Capítulo 13
Decir que Gael Avallone está furioso, es una expresión ambigua si la comparamos con la realidad de lo que estoy presenciando. Decir que el aura iracunda que emana es tan poderosa que me hace sentir pequeña e intimidada hasta la mierda, es una expresión un poco más acertada por decir, aunque sigue sin comparársele del todo.
Jamás había visto a una persona en este estado nervioso. Nunca, en toda mi vida, me había topado con una persona que estuviese así de enojada. Así de... alterada.
No ha dicho nada desde que subimos a su coche. De hecho, no ha dicho absolutamente nada desde que salimos del bar y empezamos a caminar hasta el estacionamiento público en el que dejó su coche; sin embargo, no ha sido necesario que lo haga. Su rostro lo dice todo. La manera en la que sus manos grandes aferran el volante, la forma en la que su mandíbula se aprieta en un gesto que se me antoja doloroso, el ceño profundo que se ha dibujado en su entrecejo, la tensión en sus hombros... El lenguaje de su cuerpo lo delata y yo, más allá de sentirme asustada por la manera en la que está comportándose, me siento... protegida. Me siento cuidada, por extraño y enfermo que suene.
Hacía mucho tiempo que no me sentía de esta manera. Hacía muchísimo tiempo, que no sentía que alguien de verdad se preocupaba por mí, a pesar de que sé lo mucho que le importo a mi familia. A pesar de que sé que mi mamá y mi papá no hacen más que procurarme.
No sé a qué se deba. No sé por qué se siente como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien se interesó en mi bienestar de esta manera, cuando mi familia no hace más que estar al pendiente de mí...
No me he atrevido a preguntar a donde nos dirigimos. Todo el camino la he pasado en silencio, temerosa de romper el hielo y recibir una bofetada emocional con alguna de sus respuestas. Me he limitado a mirar por la ventana para no tener que enfrentarlo. Para no tener que lidiar con el centenar de emociones que tengo acumuladas en el pecho.
Hay tanto que quisiera preguntarle ahora mismo respecto a esta noche. Hay tanto que me gustaría saber sobre su actitud hacia conmigo y que, al mismo tiempo, me aterra descubrir...
—¿Desde aquí cómo llego a tu casa? —el magnate pregunta, al cabo de un rato y me saca de mis cavilaciones.
—No quiero ir a mi casa —digo, y de inmediato me arrepiento. He sonado patética. Necesitada...
«¿Qué demonios está mal conmigo?»
El silencio que le sigue a mis palabras, no hace más que incrementar la vergüenza que siento ahora mismo. No hace más que provocarme unas ganas inmensas de estrellar la cara contra el vidrio de la ventana hasta perder el conocimiento.
—¿A dónde quieres ir, entonces? —Gael suena cauteloso ahora, como si no estuviese seguro de lo que está diciendo. Como si mi respuesta lo hubiese tomado con la guardia baja.
Me encojo de hombros y trato, desesperadamente, de no lucir tan ansiosa como me siento.
—No lo sé —digo, porque es verdad.
—Tamara, de verdad, no estoy de humor para esto —de pronto, el tono de Gael se torna irritado. Impaciente—. Lo único que quiero ahora mismo es irme a casa, así que dime cómo llego a la tuya de una vez para poder irme a dormir de una vez por todas.
—Ya te dije que no quiero ir a casa —digo, y las ganas que tengo de golpearme, regresan; sin embargo, son ligeramente eclipsadas por el coraje que ha comenzado a correrme por las venas—. Si me sacaste del bar, para llevarme a mi casa, mejor me hubieras dejado allá.
«¡¿Qué mierda, Tamara?! ¡Cierra la boca ya! ¡Deja de ponerte en ridículo a ti misma, tú, idiota de mierda!» Me reprimo, para mis adentros y cierro los ojos con fuerza.
—Si querías quedarte con tus amigos los gilipollas solo debiste decirlo —Gael escupe y mi atención se posa en él.
—En ningún momento dije que quería quedarme con ellos —me defiendo con irritación, pero soy plenamente consciente de que sueno cada vez más patética e idiota—. Además, te recuerdo que fuiste tú el que llegó soltando puñetazos a diestra y siniestra.
—¿Tenía que dejar que te faltaran al respeto entonces? —suena cada vez más alterado.
—Tenías que haber mandado a la mierda a Rodrigo —escupo. Esta vez, el enojo se filtra en el tono de mi voz sin que pueda evitarlo. No puedo detenerlo porque de verdad estoy molesta. De verdad estoy frustrada por el modo en el que salieron las cosas esta noche—. O en su defecto, debiste haber mandado a Ruth al carajo.
En el momento en el que las palabras abandonan mi boca, me arrepiento. En el instante en el que la realización de lo que acabo de decir me golpea, quiero bajarme del coche y echarme a correr en dirección contraria a donde Gael conduce.
«¡¿Pero qué demonios te sucede, maldita sea?! ¡¿Por qué carajo no puedes quedarte callada, Tamara Herrán?! ¡¿Por qué?!»
—¿Qué coño crees que traté de hacer? —espeta y me sobresalto ante el tono furioso que utiliza—. ¡La chica no se largaba! ¡No dejaba de hablar! ¡Lo único que quería era terminar de beberme el jodido whisky que pedí para marcharme! ¡Yo no tengo la maldita culpa de que aquel imbécil lo haya malinterpretado todo! ¡Ahora tendré mucho de qué encargarme mañana por la mañana y todo por tu...! —no termina de hablar. Corta la oración a medio camino y una punzada de dolor se apodera de mi pecho porque sé cuál era la terminación de aquella frase. Sé, por sobre todas las cosas, como iba a concluir toda esa diatriba.
—¿Por qué? —mi voz suena ronca, inestable y herida—. ¿Por mi culpa? ¿Eso ibas a decir?
Gael aprieta las manos en el volante.
—Solo déjame recordarte que fuiste tú quien decidió ir al bar en primer lugar —quiero golpearme por sonar así de herida, pero no puedo evitarlo. Tampoco puedo detenerme. No puedo dejar de hablar porque ha tocado fibra sensible en mí. Porque acaba de echarle sal a una herida que aún no cierra del todo. Esa que tiene que ver con Isaac, con Fabián y con todo lo que pasó hace más de dos años—. Lo único que yo quería era intentar hacer las paces contigo de una maldita vez y por todas, así que ve y echa esa culpa en los hombros de alguien más.
—Tamara...
—¡Tamara, nada! —espeto, al tiempo que sacudo la cabeza en una negativa furiosa—. Yo no tuve la culpa de nada. ¿Qué le pasa a todo el mundo? ¿Por qué siempre tengo que ser yo la culpable de todo lo malo que sucede? ¿Por qué...? —me detengo a medio camino porque, en este momento, los recuerdos han empezado a embargarme. Porque, en este momento, todo a mi alrededor se siente frágil e incierto.
El silencio que le sigue a mis palabras es largo. Tenso...
—Lo siento —la voz de Gael llega a mis oídos al cabo de un largo rato—. Lo siento, Tamara, no quise decir eso.
No me atrevo a mirarlo. Mis ojos están fijos en el paisaje urbano que corre del otro lado de la ventana.
—Pensándolo bien, sí quiero ir a casa —digo, con la voz hecha un nudo de emociones, luego de un largo momento.
Gael no dice nada. Se limita a cambiar la velocidad del coche y conducir en silencio. Entonces, cuando se siente como si hubiese pasado una eternidad, masculla una palabrota y se orilla a la primera oportunidad.
Acto seguido, baja del coche, da un portazo y avanza un par de pasos sobre la acera, en dirección a la esquina de la calle. Entonces, una vez detenido su andar apresurado, hurga en sus bolsillos y saca algo de ellos.
No es hasta pocos segundos después, cuando veo la bocanada de humo saliendo de su boca, que me percato de que lo que buscaba eran sus cigarrillos.
Sigue enojado. No se necesita ser un genio para notarlo. Yo, por el contrario, me siento cada vez más decepcionada. Frustrada, por sobre todas las cosas con lo que ha pasado.
Esto no es, ni siquiera en un caso remoto, lo que yo quería. No es, en lo absoluto, lo que yo esperaba al invitarlo. No sé qué carajo era lo que pretendía al hacerlo pero, ciertamente, este no era el resultado que esperaba.
Gael termina su cigarrillo y enciende otro. Esta vez, la lucha interna que se lleva a cabo en mi cabeza, se hace más fuerte que antes.
Una parte de mi quiere bajar del coche y tratar de arreglar lo que sea que ha pasado entre el magnate y yo, pero otra, esa que es testaruda y orgullosa, no deja decirme que no he hecho nada malo y que no debo buscar la manera de hablarle si él no quiere hablar conmigo.
Un suspiro cansado se escapa de mis labios.
Mis ojos se cierran en ese momento y tomo una inspiración profunda, en un débil intento de deshacer el nudo de angustia que llevo en el estómago; sin embargo, no lo consigo del todo. Sigo sintiéndome inquieta, incómoda y acongojada.
Cinco largos y tortuosos minutos más pasan y, de pronto, la posibilidad de encargar un Uber, no se siente tan descabellada. Gael no ha regresado. Tampoco ha desaparecido de mi campo de visión, pero a leguas se nota que no quiere estar a mi alrededor. Siento honesta, yo tampoco quiero estar cerca de él, así que pedir un carro para marcharme, no se siente como una mala idea ahora mismo...
Tomo mi teléfono.
La aplicación deseada brilla en el menú de mi pantalla principal, así que la selecciono y espero a que mis datos móviles hagan lo suyo. Acto seguido, el mapa arrojado por el GPS, me marca el punto exacto en el que me encuentro. Entonces, tecleo mi dirección en la barra que cita «destino».
La tarifa que el coche de renta va a cobrarme aparece en mi pantalla, y hago una mueca solo porque es bastante elevada.
«Estúpida tarifa nocturna...» Maldigo para mis adentros y, justo cuando estoy por aceptar el viaje para que el auto sea pedido, la puerta del lado del piloto se abre y el cuerpo de Gael se introduce en el coche.
Mi cuerpo, debido a la impresión, se sobresalta ligeramente, pero trato de recomponerme lo más rápido que puedo.
En ese momento, un silencio incómodo que lo envuelve todo y es tan abrumador, que no me atrevo a romperlo por ningún motivo. Ni siquiera me atrevo a moverme...
—¿A dónde quieres ir? —Gael habla. Su voz suena más ronca de lo habitual.
Parpadeo un par de veces, confundida.
—¿Qué?...
—Acabas de decirme que quieres ir a casa, pero antes de eso dijiste que no querías que te llevara hasta allá —suena exasperado, pero su expresión no es, ni de cerca, parecida a la de hace un rato. Ya no luce furibundo. Ya no luce como si estuviese a punto de perder los estribos—. ¿Qué va a ser, entonces? ¿Te voy a llevar a tu casa o te voy a llevar a otro lado?
Mi boca se abre para responder, pero ninguna palabra viene a mí, así que la cierro de golpe.
Lo intento de nuevo. Esta vez, un balbuceo incoherente se me escapa y la humillación se cuela en mis huesos.
—¿Quieres que busquemos un lugar para cenar? ¿Quieres ir por un trago? ¿Quieres que te lleve a casa? ¿Qué es lo que quieres, Tamara? —Gael insiste y la expresión seria pero amable de su rostro, no hace más que ponerme la carne de gallina.
De pronto, no sé por qué me siento avergonzada. De pronto, no sé porque me siento como una completa idiota.
Mojo mis labios con la punta de mi lengua, insegura de qué decir. Insegura de cómo proseguir y, en el proceso, soy capaz de notar como los ojos del hombre que tengo delante de mí, se posan en mi boca.
Toda la sangre de mi cuerpo se agolpa a mis pies en ese momento.
La mirada de Gael viaja de nuevo hasta encontrar la mía y la pesadez en la que se envuelve el ambiente es tanta, que me quedo sin aliento. Hay algo salvaje en la forma en la que me mira. Hay algo maravilloso y aterrador en la manera en la que sus ojos se clavan en los míos...
—Tamara, estoy tratando de ceder un poco aquí, ¿vale? —dice, con voz ronca y profunda—. Cede un poco tú también y hagamos las paces. Estoy harto de pelear contigo sin motivo alguno —niega con la cabeza—. No te considero una persona desagradable. Es todo lo contrario: pienso que eres una chica muy inteligente y agradable... Un tanto infantil y dramática —hace una mueca cargada de fingido horror y, muy a mi pesar, una sonrisa tira de las comisuras de mis labios—, pero agradable y muy, muy interesante de tratar —su expresión se suaviza hasta convertirse en un gesto amable—; así que, por una vez en la vida, actúa como si yo no te pareciera un ser detestable y llevemos la fiesta en paz.
—No me pareces detestable —protesto, en medio de un murmullo que se me antoja infantil.
Una sonrisa irónica se desliza en sus labios, al tiempo que rueda los ojos al cielo.
—¡Sí! ¡Claro! —bufa, con sarcasmo—. Y yo me chupo el dedo.
Es mi turno de sonreír.
—Te estoy diciendo la verdad —me quejo, pero no dejo que el gesto en mis labios se deshaga—. No creo que seas detestable. Creo que eres un hijo de puta —puntualizo, señalándolo con mi dedo índice—, pero eso tampoco quiere decir que te odie o que no me agrades. Eres... agradable —en ese momento, su sonrisa se torna más cálida que antes, así que, solo para fastidiarlo, me apresuro a añadir—: Cuando no eres un grano en el culo, claro está.
Gael sacude la cabeza en una negativa, pero el gesto divertido que lleva pintado en el rostro no desaparece.
—Mira quién lo dice —masculla.
Una pequeña risa se me escapa en ese momento.
—Idiota... —mascullo de regreso y es su turno de reír un poco.
—¿Te llevo a casa, Tamara? —pregunta, con amabilidad, ignorando por completo mi insulto.
Niego con la cabeza.
—No —digo—. Voy a demostrarte que puedo ceder.
—¿Cómo?
—Invitándote a cenar.
Otra risa se le escapa de la garganta.
—¿Qué vas a invitarme a cenar? —suena más allá de lo divertido—. ¿Te das cuenta de que a esta hora solo encontraremos bares abiertos? La botana no se considera como cena, ¿sabías?
—Subestimas demasiado la gastronomía mexicana —digo—. ¿Es que no sabes que los puestos de tacos se quitan hasta muy entrada la madrugada? La noche es joven, Avallone.
Gael esboza una mueca.
—Nunca he comido tacos. No es una comida que me apetezca probar.
—Se acabó —digo, al tiempo que abro la puerta del coche con dramatismo—. Traté de hacer las paces contigo, pero esto me sobrepasa. No puedo estar cerca de una persona como tú. Lo siento, Gael, pero esto no va a funcionar.
Esta vez, una carcajada sonora brota de la garganta del magnate.
—¡No te rías! —me quejo, pero yo también he comenzado a reír—. ¡Hablo muy en serio!
—Cierra esa maldita puerta y vamos a buscar un puñetero puesto de tacos, Herrán —trata de sonar autoritario, pero no ha dejado de reír. Yo tampoco lo he hecho.
—Bien —asiento, al tiempo que cierro la puerta y lo miro encender el auto—. Más te vale disfrutarlos, porque gastaré lo que me queda de la quincena invitándote a cenar.
—No necesito que me invites a cenar.
Ruedo los ojos al cielo.
—¿Qué parte de «esto es una tregua» no entiendes? Los tacos, invitados por mí, serán la manera en la que sellaremos el pacto que nos hará dejar de ser imbéciles el uno con el otro.
Gael sacude la cabeza en una negativa.
—¿Hacia dónde vamos, entonces? Más te vale llevarme a un lugar donde preparen comida deliciosa, Tamara, o jamás volveré a dejarte elegir qué hacer.
—Hablas como si fuésemos a hacer esto a menudo —bufo.
—Solo estoy previniendo cualquier futuro escenario —dice, al tiempo que echa a andar el coche por la avenida—. Nada me garantiza que no volverás a salir huyendo de mi oficina y que no tendré que perseguirte, justo como la vez del McDonald's —hace una pequeña pausa para mirar hacia el espejo retrovisor—. Si alguna vez tengo que volver a salir corriendo detrás de ti como perro faldero, tienes que saber que será mi turno de elegir a dónde iré a hacer el ridículo.
—¿Estás diciéndome ridícula?
—No pongas palabras en mi boca. No te estoy diciendo ridícula. Estoy diciendo que contigo yo siempre hago el ridículo.
Ruedo los ojos al cielo.
—Estás diciéndome ridícula —mascullo.
—¡Te digo que no!
—Mejor deja de hablar, Gael. No lo arruines más.
—¿Cómo, en el infierno, es que lo he arruinado en primer lugar?
—Si sigues discutiendo conmigo, puedes irte olvidando de la cena.
—Nunca pierdes, ¿no es así? —dice y le dedico una mirada cargada de irritación —una que no logra ver porque mantiene la vista fija en el camino—.
—Lo dice el hombre que es capaz de manipular a los medios de comunicación, solo para conseguir que una chica escriba un libro sobre él.
—Touché —dice y una sonrisa cargada de suficiencia se dibuja en mis labios.
En ese momento, un silencio cómodo se instala entre nosotros y, luego de unos instantes de esta manera, me pide instrucciones de cómo llegar al lugar al que vamos a cenar.
~*~
—¿Y bien? —pregunto, al tiempo que giro sobre mis talones para caminar en reversa y poder encarar a Gael, quien camina con lentitud en mi dirección.
El magnate —quien, por cierto, ha desabrochado los dos botones superiores de su camisa— me mira con gesto enfurruñado y juguetón al mismo tiempo.
—Lo admito —dice—. Los tacos molan.
Una sonrisa radiante se apodera de mis labios.
—Sabía que te gustarían. Nadie puede resistirse a los encantos de un taco.
—Sigo sin entender cómo carajo es que pueden comerse los sesos de la vaca —hace una mueca horrorizada—, pero, si me mantengo alejado de ellos, los tacos no suenan tan intimidantes. De hecho, podría repetir la dosis cualquier otro día.
—Cuando menos lo esperes, estarás comiéndote todo eso que ahora te parece asqueroso —aseguro, sintiéndome ligera y tranquila ahora que el ambiente se ha relajado tanto.
—Permíteme dudarlo —Gael niega—. Lo único que te concedo, es que son deliciosos. Nunca imaginé que serían de esa manera.
Le guiño un ojo.
—Cuando gustes puedo cultivarte un poco más sobre gastronomía mexicana —digo.
—Te tomaré la palabra. La próxima vez, quiero ir a comer pozole, o enchiladas, o algo que se le parezca.
—¿Estás invitándome a repetir la velada, Gael Avallone? —bromeo.
Él asiente.
—No, señorita —dice y, de pronto, me mira con seriedad—. Estoy esperando a que seas tú quien me invite a mí a repetir la velada. En vista de que eres una mujer de palabra y que has pagado la cena esta noche, no me queda más que esperar a que vuelvas a invitarme para volver a cenar gratis.
—Vete al demonio —suelto, pero estoy sonriendo como idiota—. No volveré a invitarte a cenar. Ya te lo dije: esto solo fue como habernos fumado la pipa de la paz.
Gael sonríe e introduce las manos en los bolsillos de sus pantalones.
—¿Te confieso algo? —dice, luego de alcanzar mi paso y empezar a caminar a mi lado.
—¿Podré ponerlo en el libro? —bromeo y él suelta una pequeña risa que se me antoja nerviosa.
—Ninguna mujer me había pagado la cena nunca —dice, ignorando por completo mi broma sin sentido.
—Imagino que siempre eres tú el que paga... —comento.
Asiente.
—Y no me molesta en lo absoluto hacerlo, es solo que, ahora que no he pagado yo, me siento extraño —suena avergonzado y, por extraño que parezca, lo encuentro... encantador.
—Pues no deberías sentirte de ninguna forma —digo, con determinación—. Yo siempre he creído que hay mucha gente que confunde la caballerosidad con la obligación. Ningún hombre está obligado a invitarle todo a una mujer; tampoco está obligado a abrirle la puerta del coche, o a hacer todas estas cosas que van de la mano de la caballerosidad. Así como ninguna mujer está obligada a deberle nada a un hombre que es caballeroso con ella —me encojo de hombros—. Para mí, es algo que va más allá de un estigma social —poso mi vista en él—. Para mí, es una decisión —hago una pequeña pausa—. Yo decidí que quería invitarte la cena y punto. Eso no te hace a ti menos caballero, ni a mí menos dama.
—A mi me gusta ser un caballero —dice, y le creo—. Me gusta ser atento, pagar la cuenta, abrir la puerta del coche... Me gusta dar esa clase de atenciones —guarda silencio unos instantes—. Pero, igualmente, agradezco el gesto, Tamara. Agradezco que me hayas invitado a cenar. Ha sido diferente. Agradable... —me mira, al tiempo que esboza una sonrisa sesgada—. Sentí como si, por una vez en la vida, alguien realmente estuviese interesado en mí y no en lo que tengo gracias a mi padre.
Mi corazón se estruja con violencia al escucharlo decir eso. Jamás imaginé que sería capaz de decirme algo así. Que sería capaz de expresarse conmigo de esa manera...
—Debes estar rodeado de gente que solo está cerca por lo que pueden obtener de ti —digo, con todo el tacto que puedo.
—¿Y quién no está rodeado de gente así hoy en día? —dice, con naturalidad—. Los seres humanos somos criaturas ambiciosas. Sedientas de más, en cualquier ámbito existente. No encuentro para nada descabellado estar rodeado de gente que aspira a obtener algo de mí o de mi padre, porque la ambición es tan humana como lo son los celos o el territorialismo —hace una pequeña pausa—. La clave aquí está en saber en qué punto pintar tu raya. Hasta qué punto vas a permitirle llegar a esa gente que solo desea obtener algo de ti.
Mi vista viaja hasta mis pies, los cuales marcan un ritmo lento y pausado con cada paso que doy.
—Es por eso que eres así de hermético con tu vida privada... —adivino, en voz baja.
—Es algo un poco más complicado que eso.
—Y supongo que no vas a contármelo, ¿cierto? —sueno decepcionada, es por eso que no me atrevo a mirarlo. Me limito a mantener la vista fija en el suelo—. Porque no somos amigos. Porque soy la persona que podría destruirte si saco a relucir eso que es tan complicado para ti... —no pretendo sonar como si estuviese reprochándole algo, pero lo hago de todos modos.
—¿Y si te pidiera que no lo contaras? ¿Si te pidiera que guardaras el secreto?...
—Ambos sabemos que no es así de sencillo —esbozo una sonrisa triste—. Me lo dirías todo, pero aún estarías esperando mi puñalada por la espalda en cualquier momento..., y lo entiendo. Lo entiendo a la perfección, Gael. Después de todo, no dejo de ser una extraña indagando en tu pasado...
Se hace el silencio.
Hemos llegado al lugar donde aparcó el coche y sé lo que eso significa. Sé que quiere decir que va a llevarme a casa, aunque no esté lista para despedirme. Aunque aún no haya descubierto a qué se debe este nuevo conflicto que Gael se ha encargado de crear en mí en cuestión de minutos.
Nadie dice nada cuando nos detenemos junto a su coche. Tampoco lo hacemos cuando abre la puerta del auto para mí y espera hasta que suba para cerrarla. Acto seguido, rodea el auto y se introduce en el asiento del conductor.
Yo no dejo de mirarlo. No dejo de observar su perfil anguloso y su cabello alborotado...
—¿Qué? —pregunta, con gesto curioso y los ojos entornados, cuando, luego de unos instantes, se percata de mi escrutinio.
—¿Puedo confesarte algo? —pregunto, aunque no estoy segura de qué es lo que voy a decir a continuación.
—Claro...
En ese momento, un millón de palabras se agolpan en la punta de mi lengua. Un montón de posibilidades se abren en mi cabeza, ansiosas de salir a la superficie porque, por primera vez en mucho tiempo, estoy permitiéndome a mí misma la posibilidad de hablar sobre lo que en realidad siento.
Miedo, ansiedad, angustia... todo se arremolina en mi pecho y me hace imposible pensar con claridad. Me hace imposible poder pronunciar algo de lo que, tan ansiosamente, deseo decir.
Es por eso que decido empezar por algo sencillo. Algo que no se siente tan comprometedor como el resto de las ideas que revolotean en mi cabeza....
—Nunca nadie había golpeado a alguien por mí —digo, finalmente, y me siento tímida cuando lo digo. Me siento vulnerable y torpe, a pesar de que no he dicho la gran cosa. A pesar de que es la confesión más absurda de todas...
Una sonrisa cálida y arrogante se dibuja en los labios del magnate y, de pronto, un extraño calor se apodera de mi pecho.
—Lo haría otra vez —dice y mi corazón se salta un latido en el proceso—. Lo haría mil veces.
—Es usted un caballero, señor Avallone —digo, porque es lo único que se me ocurre en estos momentos. Porque cualquier otra cosa se siente peligrosa. Incierta...
—No se confunda, señorita Herrán. No soy un caballero —dice y mi corazón hace otra voltereta en el proceso—. Soy el hijo de puta más grande existente en la faz de la tierra... Y aún así, lo haría mil veces. Golpearía a mil hijos de puta por usted si se lo merecieran.
«¿Está coqueteando conmigo?»
—Eso suena como una declaración muy comprometedora —digo, casi sin aliento, y le ruego al cielo que no sea capaz de escuchar cómo mi voz se quiebra ligeramente debido a la fuerza de mis emociones.
—No —niega con la cabeza, sin dejar de mirarme con intensidad—. No suena como una declaración muy comprometedora. Lo es...
«¡Me lleva el carajo! ¡Está coqueteando conmigo!...»
—¿Lo es tanto como afirmar a que fuiste a ese bar solo para verme?
Algo salvaje se apodera del rostro de Gael, pero no lo niega. Solo me mira fijamente durante un largo rato.
Mi corazón late a toda velocidad, mis manos se sienten temblorosas, el aliento me falta y las ganas de ponerme a gritar en este momento son tan grandes, que temo no poder controlarlas si no dice nada más.
Mojo mis labios con la punta de mi lengua y la vista del magnate cae en ellos.
—¿Tienes algo que hacer mañana por la tarde, Tamara? —su pregunta me saca de balance y, al mismo tiempo, hace que mi pulso se detenga para reanudar su marcha a una velocidad inhumana.
Trago duro.
—No... —sueno tímida. Cohibida...
Él asiente.
—¿Hacemos algo?
Se hace el silencio.
—¿Estás invitándome a salir?
—¿Paso por ti a las seis? —soy plenamente consciente del modo en el que ha evitado mi cuestionamiento.
—No soy como las mujeres con las que acostumbras estar —digo, solo porque necesito dejarlo en claro. Solo porque necesito que lo recuerde. Porque necesito que sepa que de mí no va a obtener eso que le da su secretaria y no sé cuánta otra mujer.
Una sonrisa radiante se dibuja en los labios del magnate y la respiración se me atasca en la garganta.
—Lo sé perfectamente —dice y suena... ¿asustado?—. ¿Paso a tu casa a las seis?
—No me gustan los restaurantes lujosos —digo, con aire aterrorizado—, ni los lugares extravagantes. Odio las plazas comerciales en las que...
—Sí, vale, lo pillo —me interrumpe—. Lo que quieres es que compre una pizza y la coma contigo dentro de mi coche. Mensaje recibido.
Una sonrisa horrorizada se apodera de mi boca.
—Bien —digo—. Tenía qué asegurarme de que estábamos en la misma sintonía.
—¿Mañana a las seis?
—Mañana a la seis —asiento.
—Perfecto —asiente—. Ahora, dime como coño le hago para llegar a tu casa.
Una carcajada nerviosa e histérica se me escapa en ese momento pero, a pesar del aturdimiento y de la ansiedad que ha comenzado a invadirme, comienzo a darle instrucciones.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top