Capítulo 16



Para el momento en el que Gael sale de su oficina, yo ya me siento impaciente y ansiosa de nuevo. De hecho, si puedo ser honesta, no he dejado de sentirme ansiosa desde el momento en el que lo dejé ahí, de pie en el parque afuera de la estación del tren, hace una semana. Sin embargo, puedo asegurar que lo que siento ahora, no se compara en lo absoluto con lo que había estado experimentando los últimos días.

El estado de mis nervios, a pesar de ser similar, es más llevadero ahora. Más... dulce.

Gael avanza a toda velocidad cuando sale de la inmensa estancia en la que trabaja y eso me saca de balance por completo. Sin embargo, no es hasta que noto la mueca exaltada que lleva en el rostro, que la alarma se enciende en mi sistema.

Lleva un maletín en una mano y las llaves de su auto en la otra y, por el andar apresurado con el que se mueve, me da la impresión de que necesita marcharse a la voz de ya.

Yo, que me encontraba sentada en uno de los sillones de la recepción de su oficina, me pongo de pie al ver su gesto preocupado y ansioso.

—Tamara, lo siento mucho —dice y suena airado. De hecho, luce descompuesto hasta la mierda. La tensión que irradia su cuerpo lo delata por completo—. Tengo que irme. Surgió un imprevisto.

«¿Por qué está así de alterado?»

—¿Qué...? —comienzo, medio aturdida, incapaz de procesar qué es lo que está ocurriendo, pero ni siquiera sé qué es lo que quiero preguntar. Ni siquiera sé qué es lo que quiero decirle.

—Hablamos luego, ¿vale? —me interrumpe—. Tengo que irme. Lo siento mucho.

Entonces, sin darme tiempo de responder nada, se precipita hasta el ascensor. Acto seguido, presiona el botón y, cuando el elevador llega, sube en él sin siquiera dedicarme una última mirada.


La confusión y el aturdimiento me mantienen en mi lugar durante un largo momento, y la insidiosa sensación de estar perdiéndome de algo importante me llena el pecho poco a poco. De pronto, la llamada que el magnate recibió se siente como un presagio. Como la señal de que algo caótico está a punto de ocurrir y, por más que trato de sacarme esa sensación del pecho, no puedo hacerlo. No puedo hacer nada más que darle vueltas una y otra vez a lo que acaba de pasar.

Cierro los ojos con fuerza y tomo una inspiración profunda.

Para el momento en el que dejo ir el aire con lentitud, me siento un poco menos inquieta. Un poco menos fuera de balance, y aprovecho esos instantes de paz, para decirme a mí misma que tengo que dejar de hacerme esto. Para decirme que debo dejar de torturarme y confiar en que todo está bien. En que, seguramente, Gael tuvo una urgencia laboral y que es por eso que tuvo que dejarme así.

«No. No ha sido eso. No se siente correcto...» susurra la voz en mi cabeza y aprieto los dientes con fuerza, al tiempo que trato de reprimirla. «Algo pasó. Algo le dijeron en esa llamada telefónica y no tiene nada que ver con el trabajo»

Una maldición brota de mis labios en ese momento y sacudo la cabeza en una negativa furiosa, solo porque no puedo creer que esté haciéndome esto. Solo porque no puedo creer lo autodestructiva que puedo ser cuando me lo propongo.

—Tienes que parar, Tamara Herrán —murmuro para mí misma, al tiempo que cierro los ojos otra vez—. Tienes que dejar de hacerte esto o vas a hacerte mucho daño...

Abro los ojos.

Un suspiro pesaroso escapa de mis labios en ese momento y una punzada de decepción me llena el pecho.

Luego de su reacción al verme aquí y de darme cuenta de que las cosas no saldrían tan caóticas como creí, esperaba algo diferente. Esperaba, de menos, terminar de aclarar las cosas con él...


Otro suspiro brota de mis labios en ese momento y, luego de echarle un último vistazo a la estancia, decido que no puedo quedarme más en este lugar. Que tengo que ir a casa de una vez y esperar a que Gael me llame.

Entonces, presa de una nueva clase de resolución, encamino hasta el elevador.

Para este punto, mi cabeza ha vuelto a ser una maraña de situaciones y escenarios diversos. Todos ellos, involucran al hombre que desapareció de mi vista hace unos momentos y alguna situación dramática sacada de mi activa imaginación; sin embargo, trato de no hacerle caso a ninguno. Trato de enfocar mi atención en el aquí y el ahora. Trato de mantener a mi mente autodestructiva a raya, mientras me encamino a la salida del edificio de Grupo Avallone.



~*~



Hace una semana que no sé absolutamente nada de Gael Avallone. Una semana entera desde nuestra última interacción a las afueras de su oficina. Una semana desde que salió casi corriendo luego de haber recibido una extraña llamada telefónica.

No me ha escrito por mensajes de texto, ni por correo electrónico; tampoco me ha llamado por teléfono... No ha hecho nada para comunicarse conmigo... Y eso está volviéndome loca.

Trato de no pensar mucho en ello y de no dramatizar demasiado la situación, pero lo cierto es que el magnate ha brillado por su ausencia y yo, a pesar de que no quiero sentirme miserable, lo hago.

Se siente como si algo terrible hubiese ocurrido. Como si su silencio fuera el más grande indicativo de que algo va horriblemente mal...


Los últimos días han sido más llevaderos que los primeros, pero igual sigo sintiéndome como una completa idiota sin dignidad.

El sábado no me reuní con él porque no me llamó para hacerlo y no creo reunirme hoy —jueves— tampoco, ya que ya es casi mediodía y no he recibido noticias suyas, ni de su secretaria.

Para nada me sorprendería si un día de estos el señor Bautista me llamara para decirme que no voy a escribir más ese dichoso libro y que, además, estoy despedida. De hecho, he estado esperando eso desde el sábado que no tuve cita en las oficinas de Gael. Si puedo ser sincera, he estado esperándolo desde la semana pasada, luego de nuestra caótica cita.


—No has escuchado nada de lo que dije, ¿no es así? —la voz de Fernanda me saca de mis cavilaciones de golpe y poso toda mi atención en ella, quien se encuentra sentada frente a mí, con expresión irritada, pero divertida.

Nos encontramos en el centro de la ciudad, en nuestro café favorito, perdiendo el tiempo antes de que Fernanda tenga que marcharse a la entrevista para el trabajo de verano al que aplicó.

Hace unos días, luego de mucho insistir por teléfono que debíamos vernos, fue a mi casa y hablamos sobre lo ocurrido en el bar. Estamos bien ahora y, cualquier aspereza que haya nacido de ese incidente, ha sido limada.

Esa es una de las cosas que más me gusta sobre mi relación con ella. Podemos discutir, podemos tener diferencias y, al final del día, sé que todo entre nosotras va a estar bien, porque el lazo que nos une es más grande. Porque el afecto que nos tenemos pesa más que cualquier riña que pudiésemos llegar a tener.

—Por supuesto que he oído —miento, pero incluso el sonido distante y distraído de mi voz, me delata.

Mi amiga rueda los ojos al cielo.

—¿Por qué no mejor me dices qué ocurre de una vez por todas, Tamara? —mi amiga me reprime—. No soy estúpida. Sé que algo está pasando. Ya tengo tiempo notándolo, así que suéltalo ya.

—Es que no pasa nada —digo, porque es cierto. Porque, en realidad, ese es el maldito problema: que no ha pasado absolutamente nada.

—Tamara, te conozco. Sé que algo sucede. Sé que no te encuentras bien —el tono severo y acusatorio en la voz de mi amiga, hace que la incomodidad empiece a meterse debajo de mi piel.

Un suspiro largo se me escapa en ese momento y la duda me invade al instante.

Una parte de mí quiere contárselo todo y liberarme de la tensión que se ha ido acumulando dentro de mí a lo largo de los últimos días; pero otra, esa que se niega rotundamente a aceptar que algo está ocurriendo entre Gael y yo, no deja de susurrarme que lo deje estar. Que no es importante de todos modos y que dentro de un par de semanas todo pasará a ser un insignificante desliz. Algo que va a hacerme alardear delante de mis amigos dentro de un par de meses.

—Tiene que ver con Gael Avallone, ¿no es así?

¿Qué? ¡No! —exclamo, a la defensiva. «¡¿Cómo demonios lo supo?!»—. ¿Qué tiene que ver Gael Avallone en todo esto?

—No lo sé. Dímelo tú —mi amiga me mira como si quisiera golpearme.

—¡Es que no tiene nada que ver! ¡Dios!

—¿Entonces por qué te pones de esa manera?

—¿De qué manera? Yo no estoy de ninguna manera.

—¡Tamara, estás a la defensiva, por el amor de Dios! —Fernanda suelta, en un chillido—. ¡Además no soy estúpida! Me bastaron cinco minutos viendo a ese hombre contigo para darme cuenta de que algo ocurre entre ustedes.

—¿De qué estás hablando? No ocurre absolutamente nada entre Gael y yo —espeto y sueno ansiosa. Desesperada...

—¿Y ese es el problema, entonces? ¿Qué no ocurre nada? —ella suelta de regreso y, de pronto, todas las palabras se fugan de mi boca. De pronto, no soy capaz de responderle porque sé que va a encontrar la manera de refutar mi argumento. Porque me conoce tan bien, que es capaz de deducir qué es lo que me ocurre solo con verme.

Un silencio tenso se instala entre nosotras y una punzada de dolor se apodera de mi pecho al instante.

Cierro los ojos con fuerza, incapaz de seguir mintiendo.

—¿Es eso, Tamara? —Fernanda insiste—. ¿Es que sientes algo por ese hombre y él no te corresponde?

—¡No! —niego con la cabeza, al tiempo que dejo escapar un suspiro frustrado—. Es que ni siquiera yo sé qué demonios es lo que pasa, ¿de acuerdo? —me obligo a encararla—. Al principio... —me detengo unos segundos para ordenar mis pensamientos—. Al principio todo era coqueteo inocente. Al principio no eran más que palabras dichas al aire sin ningún significado. Era solo...

—¿Atracción?

—¡No!

—¡Tamara!

—¡Es que ni siquiera yo sé qué demonios era!

Fernanda me mira con exasperación.

—¡Por Dios! ¡Puedes decirlo! ¡No tiene nada de malo! ¡El tipo es guapísimo! Si me dices que te parece atractivo no pasa nada, porque hasta yo pienso que es guapo y eso no quiere decir que quiera tener algo con él —suelta, con desesperación.

Cubro mi rostro con mis manos y suelto un gemido frustrado.


—Tamara, tienes que empezar a hablarme claro o no vamos a llegar a ningún lado —Fernanda sentencia, al cabo de unos largos segundos de silencio.

—Es que ni siquiera yo sé qué es lo que está pasando —digo, sin apartar las manos de mi cara.

—¡Es que no es difícil deducirlo, joder! —mi amiga suena molesta ahora—. El hombre te atrae, tú le atraes y se coquetean. Punto.

—¡Es que el problema es ese! —exclamo—. ¡El problema es que no todo ha quedado ahí! ¡Habría sido maravilloso que no pasara de un estúpido coqueteo de mierda, pero no es así!

—¿A qué te refieres con que no es así?

—¡A que me besó! —suelto, finalmente, presa de la ansiedad y la desesperación.

—Mierda... —Fernanda suelta, con asombro, pero sacude la cabeza para espabilarse y, rápidamente, retoma el hilo de la conversación—. ¿Lo besaste de regreso?

No respondo. Me limito a desviar la mirada.

—¿Es eso? ¿Que le correspondiste? —ella insiste, pero sigo sin atreverme a decir nada. En ese momento, un bufido brota de sus labios y continúa—: ¿Qué tiene eso de malo, Tamara?

—¡Lo tiene todo de malo! —espeto, al tiempo que la miro—. No se supone que vayas por la vida besándote con el hombre que, técnicamente, es tu jefe. No cuando él mismo te ha hablado sobre lo patán que es y lo poco que le importan los sentimientos de las personas con las que se involucra. ¿Tienes idea de lo poco profesional que debo parecerle ahora?

—Él también fue poco profesional al besarte —Fernanda ataja.

—¡Pero él puede salirse con la suya! —suelto, con exasperación—. Es el hombre que puede follarse a su secretaria sin que nadie se entere solo porque tiene el poder monetario de llegar al precio de cualquiera. ¡Es el jodido hombre que ha sido capaz de mantener su vida privada lejos de los medios de comunicación solo porque le da su regalada gana!

Mi amiga niega con la cabeza.

—Estás ahogándote en un vaso de agua, Tam —dice—. Te besó. Lo besaste. Se gustan. ¿Qué hay de malo en eso?

Le dedico una mirada irritada.

—¡Que trabajo para él!

—¡Es que no trabajas para él! ¡Trabajas para el señor Bautista! Gael Avallone solo es una autoridad provisional. En el instante en el que termines de escribir su biografía, se acabará la relación laboral que tienes con él y serás libre de hacer con él lo que te plazca.

—El problema no es ese —digo—. El problema es que, si alguien se entera de lo que pasó. Si alguien llega a enterarse de que nos besamos, estaré acabada para toda la vida. Mi reputación se reducirá a ser un montón de mierda y yo pasaré de ser Tamara Herrán, a la chica que intentó seducir a Gael Avallone —niego con la cabeza y dejo que la angustia se cuele en mis venas—No quiero ser una más en la lista de sus conquistas, Fer. Me rehúso completamente a ser una chica más en su vida.

—Entonces, si ya lo tienes todo así de claro, ¿por qué te alteras de esta manera? —ella refuta—. Solo habla con él. Sé profesional y háblale sobre tus inquietudes. Estoy segura que, si pudo mantener a la prensa a raya respecto a su vida personal, puede borrar del mapa cualquier cosa que pueda relacionarlo sentimentalmente contigo. Dile que no estás interesada en nada con él y que no quieres que las cosas se pongan raras entre ustedes.

Un sonido —mitad quejido, mitad gemido— escapa de mis labios en ese momento y me froto la cara con frustración.

—Es que no lo entiendes... —digo, porque realmente sé que no lo hace. No entiende cuán aterrorizada me hace sentir la idea de confrontar a Gael de esa manera.

—No —dice—. Realmente no lo entiendo, Tamara. Si dices que no sientes nada más que atracción por él, no veo cuál es el drama aquí. Cual es el problema...

—Ya te dije que...

El sonido de mi teléfono me interrumpe a media oración y una palabrota escapa de mis labios cuando, debido al susto, pego un brinco en mi lugar. Fernanda, en respuesta, suelta una pequeña risa nerviosa.

Acto seguido, disparo una mirada irritada en su dirección y vuelco mi atención al bolso que descansa en la silla conjunta a la mía. Mis manos rebuscan en el contenido de este, antes de encontrar mi teléfono y responder la llamada sin siquiera dignarme a mirar el número de la persona que se comunica.

—¿Diga? —digo, al tiempo que acomodo el teléfono entre mi oreja y mi hombro para intentar desenredar mis auriculares, que se han quedado atascados en cierre del bolso.

—Señorita Herrán, buenas tardes —la voz de Camila, la secretaria de Gael, llena mis oídos en ese momento y toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies—. Me comunico de parte del señor Avallone para confirmar la cita que tienen agendada para esta tarde. ¿A las seis está bien para usted?

El aturdimiento, el nerviosismo y el latir desbocado de mi corazón apenas me permiten ordenar mis pensamientos, así que ni siquiera soy capaz de abrir la boca para responder. No soy capaz, siquiera, de conectar el cerebro con alguna otra parte del cuerpo, ya que me he quedado congelada en mi lugar. Ya que me he quedado muy quieta, sin saber qué hacer ahora.

Un balbuceo se me escapa luego de unos cuantos incómodos segundos y quiero golpearme por eso. Quiero estrellar la cara en la mesa por sonar así de idiota.

—¿Señorita Herrán?

Cierro los ojos y sacudo la cabeza para espabilarme un poco. Entonces, me aclaro la garganta y lo intento de nuevo.

—A las seis está perfecto —digo, finalmente, y le agradezco a mi voz por no fallarme.

—De acuerdo, entonces. El señor Avallone la esperará a esa hora. Que tenga buen día —dice y, entonces, luego de una despedida murmurada por mis labios, finaliza la llamada.

Ansiedad, nerviosismo, emoción... Todo se arremolina en mi pecho y me hace querer gritar. Me hace querer sonreír como imbécil.


—¿Todo bien? —Fernanda dice y, cuando la miro, noto como una sonrisa tira de las comisuras de sus labios.

Asiento.

—Todo bien.

—¿Era importante?

Niego con la cabeza, a pesar de que siento que el pecho me va a estallar de la emoción. A pesar de que mi corazón se ha acelerado hasta alcanzar un ritmo antinatural.

—De la oficina de Gael —digo, como si eso lo explicase todo.

Mi amiga arquea una ceja, al tiempo que me regala una sonrisa socarrona.

—Lo verás hoy —no es una pregunta.

—Eso parece.

Ella asiente y, esta vez, la sonrisa en su rostro es visible.

—¿Te doy un consejo? —dice, pero ni siquiera espera por mi respuesta—. Habla con él. Lo que sea que tengas que decirle, díselo ya.

Mi corazón se estruja con violencia.

—No tengo nada que decirle —miento.

Ella rueda los ojos.

—Lo que digas —dice.

—Es en serio. No tengo nada que decirle —vuelvo a mentir.

Se encoge de hombros.

—Claro, Tam. Haré como que te creo —me guiña un ojo y, entonces, como si nada ocurriese; como si no me conociera lo suficiente como para notar que estoy al borde del colapso nervioso, cambia el tema de conversación.



~*~



La secretaria de Gael Avallone se encuentra instalada en su puesto habitual cuando llego a la oficina del magnate y eso, como ha hecho últimamente, trae alivio a mi sistema.

Trato, con todas mis fuerzas, de ignorar la sensación victoriosa que ha comenzado a invadirme mientras, a paso decidido y seguro, avanzo hasta su escritorio y anuncio mi llegada. Ella, sin perder el tiempo, se comunica con Gael por medio del teléfono que descansa sobre su mesa de trabajo y le hace saber que estoy aquí. Acto seguido, me indica que él está listo para recibirme y, sin más, me encamino hasta las imponentes puertas dobles de la entrada.

Para ese momento, todo dentro de mí es un manojo de sensaciones. Todo dentro de mí es caos y expectación.

Mis manos tiemblan ligeramente, mi pulso golpea con tanta violencia detrás de mis orejas, que casi puedo jurar que soy capaz de escucharlo, y un montón de piedras parecen haberse instalado en mi estómago en el trayecto de mi casa hasta acá.

Estoy hecha una masa de nervios. Soy un nudo de pura ansiedad y tensión y, a pesar de eso, trato de lucir casual mientras avanzo hasta la entrada de la oficina.

Coloco ambas manos sobre la madera de las puertas.

Mi cabeza grita que debo detenerme a tomar un respiro. Grita que debo detenerme a calmar el torrente de emociones que amenaza con desbordarse fuera de mí en cualquier momento; sin embargo, la ignoro. La ignoro por completo, porque no me había dado cuenta —hasta ahora— de las ganas que tenía de ver al hombre que se encuentra del otro lado de la entrada. Porque no me había dado cuenta de cuánto ansiaba estar una vez más a su alrededor.

Entro a la oficina.

Todo luce exactamente igual a la última vez que estuve aquí. Incluso él, quien se encuentra instalado en la silla detrás de su escritorio, enfundado en un costoso traje gris oscuro, no luce muy diferente. De hecho, si no fuera por la barba incipiente que cubre su mandíbula —hecho que me descoloca por completo, porque nunca lo había visto con tanto vello facial—, podría jurar que estoy viviendo un déjà vu.


—Hola... —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa nerviosa. No quiero sonar ansiosa, pero lo hago de todos modos.

Él no sonríe de regreso.

—Buenas tardes —dice, en un tono de voz tan impersonal y lejano, que me saca de balance por completo.

La alarma se enciende en mi cabeza en ese momento.

El magnate, sin esperar a que diga nada más, señala una de las sillas frente a su escritorio. Su gesto es serio. Inescrutable. Severo...

Un centenar de preguntas me cruzan la cabeza casi al instante. Un millar de escenarios fatídicos me llenan los pensamientos y, de pronto, en lo único en lo que puedo pensar es en qué carajos pudo haber ocurrido para que ahora esté comportándose de esta manera.

«Quizás lo pensó mejor y ha decidido que realmente cree que eres una completa desequilibrada» Pienso. «Quizás lo que te dijo el otro día solo lo hizo para no hacerte sentir mal. Para no hacerte notar que en realidad cree que eres patética...»


No sé cuánto tiempo pasa antes de que espabile un poco y me atreva a dar un paso en dirección a su escritorio, pero, cuando lo hago, trato de lucir fresca y despreocupada.

Una vez instalada en mi lugar habitual, me aseguro de sentarme de manera desfachatada y de lucir aburrida mientras cruzo una pierna sobre la otra.

—Creí que te vería el sábado —trato de sonar casual mientras hablo y casi lo consigo... Casi.

—Estuve ocupado —la respuesta lacónica y dura que me da, no hace más que incrementar la sensación de angustia que ha comenzado a arrastrarse entre mi piel.

Me aclaro la garganta.

—Eso supuse... —mascullo, al tiempo que bajo la mirada a mi bolso y rebusco dentro de él. En realidad no quiero tomar nada del interior, lo que ocurre es que no quiero seguir mirando ese gesto indiferente que me dedica.

—¿Empezamos? —Gael suena fastidiado. Casi molesto y, esta vez, el tono en su voz es capaz de provocar una pequeña punzada de dolor en mi pecho.

Alzo la vista para encararlo.

—¿Ocurre algo? —pregunto, incapaz de detenerme. Incapaz de ser prudente por una vez en mi vida.

Un destello de algo desconocido atraviesa la mirada del magnate, pero desaparece tan pronto como llega.

—¿Habría de ocurrir algo, señorita Herrán?

—¿He vuelto a ser la «señorita Herrán», entonces? —mi voz tiembla ligeramente debido a las emociones contenidas. Debido a la confusión y al coraje que han empezado a mezclarse en mis venas.

Él asiente.

—Se lo dije una vez hace un tiempo y se lo repito ahora: no somos amigos. Nuestra relación es estrictamente laboral.

«¿Qué carajo...?»

En ese momento, Gael abre uno de los cajones superiores de su escritorio y toma algo del interior. Acto seguido, deja caer una carpeta sobre él.

— No voy a firmar esto, por cierto —dice, con expresión aburrida y... ¿fastidiada?

Mi mirada cae en el archivador que acaba de dejar en la mesa de madera, y al instante, reconozco lo que es. Es el estúpido contrato que escribí para él. Ese ridículo contrato que redacté como una burla. Como una broma. Como parte de este estira y afloja amigable que habíamos empezado a desarrollar juntos.

—Eso era solo una broma —digo, encarándolo—. Lo sabes, ¿no es así?

Gael se mantiene inexpresivo.

—Absténgase, entonces, de hacerme esa clase de bromas —ataja y mi ceño se frunce en confusión.

—¿Qué diablos te sucede? —digo, medio irritada y medio confundida—. ¿Es por lo que pasó en el parque? —sacudo la cabeza en una negativa enojada—. ¿Por qué no te dejas de juegos tontos y me hablas claro sobre lo que piensas? Si esta es tu manera de decirme que piensas que estoy loca y que besarme fue un error, puedes ser un poco más directo. No te preocupes por mí, que puedo soportarlo.

La mirada de Gael se oscurece.

—No tengo absolutamente nada qué decir respecto al incidente de la última vez.

¿Incidente? —repito, con veneno y suelto una risotada amarga—. ¿Besarme fue eso? ¿Un incidente?

—Señorita Herrán, usted está aquí para trabajar. Los asuntos que nada tienen que ver con lo que viene a hacer aquí, francamente no me interesan; así que, ¿podría, por favor, ser profesional y empezar a hacer su trabajo? —sus palabras son como una bofetada en la cara. Son como un golpe atestado de lleno en el estómago. Como un balde de agua helada en la cabeza.

En ese momento, algo helado se cuela en mi pecho. Algo doloroso y abrumador se abre paso en mi cuerpo y me atraviesa de lado a lado, al tiempo que la decepción se abre camino en mi torrente sanguíneo a toda velocidad; sin embargo, a pesar de que quiero mandarlo todo a la mierda e ir a casa, me quedo quieta. Muy quieta...


—Profesional debiste ser tú y no aprovecharte del estado nervioso en el que me encontraba —espeto, al cabo de unos instantes. El coraje empieza a filtrarse en mis huesos y en el tono de mi voz, y el brillo extraño en su mirada regresa.

—¡Tamara, fue un puto beso! —escupe y, en el proceso, aprieto los puños y la mandíbula. En el proceso, reprimo las ganas que tengo de encogerme sobre mí misma ante la dureza de su tono—. ¡Un beso y nada más! ¡No es como si quisiera una relación contigo!

Mi corazón se estruja con una sensación dolorosa y asfixiante, pero me las arreglo para mantener mi gesto calmado. Me las arreglo para mantener el nudo que amenaza con llenarme la garganta, a raya.

—¡Es que eres tú quien está haciendo todo esto extraño! —mi voz se eleva para igualar su tono—. De haber sabido que esta actitud absurda sería la tomarías luego de haberme besado, hubiera preferido que me mandaras a la mierda la semana pasada que vine a disculparme. Me habrías ahorrado el ridículo.

Una carcajada amarga brota de sus labios.

—Yo no estoy tomando ninguna actitud —espeta—. Eres tú quien está comportándose como si tuvieses algún derecho sobre mí.

—¡Por el amor de Dios! ¡¿Estás escuchándote?! —chillo—. Estás llevando esto muy por encima de su proporción inicial. Muy por encima de...

—Tamara... —me interrumpe y, en ese momento, la ira se detona en mi sistema. El coraje, la frustración y las ganas de llorar se transforman y se acumulan en una sola emoción poderosa.

—¡Tamara, nada! —estallo, interrumpiéndolo de regreso, porque sé que si dice algo más, va a herirme. Porque cada palaba que sale de su boca está doliéndome más de lo que deberían—. ¡No me cabe en la cabeza lo idiota que estás comportándote por un maldito beso que no significó nada! —niego con la cabeza, con desesperación—. Tampoco es como si yo hubiese esperado que quisieras tener una relación conmigo. Créeme que con una persona como tú, lo que menos tengo son expectativas. Después de todo, ¿qué puedes esperar de alguien a quien conociste follando a su secretaria? —mis propias palabras duelen y calan hondo dentro de mí, pero no me detengo. No lo hago porque tengo que sacar todo lo que siento o voy a volverme loca—. ¿Qué se puede esperar de alguien que no es capaz de ser transparente y hablar sobre su vida personal con el orgullo que esta merece?

—¡¿Qué mierda tiene que ver mi vida personal en esto, Tamara?! —Gael estalla de regreso—. ¡¿Cuál es tu puta obsesión con ella?!

—¡¿Cuál es la tuya, Gael?! —mi voz truena en la estancia—. ¡¿Cuál jodida es tu obsesión con mantenerla oculta?! ¡¿Por qué no te dejas de estupideces y hablas de una vez por todas sobre ella?! ¡Vamos! ¡Escúpelo todo! ¡Háblame de esa vida privada tuya tan importante!

—¡¿Quieres hablar de mi vida personal?! —Gael espeta, en voz de mando—. ¡Bien! ¡Hablemos sobre mi puta vida personal!

Se pone de pie, presa de un impulso iracundo y todo mi cuerpo se tensa en respuesta; sin embargo, me las arreglo para no hacerle notar la reacción defensiva que acabo de tener.

Acto seguido, se frota la cara con ambas manos en un gesto ansioso. Frustrado...

—Voy a casarme —suelta, sin más, y todo mi mundo se tambalea. Todo a mi alrededor sale de su balance natural y, de pronto, me cuesta trabajo respirar. Me cuesta trabajo hacer otra cosa que no sea mirar al hombre que me mira con intensidad desde el otro lado del escritorio—. Estoy comprometido. Tengo una novia que mi familia adora. El hecho de que me hayas encontrado con Camila me jodió completamente porque no quiero que nadie se entere que le estaba montando los cuernos a mi prometida —sus palabras me golpean como un tractor demoledor y hacen que todo dentro de mí se estruje y duela como nunca nada ha dolido, pero aún no ha terminado—. Y, ¿el beso que te di? —suelta una carcajada amarga y cruel—. El beso que te di fue otra maldita equivocación de la que quiero olvidarme por completo, porque fue un jodido impulso. Un acto desesperado nacido del hecho de que he caído en la cuenta de que voy a sentar cabeza en cualquier puto momento —hace una pequeña pausa—. ¡Ahí lo tienes! ¡Ahí tienes lo que querías! ¡¿Contenta ahora?!

Se hace el silencio.

Todo dentro de mí es una maraña inconexa de pensamientos y sentimientos dolorosos. Todo dentro de mí es caos y... ¿desasosiego?


—Eres un hijo de puta —mi voz sale en un susurro tembloroso y herido, y quiero golpearme por eso. Quiero golpearme por sonar así de dolida; porque Gael Avallone no merece ni uno solo de los sentimientos horribles que estoy teniendo ahora mismo. Porque no se merece ni una sola de las emociones abrumadoras que sentí cuando me besó.

Un gesto salvaje y herido se apodera de su rostro de Gael; sin embargo, desaparece tan pronto como llega.

—Yo te dije que lo era —su voz suena más ronca que nunca. Más inestable de lo que nunca la escuché.

Niego con la cabeza.

—Pobre de la mujer que va a casarse contigo —digo, incrédula, horrorizada. Asqueada...

—Lo mismo puedo decir del hombre que vaya a casarse contigo —Gael suelta, con sorna y quiero estrellar mi palma en su mejilla. Quiero gritarle que es un imbécil. El más grande de todos los imbéciles...

El nudo que había empezado a formarse en mi garganta hace unos instantes es tan intenso ahora, que no me atrevo a decir nada por miedo a que el magnate sea capaz de notarlo.

Se hace el silencio una vez más y esta vez es tan tenso, que no me atrevo a moverme. Que no me atrevo a hacer nada más que intentar procesar lo que acaba de decirme.


—¿Podemos empezar ahora con lo que realmente importa? —Gael habla, al cabo de un largo rato, mientras se acomoda de nuevo detrás de su escritorio. Su voz es terciopelo ahora. Su voz es, de nuevo, controlada, serena e impersonal.

Quiero marcharme. Quiero ponerme de pie y salir corriendo de aquí para no volver jamás. Quiero regresar el tiempo para así poder detenerme a mí misma de haberle correspondido ese maldito beso. Quiero regresar el tiempo para así detenerme y no hablarle sobre lo que le hablé, porque así dolería menos. Porque así no me sentiría tan patética... Sin embargo, en lugar ponerme de pie y marcharme, me aclaro la garganta y lo encaro.

Mi espalda se yergue en ese momento y mi mentón se alza en un gesto orgulloso y soberbio.

Entonces, pese al temblor de mi cuerpo —y las lágrimas que queman en la parte posterior de mi garganta—, le dedico mi mirada más condescendiente.

—Hábleme acerca de cómo fue que llegó a la presidencia de la empresa de su padre, señor Avallone —digo, con la voz enronquecida por las emociones contenidas y con el corazón triturado por completo.

No me pasa desapercibido el modo en el que su gesto se ensombrece cuando le hablo de «usted» una vez más; sin embargo, trato de no ponerle mucha atención. Trato de no hacer otra cosa más que concentrarme en el relato que él, con voz monótona y lejana, comienza a narrar.

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