Capítulo 3
Soy plenamente consciente de las miradas furtivas que son dirigidas en nuestra dirección y, a pesar de eso, no aparto la vista del hombre que se encuentra sentado frente a mí.
Toma todo de mí reprimir la sonrisa idiota que ha amenazado con apoderarse de mis labios desde hace rato, así que procuro mantener la boca en movimiento para que no se dé cuenta de cuán satisfecha me siento en este momento. Para que no se dé cuenta de cuántas ganas tengo que reír a carcajadas...
Parloteo sin cesar acerca de todo lo banal y absurdo de este mundo y mastico mi hamburguesa en los instantes en los que mi mente se queda en blanco, para así no mostrarle la complacencia que me embarga por completo.
La vista de Gael Avallone sentado en uno de los sillones recubiertos de piel sintética dentro de un McDonald's, ha hecho que todo mundo nos mire con curiosidad. Estoy segura de que pasaríamos desapercibidos si él no llevara puesto un traje caro. Estoy segura de que la gente ni siquiera nos notaría si no fuese un hombre tan... imponente.
Deliberadamente, remojo una papa a la francesa en el pequeño envase de salsa cátsup que se encuentra delante de él y la echo a mi boca. Tengo toda la intención de sacarlo de quicio por haber insinuado que lo único que quiero, es hacer dinero a su costa. Quiero hacerlo salir de esa postura rígida que me ha mostrado con apenas dos interacciones que hemos tenido.
—¿No va a comer nada? —digo, con la boca medio llena.
Él mira la hamburguesa que tiene enfrente como si fuese la cosa más asquerosa del planeta.
—De ninguna manera voy a meter eso en mi boca —hace una mueca asqueada.
—¡Qué delicado! —bufo y, acto seguido, doy un sorbo a mi refresco de cola. Me aseguro de hacer mucho ruido al succionar el líquido con la pajilla.
—Esto es basura, Tamara —genuina preocupación tiñe su rostro—. No debería comer estas cosas. Sus arterías se taparán a los veinticinco y sus riñones dejarán de funcionar si sigue bebiendo tanto refresco de cola —me mira con severidad y no puedo evitar sentir como si estuviese hablando con mi mamá.
Lo cierto es que esta es la segunda vez que relleno mi vaso y que, hasta hace unos instantes, la posibilidad de levantarme por una tercera recarga era muy tentadora.
—Suena justo como mi madre —finjo un estremecimiento cargado de miedo y casi puedo jurar que un atisbo de sonrisa se ha asomado en las comisuras de sus labios—. Además, una hamburguesa no lo hará perder status. Tampoco se le van a caer los dientes, o se va a contagiar de herpes, o...
—¿Está hablando de herpes mientras come? —me interrumpe y su gesto casi paternal se transforma en uno cargado de horror y diversión—. Es usted tan peculiar, Tamara.
Esta vez no puedo reprimir la pequeña sonrisa que se dibuja en mis labios.
—Como quiera —me encojo de hombros y señalo la hamburguesa que se encuentra frente a él y que está intacta. No ha probado ni un solo bocado—. Si no va a comerse eso, yo podría hacerlo sin ningún problema.
Sus cejas se disparan al cielo, al tiempo que niega con la cabeza.
—Comienzo a sospechar que usted no es obesa mórbida por buena suerte. Come como sí no hubiese un mañana.
—No me limito —digo. Trato de sonar casual, pero soy plenamente consciente de los kilos de más que llevo encima. Sé que él también puede ver que no soy una chica delgada, pero si expresión no cambia en lo absoluto cuando digo—: Si quiero comerme dos Big Macs, me las como y ya.
Una media sonrisa torcida se dibuja en sus labios debido a mi comentario.
—Es usted todo un caso, Tamara. ¿Lo sabía?
Mi sonrisa se ensancha.
—Me lo dicen todo el tiempo —bromeo y él, en respuesta, sacude la cabeza sin dejar de sonreír.
Acto seguido, hago una seña con la cabeza en dirección a su hamburguesa. Él, luego de dejar escapar el aire en un suspiro que se me antoja dramático, la toma entre sus dedos y la acerca a su boca.
En ese instante, y sin que pueda evitarlo, el deleite me embarga. No todos los días tienes la oportunidad de ver a un hombre como él —tan arrogante e insufrible como es— comiendo en un McDonald's.
El mordisco que le da es lento y torturado y una sonrisa idiota se dibuja en mis labios en ese momento.
—¡Por Dios!, ¡deje el dramatismo! —digo, al tiempo que ruedo los ojos al cielo. A pesar de mi gesto exasperado, no puedo dejar de sonreír—. Es una hamburguesa. Seguro comió cientos de ellas cuando era pequeño.
—Las comía caseras —se defiende—. Mi mamá es una excelente cocinera.
—Quizás se debería invitarme a comer unas hamburguesas en casa de su madre, entonces —no es mi intención, pero, de pronto, sueno resuelta y descarada, y la expresión incrédula y horrorizada que se dibuja en su rostro en ese momento, casi me hace reír.
Está más que claro que no estoy hablando en serio. No espero que me abra las puertas de su casa y me invite a pasar la tarde con su familia. Dudaba mucho que me abriera las puertas de su oficina después de la forma en la que nos conocimos. Mis esperanzas de tener una relación amistosa con este hombre son nulas; sin embargo, ponerlo en esta clase de aprietos me resulta extrañamente satisfactorio.
—De ninguna manera voy a llevarla a casa de mi madre —suena tajante y escandalizado al mismo tiempo y, esta vez, no soy capaz de reprimir la carcajada sonora que se ha construido en mi garganta desde hace un rato.
El desconcierto que se apodera de sus facciones no hace más que incrementar la intensidad de mi risotada y, de pronto, Gael Avallone se encuentra mirándome con el ceño completamente fruncido en confusión.
—Tamara, usted está loca —dice pero, muy a su pesar, está sonriendo.
—Solo estaba jugando —digo, en medio de una carcajada—. Relájese. No estoy interesada en pasar una tarde familiar con los suyos.
Él deja la hamburguesa sobre el papel encerado en el que estaba envuelta, y se limpia los dedos con una servilleta al tiempo que masculla algo que no logro entender del todo. Tampoco estoy segura de querer hacerlo. No ha sonado como algo amable o cordial, así que prefiero hacer como que no he escuchado para así no querer golpearlo de nuevo.
Tomo otra papa a la francesa y me la echo a la boca sin dejar de sonreír.
—¿Le falta mucho para terminar? —dice. Suena —y luce— irritado—, no veo la hora de largarme de aquí y conseguir comida de verdad.
Mis cejas se alzan con incredulidad. Una punzada de coraje y humillación invade mi cuerpo, pero me obligo a no hacerlo notar.
—¿Está diciendo que esta no es comida de verdad?, quiero que sepa que existen cientos de personas en el mundo que no pueden darse el lujo de siquiera pensar en comprarse una hamburguesa en un local como este —sueno más enojada de lo que pretendo—. Que usted prefiera comer filetes de tres cuartos de libra, antes que alimentarse lo que lo hace la gente que no tiene su status social, no hace esta comida menos valiosa. Es clasista de su parte que...
—¿Acaba de llamarme clasista? —la incredulidad se apodera de su tono y, de pronto, la tensión se apodera del ambiente. De pronto, me encuentro sintiéndome culpable por lo que acabo de decir, porque luce herido. Porque luce como si mis palabras le hubiesen calado hondo—. No soy clasista. Soy todo menos clasista, Tamara.
Mi corazón se salta un latido a pesar del coraje repentino que se ha apoderado de mí y aprieto la mandíbula.
Odio la manera en la que mi nombre suena en sus labios. Odio que lo pronuncie como si me conociera; como si realmente supiera algo sobre mí...
Quiero reírme en su cara. Quiero espetarle que no sabe lo que es trabajar duro para llevarse el pan a la boca y que no duraría ni cinco minutos en un trabajo obrero; pero, en su lugar, introduzco otra papa frita en mi boca para no hablar de más.
Él me mira durante un largo momento, antes de suspirar con pesadez y tomar la hamburguesa entre sus dedos una vez más.
Entonces, sin decir una palabra, empieza a comer. Esta vez, no hace muecas extrañas o comentarios despectivos y mi corazón da un vuelco furioso cuando me mira directamente a los ojos mientras limpia su boca con una servilleta.
—No quiero que piense que soy ese tipo de persona, Tamara —dice, luego de unos segundos—. No lo soy. Me gusta la comida casera. Prefiero comer un estofado hecho en casa, a un filete de corte tres cuartos. Simplemente, la comida rápida no es lo mío.
—Señor Avallone, yo...
—No me diga «señor» —me interrumpe, mientras su ceño se frunce—. No soy tan viejo.
Abro mi boca para responder, pero no sale nada de ella. Él tampoco dice nada más. Se limita a limpiar sus dedos en la servilleta y masticar el último bocado de su Big Mac. Entonces, toma el refresco que se encuentra entre mis dedos y le da un sorbo largo.
No ha apartado su penetrante mirada de la mía y, por primera vez en mucho —muchísimo— tiempo, me siento vulnerable e indefensa.
«Hacía mucho que nadie me hacía sentir de esta manera...»
Me aclaro la garganta, mientras busco algo que decir, pero es imposible concentrarse cuando un hombre así de imponente te mira como si pudiese desvelar tus secretos en cualquier momento. Como si fueses un acertijo fácil de resolver...
—¿Se define como un hombre hogareño? —digo, tras un silencio largo. Trato de sonar casual, pero fracaso terriblemente. Trato, con todas mis fuerzas, de lucir relajada y en control de la situación, pero no lo consigo.
—¿Está entrevistándome? —sus cejas se alzan con incredulidad.
—Hago mi trabajo.
Él suelta un bufido en medio de una pequeña sonrisa y sé que el momento extraño acaba de terminar. Sé que no se hablará más acerca de clasismo y status social, y estoy bien con eso.
—Me gusta estar en casa —asiente y su expresión se vuelve distante; como si estuviese recordando algo—, pero no me considero un hombre hogareño. Pasé toda mi adolescencia fuera de casa.
—¿Dónde creció?
—En Zaragoza. Está en...
—España. Lo sé.
Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios.
—Sabionda —masculla débilmente.
—¿Qué?... —me inclino hacía adelante para que me repita lo que dijo. Lo he escuchado claramente, pero quiero que lo repita.
—Que viví allí hasta que cumplí los dieciséis —dice, mirándome a los ojos. Una sonrisa burlona lo asalta, y no puedo evitar sonreírle de vuelta.
—Entonces... —le dedico mi mirada más sugerente—, todo un magnate español, ¿eh? Debe de ser algo increíble para alardear de vez en cuando.
Se encoje de hombros.
—A las mujeres les encanta el acento —me guiña un ojo, y mis entrañas se aprietan con fuerza.
—Apuesto a que si... —me obligo a sonar indiferente.
—¿Qué me dice de usted? —sus dedos juguetean con la pajilla del refresco mientras habla.
—Nacida y criada aquí —me cruzo de brazos—. No soy una mujer de mundo. Soy una mexicana cualquiera.
—Una mexicana cualquiera, que viste como vagabunda y me hace comer en restaurantes de comida de dudosa procedencia —dice. Estira un brazo y alcanza la pequeña bolsa de papas a la francesa que descansa sobre mi bandeja plástica, antes de tomar una y echársela a la boca.
—Quizás pueda cultivarme un poco con su cultura y me lleve a un lugar de comida decente —digo, pero no hablo en serio. No espero que me lleve a ningún lugar caro. No espero absolutamente nada de él.
—Quizás pueda hacerlo —asiente, y mi corazón se detiene una fracción de segundo—. Algún día la invitaré a un buen restaurante. Cuando salga el libro y sea todo un éxito.
De pronto, los latidos de mi corazón son irregulares. La emoción se filtra en mi sistema sin que pueda detenerlo y no puedo evitar sentirme entusiasmada con la idea.
—Eso sería... —la emoción tiñe mi voz, por más que trato de ocultarlo; así que me aclaro la garganta y lo intento de nuevo—: Eso sería fabuloso.
Sin decir nada, alcanza mis papas a la francesa y me ofrece una. Yo tomo su ofrenda entre los dedos y él toma la última pieza de la bolsa. Entonces, la alza en mi dirección, como si fuese una copa de champaña con la que pudiese brindar.
—Por un exitoso libro.
—Por un exitoso libro —digo, alzo mi patata para encontrar la suya en el camino.
—Dios, esto es deprimente —dice, mientras mastica con lentitud, pero la sonrisa en su rostro es relajada y auténtica. Un claro contraste con el gesto severo que llevaba antes.
—A mí me parece de lo más genial que se haya sentado a comer conmigo —digo y él me regala una mirada cargada de reprobación.
—No volverá a ocurrir.
Yo ruedo los ojos al cielo.
—Por favor, no vuelva a la misma mierda clasista de hace un rato —pido, con fingido fastidio.
—Por favor, no vuelva a decirme clasista.
Mi mirada se entorna en su dirección.
—Pruébeme que no es uno y no volveré a decirle así —resuelvo y él suelta una pequeña risa irritada.
—Vámonos de aquí antes de que me arrepienta de haber venido a buscarle —dice, al tiempo que se pone de pie.
—¿Me invitará un helado si me comporto de aquí a que salgamos del restaurante? —bromeo, en tono infantil y juguetón.
—¿Planeaba dejarme en ridículo una vez más? ¿No le ha bastado todo lo que me ha hecho pasar el día de hoy? —fingido horror tiñe su voz.
—¡Pero si me he comportado! —exclamo—. Si hubiese querido ponerlo en aprietos, lo habría grabado para subirlo a internet.
La mirada escandalizada que me dedica me hace reprimir una carcajada.
—Por favor, Tamara, no se atreva nunca a hacerme algo así —dice, medio horrorizado; medio divertido—. Le compraré un helado, pero, por favor, deje de torturarme. He tenido suficiente de usted por hoy.
Quiero protestar. Quiero decirle que es un ingenuo si cree que he sido un dolor en el culo ahora mismo. Quiero decirle que no sabe cuán irritante puedo llegar a ser si me lo propongo; sin embargo, me limito a hacer un mohín mientras me pongo de pie y lo sigo a la salida del establecimiento.
~*~
Caminamos por una de las avenidas más grandes de la ciudad. Aún no logro ubicarme del todo, pero sé que no estamos muy lejos del enorme edificio de Grupo Avallone. Sé que, en algún punto cercano a este, pasa un autobús que me deja relativamente cerca de casa.
Ha pasado ya una hora desde que salimos del McDonald's y ahora avanzamos sin rumbo alguno por las calles aledañas al centro comercial en el que nos encontrábamos.
Gael se ha quitado el saco y ha desabrochado los botones superiores de su camisa; sus manos están hundidas en los bolsillos de sus pantalones, y la sonrisa fácil pintada en su rostro le da un aspecto joven y fresco.
La corbata que antes utilizaba con garbo y elegancia, ahora cae de manera descuidada en su pecho, y el saco —antes perfectamente planchado— ha sido reducido a un bulto sostenido entre su codo y su cuerpo.
—Entonces... —digo, jugueteando con la cuchara del helado que acaba de comprarme—. Nacido en Zaragoza, criado por su madre, Nicole Astori; no Avallone. Astori —hago énfasis como él lo hizo al contármelo—. No conoció a David Avallone, su padre, hasta que tuvo dieciséis... ¿Y eso es por qué...?
—Porque se divorció de mi madre cuando estaba embarazada de mí. Él no planeaba tener más hijos de los que ya había tenido en su primer matrimonio y, cuando mi madre se embarazó, se marchó —se encoje de hombros—. Debo aclarar que no le guardo rencor por eso.
—¿Cómo fue su relación con él?
Se encoje de hombros.
—Al principio fue una mierda. Yo era un mocoso resentido. Creía que me había abandonado, cuando en realidad solo se separó de mi madre. Él trataba de buscarme, pero yo nunca acepté verlo hasta que estuve más grande y fui curioso —dice—. Supe que quería trabajar en el negocio familiar la primera vez que hable en serio con él y me di cuenta del impresionante esfuerzo que siempre hizo por sacar adelante sus empresas —algo cambia en su gesto, pero no logro averiguar qué es exactamente—. Recuerdo que, al semestre siguiente, ya estaba listo para entrar a la universidad y estudiar economía.
Caminamos en silencio un par de calles más.
—¿Y usted? ¿Cuando supo que quería dedicarse a la escritura? —su pregunta me toma con la guardia baja. Yo, sin embargo, me tomo mi tiempo para saborear el chocolate helado mientras pienso en mi respuesta.
—Cuando tenía diez años, mi mamá me compró mi primer libro —digo—: Harry Potter y la piedra filosofal. Cuando lo terminé, estaba tan obsesionada, que escribí una historia corta acerca de un romance entre Harry y Hermione. Era una cosa horrible —hago una mueca—, pero, a partir de entonces, empecé a escribir cientos de historias cortas. Tenía mis libretas escolares llenas de cuentos sin terminar, escenas que me venían a la cabeza, versos, diálogos... —sacudo la cabeza en una negativa al recordar cuán malo era todo eso que tanto me gustaba escribir.
—¿Qué es tan gracioso? —la curiosidad tiñe el tono de Gael y es hasta ese momento, que me percato de la sonrisa idiota que llevo en los labios.
Esta vez, mi sonrisa se ensancha tanto, que muestro todos mis dientes.
—Es que todo lo que escribía en ese entonces era tan malo... —me quejo, al tiempo que suelto un suspiro.
Un silencio cómodo se instala entre nosotros durante unos instantes.
—Cuando tenía quince me di cuenta de que esto era a lo que quería dedicarme —digo, finalmente—. Luego de darme cuenta de la cantidad de fanficciones que tenía sobre Harry Potter y de lo mucho que disfrutaba hacer todo aquello, me di cuenta de que esto era lo que quería hacer el resto de mi vida.
—Harry Potter... —dice, al cabo de unos segundos, y siento la burla en el tono de su voz.
—¡Oh, cállese! —escupo, pero no he dejado de sonreír—. Harry Potter nunca pasa de moda.
—Tengo todos los libros —sonríe un poco, pero luce avergonzado—. Es mi pequeño secreto.
—Ya no es un secreto si lo sé yo —observo.
—Confío en que sabrá guardarlo.
Hago una mueca de desagrado.
—Eso no es justo —me quejo—. Utiliza la culpa en mi contra para que así no se lo cuente a nadie. Ahora cada vez que quiera decirle a alguien: «Oh, Gael Avallone es fan secreto de Harry Potter», voy a sentirme tan culpable. ¡Usted es una persona horrible!
Una carcajada ronca y profunda brota de su garganta.
El calor inunda mi pecho, haciéndome sonreír un poco más. El sonido de su risa es tan honesto, que no puedo creer que un tipo tan cuadrado sea capaz de reír de esa forma.
—Tamara, es una chica bastante peculiar, ¿se lo han dicho? —dice, medio riendo.
—Muchas veces —bromeo—. Gracias.
—El mundo debería estar lleno de personas como usted —su expresión se ensombrece ligeramente con... ¿nostalgia?—. Sería un lugar bastante agradable.
—Deje de adularme —digo, ignorando el cambio en sus facciones—. De cualquier modo voy a terminar divulgando acerca de su afición por Harry Potter.
Otra pequeña risa brota de sus labios y niega con la cabeza.
—Tenía mucho tiempo sin caminar por una calle sin rumbo alguno. ¿Tiene idea de cuántas reuniones he perdido esta tarde por su culpa? —dice, luego de otro momento de caminata silenciosa.
—¿Le desagrada caminar sin rumbo? —evado la culpa que trata de colocar sobre mis hombros con otra pregunta.
Me dedica una mirada cálida y niega con la cabeza.
—No cuando la compañía es agradable.
Mi corazón hace una floritura extraña y reprimo otra sonrisa.
Entonces, muerdo la parte interna de mi mejilla para evitar hacer un comentario idiota que arruine la comodidad y familiaridad que hemos entablado. Soy muy dada a arruinar esta clase de momentos con algún comentario sarcástico o fuera de lugar y no quiero arruinarlo ahora. No cuando he descubierto que Gael Avallone no es tan desagradable como pensaba. No cuando tenía tanto tiempo sin sentirme así de bien alrededor de alguien.
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