Capítulo 15



El tiempo ha ralentizado su marcha. El universo entero ha decidido aminorar su andar apresurado para permitirme procesar la cantidad de sensaciones abrumadoras que me embargan. Para permitirme ser plenamente consciente de lo que está pasando.

Mi pulso late con fuerza detrás de mis orejas, mis manos tiemblan de manera incontrolable, el aliento me falta y todo —absolutamente todo— ha perdido enfoque. Todo se ha reducido a un montón de «nada» porque Gael Avallone está besándome. Porque sus labios —mullidos, suaves y cálidos— se mueven contra los míos en un beso urgente y desesperado.

Un sonido torturado escapa de mi garganta cuando una de las manos del magnate se desliza hasta apoderarse de mi cuello y me presiona con más intensidad contra él. Yo, por acto reflejo a su movimiento ansioso, cierro los puños de mis manos en el material húmedo del saco que viste. Entonces, su lengua busca la mía sin pedir permiso.

Mis oídos zumban, mi corazón late a toda velocidad y mi cuerpo —traicionero y necesitado— grita por más. Grita por su cercanía y su calor. Porque no me había dado cuenta de cuánto deseaba esto hasta ahora. Porque, a pesar de que sé que esto está mal en todos los sentidos, no puedo —quiero— detenerme.

Esto está bien. Esto está mal. Esto es todo aquello a lo que le temo y todo eso que sé que puede acabar conmigo si no lo detengo; porque que él es fuego y que yo soy la leña que se consume bajo el poder abrasador de sus llamas. que es tormenta y que yo soy el bote que navega a la deriva en medio de ella. que es el temblor de la tierra que amenaza con derrumbar los muros que he construido a mi alrededor... Y de todos modos, no quiero detenerme.


Gael se aparta de mí un poco y murmura algo que no logro entender, antes de volver a besarme. Esta vez, son sus brazos los que me sostienen en mi lugar, envolviéndose en mi cintura y atrayéndome con más fuerza en su dirección.

La ansiedad, la urgencia, la ferocidad con la que nuestros labios se encuentran es tanta, que todo a mi alrededor da vueltas. Todo se difumina y se desdibuja con la intensidad de nuestro beso. Con la intensidad de mis emociones...

«¡Esto no está bien!» Grita mi subconsciente y , por sobre todas las cosas, que tiene razón. que esto está mal en todos los sentidos.

Mis manos se colocan sobre su pecho, con toda la intención de apartarlo, pero él me atrae otro poco y termino aquí, atrapada en la prisión de sus brazos, sintiendo la humedad de su ropa contra la mía, y su abdomen firme y duro, contra el mío blando y suave.

«¡Detente! ¡Maldición, Tamara! ¡Para ya!»

En respuesta, Gael gruñe contra mi boca y me besa con más urgencia.

«¡Se está aprovechando de tu vulnerabilidad! ¡Te está besando por lástima! ¡¿Es que no te das cuenta, maldita sea?!»

Trato de apartarme una vez más, pero no consigo tener la fuerza de voluntad suficiente para empujarlo lejos.

«¡CON UN CARAJO, TAMARA HERRÁN! ¡FUE SUFICIENTE! ¡VAS A METERTE EN MUCHOS PROBLEMAS SI CONTINÚAS HACIENDO ESTO! ¡¿ES QUE ACASO NO LO ENTIENDES?!» Grita la voz en mi cabeza y, entonces, me aparto con brusquedad.

Gael trata de besarme de nuevo, pero una negativa de mi cabeza lo detiene; así que, en lugar de intentar hacerlo una vez más, une su frente a la mía.

Para ese momento, todo en mí es una revolución. Todo en mí es un manojo de sensaciones abrumadoras.

Soy plenamente consciente de la manera en la que su nariz y la mía se tocan. Soy aún más consciente del modo en el nuestros alientos se mezclan. Mis dedos —helados y entumecidos— hormiguean debido a la fuerza con la que me sostengo de su saco y todo mi cuerpo es capaz de sentir el modo en el que su pecho sube y baja con el ritmo de su respiración dificultosa.

Mis ojos siguen cerrados. Mis manos siguen aferradas a él y las suyas a mí y, de pronto, el peso de lo que acaba de pasar cae sobre mis hombros y me aplasta con violencia contra el suelo.

Doy un paso hacia atrás.

Las manos de Gael siguen presionándose contra mi espalda, pero ya he puesto un poco de distancia entre nuestros cuerpos. Eso, más que cualquier otra cosa, me hace plenamente consciente de lo que acabo de hacer. De lo que acaba de ocurrir entre nosotros...

Mis manos dejan ir el material de su ropa y doy otro paso hacia atrás, de modo que él tiene que dejarme ir.

Alzo la vista.

La visión del hombre impresionante que tengo frente a mí, hace que un escalofrío me recorra de pies a cabeza, pero me obligo a sostenerle la mirada —esa intensa y abrumadora mirada suya— que me dedica.

Su cabello, antes perfectamente estilizado, cae apelmazado y ondulado contra su frente; su traje, que lucía como recién sacado de la tintorería, luce desaliñado ahora —húmedo. Arruinado por completo— y su gesto, usualmente controlado, sereno y seguro de sí mismo, luce fuera de balance. Inseguro. Tímido, incluso.

Trago duro.

—Me voy a casa —anuncio con un hilo de voz, sintiéndome aturdida y avergonzada en partes iguales.

—Te llevo —dice él, con la voz enronquecida por las emociones.

—No —sacudo la cabeza en una negativa frenética—. Me voy en tren.

—Tamara...

Cierro los ojos con fuerza.

—Me voy en tren, Gael. Gracias —lo interrumpo a medio camino. Trato, desesperadamente, de no sonar tan angustiada y agobiada como me siento, pero sé que no lo he logrado en lo absoluto. Sé que él ha sido capaz de notar la ansiedad que está comiéndome viva.

—Tamara, yo...

¡No! —lo corto de tajo una vez más, al tiempo que doy un paso para alejarme de él—. No quiero hablar más. Quiero ir a casa. Ya basta. Por favor...

—No puedes irte así de alterada como estás —la súplica en su gesto es tanta, que me abruma. Tanta, que me hace querer acercarme y aliviar lo que sea que esté aquejándole.

—Estoy bien —miento—. Solo quiero ir a casa.

—Déjame llevarte, por favor. Yo solo...

—¡Ya te dije que no, maldición! —escupo, de pronto, presa de la histeria. Presa de la nueva tortura que ha empezado a llenarme la cabeza. Esa en la que no dejo de repetirme a mí misma que Gael solo me besó por lástima y que, si no quiero seguir echando a perder las cosas, lo mejor que puedo hacer, es poner cuanta distancia sea posible entre nosotros.

El gesto herido del magnate no hace más que abrir una brecha en mi pecho. No hace más que llenarme de otra sensación igual de abrumadora que el resto: culpabilidad.

Nadie dice nada.

El silencio que le sigue a mis palabras es tan tenso, que ha comenzado a tornarse incómodo; sin embargo, a pesar de eso, me las arreglo para mantener la mirada fija en el magnate.


—¿Al menos puedes enviarme un mensaje de texto cuando llegues a tu casa? —Gael dice, al cabo de un largo momento, y el calor y el dolor se funden en uno solo y hacen mella en mi pobre corazón abrumado.

El nudo en mi garganta —ese que ni siquiera me había percatado que tenía— se intensifica casi al instante y, de pronto, no puedo hacer nada más que asentir con torpeza.

—Bien —dice, en voz baja y herida—. Gracias.

Acto seguido, le doy la espalda y me echo a andar en hacia la estación.

No miro atrás cuando llego a la entrada de la terminal. Tampoco lo hago cuando llego a las escaleras eléctricas descendentes, a pesar de que una parte de mí muere por hacerlo. Me limito a mantener la mirada fija al frente, para así no tener que enfrentarme a él. Para así no tener que enfrentarme al centenar de cosas que estoy sintiendo.



~*~



No ha dejado de llover. Estoy aquí, varada en la estación del tren que se encuentra a escasas cinco calles de mi casa, sin poder moverme porque está inundado y llueve a cántaros. Porque es imposible cruzar la avenida sin que el agua te llegue a las rodillas.

Hace cerca de una hora que estoy esperando, sentada en una de las bancas del apeadero, a que la lluvia y el nivel del agua bajen para poder caminar a casa.

Le he enviado ya un texto a Gael para así evitar una llamada de su parte; porque, técnicamente, ya he llegado a mi destino. Es cuestión de esperar a que la tormenta se calme un poco. Solo espero que no sea muy tarde cuando eso suceda. Espero, de todo corazón, no tener que caminar las calles que me separan del departamento a las once o doce de la noche.

Miro el teléfono una vez más.

El reloj marca las diez y la lluvia no parece querer ceder ni un poco. Llegados a este punto, estoy empezando a considerar la posibilidad de quitarme los zapatos —solo para que no se arruinen—, y caminar así, bajo el clima inclemente, hasta el edificio donde vivo.


Mis ojos se cierran con fuerza y dejo escapar un suspiro lento y tembloroso.

No puedo creer que las cosas hayan resultado de este modo. Tenía tantas expectativas acerca del día de hoy. Me había creado tantos escenarios en la cabeza, que esto... Haber terminado de esta manera, se siente como un completo chiste. Como una burla del destino.

La ansiedad, el coraje, la tristeza y el desasosiego que sentí hace un rato, cuando estaba en el parque con Gael Avallone, se han transformado en una sensación de pesadez sobre los hombros. En culpabilidad, vergüenza, incomodidad y... frustración.

Sé que el magnate me besó solo para cerrarme la boca. Sé que me besó presa de un impulso nacido de sabrá Dios qué motivo, y no estoy enojada con él por eso. De hecho, no estoy enojada con él en lo absoluto. Es conmigo misma con quien estoy molesta y frustrada. Es a mí a quien no he dejado de recriminarle la estupidez tan grande que cometí.

No debí corresponderle. No debí besarle de vuelta. En mí tenía que haber cabido la prudencia. Yo debí ponerle un límite a la situación y no dejarme llevar por lo que ese hombre es capaz de provocar en mí...

Trago duro y, sin que pueda evitarlo, los recuerdos a los que he tratado de rehuirles desde que me subí al tren, me llenan la cabeza. Me invaden por completo y me impiden hacer otra cosa que no sea pensar en Gael. Me hacen imposible dejar de revivir la sensación de su tacto contra mi rostro. De sus labios contra los míos. Del sabor de su beso llenándome la boca...

Un escalofrío me recorre entera y abro los ojos.


El desasosiego, la tristeza y la decepción se abren paso en mi pecho y abren un hueco en mí, pero no sé exactamente por qué me siento de esta manera. No sé por qué no puedo dejar de pensar en las consecuencias que traerá lo que ocurrió entre Gael y yo.

Sé que ahora las cosas serán muy incómodas entre nosotros. Es más que un hecho que no seré capaz de ir a su oficina sin sentirme como una completa imbécil. Como una más en la lista de sus conquistas. Como la chiquilla idiota que se jacta de no tragarse la labia de un hombre como él, pero que cae rendida a la primera demostración de afecto. Sin embargo, no es eso lo que me mortifica más de la situación. Es la manera en la que me abrí a él, lo que me tiene hecha un manojo de nerviosismo y ansiedad. Es la forma en la que le conté todo eso que he guardado para mí misma durante tanto tiempo lo que me tiene así de abrumada.

No quiero, siquiera, imaginar lo que debe estar pensando de mí. En la lástima que debe estar sintiendo en este momento y lo patética que debo parecerle...

Otro suspiro se me escapa y, esta vez, un nudo de sentimientos comienza a formarse en mi garganta.

Me siento tan impotente, tan enojada, tan estúpida... Me siento tan... miserable.


El sonido de mi teléfono me hace saltar en mi lugar. Una maldición brota de mis labios en ese momento y, a regañadientes, tomo el aparato que se encuentra dentro de mi bolso sin siquiera procesar mis movimientos; sin embargo, en el instante en el que leo el nombre que brilla en mis notificaciones, toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies.

Entonces, como si el nombre del magnate significase caos en mi sistema, todo dentro de mí empieza a colapsar.

Mi corazón se salta un latido, mis manos tiemblan ligeramente y me falta el aliento durante unos segundos antes de que, ansiosa, nerviosa y aterrorizada, abra el mensaje de texto que acaba de llegarme.

Solo hay tres palabras escritas en él. Tres palabras que hacen que mi estado de ánimo pase de ser miserable a deprimente.

«Gracias por avisar.» Leo una y otra vez, y eso es suficiente como para hacer que mil y un historias caóticas respecto a lo que debe estar pensando de mí, me llenen la cabeza.

No quiero sentirme de esta manera. Odio sentirme así de patética, pero no puedo evitarlo. No puedo evitar querer desaparecer hasta que todo esto pase. Hasta que el recuerdo de su beso no me provoque una revolución en el cuerpo. Hasta que el corazón no me duela solo de imaginar lo que debe estar pensando de mí.

Me pongo de pie.

Mi cuerpo, de pronto, se siente ansioso hasta la mierda. Se siente horrorizado y activo, y que necesito ponerme a hacer algo o voy a volverme loca. O no voy a sacarme a Gael Avallone de la cabeza nunca; así que, sin más, empiezo a caminar. Sin más empiezo a abandonar la seguridad del techo que me cubre.

Acto seguido, al llegar al final de la estación, me quito los zapatos y me echo a andar descalza hasta que el agua me llega a las rodillas. Hasta que la lluvia me apelmaza el cabello contra la cara y tengo que echarme a correr si no quiero que los coches que tratan de pasar por la avenida me mojen más de lo que ya la lluvia lo ha hecho. Hasta que el corazón deja de dolerme porque el frío y la humedad me distraen lo suficiente como para dejar de pensar en el magnate. Como para dejar de sentir como si nunca más fuese a ser yo misma.



~*~



Estoy muriendo de la gripe. He pasado toda la semana tirada en cama, sintiéndome como la mierda, ardiendo en fiebre y alimentándome a base de comida rápida que ordeno por teléfono. He pasado toda la semana ahogándome en el papel higiénico que utilizo para limpiarme en la nariz, considerando la posibilidad de escribir un testamento porque, de verdad, me siento terriblemente... Y, a pesar de eso... A pesar de que debería estar preocupada por alimentarme como se debe, descansar y dormir suficiente; estoy aquí, angustiada, con el teléfono cerca y el nerviosismo a todo lo que da porque Gael Avallone no me ha llamado. Porque se supone que hoy tengo una reunión con él y ni siquiera ha sido bueno para enviar a su secretaria para confirmar la cita.

Otras veces, antes del incidente de la última vez, a primera hora de la mañana estaba recibiendo su llamada o la de su secretaria para confirmar nuestra cita del día. Ahora, esa llamada y esa confirmación han brillado por su ausencia, y eso está haciéndome pedazos los nervios.

No sé qué demonios significa eso. No sé si esto sea solo la confirmación de todo lo que me ha torturado toda la semana y Gael de verdad ya no quiera saber una mierda de mí por todo lo que dije y por la manera en la que me comporté. No sé si esta es su manera de decirme que se arrepiente de haberme besado. De decirme que, todo lo que pasó la última vez que nos vimos fue solo un error, y que lo mejor que podemos hacer, tanto él como yo, es dejar estar las cosas.

A estas alturas del partido, no me sorprendería si esta fuera solo su forma sutil y cortés de decirme que nuestra relación laboral se ha terminado de una vez y para siempre. No lo culparía de ser así. Mientras más pasa el tiempo, más me convenzo de que me comporté como una completa hija de puta la última vez que nos vimos. Como una completa idiota...


He pasado la última media hora tratando de decidir qué hacer.

Una parte de mí me dice que debo llamarle y preguntarle si vamos o no a reunirnos hoy. Otra parte de mí no deja de decirme que no debo insistir; que debo interpretar el silencio de Gael como una clara señal de que no me quiere tener cerca y otra de ellas, la más demandante de todas, me pide que me levante de la cama y vaya a las oficinas de Gael Avallone a presentarme a nuestra cita. Me dice que, si algo ha de terminar, ha de terminar ya. Que, si el magnate desea que otra persona escriba su biografía, debe decírmelo en la cara...

Así, pues, luego de veinte minutos más de dudas, miedos e inseguridades sin sentido, me obligo a salir de la cama y encaminarme hasta el baño para tomar una ducha.

Cuando llego al pequeño espacio, lo primero que hago, es mirarme al espejo. Mi cabello castaño y enmarañado cae sobre mis hombros en nudos gigantescos; mis ojos, castaños también, lucen agotados y la palidez que me ha dado la gripe no hace más que acentuar el aspecto enfermizo de mi piel.

Estoy hecha un desastre. Estoy hecha un completo caos y, a pesar de eso... A pesar de que debería volver a la cama y agradecer la falta de comunicación con Gael, me desnudo y me meto en la ducha.

Veinticinco minutos después, estoy fuera de la regadera, enfundada en unos vaqueros, una playera de una de mis bandas favoritas y una chaqueta gruesa de color negro. Me tomo mi tiempo secándome el cabello para no empeorar mi estado de salud y me aseguro de maquillarme un poco, solo para quitar un poco del cansancio que tengo grabado en el rostro. Acto seguido, me tomo un antigripal, me calzo mis vans favoritos, tomo mi bolso y mi paraguas, y salgo de mi habitación.

Son cerca de las cinco y media de la tarde, así que apenas voy en tiempo y forma para llegar a la hora a la que —usualmente— tenemos nuestras reuniones.


Me toma alrededor de cuarenta minutos llegar a las instalaciones de Grupo Avallone. Voy diez minutos tarde, pero eso, ahora mismo, es lo que menos me importa. Eso es, ahora mismo, en lo último en lo que puedo pensar.

La ansiedad, el nerviosismo, las ganas de volver sobre mis pasos y esconderme de Gael el resto de mis días, son en lo único en lo que puedo concentrarme.

Me subo al elevador.

Los números ascendentes marcan mi trayecto con una lentitud tortuosa y, cuando finalmente llego a mi destino y las puertas se abren, me topo de frente con la figura de Camila, la secretaria del magnate.

La chica luce sorprendida de verme. Luce casi fuera de balance y eso solo hace que mis ganas de volver a casa, incrementen.


—¡Señorita Herrán! —Camila habla, una vez recuperada de la impresión que le ha dado verme—. ¿El señor Avallone la citó?

Yo doy un paso fuera del ascensor y me las arreglo para mantener mi gesto inexpresivo mientras pienso en mi respuesta.

—Los jueves siempre me reúno con él —digo, al cabo de unos segundos.

La mujer delante de mí luce confundida hasta la mierda.

—Asumí que no se reunirían hoy porque el señor Avallone se encuentra en junta con unos accionistas ahora mismo —dice, con mucho tacto, y mi corazón se estruja en respuesta.

Oh... —mascullo, porque no sé qué otra cosa hacer.

Camila niega con la cabeza, al tiempo que esboza una sonrisa dubitativa.

—Seguro olvidó por completo avisarte —dice y suena genuinamente pesarosa—. A mí tampoco me dijo nada, de otro modo te habría llamado para avisarte —niega con la cabeza, al tiempo que juguetea con las llaves que tiene entre los dedos—. Yo ya voy de salida, pero mañana a primera hora le diré que viniste a su cita. Lo más probable es que vaya a agendarte para otro día.

De pronto, me siento miserable porque que Gael no olvidó nuestra cita. Sé que, simplemente, no la agendó. No se hizo el espacio para atenderme porque no quiere hacerlo.

En ese momento, la humillación me llena los huesos. En ese momento, la vergüenza, el coraje y la tristeza se mezclan en mi sistema.

—¿Su junta empezó hace mucho tiempo? —pregunto, a pesar de que no estoy dispuesta a humillarme a mí misma esperándolo.

Camila niega con la cabeza.

—Hace apenas una hora —dice—. Ese tipo de juntas suelen alargarse mucho, así que no sabría cuánto tiempo más le queda ahí adentro.

Asiento, con dureza, al tiempo que me aclaro la garganta con incomodidad.

—Ni hablar, entonces —digo, a pesar de que quiero enterrar la cara en el suelo debido a la vergüenza—. Otro día vendré.

La secretaria de Gael asiente, también.

—Le diré al señor Avallone que viniste —asegura, en tono afable y esbozo una sonrisa forzada en respuesta.

—Gracias —digo, en tono derrotado y pesaroso y, acto seguido, me giro sobre mis talones y presiono el botón para llamar al elevador.


El silencio incómodo que le sigue a mi interacción con Camila es denso, pero no hago nada por tratar de aligerarlo. Por el contrario, me quedo aquí, parada como idiota frente a las puertas del ascensor, mientras ella se coloca a mi lado para subir también.

«Vas a marcharte de nuevo, como la buena cobarde que eres» La voz insidiosa en mi cabeza susurra y cierro los ojos con fuerza. «Gael tiene razón. Siempre huyes de tus problemas. Siempre tomas la primera oportunidad que se te presenta para escapar de eso que te aqueja...»

Tomo una inspiración profunda y las puertas frente a mí se abren. Camila, sin pensarlo, se introduce en el pequeño espacio y, cuando nota que no me he movido ni un milímetro, esboza una sonrisa confundida.

—¿Ocurre algo? —pregunta, al tiempo que coloca un pie en la entrada de la caja de carga para evitar que las puertas se cierren.

«Si fueras tan valiente como crees que eres, te quedarías a enfrentarlo. Te quedarías a disculparte y afrontar las consecuencias de tus actos» Susurra mi subconsciente y mi mandíbula se aprieta.

—¿Señorita Herrán?

«No eres más que una cobarde de mierda. Siempre lo has sido.»


—Pensándolo bien —digo, presa de mis impulsos, al cabo de unos largos instantes de tenso silencio—, voy a quedarme a esperarlo.

La incredulidad y el asombro tiñen la expresión de la secretaria del magnate en ese momento.

—¿Está segura? Puede llegar a desocuparse hasta las diez de la noche —suena genuinamente preocupada.

Asiento.

—Tengo tiempo —digo, porque es cierto—. Lo esperaré. De verdad necesito consultar algo con él.

La mujer delante de mí no luce muy convencida con mi respuesta, pero asiente de todos modos.

—De acuerdo —dice—. Me voy, entonces. Que tenga bonita tarde, señorita Herrán.

—Gracias. Igualmente —respondo y, acto seguido, ella retira su pie de la entrada del ascensor. Entonces, las puertas se cierran frente a mis ojos.



~*~



Son alrededor de las ocho de la noche cuando Gael Avallone —acompañado de tres hombres más— sale de su oficina.

Para ese momento, yo ya estoy al borde de la histeria. Al borde del colapso nervioso provocado por el millar de situaciones que me he planteado a lo largo de las últimas dos horas...

El magnate luce como si lo acabasen de sacar de una película hollywoodense. Luce atractivo hasta el carajo y quiero golpearlo. Quiero gritarle por siempre verse así de bien. Por siempre hacerme imaginarle con los botones superiores de su camisa desabrochados, las mangas de la camisa enroscadas y el cabello alborotado.


Estoy a punto de ponerme de pie para llamar su atención, cuando su vista —distraída y distante— se posa en mí y su expresión se transforma durante un nanosegundo. El gesto dura tan poco, que no estoy segura de haberlo visto realmente; sin embargo, casi podría apostar que he visto un atisbo de sorpresa en su rostro. Casi...

Un gesto de cabeza cortés e impersonal es lo único que me hace saber que no va a ignorar mi presencia en este lugar y, en ese momento, mi pecho empieza a doler con una nueva y horrible sensación. Una más oscura que cualquiera que él haya provocado en mí antes.

—Señorita Herrán —dice, con una frialdad que me hiela la sangre y los huesos de una sentada y, de pronto, quiero olvidarme del valor que me obligó a quedarme aquí en primer lugar, y salir corriendo—. ¿Está esperando por mí?

Yo, incapaz de decir nada, le regalo un asentimiento tenso y torpe.

Gael —inexpresivo e impasible— me dedica una mirada larga; como si estuviese deliberando si quiere o no atenderme ahora mismo.

—Deme unos minutos —dice y escucharlo hablarme de «usted» una vez más me rompe por completo. Me hiere más de lo que me gustaría. Más de lo que debería...

Ni siquiera me da tiempo de responder, ya que se encamina con los hombres que lo acompañan hasta el elevador. Una vez ahí, se despide de ellos estrechándoles la mano y espera a que desaparezcan antes de volverse hacia mí.

Me pongo de pie.


Gael se acerca con lentitud y su gesto, antes impasible, frío e informal, es ahora cauteloso, sorprendido... ¿Preocupado?

—¿Tienes mucho tiempo aquí? —pregunta y quiero mentirle. Quiero decirle que acabo de llegar, pero sé que no tiene caso. Sé que él sabe que llegué aquí hace horas.

—Algo —me limito a decir, al tiempo que me encojo de hombros, en un gesto que pretendo que sea despreocupado.

Se hace un pequeño silencio.

—¿Puedo ayudarte en algo? —dice, con mucho tacto y no me pasa desapercibido que ha vuelto a hablarme de «tú». No me pasa desapercibido el hecho de que parece haberse quitado una máscara. Una cubierta que mantuvo sobre sí mismo mientras los hombres que salieron de su oficina estuvieron aquí.

—Vine a hablar contigo —digo y mi voz, ligeramente enronquecida, suena un poco inestable en el proceso.

Él asiente.

—¿Quieres pasar a la oficina o...?

—En realidad no voy a tardarme demasiado —lo interrumpo—, así que prefiero que hablemos aquí.

Él no despega sus ojos de los míos, pero luce cada vez más fuera de balance; como si realmente no esperase verme el día de hoy. Como si no hubiese esperado verme nunca de nuevo.

—Te escucho... —dice, sin hacer amago de acercarse o de aligerar el ambiente.

En ese momento, y presa de la vergüenza y la humillación, bajo la mirada a mis pies. De pronto, armarme de valor para hablar se siente como una tarea imposible.

Trago duro y lucho, con todas mis fuerzas para contener la ansiedad y la angustia que ha comenzado a invadirme.

—Venía a... —comienzo, pero me detengo en seco y me corrijo a mí misma, al tiempo que alzo la vista para encararlo—. Vengo a pedirte una disculpa.

Gael no dice nada. Ni siquiera se mueve.

—No debí comportarme como lo hice la última vez que nos vimos —digo, en voz baja e inestable—. No debí decir las cosas que dije, porque sé que te hirieron y porque ni siquiera debí haberlas traído a la luz en primer lugar. Hice contigo eso que tanto odio que hagan conmigo y me disculpo por eso —niego con la cabeza—. No soy nadie para juzgarte. No te conozco en lo absoluto y unas cuantas reuniones contigo no me hacen saber quién eres en realidad; así que, Gael, te pido una disculpa por la manera tan estúpida en la que me comporté. De verdad, no sabes cuán avergonzada estoy de mí misma.

—Tamara...

—También quiero disculparme por haberte puesto en la situación en la que te puse al hablarte sobre cosas que, estoy segura, ni siquiera te interesan —lo interrumpo, de pronto, porque no estoy lista para escuchar lo que tiene que decir—. No debí hablarte de mi pasado, porque sé que no te compete en lo absoluto.

—Tam...

—No debí perder los estribos como lo hice —sigo, a pesar de que él ya ha dado un par de pasos en mi dirección—. No debí involucrarte en algo que no te corresponde —el nudo que ha comenzado a formarse en mi garganta, es casi tan intenso como las ganas que tengo de enterrar la cara en un agujero en el suelo—. Lamento muchísimo el haberte puesto en una situación tan incómoda como esa. Lamento muchísimo haberte mostrado una parte de mí de la que no me siento para nada orgullosa —tengo que detenerme unos instantes, porque si no lo hago, las ganas que tengo de echarme a llorar van a hacerse notar en el sonido de mi voz. Tengo que detenerme unos instantes para respirar un par de veces o si no voy a perder los estribos una vez más.


—¿Por qué estás haciendo esto? —la voz enronquecida con la que Gael habla al cabo de un largo rato, me eriza la piel por completo y evoca un recuerdo dulce. Uno acerca de nosotros dos, demasiado cerca. Demasiado urgentes. Demasiado necesitados...

—Porque, por una vez en la vida —digo, con un hilo de voz—, quiero hacer las cosas bien —una sonrisa temblorosa es esbozada por mis labios—. Sé que, seguramente, no quieres volver a verme jamás, pero de todos modos sentía la imperiosa necesidad de venir a hablar contigo sobre esto. Entiendo perfectamente si decides que deseas que otra persona escriba tu biografía. Lo respeto por completo. De hecho, si yo estuviese en tus zapatos, hace mucho que me habría mandado ya a la mierda —cierro los ojos, sin dejar de sonreír—. Así que, Gael, quiero que sepas que lamento mucho lo que ocurrió —lo encaro justo a tiempo para mirarlo empezar a acortar la distancia que nos separa, pero no dejo de hablar—. Lamento mucho haber dicho lo que dije. Lamento aún más haberte hecho perder tanto tiempo y...

—Detente ya, Tamara —la voz ronca y profunda de Gael me pone la carne de gallina—. Detente ya, o te juro que... —niega con la cabeza.

Un par de manos grandes me ahuecan el rostro, en ese momento y, de pronto, soy plenamente consciente de la cercanía que tiene el rostro de Gael Avallone con el mío, de la manera en la que su aliento cálido golpea mi mejilla y la comisura de mi boca, y del modo en el que su aroma a perfume caro me inunda las fosas nasales.

Confusión, euforia, nerviosismo... miedo. Todo colisiona en mi interior y me confunde tanto, que no soy capaz de procesar nada. Que no soy capaz de hilar la maraña de pensamientos que me llenan la cabeza.

Un balbuceo inteligible se me escapa de los labios en ese momento y él niega con la cabeza.

—No quiero a nadie más que a ti para escribir esa biografía —dice, con una determinación que me dobla las rodillas—. No me interesa otra persona. Quiero que seas tú, Tamara, ¿me oyes?

—Pero creí que... —sacudo la cabeza en una negativa confundida y aturdida—. ¡Ni siquiera me llamaste para confirmar la cita de hoy!

—¡Estaba tratando de darte espacio, tú, chiquilla impertinente! —suelta, con exasperación—. ¡Joder! No quería que te sintieras presionada de ninguna forma. No quería que creyeras que estaba tratando de aprovecharme de la situación, así que decidí darte espacio. Por eso no te llamé. Por eso no le pedí a Camila que te llamara... —sus ojos y los míos se encuentran en ese momento y la determinación que veo en su mirada, solo me pone la carne de gallina—. Soy yo quien tiene que disculparse contigo, Tam. Soy yo quien se comportó como un capullo. Yo te empujé hasta tu límite. Te llevé a un lugar al que no debí haberte llevado y me aproveché de ti. Me aproveché de la situación y tomé ventaja de ella. Soy yo quien está avergonzado hasta la mierda porque no debí haberte besado —niega con la cabeza—. No de esa manera.

Mi corazón da un vuelco furioso en ese instante y él se acerca un poco más.

—Gael... —mi voz es un hilo tembloroso y débil, pero ni siquiera sé qué es lo que quiero decirle.

La mirada del magnate se posa en mi boca durante una fracción de segundo antes de volver a mirarme a los ojos.

En ese momento, un escalofrío me recorre la espina dorsal. En ese momento, mi pulso se acelera y me hace plenamente consciente de lo que está ocurriendo.

Gael se acerca otro poco...

Entonces, el sonido de un teléfono celular lo llena todo.


Una palabrota escapa de los labios del magnate cuando se aparta de mí para tomar el teléfono que lleva en el bolsillo trasero de sus pantalones. Para ese momento, mis rodillas se sienten temblorosas y mi corazón se siente como si estuviese a punto de hacer un agujero en mi pecho. Para ese momento, la revolución de sentimientos a la que le había negado el paso a mi sistema los últimos días, gana terreno y me invade de pies a cabeza.

Una mueca es esbozada por el magnate cuando mira el nombre en la pantalla y, acto seguido, me dedica un gesto cargado de disculpa.

—Tengo que responder. ¿Me esperas un momento? —dice y yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar, asiento—. No tardaré demasiado. Por favor no vayas a marcharte.

Niego con la cabeza.

Gael no luce convencido con mi respuesta, ya que me mira con aprehensión durante un largo momento; sin embargo, al cabo de unos instantes, me regala un asentimiento dubitativo y se encamina en dirección a su oficina, dejándome aquí, a mitad de la recepción, con una maraña de pensamientos en la cabeza y un mar de sentimientos en el pecho.

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