce como si pudiese gritar en cualquier momento, mira fijamente a su marido. Como si estuviese cuestionando la veracidad de sus palabras. Como si no creyera del todo lo que está diciendo. A pesar de eso, aprieta la mandíbula y los puños durante unos instantes, y dice:

—De acuerdo. Aquí te espero, entonces.

Fabián, en ese momento, asiente con dureza. Acto seguido, se despide de todos rápidamente y, entonces, desaparece de la estancia.


El silencio que le sigue a su partida es tan incómodo, que nadie se atreve a romperlo. La ligereza con la que nos desenvolvíamos hace unos instantes, ha desaparecido por completo y ahora nos encontramos sumidos en una espiral grisácea. Una en la que Natalia es el núcleo.

Mi papá se aclara la garganta, al tiempo que trata de aligerar la charla. Mi madre trata de seguirle la corriente, pero no consiguen aminorar el tamaño de la tensión que se ha acumulado en el ambiente.

Es en ese momento, cuando todos han comenzado a servirse la comida, que mi teléfono empieza a sonar. Cuando el aparato que casi acababa de guardar en el bolsillo de trasero de mis pantalones, me hace pegar un salto en mi lugar y soltar una maldición.

Mi madre pregunta qué ocurre, pero no respondo. Me limito a tomar el teléfono entre los dedos para mirar la pantalla.

El número privado que cita la pantalla me forma un nudo agradable en el estómago, solo porque solo hay una persona que ha llegado a llamarme de números privados.

Es en ese momento, cuando la imagen de Gael se dibuja rápidamente en mi cabeza y, antes de siquiera pueda detenerme a pensar en lo qué estoy haciendo, y presa de una emoción abrumadora y ridícula, respondo:

—¿Sí? —sueno ilusionada hasta la mierda, es por eso que me pongo de pie de la silla del comedor: para que nadie en casa sea capaz de verme actuar como una completa idiota por él.

—Tamara, yo te lo advertí —la voz golpeada y áspera de David Avallone me eriza todos y cada uno de los vellos de mi cuerpo, y un escalofrío de puro horror me recorre de pies a cabeza en ese instante—; y si no quieres que las cosas empeoren para tu cuñado, tu hermana y toda tu familia, lo mejor que puedes hacer es alejarte de mi hijo.

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