Capítulo 26



—No tenías por qué ponerte a cocinar —la voz quejumbrosa de Gael llega a mis oídos e, inevitablemente, una sonrisa boba se desliza en mis labios.

No respondo de inmediato. Me limito a menear los huevos revueltos que tengo en la cazuela delante de mis ojos, segundos antes de verter sobre ellos la salsa que he hecho.

—Pero quería hacerlo —digo, en voz baja, luego de otros instantes más de silencio, sin siquiera molestarme en mirar en su dirección.

Ahora mismo, se encuentra sentado en una de las sillas del comedor. Yo hace rato que estoy instalada frente a la estufa de la diminuta cocina del apartamento, dándole la espalda, mientras trabajo en el almuerzo que estoy empeñada en tener.

Nada ni nadie impedirá que el día de hoy desayune huevos en salsa como los que prepara mi madre.

Ni siquiera la ansiedad que me invade. Mucho menos el nudo en el estómago que no me ha abandonado desde que Gael Avallone decidió quedarse aquí a almorzar conmigo.

«¿Por qué demonios tiene qué hacerle esto a mis nervios? ¿Por qué carajo no soy capaz de relajarme en su presencia?...»


—Pudimos haber ido a almorzar algo por ahí —Gael insiste, medio fastidiado; medio divertido—. Te dije que yo te invitaría.

—Y yo te dije que no necesito que me invites a ningún lado —refuto. No es mi intención sonar orgullosa, pero lo hago de todos modos.

—Lo que pasa es que eres necia y testaruda, y se te ha metido en la cabeza la idea de llevarme la contraria siempre —el magnate insiste y yo, inevitablemente, ruedo los ojos al cielo.

—¿Podrías dejar de quejarte? —digo, con fingida molestia pintándome la voz, al tiempo que me giro sobre mis talones para encararlo—. Agradece y disfruta el hecho de que estoy preparándonos el desayuno. No volverá a suceder.

El magnate entorna los ojos en mi dirección.

—¿Ves lo que te digo? Contigo puras agresiones —suelta, pero la sonrisa que tira de las comisuras de sus labios, me hace saber que solo está tratando de hacerme enojar—. Primero te empeñas en cocinar cuando no hay necesidad de que lo hagas, y luego dices que nunca volverás a hacerlo. ¿Es que acaso tratas de engatusarme con tu comida para luego privarme de ella?

Una sonrisa irritada se apodera de mi rostro en ese momento y sacudo la cabeza en una negativa.

—Y luego dicen que la dramática soy yo —mascullo, sin dejar de sonreír.

Una risa suave y ronca escapa de la garganta del hombre de aspecto descuidado que se encuentra sentado en una de las sillas del comedor y mi corazón aletea en respuesta.

—Ven aquí —dice, al tiempo que estira una mano en mi dirección—. Déjame besarte...

Todo dentro de mí se revuelve en ese momento y, de pronto, el aliento se atasca en mi garganta.

Euforia, ansiedad, emoción... Todo se arremolina en mi interior y me hace difícil pensar con claridad. Me hace difícil hacer otra cosa que no sea mirarle la boca. Mirarle esos labios mullidos tan suyos que no hacen más que sacarme de quicio...


La distancia que nos separa es acortada por mis pasos tímidos y torpes y, una vez cerca, Gael se recorre hacia atrás en la silla, de modo que, cuando me detengo frente a él, quedo acomodada en el hueco creado por sus piernas entreabiertas.

En esta posición, mi cabeza apenas le saca unos cuantos centímetros a la suya, así que no es le es difícil ahuecar mi rostro entre sus manos y tirar de mí ligeramente para besarme.

El contacto es suave. Dulce...

No hay nada arrebatado, ansioso o desesperado en él. De hecho, la manera en la que sus labios se mueven contra los míos, se siente casi parsimoniosa. Como si tuviese todo el tiempo del mundo para besarme. Como si él supiera que, ahora mismo, no habrá poder en el mundo capaz de hacerme renunciar a un beso suyo.

Cuando nos apartamos, mi frente y la suya se unen.

No abro los ojos. Me quedo aquí, quieta, absorbiendo el hecho de que Gael está aquí, en mi apartamento, con los brazos envueltos alrededor de mi cintura y la boca a escasos centímetros de la mía.

—El desayuno va a quemarse —musito, luego de unos segundos más.

Él asiente.

—Lo sé —murmura y, en el proceso, su aliento caliente me roza la piel de los labios.

—Debo apagar la estufa.

—Lo sé.

—Tienes que dejarme ir para que pueda apagar la estufa.

—No quiero —suelta en un quejido que suena infantil por sobre todas las cosas, y una sonrisa boba se desliza en mis labios.

En ese momento, y sin poder —querer— detenerme, planto un beso casto en sus labios. En respuesta, Gael suelta un gruñido aprobatorio que no dura demasiado, ya que me aparto con rapidez y me deshago de su abrazo para apagar la hornilla encendida.

Para mi buena suerte, el guisado no se ha estropeado.


—Huele delicioso —el magnate apunta, justo cuando estoy buscando un par de platos limpios en una de las alacenas.

—No te ilusiones mucho —digo, concentrada en la tarea impuesta—. En realidad, la cocina nunca ha sido mi fuerte. Prepárate para un desastre tamaño nuclear.

—¿Siempre eres así de exagerada? —bufa, pero sé que está bromeando.

—¿Siempre eres así de quejumbroso? —bromeo de vuelta, mientras sirvo el contenido de la cacerola en los platos elegidos.

Acto seguido, me encamino hasta la mesa y los coloco sobre ella. Entonces, vuelvo sobre mis pasos solo para tomar del refrigerador, el bote de jugo de naranja que compré hace unos días en el supermercado; un par de tenedores y dos vasos.

—¿Necesitas ayuda? —Gael pregunta, al verme maniobrar con todo lo que llevo entre las manos.

—No —digo, a pesar de que si lo hago—. Lo tengo todo bajo control.

—Necia.

—Controlador —refuto y una risotada se le escapa en ese momento.

—¿Qué es esto? —pregunta, luego de unos instantes de silencio, al tiempo que toma uno de los platos—. Se ve bastante bueno.

—Lo está... —digo, con suficiencia—. O eso espero —esbozo una sonrisa cargada de disculpa—. Es probable que no sepa ni siquiera la mitad de bien que el que prepara mi mamá, pero estoy bastante confiada de mi misma en esta ocasión. Puedo manejar el huevo con salsa. Es una de las pocas comidas que no suelo echar a perder.

—Empieza a preocuparme esa insistencia tuya respecto a tu relación con la cocina —Gael dice, con fingido horror, pero el brillo juguetón que hay en la mirada que me dedica, me calienta el pecho de una manera extraña—. ¿De verdad eres así de desastrosa?

Asiento, muy a mi pesar.

—Tampoco es como si no supiera calentarme una tortilla o prepararme algo rápido; pero, sí. Suelo ser bastante mala para cocinar —me las arreglo para hacer una mueca de pesar, mientras me siento a su lado y sirvo algo de jugo en los vasos que he traído.

—Es una suerte, entonces, que a mí se me dé de maravilla la cocina —dice, al tiempo que enrosca las mangas de la camisa que lleva puesta, dejando al descubierto sus brazos cubiertos en tinta. Entonces, toma un tenedor.

Un bufido incrédulo se me escapa.

—¿? ¿Cocinas? —sueno más allá de lo escéptica—. Permíteme dudarlo, Avallone.

La mirada ambarina e imponente de Gael se posa en mí y una ceja poblada se arquea en el proceso.

—¿No me crees? —la arrogancia que tiñe el tono del magnate, no me pasa desapercibida—. Sin ningún problema puedo darte una cátedra sobre comida europea cuando gustes.

Muy a mi pesar, una sonrisa se desliza en mis labios en ese momento.

—Dime de lo que presumes... —mascullo, antes de darle un trago largo al vaso que tengo entre los dedos.

—Hablo muy enserio —Gael asiente, con suficiencia—. Cuando eres hijo de una mujer que trabaja veinticuatro horas al día, siete días a la semana, tienes que aprender a apañártelas si no quieres sobrevivir a base de sopas instantáneas. Yo detesto la comida basura, así que... —se encoge de hombros—. No trato de sonar pretencioso, ni mucho menos, pero sé defenderme en la cocina. A mamá le encantaba que le preparara risotto.

—Jamás he comido eso —admito, al tiempo que tomo un tenedor y picoteo el plato de huevo guisado que tengo delante de mí.

—No se diga más —Gael dice, con aire resuelto—. Te cocinaré risotto un día de estos.

—¿Es una promesa? —digo, antes de introducirme algo de comida dentro de la boca.

Él, en ese instante, me imita y toma un pequeño bocado del desayuno que preparé con el tenedor que tiene entre los dedos.

—Es una promesa, Tam —dice y, entonces, se echa a la boca lo que acaba de tomar del plato.


El desayuno se me ha pasado como un suspiro. Entre comentarios juguetones y anécdotas sin mucha relevancia, terminamos lo que he preparado.

Gael ha insistido en ayudarme a lavar los trastos mientras yo limpio la mesa y, a pesar de que no estoy muy de acuerdo con que se acomida en cosas que no le corresponden, lo dejo pasar porque no quiero tener otra discusión absurda con él. No cuando el ambiente se ha aligerado tanto entre nosotros. No cuando por fin he decidido darle un poco de paz a mi corazón dolorido...

Una vez terminadas nuestras tareas, Gael me invita a salir al cine. Yo, sin embargo, declino su oferta invitándolo a ver una película aquí, en casa, desde Netflix. No me pasa desapercibida la forma extrañada en la que me mira cuando le ofrezco quedarse. Se siente como si no pudiese creer que prefiero quedarme a salir a ver algo de estreno en el cine.

A pesar de eso, no dice nada al respecto. Se limita a aceptar mi invitación a quedarse sin decir nada respecto a mi renuencia a dejar la casa.


Nos toma alrededor de veinte minutos deliberar qué es lo que vamos a ver. Nunca me habría imaginado que las películas de terror y suspenso fuesen las predilectas de un hombre como Gael Avallone. Sinceramente, imaginaba que le gustaba más el cine de culto o algo un poco más «intelectual» bajo los estándares sociales; sin embargo, descubrir que tiene cierta afición por las tramas sencillas —esas en las que los sustos repentinos y la música diseñada para ponerte los pelos de punta, abundan— me hace sentir extrañamente encantada. Fascinada...

Así, pues, luego de un largo debate sobre los pros y contras sobre la película que él quiere ver y la que yo muero por mostrarle, conectamos mi computadora a la televisión de la sala, nos instalamos en uno de los sillones de la sala y nos disponemos a ver el filme elegido.

Gael, sin siquiera molestarse en ser un poco más discreto o sutil, tira de mi brazo en el instante en el que me acomodo cerca, a su lado, y tira de mí en su dirección; de modo que quedo así, con un costado del cuerpo acurrucado contra su pecho y uno de sus brazos rodeándome los hombros.

Yo, en respuesta a su gesto cálido, entrelazo los dedos de su mano libre con los míos y recargo la cabeza contra su cuerpo.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que, inevitablemente, el sueño provocado por la pesadez del desayuno, me haga dormitar un poco. Tampoco sé cuánto tiempo pasa antes de darme cuenta de que he perdido el hilo de lo que ocurre en la película porque, estoy segura, me he quedado dormida más de unos instantes.

Así, pues, luego de luchar contra las ganas que tengo de dormir aquí, acurrucada contra el hombre que tantas cosas me provoca, me dejo ir. Dejo que el sueño me venza y me lleve a un lugar tranquilo y dulce, porque, ahora mismo, es lo único que deseo. Ahora mismo, luego de tanta incertidumbre, es lo único que quiero...



~*~



Una melodía aguda, chirriante y desagradable me inunda los oídos, pero trato, con todas mis fuerzas, de ignorarla. De lanzarla a un lugar sordo en mi cabeza, para así, poder dormir un poco más. Para así, poder seguir envuelta en la comodidad que el sueño me provee...

La canción irritante y taladrante eleva su volumen y un quejido escapa de mis labios en ese momento. Entonces, el sonido de una voz susurrando mi nombre, hace que, a pesar de que no quiero hacerlo, ponga un poco de atención a lo que sucede a mi alrededor.

Me revuelvo con incomodidad.

—Tam... —esta vez, soy plenamente consciente de lo cerca que suena la persona que me llama—. Tam, debo contestar.

Reconozco la voz. a quién le pertenece; sin embargo, aquí, envuelta en este manto pesado que me recubre el pensamiento, no soy capaz de conectar todos los puntos. No soy capaz de ponerle una cara al sonido tan familiar...

Otro quejido se me escapa cuando soy obligada a abandonar la superficie cálida y firme sobre la que me encuentro, solo para darme de lleno con la aspereza de un material medianamente cálido. Medianamente cómodo...

Dedos largos cepillan las hebras mi cabello en un gesto cariñoso y algo que se siente como un beso es depositado en mi sien antes de que, tanto la caricia, como la sensación que se asemeja a unos labios cálidos, me abandonen.


La conversación de una sola dirección que comienza a llevarse a cabo en mi entorno, me trae poco a poco a la superficie y me aleja de esa bruma densa que me envuelve. Me aleja del sueño que me abrazaba con fuerza. Es por eso que, al cabo de unos instantes, me encuentro aquí, recostada en mi costado, parpadeando para acostumbrarme a la penumbra en la que se ha envuelto toda la estancia.

La desorientación se aleja conforme me voy deshaciendo de la pereza y, de pronto, me encuentro mirando la pantalla oscurecida del televisor encendido.

Acto seguido, me incorporo en una posición sentada y corro la vista por toda la estancia.

No sé qué hora es. Tampoco tengo idea de cuánto tiempo he dormido, pero se siente como si hubiera sido una eternidad. Estoy casi segura de que casi lo ha sido. La poca iluminación que se cuela por las ventanas del apartamento, delatan a mi cuerpo traicionero y flojo...

Mi atención se detiene en la puerta entreabierta de la entrada.

Allá afuera, la figura de alguien se pasea sin rumbo alguno mientras que, en voz baja y distante, una conversación unilateral se lleva a cabo.

«Gael.»

Me pongo de pie con torpeza.

Mis músculos agarrotados me piden que les de algo de descanso así que, casi por inercia, los estiro, mientras permito que un bostezo se apodere de mi boca. La soñolencia no se marcha del todo, pero, conforme pasan los segundos, soy cada vez más consciente de todo lo que ocurre a mi alrededor.

Es tarde. No sé qué tan tanto, pero puedo deducir que es más tarde de lo que me gustaría debido a la poca luz que se cuela de la calle. Debido a la oscuridad casi total en la que se ha sumido el apartamento...

Avanzo en dirección al interruptor del foco de la sala y la estancia se ilumina.

Mis ojos se entrecierran casi al instante debido a eso, pero no les toma mucho acostumbrarse a la intensidad de la luz que lo invade todo.

La voz —que ahora puedo reconocer como la de Gael— suena baja al teléfono. Casi murmurada y, a pesar de que la curiosidad pica en mi sistema y me tienta a acercarme un poco más a la puerta para escuchar lo que habla allá afuera, me las arreglo para no hacerlo. Me las arreglo para, por una vez en la vida, darle un poco de paz a mis nervios y no husmear más de lo que no debo.


Gael tarda unos minutos en volver a entrar al departamento y, cuando lo hace y me mira aquí, de pie a pocos pasos de distancia, se congela en su lugar.

El cabello revuelto y los ojos hinchados por el sueño, me hacen saber que él también se ha quedado dormido y, el simple hecho de saber que hemos dormido el uno en los brazos del otro, trae una oleada de calidez a mi sistema. Una oleada de emociones encontradas. Todas ellas maravillosas y aterradoras al mismo tiempo.

—¿Qué hora es? —pregunto, con la voz enronquecida por la falta de uso, para aligerar la pequeña tensión que ha comenzado a invadir el ambiente.

—Casi las ocho —Gael suena igual y más ronco que yo, pero eso no le impide esbozar una sonrisa torcida y satisfecha, que termina por disipar la inquietud que empezaba a colarse en mi interior—. ¿Terminaste de ver la película?

Niego con la cabeza.

—Me quedé dormida apenas la pusimos —admito, medio avergonzada; medio divertida.

Una pequeña risa se le escapa.

—Yo también me quedé dormido —dice—. Tenía la esperanza de que pudieras contarme el final.

La sonrisa que había comenzado a tirar de las comisuras de mis labios, es ahora amplia y boba.

—¿Tienes hambre? —pregunto, al tiempo que me abrazo a mí misma. Al tiempo que reprimo el impulso que tengo de acercarme a él y envolver mis brazos alrededor suyo—. Podemos pedir una pizza.

El gesto divertido del magnate duda unos instantes, antes de transformarse en uno cargado de pesar.

—En realidad tengo que irme —dice, y no me pasa desapercibido el tinte triste en su voz—. Mi papá ha organizado una cena para despedir a mis hermanos —hace una mueca llena de fastidio—. Antonio se va a Los Ángeles mañana por la mañana y Diana se va a la Ciudad de México a mediodía. Si no voy, no va a dejarme tranquilo en todo el mes.

Oh... —digo, porque no sé qué otra cosa hacer.

—¿Quieres venir?

Sé que no está invitándome en serio. Sé que ir a una cena con su familia no haría más que empeorar las cosas para él, pero, de igual manera, escucharlo pronunciar esa invitación hace que mi estómago caiga en picada. La mera sugerencia de él, llevándome donde su familia, me hace sentir absurdamente feliz. Absurdamente aterrorizada y horrorizada.

—No creo que sea la mejor de las ideas —digo, porque ambos sabemos que es cierto y, en el proceso, esbozo una mueca de genuino pesar—. Mejor ve y diviértete.

—Dudo mucho que pueda divertirme en compañía de esas personas.

—No hables así de ellos. Es tu familia —lo reprimo con la mayor calidez que puedo imprimir.

—Ellos no son mi familia —Gael suelta y la manera en la que lo hace, me pone la piel de gallina. El rencor y el enojo que se cuelan en su voz son tan grandes, que no soy capaz de ignorarlos. No soy capaz de hacer caso omiso de ellos—. Mi familia consta de un solo integrante: mi madre.

El silencio que le sigue a sus palabras es tan tenso, que no me atrevo a decir nada. No me atrevo a romperlo, porque no esperaba una respuesta así de su parte. Porque no esperaba escuchar esa clase de rencor tiñendo su voz...

Los ojos de Gael se cierran con fuerza y las ganas que tengo de acortar la distancia que nos separa, aumentan. Las ganas que tengo de acercarme a él para apartar el cabello de su cara y besarle hasta que su ceño fruncido desaparezca, se vuelven cada vez más imperiosas. Demandantes...

«Solo... ve.» Me insta la vocecilla en mi cabeza y yo, finalmente, y presa de los impulsos; de los sentimientos y de todo eso que Gael Avallone me provoca, le hago caso. Le escucho, porque, ahora mismo, tenerlo cerca es lo único que se siente correcto.


La distancia que nos separa es de apenas unos pasos, así que no me toma más de unos segundos llegar hasta él y ahuecar un lado de su cara con una de mis manos. Entonces, con mi pulgar, trazo caricias dulces en su mejilla.

La respuesta inmediata que tengo de su parte, es tan sorpresiva, como acogedora, ya que inclina la cabeza para absorber mi contacto. Para llenarse de él...

Una inspiración profunda le llena el pecho y, acto seguido, coloca una de sus manos grandes sobre la mía, la cual no deja de sostenerle. De tratar de consolarle.

—Ojalá pudiera llevarte conmigo —murmura y mi corazón hace un baile extraño dentro de mi pecho.

—Eso dices ahora. Espera a que te deje en ridículo con alguien importante y no pensarás lo mismo —bromeo y mi comentario tiene un efecto inmediato en él, ya que esboza una sonrisa irritada.

Acto seguido, abre los ojos para encararme.

—No me lo vas a creer —dice—, pero eso es, precisamente, lo que me gusta de ti.

—¿Qué? ¿La facilidad con la que hago el ridículo?

Niega con la cabeza.

—Lo poco que te importa hacer el ridículo —dice—. Lo poco que te importa lo que el mundo piense de ti. Me encanta que seas fresca, irreverente..., sin filtros. Te lo dije una vez hace mucho tiempo y te lo vuelvo a decir: el mundo sería un lugar más interesante si abundaran las personas que son como tú, Tamara Herrán.

Mi pecho se infla con una emoción poderosa y dulce al mismo tiempo, pero me las arreglo para no lucir afectada por lo que ha dicho. Me las arreglo para lucir impasible y serena.

—Deja de decir que soy maravillosa que eso ya lo sé —bromeo, para alejar de mí las estúpidas ilusiones que han comenzado a llenarme el cuerpo. Para alejar el aleteo intenso de mi pecho y las ganas que tengo de ponerme a chillar de la emoción.

Otra pequeña risa escapa de la garganta del magnate.

—Tu modestia, sobre todo, es lo que te hace ser la criatura más increíble existente en el planeta. ¿Lo sabías, Tamara? —es su turno para bromear y, muy a mi pesar, mi sonrisa se ensancha.

Asiento, solo para seguirle la corriente.

—Igual es lindo escucharlo de tu boca —suelto, con suficiencia y, en ese momento, los brazos de Gael se envuelven en mi cintura y me atraen más cerca.

—No quiero irme —se queja, cuando, sin previo aviso, se encorva para quedar a mi altura y hunde la cara en el hueco de mi cuello.

En respuesta, me paro sobre mis puntas para aligerarle la curvatura de la espalda y envuelvo mis brazos alrededor de sus hombros en un abrazo firme y cálido.

—Pero tienes que... —digo, a pesar de que yo tampoco quiero que se marche.

—Me da pavor irme y que cambies de opinión acerca de mí —murmura, contra la piel de mi cuello y su aliento caliente me eriza todos los vellos del cuerpo.

—No pasará —le aseguro, mientras trato de sonar tranquila, a pesar de lo que está haciéndole a mi cuerpo—. Puedes ir tranquilo.

—Eso dices ahora, pero, cuando me vaya, empezarás a pensar cosas absurdas, te harás una película en la cabeza y volverás a mandarme al carajo —bromea, pero el filo ansioso que se cuela en su tono, me hace saber que realmente está asustado. Que realmente no desea volver al lugar en el que estábamos hace unos días.

Sinceramente, yo tampoco quiero hacerlo.

—No lo haré —digo, de la forma más tranquilizadora que puedo—. Lo prometo.

Gael se aparta para mirarme a los ojos.

—¿Hacemos algo el fin de semana? —pregunta, con aire anhelante.

En respuesta, hago una mueca cargada de disculpa.

—Le prometí a mis papás que pasaría el fin de semana en su casa —digo y la decepción tiñe su gesto.

Un suspiro largo se le escapa.

—Ni hablar, entonces —dice, con pesadez—. Supongo que tendré que hacerme un espacio en la semana para verte fuera de nuestras reuniones de trabajo.

Asiento, incapaz de decir nada, y sintiéndome más allá de lo entusiasmada con la idea.

—Si no puedes desocuparte de algo, no te preocupes. Ya encontraremos el tiempo —digo, pero realmente deseo poder verlo fuera de nuestro compromiso habitual.

Un beso dulce y corto es depositado en mis labios en ese momento.

—Me encantas, ¿lo sabías? —murmura y mi corazón aletea en respuesta.

—Se te hará tarde... —digo, en respuesta, al tiempo que planto un beso suave en su boca.

Él suelta un suspiro cargado de pesar.

—Lo sé —masculla, pero, antes de apararse de mí, me besa de nuevo. Esta vez, el contacto dura unos segundos más que antes y, luego de eso, se encamina hasta la puerta. Una vez ahí, se detiene en seco y me encara para decirme—: La próxima vez, prometo no dormirme todo el día.

Una risita boba se me escapa.

—Prometo lo mismo —digo y él sonríe radiante en respuesta.

—Contaré los días para verte, Tam.

—Cursi... —digo, y ruedo los ojos, aunque por dentro, sus palabras me hayan hecho pedazos.

Me guiña un ojo.

—Romántico empedernido me gusta más. Gracias —dice, sin dejar de sonreír como idiota y yo, inevitablemente, lo imito.

—Ve con cuidado —digo—. Y, por favor, mándame un mensaje cuando estés en casa.

Él asiente.

—Te veo pronto —dice y, entonces, sale por la puerta del apartamento.



~*~



El señor Bautista me ha mandado llamar a su oficina y estoy aterrorizada.

No se supone que deba estarlo, porque, hasta donde sé, no he hecho absolutamente nada malo; sin embargo, no puedo evitar sentirme más allá de lo asustada por su llamado. No puedo evitar repasar una y otra vez todo lo que he hecho las últimas semanas, para lograr encontrar alguna especie de fallo en mi comportamiento o en el contrato firmado.

De hecho, esta mañana estaba tan asustada, que le envié un mensaje de texto a Gael preguntándole si él le había pedido a mi jefe que me contactara. En respuesta, el magnate me llamó para asegurarme que, esta vez, él no tiene nada que ver con eso. De hecho, me pidió que le llame una vez que me desocupe de mi reunión para saber de qué ha ido; e, incluso, ha sugerido la posibilidad de abogar por mí en determinado caso que el señor Bautista esté molesto conmigo por algo.

Yo, a pesar del terror que me invade, le dije que no era necesario. Que no tengo absolutamente nada qué temer porque no he hecho nada malo... Al menos, no que yo recuerde.

Así, pues, luego de un maravilloso fin de semana en casa de mis padres, una cena deliciosa en lunes en casa de Gael, y un par de días más de sonrisas idiotas, llamadas a altas horas de la madrugada y mensajes de texto a deshoras con él, finalmente, he sido traída de vuelta a la realidad.

He sido arrastrada al suelo con la llamada que recibí hace unas horas de las oficinas de Editorial Edén.


Gloria, la secretaria del señor Bautista, me hace entrar a la oficina en el instante en el que pongo un pie en la pequeña recepción en la que ella trabaja.

No luce preocupada, o triste, o molesta. De hecho, la manera fresca y relajada en la que me saluda, me hace saber que Román Bautista no se encuentra malhumorado o alterado en lo absoluto.

La mujer de edad mayor es muy dada a estresarse y angustiarse cuando su jefe llega en un estado nervioso alterado o molesto. Es por eso que, esta tranquilidad y afabilidad suya, me tranquilizan un poco.


Así, pues, luego de agradecerle las atenciones que se ha tomado al anunciar mi llegada con nuestro jefe, me obligo a adentrarme en la oficina. Me obligo a abrir la puerta que da a su espaciosa estancia, solo para detenerme en seco en el instante en el que lo veo...

Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies. Mi corazón se detiene unos instantes para reanudar su marcha a una velocidad dolorosa y abrumadora, y un agujero de pura ansiedad y nerviosismo se instala en la boca de mi estómago.

«Oh, mierda...»

—¡Tamara! Buenas tardes —Román Bautista, mi jefe, me dedica una sonrisa amplia mientras habla y eso solo aumenta la sensación insidiosa que ha comenzado a colarse en mi interior—. Pasa, por favor. Toma asiento.

No respondo. No me muevo. Ni siquiera respiro...

Lo único que puedo hacer, es mirar al acompañante de mi jefe y sentirme aterrorizada hasta la mierda.

—Permíteme presentarte al señor David Avallone —el señor Bautista habla y un escalofrío de puro terror me recorre la espina dorsal—. Es el padre Gael Avallone, pero eso, supongo, ya has podido deducirlo.

Un asentimiento cordial es lo único que el papá de Gael me dedica, y no me pasa desapercibido el hecho de que no ha comentado nada respecto a nuestros previos encuentros. No me pasa desapercibido el hecho de que es muy probable que no le haya dicho a mi jefe que ya nos hemos topado antes.

—Él es, en realidad, quien deseaba reunirse esta tarde contigo —mi jefe continúa y un puñado de piedras se instalan en mis entrañas—. Está muy interesado en conocer tu trabajo y el progreso que has hecho con la biografía de su hijo, es por eso que me ha pedido que concrete una cita para conocerte.

Una sonrisa torcida y cruel se desliza en los labios de David Avallone en ese momento, y eso es todo lo que necesito para darme cuenta de que él sospecha algo. De que él sabe que algo está pasando entre su hijo y yo.

—Señorita Herrán —dice, con ese acento español marcado tan suyo y esa arrogancia que siempre le tiñe la voz, al tiempo que su sonrisa se ensancha hasta convertirse en una mueca amenazante. Como la de un cazador frente a su presa—, no tiene idea de las ganas que tenía de conversar con usted.

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