Capítulo 25
Tiemblo de pies a cabeza.
Mi corazón no ha dejado de latir a toda marcha, la revolución dentro de mí es tan intensa, que no puedo dejar de luchar contra las ganas que tengo de apartarme de Gael Avallone y de fundirme en él al mismo tiempo.
Un brazo fuerte y firme se envuelve en mi cintura. Un suspiro es arrancado de mis labios y, justo cuando creo que el beso va a tomar más fuerza, esta disminuye. Esta se transforma hasta convertir nuestro contacto en uno suave, lento, cadencioso... dulce.
Algo cálido me llena el pecho. Algo indescriptible, intenso y suave al mismo tiempo, me recorre las venas y me llena de una emoción desconocida. Aterradora por sobre todas las cosas.
Dudo unos instantes.
En ese momento, trato de apartarme y, cuando lo hago, Gael profundiza el beso.
Mis manos —que se aferraban al material del saco que viste— ahora están sosteniéndole la nuca y me odio por eso. Me odio por tener voluntad de papel y no apartarlo de una vez y por todas. Por no poder serle fiel a la entereza que tanto profeso.
El sonido de un teléfono celular hace que el magnate rompa el beso de manera abrupta, para luego soltar una maldición en voz baja. Yo aprovecho esos instantes para bajar el rostro, de modo que mi frente descansa sobre la barbilla de Gael.
El palpitar violento detrás de mis orejas y el ir y venir de mi respiración dificultosa, es lo único que puedo percibir ahora mismo; y, la vergüenza que me invade al darme cuenta de lo que acaba de pasar, de pronto se convierte en lo único en lo que puedo pensar.
Me toma unos instantes registrar que es su teléfono el que suena y a él le toma unos segundos más dignarse a apartarse de mí para tomar el aparato de uno de los bolsillos de sus pantalones.
Mi vista se posa en él justo a tiempo para ver el gesto incierto que esboza cuando ve el nombre de la persona que trata de contactarlo. Sin embargo, al cabo de unos segundos, desvía la llamada y vuelve a guardar el teléfono en su lugar.
Acto seguido, el aparato empieza a sonar de nuevo.
Otra palabrota escapa de los labios del magnate y yo, a pesar de que quiero aprovechar ese momento para echarme a correr hacia el apartamento, me las arreglo para apartarme de él unos pasos más e intentar recomponerme.
—Contesta —digo, en voz baja, al tiempo que desvío la mirada y coloco detrás de mis orejas los mechones de cabello que se me han soltado de la coleta.
—No es importante —Gael refuta, con la voz enronquecida por las emociones, pero no le creo en lo absoluto. La manera en la que pronuncia las palabras lo delata.
Me obligo a mirarlo.
—Ambos sabemos que es importante que respondas —insisto, pero la determinación con la que me encuentro cuando clavo mis ojos en los suyos, me hace saber que no va a contestar esa llamada.
—Arreglar las cosas contigo es más importante que cualquier cosa que Camila tenga que decirme al teléfono —dice y mi corazón se estruja con fuerza.
—Podemos arreglar las cosas luego —sueno ligeramente inestable, pero, a estas alturas, ni siquiera me interesa pretender que estoy bien. Que no me siento afectada por él y por todo lo que le hace a mis nervios cuando está cerca.
—¿Luego? ¿Cuándo? ¿Cuando la inseguridad que sientes respecto a mí te haga crearte las historias más atroces? ¿Cuando la falta de comunicación te haga creer que no me importas en lo absoluto? —dice, al tiempo que su teléfono deja de sonar unos instantes, para volver a hacerlo al cabo de unos segundos—. Necesito que, de una vez y por todas, hablemos de esto, Tam. De nosotros. De lo que va a pasar... —niega con la cabeza—. Estoy cansado de estar en guerra contigo. De sentir que, luego de dar un paso hacia adelante, damos veinte hacia atrás. Así que, sí, esto para mí es más importante ahora mismo. Arreglar esto es lo único que me interesa en estos momentos.
Un estremecimiento me recorre la espina dorsal y sus palabras calan hondo en mi interior. Calan tan fuerte, que todo dentro de mí se inquieta de sobremanera.
Mi boca se abre para hablar, a pesar de que no estoy segura de qué es lo que voy a decir; sin embargo, justo cuando estoy a punto de hacerlo, el aparato deja de sonar y comienza a hacerlo una vez más.
—¡Me lleva el jodido infierno! —Gael escupe con irritación, al tiempo que toma el teléfono entre los dedos y, sin darme tiempo de siquiera procesarlo, desliza el pulgar por la pantalla y se lo lleva a la oreja para espetar un seco—: ¡¿Qué?!
El silencio que le sigue a su exclamación enfurecida, me hace saber que la persona del otro lado está hablando.
—Cancélala —dice, una vez que su interlocutor termina de hablar—. Cancela todo lo que tenga para hoy. No voy a ir a la oficina —la brusquedad con la que escupe las palabras, aunado a lo que acaba de decir, hace que un nudo se instale en mi estómago, pero no estoy segura del motivo de este. No estoy segura de si está así por la impresión que me causa escucharle hablar de ese modo, o por el hecho de que ha cancelado todas sus citas de hoy.
—No. Tampoco asistiré —habla, luego de que otra larga pausa se hace presente y, esta vez, la exasperación tiñe el gesto de Gael.
Se frota la frente con la palma de su mano, en un gesto cargado de desesperación e intolerancia.
—Señorita Vázquez, escúcheme bien —el tono que el magnate utiliza es tan amable, como condescendiente, y las ganas de golpearle la nuca a manera de reprimenda se hacen presentes—: no voy a ir a la oficina. Quiero que cancele todas mis reuniones. No estoy para nadie, ¿de acuerdo? —hace otra pausa—. No. Ni siquiera para mi padre... —Gael asiente, a pesar de que la persona del otro lado del teléfono no puede verlo—. Nos vemos mañana, señorita Vázquez —dice luego de otro pequeño rato en silencio y, acto seguido, finaliza la llamada.
Entonces, posa su atención en mí una vez más.
—¿Podemos hablar ya, por favor? —dice, luego de unos largos instantes y yo, presa de una emoción salvaje y abrumadora, lo único que puedo hacer es asentir. Lo único que puedo hacer, es acceder porque estoy cansada de llevarle la contraria. Porque estoy cansada de toda esta situación.
—Vamos adentro —digo, para darle algo de paz a mis nervios alterados y a la revolución que tengo dentro, al tiempo que hago un gesto de cabeza en dirección al apartamento.
El, en respuesta, cierra los ojos en un gesto aliviado y, cuando empiezo a avanzar, él me sigue.
Nos toma apenas unos instantes encaminarnos a las escaleras del edificio y subir los tres pisos que separan el estacionamiento del lugar en el que vivo.
No hablamos en lo absoluto mientras lo hacemos. Gael tampoco hace ademán de acercarse demasiado a mí. La distancia con la que sigue mis pasos es de escalones enteros y no sé cómo sentirme al respecto. No sé cómo lidiar con ello, porque se siente como si tratase de no asustarme. Como si tratase de mantener abierta la brecha que hizo en la armadura que traía puesta cuando llegué aquí.
El nerviosismo se me nota en la torpeza con la que rebusco las llaves dentro de mi bolso una vez fuera del apartamento; sin embargo, el magnate no dice nada. Se limita a esperar pacientemente a que mis dedos se dignen a conectar con mi cerebro y me permitan encontrar lo que busco.
Una maldición se me escapa cuando, por cuarta vez, revuelvo todo el contenido de mi bolso y, por si la vergüenza que me da el mostrarme así de incompetente no fuese suficiente, una punzada de horror abre un hueco en mi estómago solo de pensar en la posibilidad de haber olvidado las llaves en casa de mis padres.
Justo en ese instante, cuando el pánico está empezando a hacer mella en mi interior, recuerdo que guardé el llavero en uno de los cierres laterales y ruedo los ojos al cielo, mientras me maldigo a mí misma por no ser capaz de traerlo antes a mi memoria.
Acto seguido, tomo mis llaves e introduzco la deseada en el cerrojo. En el proceso, le ruego al cielo que la estancia esté presentable y que, por una vez en la vida, a Victoria se la haya ocurrido llevarse a su recámara el montón de zapatos que suele dejar regados por todos lados.
Abro la puerta.
Lo primero que me encuentro cuando pongo un pie en la sala, es la visión de Alejandro, con el cabello revuelto, ojos hinchados por el sueño y una cuchara repleta de cereal a medio camino de la boca. Sus ojos están clavados en un punto a mis espaldas y sé que lo ha visto. Sé que Gael está justo detrás de mí y que ambos están sosteniéndose la mirada.
«Me lleva el diablo...»
La mirada de mi compañero de cuarto pasa rápidamente de Gael hacia mí un par de veces, como si tratase de decidir si la situación es hostil o no.
—Buenos días —digo, al tiempo que, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, me obligo a avanzar hacia el interior de la sala.
Alejandro me regala un asentimiento a manera de saludo, pero no ha apartado la vista del hombre que, sin esperar por una invitación, se introduce dentro del pequeño espacio en el que vivo.
—Buenos días —Gael saluda, pero suena tenso y distante al mismo tiempo.
—¿Y Victoria? —digo, en un desesperado intento de desviar la atención de ambos, para evitar una interacción mayor. Trato de sonar casual en el proceso.
—Tenía ensayo general en el teatro y se ha ido hace rato ya —Alejandro responde. Él también trata de sonar despreocupado, pero el filo tenso que hay en su voz lo delata por completo.
—Oh... —digo, porque no sé qué otra cosa hacer y, con incomodidad, finjo acomodar los cojines que se encuentran sobre uno de los sillones, a pesar de que no están desacomodados en lo absoluto.
—Yo también voy a de salida —Alejandro anuncia y eso hace que toda mi atención se pose en él—. Me reúno con mis compañeros de estudio una vez más, así que solo termino de desayunar y me marcho.
Asiento, sin saber muy bien qué decirle. Él parece notar mi nerviosismo, ya que, sin más, esboza una sonrisa suave y dice:
— ¿Qué tal la casa de tus padres?
El esfuerzo descomunal que hace por mantener la conversación en un lugar ligero y manejable, me hace querer ir a abrazarlo, pero, en su lugar, me quedo aquí, de pie a la mitad de la estancia, mientras me encojo de hombros en un gesto que pretendo que luzca despreocupado solo para seguirle la corriente.
—La casa de mis papás siempre está increíble —digo, porque es cierto.
—Deberías decirle a tu madre que nos mande galletas de nuevo. Estaban deliciosas —Alejandro me regala una sonrisa juguetona y, muy a mi pesar, sonrío de regreso.
—Esas galletas eran mías. No tenías por qué habértelas comido —digo, con fingida indignación, al recordar como hace unos meses engulló una bolsa de galletas de nuez que mamá había hecho para mí. Él suelta una pequeña risa en respuesta.
—¡Me disculpé un millón de veces! —exclama y, esta vez, la tensión se fuga un poco en la estancia.
—Y te tendrás que disculpar un millón más para que lo olvide —refuto, antes de posar mi atención en Gael, quien no ha despegado los ojos de mi compañero de cuarto.
La dureza en su ceño fruncido no hace más que confirmar lo que ya sospechaba: no está feliz con esto. No está feliz conmigo y Alejandro hablando de este modo.
—¿Ya conocías a Alejandro, Gael? —digo, mientras trato de no hacerle notar cuán satisfecha me hace sentir el gesto incómodo que se ha apoderado de su rostro.
Gael me dedica una mirada irritada de soslayo.
Sabe que estoy empujándolo un poco sobre el eje. Sabe que esta es una especie de revancha por todo lo que me ha hecho pasar las últimas semanas.
—No formalmente, pero ya nos habíamos encontrado —Gael responde, estoico. Es todo negocios ahora. Su postura, hace unos instantes, desgarbada y desinhibida, es imponente. Casi soberbia ahora.
En estos momentos, me da la impresión de que, si estuviésemos en otro lugar. En un espacio similar a su oficina, Gael estaría estirando una mano hacia Alejandro para estrechársela.
Una sonrisa idiota amenaza con escaparse de mis labios con el mero pensamiento, pero me las arreglo para contenerla lo mejor que puedo.
Alejandro dispara una mirada irritada en mi dirección segundos antes de ponerse de pie de la silla en la que se encuentra.
—Yo me retiro —dice, en un tono que se me antoja formal y extraño en partes iguales—. Vuelvo tarde. No me esperen temprano.
Acto seguido, desaparece en el interior de la cocina unos segundos antes de reaparecer, tomar la chaqueta que descansa en el respaldo de la silla en la que se encontraba y encaminarse hacia la salida, justo donde Gael se encuentra.
Entonces, se detiene frente al magnate.
—Un gusto, Gael —dice y mi corazón hace un baile extraño solo porque le ha llamado por su nombre de pila y no por su apellido. Solo porque lo ha bajado del pedestal en el que la gente suele ponerlo todo el tiempo.
En ese instante, poso mi atención en el hombre que se encuentra a pocos pasos de distancia de mí y soy capaz de notar cómo todo su cuerpo se tensa en respuesta a las palabras de Alejandro.
A pesar de eso, se las arregla para aclararse la garganta y regalarle un asentimiento a mi compañero de cuarto, quien, luego de eso, alza una mano para estrecharla con la suya.
Gael posa la vista en la mano extendida de Alejandro y, de pronto, no puedo dejar de pensar en su padre. De pronto, no puedo dejar de pensar en el incidente de ayer con David Avallone.
Una punzada de algo doloroso me atraviesa el cuerpo de lado a lado en ese momento, pero me las arreglo para empujarla lejos...
Al magnate le toma apenas unos instantes más apretar la mano de Alejandro en un saludo, y le toma otros cuantos más arrancarse las palabras de la boca para decir que él se siente también gustoso de conocerlo.
Sé que está mintiendo. Sé que, en realidad, odia la idea de tener que estar delante de mi compañero de cuarto, y la satisfacción y el remordimiento se mezclan dentro de mí en ese momento.
—Nos vemos más tarde —Alejandro dice en mi dirección, al cabo de unos instantes, y me guiña un ojo en el proceso. La tensión en los músculos de Gael es visible ahora. Mi amigo, sin embargo, no parece siquiera inmutarse con esto, ya que me regala una sonrisa sesgada, que, muy a mi pesar, correspondo con una boba y gigantesca.
—Hasta luego —musito y, luego de eso, Alejandro desaparece por la puerta principal.
Se hace el silencio.
No estoy muy segura de qué hacer o de qué decir una vez que Alejandro se marcha, así que continúo jugueteando con los cojines de los sillones.
La mirada del magnate está fija en mí. Puedo sentirla taladrándome el cuerpo y, a pesar de eso, me tomo mi tiempo sacudiendo el polvo inexistente que pretendo encontrar en el sofá individual.
—No creí que hablabas en serio cuando dijiste que vivías con él —no me pasa desapercibido el tono amargo que tiñe la voz de Gael.
Algo dentro de mí se regodea en respuesta a su comentario. A pesar de eso, me las arreglo para regalarle un encogimiento de hombros, aún sin mirarlo.
—No es la gran cosa —mascullo en respuesta, pero, ahora mismo, ha comenzado mi lucha contra la sonrisa que amenaza con abandonarme—. Compartimos los gastos de un apartamento y ya está.
—Y estuviste a punto de besarlo en un antro hace casi dos semanas —puntualiza.
—No estuve a punto de besarlo —digo, a regañadientes y en voz baja, mientras me obligo a encararlo—. Además, no es como si tuvieses algo qué reclamarme. Te recuerdo que, en ese entonces, me habías dicho que yo era un error. Que ibas a casarte y que haberme besado había sido una equivocación, ¿lo recuerdas?
En ese momento, y de manera abrupta, la distancia que me separa de Gael es acortada por sus largas zancadas. Entonces, antes de que pueda siquiera reaccionar, se encuentra tan cerca, que tengo que alzar la cara para mirarlo a los ojos.
—¿Te gusta? —pregunta, en voz baja y un escalofrío me recorre de pies a cabeza.
—Por supuesto que no —me las arreglo para sonar arrogante cuando lo digo, aunque, en realidad, ahora mismo lo único que quiero es poner distancia entre él y yo para así poder pensar con claridad. Para así poder deshacerme de la sensación abrumadora que siempre me invade cuando lo tengo así de cerca.
—¿Ah, no?... —Gael habla en un susurro ronco y profundo, al tiempo que, con una mano retira algunos mechones sueltos de mi cabello para colocarlos detrás de mi oreja.
Niego con la cabeza, aturdida.
—No... —mi voz suena inestable ahora y la vergüenza y el coraje me invaden en partes iguales.
—¿Y yo? —pregunta y, esta vez, la duda se filtra en su tono despreocupado. El anhelo se cuela en la manera en la que pronuncia las palabras—. ¿Yo... te gusto?
Mi corazón da un vuelco furioso en ese momento y toda la sangre se me agolpa en los pies.
Mi boca se abre para hablar, pero las palabras no vienen a ella; así que la cierro de golpe una vez más.
Él no dice nada. Se queda aquí, quieto, con esos ojos ambarinos tan suyos clavados sobre los míos y esa fuerza que siempre irradia y que me hace sentir intimidada, a la espera de una respuesta.
—No... —el sonido de mi voz es tímido e inseguro ahora, pero es lo mejor que puedo darle ahora mismo. Es todo lo que puedo pronunciar ahora que la revolución dentro de mí ha comenzado a avivarse.
La mirada de Gael se oscurece varios tonos.
—Mientes —dice, en voz baja. Mis entrañas se retuercen con violencia al escuchar la intensidad con la que habla—. Sé que mientes.
Trago duro.
—Si ya lo sabes —me las arreglo para arrancar las palabras de mi boca—, ¿para qué lo preguntas?
Algo en su expresión cambia en ese momento y lo hace ver como si fuese un niño pequeño. Lo hace lucir vulnerable. Temeroso, incluso...
—Quiero escucharlo de tu boca, Tamara —dice, con un hilo de voz—. Quiero escucharte decir que no me eres indiferente. Que no soy el único aquí que siente algo, para así no sentirme patético por estas horribles ganas que tengo de besarte...
Cierro los ojos con fuerza.
—¿Y de qué sirve que lo diga? ¿De qué sirve que lo admita si...? —niego con la cabeza, incapaz de continuar, al tiempo que trago varias veces para deshacer el nudo de emociones que ha comenzado a formarse en mi garganta.
—¿Qué, Tamara? —me insta a continuar—. ¿De qué sirve que lo admitas si, qué?
Me obligo a mirarlo. Me obligo a clavar mi vista en la suya.
—¿De qué sirve que lo admita si todo esto está destinado a irse al carajo? ¿De qué sirve que lo diga en voz alta si ambos sabemos que esto no va a funcionar? No, cuando hay tantas omisiones de por medio. No cuando venimos de lugares tan diferentes —suelto, con toda la determinación que puedo imprimir ahora mismo—. ¿De qué me sirve admitir que siento algo por ti, cuando se siente como si el universo tratase de gritarme en la cara que solo tratas de jugar conmigo?
Gael aprieta la mandíbula y un músculo salta en ella casi al instante.
—Tam, no voy a mentirte y decirte que nunca he tonteado con una mujer —dice—. No voy a ser un hipócrita de mierda y decirte que jamás he sido un cabrón mujeriego, porque no es así. Porque lo he sido. Porque, hasta hace unos meses, estaba dispuesto a hacer desfilar a una decena de chicas aspirando a ser mis secretarias, solo por el mero placer de divertirme... —sus palabras me escuecen por dentro y evocan el primer recuerdo que tengo sobre él. Ese en el que se encuentra con los pantalones abajo, en una posición comprometedora con Camila: su secretaria—. Y voy a ser un puto cliché al decirte esto, pero, todo eso ha dejado de interesarme. Ha dejado de parecerme atractivo, porque toda mi atención la ha acaparado una muchachita talentosa y bocazas que se pavonea por mi oficina con esa ropa de vagabunda suya, y esos aires de grandeza que tanto me irritan y me hacen querer echarla nueve de cada diez veces que nos reunimos —muy a mi pesar, una pequeña sonrisa comienza a tirar de las comisuras de mis labios. Él sacude la cabeza en una negativa, al tiempo que ahueca mi rostro entre sus manos—: Tamara Herrán, has puesto mi mundo de cabeza. Para bien. Para mal. ¡Para sabrá Dios qué!... Y no quiero dejarte ir sin antes haberlo intentado. Sin antes haber explorado esto que despiertas en mí y que me desestabiliza como lo hace.
—¿Y tu familia? ¿Y tu padre? ¿Y Grupo Avallone? ¿Y tu prometida? —lo miro con aprehensión.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que Eugenia Rivera no es mi prometida? —Gael suena exasperado ahora—. ¿Qué tengo que hacer para que me creas? ¿Para que te des cuenta de que digo la verdad?
Aprieto los párpados.
—Tengo miedo...
—¿De qué?
—De creerte. De ser una aventura. De ilusionarme. De sentir... Y que termines utilizándome.
—Tam, es que...
—Suelo aferrarme emocionalmente a las personas —lo interrumpo—. Suelo sujetarme de las personas que me rodean y termino haciéndome mucho daño cuando las cosas se ponen difíciles —niego con la cabeza—. Y sé que está mal. Sé que es insano. Sé que lo único que voy a conseguir con eso es destruirme a mí misma..., pero no puedo dejar de hacerlo. No sé cómo detenerlo... Y no quiero aferrarme a ti. No quiero hacerme daño sintiendo algo por ti, porque sé, Gael Avallone, que vas a romperme el corazón tarde o temprano. Sé que vas a darte cuenta de lo diferentes que somos y de cómo es que esto no puede ser... Y vas a romperme el corazón...
Me obligo a mirarlo a los ojos.
La emoción que veo en su gesto en ese momento, hace que mi corazón se llene de una sensación desconocida y abrumadora en partes iguales.
—Y mira tú... —dice, con la voz enronquecida por las emociones—. Tanto decías que era yo quien le temía a los corazones rotos y resultaste ser tú, chiquilla valiente, quien resultó tenerles pavor.
—Soy una hipócrita de mierda —susurro en acuerdo, al tiempo que esbozo una sonrisa triste y temblorosa.
—¿Quién estará más loco aquí? —Gael musita, al cabo de lo que se siente como una eternidad—. ¿Tú, que no quieres salir herida o yo, que voy a más de cien kilómetros por hora directo hacia una pared de concreto llamada David Avallone? ¿Tú, que tratas de esconderte tras una fortaleza emocional o yo, que, con tal de encontrar pertenecer a algún lugar en el mundo, está dispuesto a derribarla? —sus pulgares trazan caricias dulces en mis mejillas mientras habla—. ¿Soy egoísta si digo que, a pesar de todo, no quiero dejarte ir? ¿Si digo que, a pesar de que sé que tengo que arreglar mi mierda primero, quiero tener algo contigo?...
Cierro los ojos.
—No va a funcionar —digo, pero realmente sueno anhelante. Como si esperase que él me asegurara lo contrario. Quizás así lo hago. Quizás, en realidad, eso espero: que me diga una y mil veces que será lo opuesto y que estamos destinados a ser de alguna u otra manera.
—¿Y qué si no funciona?... Yo, de todos, modos quiero intentarlo —murmura—. Y no porque quiera hacerte daño, sino porque hacía años que no me sentía así de bien. Así de... vivo.
—¿Y de eso se trata todo esto? ¿De sentirse bien? ¿De sentirse vivo?
—Se trata, Tamara Herrán, de que dejemos de pensarlo tanto y nos dejemos llevar. De que dejes tus miedos de lado y dejes de preocuparte por lo que se vendrá —dice—. De que dejes de hacerte mil y un historias en la cabeza cada que haya un malentendido y me preguntes qué ocurre —abro los ojos solo para darme cuenta de la cercanía de su rostro—. Se trata de que vayamos un paso a la vez. Todo se resuelve un paso a la vez —hace una pequeña pausa—. No corramos cuando apenas hemos empezado a caminar.
Niego con la cabeza.
—No quiero ser tu secreto. No quiero ser la otra.
—Yo tampoco tengo interés alguno de que lo seas, Tam —Gael susurra—. No vas a serlo. Te lo dije antes y te lo digo ahora: voy a arreglarlo todo.
—Pero...
—Te doy mi palabra —me interrumpe—. Hace unos meses te aseguré que arreglaría la mierda que provoqué al dejar que se publicaran las fotografías que nos tomaron en el McDonalds, ¿recuerdas? —esboza una sonrisa dulce que solo me atenaza el pecho de manera dolorosa—. Ahora te pido que confíes en mí y me dejes arreglar esto también.
Alivio, incertidumbre, miedo... ilusión. Todo se arremolina dentro de mi pecho y, es solo hasta ese momento, que me atrevo a descansar la frente en su barbilla.
«No seas así de ingenua, Tamara...» Me reprime la vocecilla insidiosa en mi cabeza, pero, de alguna manera, me las arreglo para empujarla lejos. A ese lugar oscuro en el que guardo todo eso que me hace daño.
Es solo hasta ese momento, que me permito a mí misma ceder un poco. Es solo hasta ese instante, que me permito darme unos segundos de paz para creer en él, a pesar de que todo dentro de mí grita que no debo hacerlo.
—De acuerdo... —musito, finalmente, en un tono de voz apenas perceptible.
En respuesta, Gael envuelve sus brazos a mi alrededor y me aprieta con fuerza contra su pecho. En respuesta, Gael Avallone me permite descansar el rostro en el hueco entre su hombro y su cuello y, entonces, cuando la calidez de su abrazo me anestesia el alma y los sentidos, susurra en voz baja:
—No voy a echarlo a perder, Tam. Lo prometo.
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