Capítulo 27



No me atrevo a moverme. Ni siquiera me atrevo a abrir la boca para responder a las palabras de David Avallone, porque estoy tan desconcertada y ansiosa, que no soy capaz de conectar la cabeza con la lengua. No soy capaz de hacer nada más que mirarlo fijamente y sentirme acorralada por él y su abrumadora presencia en este lugar.

Aprieto los puños.

Un centenar de escenarios fatalistas me vienen a la mente y me inundan los pensamientos en cuestión de segundos y, de pronto, me quedo aquí, quieta, cautelosa y recelosa del hombre que me mira como si supiese algo que yo no, y que, no conforme con eso, no está dispuesto a compartirlo conmigo...

—¿Tamara? —la voz del señor Román me inunda los oídos y me saca de mis cavilaciones. Me hace espabilar del estado de estupor en el que me encuentro y parpadear un par de veces para enfocarme de nuevo en el aquí y el ahora.

Me aclaro la garganta.

—Lo siento —musito, al tiempo que sacudo la cabeza y esbozo una sonrisa temblorosa y débil. Una que está llena de miedos, dudas e inseguridad—. Es que esto me ha tomado por sorpresa. Yo... —niego con la cabeza, incapaz de decir nada más. Incapaz de conectar del todo el cerebro con la lengua.

La sonrisa de David Avallone se pinta de desprecio y socarronería en ese momento, pero me las arreglo para no hacerle notar que he visto eso en su gesto. Me las arreglo para que mi expresión no se deforme y delate la cantidad abrumadora de sentimientos que me embargan.

Mi jefe, quien parece no haberse percatado de nada, se limita a hacer un gesto en dirección a la silla vacía que se encuentra frente a su escritorio; esa que se encuentra justo junto al padre de Gael.

—Toma asiento, por favor —repite, con aire afable y apremiante al mismo tiempo, y eso es todo lo que necesito para saber que está nervioso hasta la mierda. Que, a pesar de trata de lucir fresco y relajado, está igual o más ansioso con la presencia de David Avallone en este lugar, que yo—. Precisamente, le hablaba al señor Avallone sobre el avance que me enviaste hace unos días. Le hablaba, también, de lo bien logradas que son tus redacciones y de lo satisfechos que estamos contigo formando parte del proyecto —el señor Bautista continúa, pero yo, llegados a este punto, dejo de escucharlo. Dejo de ponerle atención porque, en lo único en lo que puedo pensar, es en las pocas ganas que tengo de acercarme a esa silla. Es en lo poco que deseo acortar la distancia que me separa de David Avallone y enfrentarlo; sin embargo, a pesar de eso, me obligo a cerrar la puerta detrás de mí y avanzar en la dirección indicada.

Las piernas me hormiguean con cada paso que doy y, de pronto, lo único que puedo escuchar, es el rugido atronador de mi corazón. El sonido doloroso que mi tráquea hace al pasar saliva con ansiedad.


En el instante en el que me acerco al escritorio de mi jefe, David Avallone se pone de pie. Yo, en ese momento, tengo que reprimir el impulso que tengo de retroceder. Incluso, tengo que reprimir el impulso que tengo de detenerme en seco.

Mi mirada —la cual tengo la certeza de que luce aterrorizada y cautelosa— está fija en la del hombre de cabello entrecano y aspecto imponente que se regodea con el pánico que, estoy segura, sabe que le tengo.

Una media sonrisa torcida —aterradoramente similar a la de Gael, pero más cruel y maliciosa— se le dibuja en los labios; al tiempo que estira una mano en mi dirección a manera de saludo.

Una punzada de coraje me atraviesa el pecho cuando noto cómo su gesto se baña de desafío y eso no hace más que darme un poco de valor. No hace más ayudar a que la máscara de seguridad —esa que su hijo ha conseguido menguar poco a poco— empiece a tejerse sobre mi rostro.

Aprieto la mandíbula.

La posibilidad de no estrechar su mano, así como él lo hizo conmigo hace casi una semana, es tan tentadora que, por un momento, la considero; sin embargo, luego de unos largos y dolorosos instantes, decido no tentar a mi suerte y me digo a mí misma que yo si tengo educación. Que no voy a rebajarme a su nivel porque soy mejor que eso.

Así, pues, luego de otros instantes de inmovilidad, estiro mi mano y aprieto la suya con firmeza.

Un escalofrío me recorre entera cuando la sonrisa de David Avallone se torna satisfecha, pero me las arreglo para esbozar una cargada de arrogancia a manera de respuesta.

—Es un gusto, señor Avallone —digo, y le agradezco a mi voz por sonar segura y resuelta. Un claro contraste comparado con la vacilación que me permití regalarle hace unos instantes.

—El gusto es mío, Tamara —él responde y, al contrario de con Gael, mi nombre en sus labios suena sucio. Impuro... —. He oído maravillas sobre usted últimamente; así que, tenerla aquí, hace que me sienta como si estuviese frente a una celebridad.

El comentario está fuera de lugar por sobre todas las cosas y me hace sentir incómoda. Me hace sentir como si estuviese burlándose de mí.

«Está burlándose de ti...»

Una punzada de coraje me atraviesa el cuerpo de lado a lado con el mero pensamiento, pero me las arreglo para mantener mi expresión serena. Es en ese momento, cuando alzo el mentón y esbozo una sonrisa arrogante en el proceso.

—La única celebridad aquí, es usted, señor Avallone —digo, a pesar de que no quiero adularle. A pesar de que quiero espetarle que se vaya a la mierda.

El hombre hace un ademán para restarle importancia a mi comentario, unos segundos antes de dedicarle una mirada a mi jefe, quien observa nuestra interacción con cautela y nerviosismo.

—Bautista, ¿te molestaría dejarme a solas con ella? —dice David en un tono tan relajado y afable, que casi le compro la facha de hombre accesible. Casi... —. No me malentiendas, pero me gustaría conversar con la señorita a solas. Tu presencia aquí solo va a cohibirla.

La alarma se enciende en mi interior en ese momento. El hecho de que trate de quedarse a solas conmigo, solo hace que todo dentro de mí se convierta en un nudo doloroso y asfixiante; pero, a pesar de eso, me las arreglo para no hacérselo notar.

—Créame, señor Avallone, que yo soy todo, menos cohibida —atajo en respuesta, al tiempo que esbozo una sonrisa inocente—. Que esté o no el señor Bautista, no afectará en lo absoluto mi interacción con usted. Eso se lo puedo asegurar.

La mirada que el padre de Gael me dedica en ese momento, es tan amenazadora, como aterradora; pero mantengo mi gesto inexpresivo y sereno ante ella. No voy a permitirle verme amedrentada. No así de fácil...

David Avallone entorna los ojos.

—¿Está segura de ello, señorita Herrán? —el tono mordaz en su voz no hace más que incrementar la ansiedad que me invade.

Le regalo mi sonrisa más encantadora.

—Por supuesto que sí —respondo, y trato de sonar lo más encantadora posible. Lo más fresca, relajada y jovial que puedo—. Tampoco es como si fuese a interrogarme por estar implicada con alguna especie de trato delictivo, ¿no es así, señor Avallone?

Un destello iracundo surca sus facciones en ese momento, pero desaparece tan pronto como llega.

—En realidad, vengo a acusarla de un crimen grave —dice, en lo que pretende ser una broma, pero el filo venenoso en su tono me eriza todos los vellos del cuerpo.

Fuerzo una sonrisa.

—Será mejor, entonces, que vaya buscando a mi abogado, que no diré una sola palabra sin que él esté presente —bromeo en respuesta, pero la tensión en el ambiente es tanta, que ninguno de los dos ríe o finge querer hacerlo.

En ese momento, justo cuando la boca de David Avallone se abre para replicar, la voz de mi jefe, el señor Bautista, me llena los oídos:

—No implica un problema para mí el marcharme un momento, Tamara —dice y, sin que pueda evitarlo, mi estómago cae en mi picada. La sola idea de quedarme a solas con este hombre es tan aterradora, como enervante. Me niego completamente, luego de esta amenaza implícita que ha lanzado en mi dirección, a quedarme en este lugar a solas con él—. Si el señor Avallone desea hablar contigo a solas, no supone ningún inconveniente para mí.

Mi atención se vuelca hacia Román Bautista, quien, ansioso y suplicante, me observa. Luce como si tratase de decirme algo con solo el poder de su mirada. Como si el simple acto fuese a conseguir que pudiésemos comunicarnos telepáticamente.

No se necesita ser un genio para saber qué es lo que trata de pedirme. que quiere que me comporte. Que no quiere que haga las cosas difíciles y que acceda a conversar con el padre de Gael aunque sea unos minutos; sin embargo, mi parte cobarde, esa a la que le aterra la idea de siquiera enfrentarse a un hombre como él, me pide a gritos desesperados que salga corriendo de aquí. Que me las arregle para que esa plática que quiere tener conmigo, no se lleve a cabo.

Dudo mucho que el señor Bautista tenga una idea de lo que está pasando. Dudo aún más que sospeche que algo va mal en toda esta situación; así que no me sorprende en lo absoluto que quiera dejarme a merced de este hombre. No me sorprende para nada que trate de complacerlo en todo, como todo el mundo...


—Vamos, Tamara —el acento extranjero en la voz de David, me saca de mis cavilaciones y, justo en ese instante, vuelco toda mi atención hacia él. El hombre, en ese momento, clava sus ojos en los míos y añade, con una sonrisa burlona tirando de las comisuras de sus labios—: No tardaremos demasiado. Prometo no quitarle más de unos minutos de su valioso tiempo, señorita Herrán.

Aprieto la mandíbula y los puños.

«¿Qué es lo que pretende?...»

La sensación de desasosiego y terror que se cuela en mis venas es tan intensa, que no puedo contenerla. No puedo hacer nada más que quedarme aquí, quieta, a la espera del primer ataque del depredador que tengo enfrente.

—No se diga más, entonces. Los dejo un rato para que conversen —Román Bautista habla y yo tengo que poner todo de mí para no protestar en respuesta. Para no hacer nada más que mirarlo ponerse de pie—. Si necesitan algo, no duden en pedírselo a mi secretaria.

Quiero gritarle que no se vaya. Que se quede aquí y no me deje a solas con este sujeto..., pero no lo hago. Hago, de hecho, todo lo contrario: me quedo aquí, congelada en mi lugar, mientras se encamina a paso rápido y decidido hacia la salida de la estancia.


El silencio que le sigue al sonido hecho por la puerta al ser cerrada, es tenso. Espeso. Doloroso...

A pesar de eso, no me atrevo a romperlo. No me atrevo a hacer nada más que observar cómo David Avallone, con esa altura imponente que comparte con su hijo y esa mirada hostil que parece haber sido tallada en su rostro, se gira sobre su eje para darme la espalda y comienza a rodear el escritorio a pasos lentos y deliberados.

Mis ojos siguen el trayecto de su cuerpo. Siguen la forma en la que sus zancadas —largas, lentas y acompasadas— se abren paso hasta quedar del otro lado del escritorio de mi jefe. En ese espacio que, implícitamente, significa poder y dominio.

Se gira para encararme.

La pesadez en su mirada es abrumadora ahora. La forma en la que su ceño se frunce y sus facciones se transforman hasta desaparecer al hombre afable que era hasta hace unos momentos, es perturbadora y aterradora por sobre todas las cosas; y, de pronto, me encuentro considerando la posibilidad de abandonar este reunión obligada. De poner cuanta distancia sea posible entre este señor y yo y mandarlo todo al carajo...


—Hay algo que no logro entender respecto a ti y tu relación con el mundo, Tamara Herrán... —la sorna y la repulsa con la que pronuncia mi nombre, es ahora más palpable que antes; y no me pasa desapercibido en lo absoluto el hecho de que ha dejado las formalidades y ha comenzado a hablarme de «tú».

No digo nada. Me limito a mirarlo fijamente, mientras permito que el nudo de nerviosismo que había comenzado a asentarse en mis entrañas desde el instante en el que entré en este lugar, se tense y me provoque una náusea violenta.

A pesar de eso, mantengo mi expresión lo más firme y segura posible, y el silencio se extiende otro poco.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que, dándose cuenta de que no voy a responder nada de lo que ha dicho, David Avallone continúa:

—Tienes la capacidad de deslumbrar a quien se te ponga enfrente, ¿sabías eso? —no hay nada adulador en su voz. De hecho, no hay nada en ella que me haga querer bajar la guardia un poco—. De hacer que hablen maravillas de tu persona... —su sonrisa, cargada de desdén se convierte en una mueca a medio camino entre la diversión y el enojo—. Sin embargo, debo informarte, que tus encantos no son efectivos en todo el mundo —me mira de pies a cabeza con algo que solo puedo describir como desprecio y, cuando nuestros ojos se encuentran, esboza un gesto despectivo—. En mí no provocas nada —el veneno que se le cuela en las palabras no hace más que conseguir que un estremecimiento me recorra de pies a cabeza—. Ni siquiera soy capaz de ver un asomo de esa brillantez de la que todo el mundo habla cuando se trata de ti.


Mi estómago se estruja con violencia.

—De hecho —David Avallone continúa, sin darme tiempo de decir nada—, me atrevo a decir que me pareces una chica de lo más simple. De lo más... prescindible —el hombre se deja caer sobre la silla detrás del escritorio con aire altivo y, como si fuese el amo y señor de todo lo que tiene alrededor, se recarga contra el respaldo en una postura desgarbada y despreocupada—. Así que, te pregunto, Tamara Herrán: ¿Qué ve la gente en ti? ¿Qué tienes de especial? ¿Qué has hecho para que mi hijo te haya elegido a ti, por sobre muchas y más bellas mujeres, para encapricharse?

Toda la sangre de mi cuerpo se agolpa en mis pies.

¿Qué?

La sonrisa de David Avallone se torna oscura. Amenazadora...

—No me hagas repetirlo, cariño —dice, con sorna—. No me hagas pensar que esa inteligencia tuya de la que todo el mundo habla, es inexistente.

Trago duro.

—Señor Avallone, yo...

El hombre hace un gesto de mano, para indicar que debo guardar silencio y, a pesar de que no quiero obedecerlo, lo hago. Lo hago porque mi cabeza está lo suficientemente aletargada y aterrorizada como para tratar de inventarse algo. Como para tratar de salir bien librada de la situación en la que este hombre está encerrándome.

—¿Sabes qué? He cambiado de opinión —dice, luego de un par de segundos más, y la confusión me invade de pies a cabeza—. Ni siquiera te molestes. Ahorrémonos todo el jaleo y las negociaciones y vayamos al grano. Dime, ¿cuánto quieres, Tamara Herrán?

¿Qué?

—¿Cuánto quieres? —repite y, esta vez, el tono paciente que había en su voz, desaparece.

Niego con la cabeza, incapaz de entender —o querer realmente entender— lo que dice. Incapaz de aceptar lo que está insinuando.

—No entiendo... —musito, pero es mentira. Por supuesto que lo entiendo. Por supuesto que sé de qué habla. Lo que pasa es que no puedo —quiero— creerlo. Ni siquiera me cabe en la cabeza lo que está ocurriendo ahora mismo. Se siente tan irreal, que estoy esperando que en cualquier momento, todo se difumine y me permita escapar de este absurdo escenario. De esta absurda situación en la que me he metido por mero gusto.

—¿Cuánto quieres, Tamara? ¿Cuánto dinero quieres para alejarte de mi hijo? —las palabras del hombre, a pesar de haberlas oído antes, caen sobre mí como baldazo de agua helada. Caen sobre mí y me llenan de una sensación viciosa, oscura, aterradora y dolorosa.

—¿De qué está hablando? —trato, desesperadamente, de fingir demencia. De fingir que no sé a qué se refiere, pero que no me cree en lo absoluto. que puede ver a través de mis ojos. A través de mis palabras vacías y desesperadas—. No entiendo qué es lo que...

—¿Os habéis creído, acaso, que soy estúpido? —David me interrumpe, en medio de una risotada amarga y carente de humor—. ¿Os habéis creído que no sé ya qué es lo que ocurre entre vosotros? ¿Me habéis creído así de ingenuo?

Las palabras del hombre se asientan sobre mis huesos de una manera tan violenta que, por unos instantes, no soy capaz de moverme. Ni siquiera soy capaz de pronunciar nada. Lo único que puedo hacer, es quedarme aquí, quieta, mientras digiero el hecho de que David Avallone sabe —realmente «sabe»— que algo pasa entre su hijo y yo.


—Señor Avallone —digo, con toda la serenidad que puedo, luego de un largo rato de absoluto silencio—, no quiero que piense que trato de engañarlo, pero realmente no sé de qué está hablando. La relación que yo tengo con su hijo es estrictamente profesional. Yo jamás arriesgaría...

—¿El trabajo? ¿La reputación? —la voz de David se eleva con cada palabra que dice y termina de estallar cuando escupe con dureza—: ¡A otro maldito perro con ese hueso! Ten el valor de aceptar que estás detrás del dinero de mi familia. Del dinero que yo he hecho a base de sudor y esfuerzo.

Un estremecimiento de puro horror me recorre la espina dorsal cuando la mirada iracunda de David se posa en mí.

En ese momento, niego con la cabeza, horrorizada y aterrorizada por la manera en la que está confrontándome.

—Señor Avallone... —digo, en un intento por tranquilizarlo, pero él, enfurecido, se pone de pie y rodea el escritorio a toda velocidad, solo para alcanzar un maletín que ni siquiera había visto. Uno que descansaba ahí, junto a una de las sillas y que, ahora, se encuentra sobre el escritorio.

El gesto furibundo de David Avallone es tan intenso ahora, que tengo la necesidad de encogerme sobre mí misma solo para sentirme menos amedrentada. Menos cohibida por él y su poder...


El padre de Gael, sin ceremonia previa, rebusca dentro del maletín hasta que, finalmente, saca una carpeta y la deja caer con brusquedad sobre la mesa de madera. Entonces, encarándome y mirándome con un gesto que lo único que me provoca son ganas de echarme a correr, señala el archivador en un gesto arrebatado. Violento...

No quiero tomarlo. No quiero ver el contenido porque muy dentro de mí, que es lo que contiene. Estoy segura de ello...

A pesar de eso, me obligo a tomarlo entre mis dedos y abrirlo solo para llenarme de imágenes de mí misma.

De imágenes de Gael.

De nosotros dos... Juntos.

Él, conmigo en el McDonalds. Él, conmigo trepada en su coche en distintos ángulos y distintos días. Él saliendo del bar donde golpeó al exnovio de mi compañera Ruth. Él, conmigo —desde el ángulo de una cámara de seguridad—, en el parque que se encuentra afuera de la estación Juárez... besándome. Él llevándome a cuestas fuera de La Santa. Yo, saliendo de casa —en compañía de Almaraz— al día siguiente; vistiendo la misma ropa de la noche anterior. Él, besándome afuera de mi casa el día que pasó la noche entera esperándome...

Todo está aquí, al alcance de mis manos; desde ángulos antinaturales y tomas poco favorecedoras.

Las emociones me atenazan el pecho, me estrujan con violencia y me impiden respirar.

Todo dentro de mí es una revolución ahora mismo y, de pronto, lo único que puedo escuchar es el sonido estentóreo de mi corazón retumbando en todo mi cuerpo.


—Voy a repetirlo una vez más, Tamara, y más te vale dejarte de estupideces y quitarte las caretas, que no tengo tiempo para ellas —el padre de Gael sisea en mi dirección, una vez que se ha asegurado de que he visto lo suficiente como para sentirme horrorizada y acorralada. El enojo que hay en su tono no hace más que erizarme los vellos del cuerpo. No hace más que enviar un escalofrío de puro terror por mi espina dorsal—. ¿Cuánto quieres por alejarte de mi hijo?

La quemazón que tengo en la garganta, me impide poder decir nada. Así que me quedo aquí, con la vista clavada en una fotografía de Gael saliendo del apartamento en el que vivo, con una sonrisa fácil pintada en el rostro, la camisa arrugada y los botones superiores de la misma, deshechos.

El peso que se ha asentado sobre mis hombros es tan insoportable ahora, que no puedo hacer otra cosa más que tratar de asimilar el hecho de que todo se ha ido al carajo, aún mucho antes de empezar realmente.

«¡No puedes dejar que te amedrente de esta manera! ¡No puedes permitir que le ponga un precio a lo que sientes!» Grita la vocecilla en mi cabeza, pero, en lo único en lo que puedo pensar ahora mismo, es en Gael. En el daño que esto va a hacerle a su relación familiar. En lo perjudicado que va a salir si todo esto se sale de control.


—¡Respóndeme de una maldita vez! —la voz de David truena con violencia en ese momento y yo, por acto reflejo, me encojo sobre mí misma y aprieto los párpados con fuerza—. ¡¿Cuánto quieres?!

En ese instante, a pesar de que no quiero hacerlo, me obligo a encararlo. Me obligo a posar mi mirada sobre él.

—No quiero su dinero, señor Avallone — el sonido de mi voz es tembloroso, pero determinado al mismo tiempo.

—¿Entonces qué es lo que quieres? —él espeta—. ¿Un contrato de publicación con el grupo editorial más grande de habla hispana? ¿Al mejor agente literario del país? ¿Figurar entre los más vendidos de todas las librerías de Latinoamérica? ¿Ser el autor del año?... ¿Qué es lo que quieres, Tamara? Te daré lo que sea con tal de que te alejes de mi hijo.

Coraje, impotencia, indignación, humillación... Todo se mezcla en mi interior y me hace imposible pensar con claridad. Me hace imposible no querer estrellar mi mano contra su rostro y espetarle que no soy quien él cree que soy.

Sacudo la cabeza en una negativa furiosa, presa de un ataque de indignación y de enojo desmedido.

—No sé qué clase de persona cree que soy, pero puedo asegurarle que no quiero absolutamente nada que tenga que ver con usted, con su familia o con su dinero —digo, porque es cierto. Porque el dinero de Gael... No... El dinero de su padre, es lo que menos me importa.

El gesto del hombre frente a mí se transforma en una mueca tan iracunda y furiosa, que un estremecimiento me recorre entera.

—¿Y pretendes que te lo crea? ¿Pretendes que no crea que eres una oportunista que solo trata de aprovecharse de mi hijo? —espeta.

Una risotada corta y carente de humor se me escapa, solo porque no puedo creer lo que acaba de decir. Porque no me cabe en la cabeza que crea que su hijo es lo suficientemente manipulable como para caer en el juego de una oportunista.

—Habla de Gael como si fuese alguien lo suficientemente estúpido como para no notar cuando alguien trata de verle la cara —atajo, con dureza.

—Hablo de Gael como lo que es: un gilipollas que piensa con el miembro cuando se trata de mujeres —su padre escupe—; y puedo tolerar muchas cosas: que se acueste con la mujerzuela que tiene por secretaria, que tontee con cuanta mujer bonita y estúpida se le pase enfrente; pero, ¿que se deje manipular por una chiquilla con cara de mojigata que lo único que quiere es exprimirle mi fortuna?, eso sí no lo voy a tolerar; así que, de una vez te lo digo, Tamara, es tiempo de que te detengas. Es tiempo de que te alejes de Gael. Es tiempo de que des por zanjado lo que sea que estás teniendo con él, o si no...

El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido por el sonido de su respiración dificultosa y alterada y yo, presa de un ataque de valentía y de un destello de indignación, escupo:

—O si no, ¿qué?...

—O si no, me voy a encargar de que te acuerdes de mí el resto de tu vida. Me voy a encargar de acabar, no solo contigo, sino con tu familia entera, ¿me oyes? —sus palabras me atenazan el pecho con tanta fuerza, que casi puedo jurar que duele físicamente. Que casi puedo jurar que me han provocado un escozor insoportable en los huesos. Uno que me deja inmóvil. Aterrorizada...

Se hace el silencio.

En ese momento, David Avallone recompone su gesto y, entonces, asiente en mi dirección, como quien acaba de acordar algo con alguien.

Acto seguido, extiende su mano hacia mí para tomar la carpeta que tengo entre los dedos y yo, de manera mecánica, se la entrego.

Luego de eso, la guarda dentro de su maletín y se aclara la garganta antes de volver a encararme.

—Está de más decir, que espero que esta conversación quede entre nosotros —dice—. Y que espero que, si eres la mujer inteligente que todo el mundo dice que eres, termines por tomar la decisión correcta. Aún estoy dispuesto a darte lo que sea que me pidas a cambio de que nos dejes tranquilos; así que piénsalo bien.

—No tengo nada qué pensar —digo, porque es cierto. Porque no quiero nada que tenga que ver con él y con su dinero.

Un brillo furibundo se cuela en su mirada.

—Y de todos modos te aconsejo que lo hagas. Por tu bien y por el de tu familia —acto seguido, me regala un asentimiento duro y se encamina a la salida de la oficina.



~*~



No he dejado de temblar desde que salí de las oficinas de la editorial. No he dejado de sentir que el nudo que me atenaza las entrañas, va a terminar por hacerlas estallar.

Me falta el aliento, el corazón me late a toda marcha y, a pesar de que quiero echarme a llorar, no lo hago. No puedo hacerlo. Estoy tan aturdida, que no puedo hacer otra cosa más que avanzar en piloto automático en dirección a la parada del autobús.

La cantidad de emociones encontradas que me embarga es tan grande, que no puedo ponerle un orden. No puedo, siquiera, tratar de controlarlas.

Estoy confundida, aterrada y enojada hasta la mierda. No puedo creer que David Avallone haya logrado amedrentarme de esta manera y, al mismo tiempo, una parte de mí esperaba que esto ocurriera tarde o temprano.

Nunca imaginé que sería así de pronto. Pensé que la nube sobre la que había caminado los últimos días, se mantendría a flote un poco más...

Cierro los ojos con fuerza.

«No puedes quedarte callada. No puedes ocultarle a Gael lo que acaba de ocurrir. Tienes que decírselo.» La voz de mi cabeza habla y yo, a pesar de que sé que tiene razón, me niego a escucharla. Me niego a ponerle atención, porque sé que hablar con Gael solo complicará las cosas.

Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.

En ese momento, clavo mi atención en la avenida atestada de vehículos que se encuentra justo frente a mí y, sin que pueda evitarlo, repaso lo ocurrido hace apenas unos minutos.

«¿Qué hago?...»

Me abrazo a mí misma.

«Si te quedas callada, él gana. Él consigue lo que quiere. No puedes darte por vencida así como así. Tienes que hacer algo.» La vocecilla en mi cabeza insiste, pero yo sigo sintiéndome derrotada. Sigo sintiéndome acorralada por la influencia de ese hombre y por el daño que puede llegar a hacerle a mi familia si llego a tomar una decisión egoísta...


La ruta que me lleva cerca de casa aparece en mi campo de visión y extiendo mi brazo para indicar que quiero trepar en ella.

Durante todo este proceso, trato de ignorar la retahíla de negatividad que no deja de cantar en mi cabeza. Esa que no me ha dejado tranquila desde que puse un pie en las oficinas de la Editorial Edén.

El transporte está a reventar. Los asientos se encuentran todos ocupados y la gente que se encuentra de pie está tan apretujada, que la puerta detrás de mí apenas puede cerrar debido a lo concurrido del lugar.

A pesar de eso, y por más que trato de enfocarme en cualquier otra cosa, no puedo dejar de darle vueltas a lo recién ocurrido. No puedo hacer nada más que mirar a la nada, con el corazón hecho jirones y la moral por los suelos.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que la vibración en el bolsillo trasero de mis vaqueros me haga pegar un salto en mi lugar. Tampoco sé cuánto tiempo me toma espabilar para que, en medio de todo el jaleo del transporte, trate de alcanzar mi teléfono; sin embargo, para el momento en el que lo tengo entre los dedos, ha dejado de zumbar por atención.

Miro la pantalla.

El nombre de Gael brilla en ella y, como por acto reflejo, mi estómago se estruja con brusquedad.

No importa cuánto tiempo pase o cuántas veces me llame, leer su nombre siempre me provoca las reacciones más extrañas. Las reacciones más abrumadoras...

El teléfono empieza a vibrar de nuevo.

El nombre del magnate brilla ahora sobre los íconos de respuesta y rechazo de llamada y, por unos instantes, considero la posibilidad de no responder. De no hablar con él en lo absoluto y desaparecer de su vida de una vez por todas; sin embargo, la parte de mí que está ilusionada hasta los huesos —esa que sonríe como idiota todas las mañanas cuando despierto con un mensaje de Gael en la bandeja—, me pide a gritos que le responda. Que escuche su voz una vez más, porque eso va a hacerle bien a mis nervios alterados.

Cierro los ojos unos instantes.

«Hazlo...» Me insta el subconsciente. «Responde. No te des por vencida así de fácil. Háblalo con él. Dijiste que hablarías claro, Tamara. Así lo suyo vaya a irse al carajo, tienes qué decírselo.»

Una maldición se construye en mi interior y, a pesar de que quiero rechazar la llamada e ignorar a la vocecilla insistente de mi cabeza, me obligo a responder. Me obligo a deslizar el dedo por la pantalla y llevarme el aparato a la oreja.


—¿Sí? —mi voz suena inestable y temblorosa y le ruego a Dios que él no sea capaz de notarlo. Le ruego al cielo que no note cuán alterada me encuentro ahora mismo.

—Hola, preciosa —la calidez en su tono no hace más que hincharme el pecho con esa emoción desconocida que últimamente se ha vuelto familiar en mí. Esa que mi cuerpo ha empezado a reconocer como parte suya y que solo él es capaz de provocarme—. Me tienes preocupado. ¿Qué ha ocurrido con tu jefe? ¿Todo está en orden?

Quiero mentir. Quiero decirle que todo marcha perfecto y que solo ha sido una reunión para aclarar unos puntos respecto a la escritura de su biografía..., pero no lo hago. No me atrevo a hacerlo...

—No realmente —digo, luego de unos instantes—. No puedo hablar mucho ahora. Voy en el autobús. ¿Te parece si te llamo más tarde?

—¿Te parece, mejor, si te recojo en casa, salimos a algún lado y me cuentas?

Cierro los ojos con fuerza.

—En realidad no tengo ánimos de salir —digo, porque es cierto.

—Nos quedamos en tu apartamento, entonces —Gael resuelve—. O venimos a mi casa y encargamos algo para cenar. Lo que yo quiero es verte, así que lo que decidas está bien para mí.

Muerdo mi labio inferior.

—Preferiría si nos quedásemos en mi casa —digo, porque lo último que quiero es que esa gente que vigila a Gael las veinticuatro horas sin su conocimiento, nos vea salir juntos.

—Como tú quieras, Tam —Gael dice, en tono juguetón—. Ya te lo dije: a mí me da igual. Lo único que quiero es verte. Te echo de menos. Como un maldito loco.

Muy a mi pesar, mi corazón hace una floritura violenta y una sonrisa se dibuja en mis labios.

—Cursi... —musito.

—Romántico empedernido. Gracias.

Mi sonrisa se ensancha en ese momento y, automáticamente, me siento mejor. Me siento menos agobiada y angustiada.

—¿Paso a las ocho? —dice, luego de unos instantes de silencio.

—Sí —asiento, a pesar de que sé que no puede verme—. A las ocho está bien.

—Vale —él responde—. Nos vemos dentro de un rato, entonces; y, ¿Tam?

—¿Sí?

—Más te vale haberme echado de menos tú también, o te las verás conmigo.

Ruedo los ojos al cielo y mi sonrisa toma aún más fuerza.

—Te vi apenas hace unos días, dramático —protesto.

—Y de igual manera, espero que me hayas echado de menos. Como la loca desquiciada que eres.

¡Oye!

—Nos vemos al rato, Tam —ignora mi queja.

—¡No puedes irte así! ¡No luego de haberme llamado loca desquiciada!

—También contaré las horas para verte.

—¡Gael!

—Ándate con cuidado y me envías un mensaje cuando llegues a casa, ¿vale? —sigue ignorándome, pero la sonrisa que lleva en la cara se le cuela en el tono de la voz—. Ahora te dejo, que tengo una reunión en cinco minutos.

—¡Pero...! —entonces, sin darme oportunidad de terminar de replicar, finaliza la llamada. Termina con nuestra interacción y me deja aquí, con el alma llena de una calidez que sé que no puedo tener y el corazón empañado de angustia.

Con un extraño dolor en el pecho y la odiosa sensación de incertidumbre que me provoca la bomba de tiempo que David Avallone ha atado a nosotros.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top