Capítulo 11



Estoy completamente segura de que mi corazón va a hacer un agujero en mi pecho y va a escapar corriendo en cualquier momento. Tengo la certeza de que las ganas que tengo de vomitar ahora mismo, van a ganarme la batalla y voy a hacer el ridículo en el instante en el que ponga un pie dentro de la oficina de Gael Avallone.

Casi puedo verme disculpándome como idiota una y otra vez. Casi puedo verlo a él, con gesto asqueado, mirándome atónito.

«¡Basta!» Grita mi subconsciente. «¡Deja de hacerte historias en la cabeza! ¡No ocurrirá nada! ¡Entrarás ahí y actuarás como si nada hubiera pasado la última vez que estuviste aquí!»

El sonido de las puertas del elevador abriéndose, hacen que todo mi cuerpo se tense en respuesta; sin embargo, me las arreglo para echarme a andar rumbo a la recepción que se encuentra afuera de la oficina del magnate.

Camila, la secretaria del hombre, se encuentra en su lugar de trabajo y el alivio que eso trae a mi sistema es grande e indescriptible.

Me digo a mí misma que el gusto absurdo que siento ahora mismo, es solo porque no deseo verme en la incómoda situación de ver a Gael enrollándose con ella y, con esto en la cabeza, me acerco al escritorio para anunciar mi llegada.

La chica, a la cual no le calculo más de veinticinco, me recibe con una sonrisa amable que no soy capaz de responder con la sinceridad debida. No sé por qué he desarrollado esta extraña aversión hacia ella. No es algo que me haga sentir cómoda u orgullosa de mí misma, pero no puedo evitarlo. No puedo dejar de sentirme incómoda con su cercanía.

—Llegaste temprano —la chica dice, con amabilidad, pero no le respondo, me limito a esbozar una sonrisa que se me antoja forzada.

Ella, a pesar de todo, no parece notar el repele que le tengo y empieza a parlotear acerca de lo insistente que se encontraba Gael por concretar nuestra cita de hoy. Acto seguido, se comunica con Gael por medio del teléfono que tiene en el escritorio y le anuncia mi llegada. Entonces, instantes más tardes, me dice que el magnate está esperándome dentro y yo, sin esperar a que pueda decir nada más, me encamino hasta las inmensas puertas dobles de la oficina.


El hombre que me espera dentro me mira de pies a cabeza en el instante en el que pongo un pie en la habitación y un brillo de algo desconocido se apodera de su mirada casi al instante.

Soy plenamente consciente de que estoy demasiado arreglada para la ocasión, pero no dejo que eso me avergüence ni un poco. Al contrario, permito que la seguridad extra que me da el haberme alisado el cabello y el haberme puesto un bonito labial rojo en los labios, me lleve a alzar el mentón y avanzar hasta su escritorio con toda la naturalidad del mundo.

Una vez frente al inmenso mueble, dejo caer la carpeta que llevo entre los dedos para luego acomodarme en uno de los asientos que se encuentran frente a él.

—No todos los días el universo me concede el placer de verte así de guapa —Gael comenta, ignorando por completo lo que he dejado sobre el escritorio—. ¿A qué se debe?

Me encojo de hombros.

—Saldré con unos amigos de la universidad más tarde —digo, porque es cierto—. Celebraremos que el martirio al fin ha terminado yendo a escuchar buena música al bar Mayas que está en Chapultepec.

—Define buena música.

No me pasa desapercibido el hecho de que está actuando como si nuestra última interacción no hubiese ocurrido. Como si el episodio que tuve aquí mismo, en su oficina, jamás hubiese pasado.

—Rock en español.

—¿Soda Stereo? ¿Héroes del silencio?...

—Más bien Maná, Cuca o Caifanes —digo, al tiempo que cruzo una pierna sobre la otra y le guiño un ojo.

«¿Por qué carajo acabo de guiñarle un ojo?»

Una sonrisa sesgada se dibuja en los labios del hombre frente a mí y sacude la cabeza en una negativa.

—¿Esas son bandas mexicanas? No las conozco —admite—. Quizás son bandas demasiado modernas para este viejo hombre.

—En realidad ya tienen varios años de trayectoria —digo—, pero sí, son bandas mexicanas. Deberías escucharlas algún día. Son buenas.

Asiente, sin dejar de sonreír.

—Lo haré —dice, al tiempo que toma la carpeta que he dejado sobre su escritorio—. ¿Debo preguntar qué es esto o simplemente debo tirarlo al bote de la basura sin echarle una mirada?

—Es su contrato, señor Avallone —digo, con aire suficiente—. La última vez que estuve aquí no tuve oportunidad de traerlo, pero ahora no lo olvidé. Léalo cuando le parezca conveniente y, cuando lo firme, usted y yo tendremos una relación laboral increíble.

—¿Ya volvimos a hablarnos de «usted»? —dice, mientras husmea en el contenido del archivador que traje—. Creí que habíamos superado la etapa en la que me veías como un anciano decrépito.

Mis cejas se disparan al cielo.

¿Perdona? —sueno más indignada de lo que me gustaría—. Fuiste quien me dejó en claro que no te interesaba perder formalidades conmigo.

—¿Cuándo dije eso?

Ruedo los ojos al cielo.

—No lo dijiste literalmente, pero me dejaste muy en claro que no ibas a dejar de hablarme de «usted» porque nuestra relación era «estrictamente profesional» —refuto y me aseguro de hacer una mala imitación de su acento cuando pronuncio las últimas dos palabras.

—¿En serio dije eso?

—Sí que lo hiciste.

—Qué capullo soy, entonces.

Es mi turno de sonreír, muy a mi pesar.

—¿Estamos aquí para discutir el modo en el que te hablo o vamos a hacer una lectura de ese contrato de una vez por todas? —digo, para cambiar el rumbo de nuestra conversación.

—Prefiero leer esto en casa con calma —dice, mientras cierra la carpeta y la coloca sobre el escritorio—. Si tengo alguna duda al respecto, no dudes ni un momento que te llamaré para consultarla contigo.

—De acuerdo —digo—. Espero tenerlo firmado lo más pronto posible. Así trabajamos mejor los dos.

La sonrisa de Gael se ensancha otro poco, pero no dice nada al respecto. Se limita a negar con la cabeza antes de acomodarse las mangas del saco a la altura de las muñecas.

—¿De qué quieres que hablemos hoy?

Me encojo de hombros.

—Diga lo que diga, terminaremos hablando de lo que tú quieras —trato de sonar fastidiada, pero no lo consigo del todo—, así que sorpréndeme.

Gael se recarga contra el respaldo de su silla giratoria.

—Tengo dos hermanos mayores —dice, finalmente, al cabo de unos segundos de silencio—. Diana y Antonio. Diana acaba de cumplir cuarenta y Antonio tiene cuarenta y ocho.

En ese momento, tomo la libreta que traje conmigo y la abro en una página nueva para escribir lo que acaba de decirme.

—¿Cómo es tu relación con ellos?

Se encoge de hombros.

—No es tan mala como lo era hace unos años, debo admitir —dice—; pero tampoco es la mejor.

Mi cabeza se ladea ligeramente, en señal de curiosidad.

—Supongo que ser medios hermanos ha creado una brecha entre ustedes —me aventuro a decir.

—La sangre no tiene nada que ver aquí —dice—. Es el dinero de mi padre lo que ha hecho que la brecha sea gigantesca —me regala una sonrisa cargada de disculpa—. Antonio creyó que mi papá le heredaría su emporio. Ya podrás imaginar cómo se pusieron las cosas cuando se enteró de que sería yo quien manejaría Grupo Avallone y no él —sacude la cabeza en una negativa. No me mira directamente. De hecho, luce como si estuviese absorto en sus recuerdos—. En cuanto a Diana se refiere, ella simplemente hace lo que Antonio le dice que haga. Si él le pide que no me dirija la palabra, Diana lo hace —un suspiro pesaroso se le escapa—. Detesto decirlo, pero es una mujer con muy poco carácter. Es la sombra del hombre al que escogió por marido y, cuando era más joven, era la sombra de Antonio. Es una lástima, porque es una mujer bastante bonita internamente.

Mientras me habla acerca de su hermana, no puedo evitar pensar en la mía. No puedo evitar sentir como si estuviese escuchándolo hablar de Natalia y de la forma en la que poco a poco fue apagándose para convertirse en la sombra de Fabián.

—Entiendo lo que dices —asiento, luego de que termina de hablar—. Mi hermana solía ser una chica bastante efervescente, fresca, abierta... —hago una pequeña pausa para alzar la vista y encarar al hombre que ahora me escucha con atención—. Y, entonces, se casó —niego con la cabeza, al tiempo que ruedo los ojos al cielo—. Se casó con el hombre más imbécil que he conocido en mi vida y se transformó en esta criatura extraña que trata, desesperadamente, de ser la esposa ideal. La esposa perfecta...

—Es bastante lamentable ver como algunas personas se pierden en la búsqueda de hacer feliz a otras —Gael habla y poso toda mi atención en él—. La gente cree que el amor se trata de sacrificio. Que se trata de renunciar a tu propia felicidad con tal de ver al otro siendo feliz.

—¿De qué trata entonces el amor, Gael? —pregunto, con genuina curiosidad.

—De aceptación —dice—. De complementarse el uno al otro. De no depender, sino de crecer en conjunto. De eso trata el amor.

—¿Alguna vez has estado enamorado? —la pregunta sale de mis labios sin que pueda procesarla. No es hasta que abandona mi boca, que me doy cuenta de lo que acabo de preguntarle y de las pocas probabilidades que tengo de que me responda.

—¿Quién no lo ha hecho? —dice, para mi sorpresa y la sonrisa que esboza se me antoja nostálgica. Triste...—. Pero estar enamorado no es lo mismo que amar a alguien. El enamoramiento es pasajero. El amor de verdad prevalece y se fortalece con el tiempo.

—Permíteme corregir mi pregunta: ¿Alguna vez has amado a alguien?

Los ojos del magnate se llenan de una emoción completamente desconocida para mí y no puedo evitar querer preguntar qué es lo que le pasa por la cabeza ahora mismo.

—Estábamos hablando de mis hermanos —apunta, pero no suena como si estuviese molesto o incómodo con mi interrogatorio.

—Tú te desviaste a medio camino —lo acuso—. Yo no tengo la culpa de nada.

—¿Qué me dices de ti, Tamara? —ignora mi queja, mientras se inclina hacia adelante en el asiento y apoya los codos sobre el mueble de madera—. ¿Te has enamorado? ¿Has amado a alguien alguna vez?

—Sí —digo, porque es cierto—. Me he enamorado y he amado. Y me han hecho pedazos el corazón, como a cualquier ser humano.

—¿Lo admites así?, ¿con esa facilidad?

Me encojo de hombros.

—No me avergüenza decirlo. No es algo malo. Al menos, no para mí. He aprendido un montón de todas esas experiencias y es por eso que me hace sentir bien conmigo misma el decir que he amado, y que me he enamorado, y que me han roto el corazón.

La sonrisa que esboza ahora es tan cálida y dulce, que algo dentro de mí se agita con violencia.

—Eres una chica valiente, Tamara —dice, con la voz enronquecida.

Me encojo de hombros.

—Soy un espíritu salvaje —bromeo y su sonrisa se ensancha.

—Entonces, deseo de todo corazón que, cuando te cases, sigas siendo ese espíritu salvaje —dice y mi pulso se acelera al instante—. No dejes que apaguen ese fuego que llevas dentro. Manda a la mierda al gilipollas que quiera cambiarte y sé siempre.

Trago duro y, sin saber qué decir, coloco mi cabello suelto detrás de mis orejas.

—¿Crees que adulándome vas a conseguir que no hable sobre lo mal que te llevas con tus hermanos? —digo, para tratar de aligerar el ambiente y una pequeña risa se le escapa de la garganta.

—No estoy adulándote. Estoy deseándote algo bueno.

—No me mientas. Sé que solo tratas de hacerme sucumbir ante tus encantos para manipularme.

—¿Crees que poseo encantos suficientes como para manipularte? —el brillo juguetón que adquiere su mirada hace que mi corazón se salte un latido.

«¿Está coqueteando conmigo?»

—No te emociones tanto, Gael —digo, e imito el tono juguetón que escuché en su voz hace un momento—. Ni siquiera eres mi tipo de hombre.

—¿Qué clase de hombres son tu tipo, Tamara? —el gesto curioso y analítico que se apodera de su rostro no hace más que ponerme ansiosa y nerviosa.

—Me gustan los hombres libres —digo, sin dudarlo—. Me gustan los chicos desinhibidos, que tienen tema de conversación. Que saben lo que quieren y que trabajan duro para lograr sus objetivos.

Esta vez, la mirada que el magnate me dedica es tan intensa, que tengo el impulso de desviar la mía para que no sea capaz de notar el efecto que tiene en mí. Para que no sea capaz de notar que estoy nerviosa hasta la mierda.

—¿Qué hay de ti, Gael? ¿Qué clase de mujeres son tu tipo? —digo, para desviar el tema de conversación.

—Todas las mujeres son mi tipo —dice, con aire arrogante y socarrón—. Soy de la idea de que un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras que no la ame.

—Adueñarte de una cita de Oscar Wilde no va a hacerte sonar interesante —apunto, sintiéndome un tanto desencantada e irritada—. Además, esa es una ideología bastante decepcionante.

¿Decepcionante? ¿Por qué? ¿Por no querer atarme a nadie? —dice. Sigue sonriendo como imbécil y eso no hace más que incrementar la pequeña punzada de coraje que me atraviesa el pecho.

—Porque habla sobre cobardía. Sobre la poca capacidad que tienes para comprometerte en serio en algo —digo, porque realmente lo creo—. Habla sobre el poco respeto que le tienes a las personas y lo poco que te importa lo que el resto del mundo siente. Eso, Gael, es decepcionante.

—No entiendo por qué lo ves de esa manera —dice—. No estoy diciendo que sea deshonesto y juegue con los sentimientos de las mujeres con las que me involucro. Soy franco y les hablo acerca de lo poco que me interesa tener algo en serio con alguien.

—¿Y crees que por decirles que no estás interesado en algo en serio está bien lo que haces? —la irritación es palpable en mi tono ahora.

—En ningún momento he dicho que está bien —Gael suena irritado, también—. Solo estoy diciéndote que soy honesto. No les bajo el sol, la luna y las estrellas con tal de follar a mi antojo. Les digo cuales son mis límites y, si ellas lo aceptan, tenemos algo; si no, pues son libres de ir a buscar a alguien que les dé eso que buscan.

—Eres un idiota.

—¿Por qué? ¿Por no querer romperle el corazón a alguien?

—Pareciera que a quien proteges es a ti mismo —escupo—. Pareciera que a quien no quieres que le rompan el corazón, es a ti.

—Pues a ti pareciera que te gusta que te rompan el corazón —dice y un destello de coraje me atraviesa el pecho.

—No —espeto, cada vez más molesta—. Me gusta entregar todo de mí a las personas que me importan y me gusta que las personas que me rodean sean capaces de ser recíprocas conmigo. No me gustan las cosas a medias. No me gustan los romances tibios, ni las amistades a beneficio. Me gusta lo intenso, lo abrumador, lo duradero... Y, si el precio que tengo que pagar por ello, es tener el corazón roto, adelante. Que me lo rompan las veces que sean necesarias.

La sonrisa de Gael —que hace unos minutos era arrogante y pretenciosa— es diferente ahora. Es un gesto inseguro e incierto, y no sé cómo tomar eso. En este momento, ni siquiera sé qué pensar sobre él.

Una parte de mí piensa que es un imbécil mujeriego que no sabe nada sobre el respeto hacia los demás; pero otra, esa que es ingenua y que cree el amor puede cambiar a las personas, piensa que, quizás, algo le ocurrió en el pasado. Piensa que, a lo mejor, alguien le rompió el corazón de una manera tan espantosa, que ahora se escuda a sí mismo bajo una careta desagradable y machista.


El silencio se extiende largo y tirante entre nosotros, así que decido, por el bien de nuestra conversación, darle tregua. Decido, por el bien a mis nervios alterados, respirar profundo y obligarme a abandonar los sentimientos encontrados que me embargan ahora mismo.

—Creo que nos desviamos un poco del tema central —digo, al cabo de unos instantes, y le dedico una sonrisa tensa, solo para hacerle saber que estoy dándole la oportunidad de cambiar el rumbo de la conversación una vez más—. Estabas hablándome de cuán enojado estuvo Antonio Avallone cuando resultaste ser tú el elegido para manejar el negocio familiar. ¿Cómo hiciste para que no tratase de disputar ese puesto?

Aún sueno molesta, así que tengo que respirar profundo un par de veces más.

Gael luce como si eso lo estuviese ayudando a salir de un ensimismamiento del que ni siquiera sabía que era preso. Luce como si estuviese volviendo de un lugar lejano y oscuro en su cerebro.

—Antonio es un desobligado y un mantenido —dice, luego de aclararse la garganta. No suena desdeñoso. No suena como si le guardase alguna clase de rencor—, así que le ofrecí unas cuantas propiedades, una pensión vitalicia ridículamente grande y unos cuantos millones de euros, a cambio de su firma en un documento en el que se compromete a no pelear nada de las acciones de Grupo Avallone si mi padre llega a faltar.

Asiento, sintiéndome un poco menos molesta y un poco más decepcionada.

—¿Qué hay de Diana? ¿Ella también recibió el mismo trato que él?

Gael niega con la cabeza.

—Diana se casó con uno de los accionistas más grandes que tenemos en Grupo Avallone, así que solo me bastaron unas conversaciones con su marido para que él la convenciera de que mi nombramiento como presidente del emporio, era lo mejor que podía ocurrirles. Actualmente, son socios mayoritarios en varios negocios de exportación que manejamos, así que les va muy bien conmigo al mando y están felices al respecto.

—No hubo propiedades para Diana, entonces —bromeo, a pesar de la sensación oscura que se ha asentado en mi pecho y Gael sonríe en respuesta.

—Sí que las hubo —dice, al tiempo que su sonrisa se ensancha en un gesto que se me antoja incrédulo. Se siente como si él mismo no pudiese dar crédito a lo que está a punto de decir—: Recibió varias fincas y residencias que estaban a nombre de mi padre. Fueron un regalo de bodas de su parte. Además de que, en el momento en el que mi padre falte, ella comenzará a recibir una pensión para asegurarle una vejez cómoda y holgada; bajo los estándares de mi padre, por supuesto, los cuales son ridículamente costosos, si me permites agregar —rueda los ojos al cielo—. Todo esto sin mencionar que, por cada hijo que tenga, mi padre añadirá unos cuantos ceros a dicha pensión —me guiña un ojo y, muy a mi pesar, sonrío—. Eso, por favor, mantenlo fuera del libro. Ella no lo sabe y estoy seguro de que si se entera, comenzará a plantearse la idea de tener una familia numerosa.

Mi sonrisa se ensancha.

—David Avallone quiere asegurarse de que sus nietos vivan bien, por lo que veo.

Gael asiente.

—Ha llegado a decirme, alcoholizado, que le heredará todo al primero de sus hijos que le dé un nieto varón.

—Algo un tanto machista por decir —acoto.

—Bastante, si me lo preguntas —concuerda conmigo.

—¿Qué esperas, entonces, para casarte y darle nietos? —bromeo, al tiempo que arqueo una ceja en un gesto socarrón y burlón.

Una risa suave y baja se le escapa y, a pesar de mi enojo, mi pecho se hincha con una emoción desconocida y poderosa.

—Lo creas o no, el dinero de mi padre no es algo que realmente me interese —dice y le creo—. Además, no estoy hecho para el matrimonio. No quiero casarme y mucho menos quiero tener hijos, así que... —se encoge de hombros.

—¿Sabe tu padre que no estás interesado en sentar cabeza?

Gael asiente.

—No es feliz al respecto —admite—, pero tampoco es como si fuese un adolescente que se deja manipular. Mucho menos soy como mis hermanos que, con tal de mantenerse en su gracia, hacen lo que les pide.

—Háblame acerca de cuando tus hermanos se enteraron de tu existencia, de su primer encuentro y esas cosas —lo aliento, mientras que, olvidándome un poco de mi molestia, me acomodo en el asiento.

Su rostro rompe en una sonrisa incrédula y radiante al mismo tiempo y, entonces, se enfrasca en un largo relato.



~*~



—La sesión de hoy ha sido provechosa —Gael comenta, al tiempo que guardo mis cosas dentro de mi bolso.

Una pequeña sonrisa boba se desliza en mis labios, pero me las arreglo para contenerla mientras lo encaro.

—¿Ves cómo podemos avanzar cuando no te comportas como un imbécil? —bromeo.

El gesto hostil pero divertido que esboza, me hace reprimir una carcajada.

—No eres graciosa, Tamara.

—Por supuesto que lo soy —digo, con aire suficiente—. Soy hilarante. Deberías estar agradecido de tener la fortuna de convivir conmigo.

Rueda los ojos al cielo.

—Sí, claro —dice, con sarcasmo—. Mis días son más interesantes desde que estás en mi vida.

—Lo sabía —me encojo de hombros, en un gesto que pretendo que sea arrogante, pero llegados a este punto, la sonrisa que amenazaba con asaltarme, ha logrado salir a la superficie—, pero es bueno que lo admitas.

Acto seguido, me cuelgo el bolso en el hombro y le regalo mi mejor sonrisa.

—Me voy —anuncio.

—Ve con cuidado —dice—. Diviértete esta noche.

Le guiño un ojo sin que pueda evitarlo.

—Dalo por hecho.

—No bebas demasiado.

—Sé que este es el momento en el que esperas que diga que no tomo, pero no voy a hacerlo —digo, con aire juguetón, pero estoy fanfarroneando. En realidad, el alcohol no es mi cosa favorita en el mundo y no la consumo con frecuencia. De hecho, cuando salgo con mis amigos, apenas si soy capaz de terminarme una cerveza—. Voy a beber tanto, que me vomitaré encima.

No estoy segura de haberlo visto en realidad, pero podría jurar que acabo de ver un destello de preocupación en la mirada de Gael.

—Entonces asegúrate de rodearte de gente que vaya a cuidar de ti.

Asiento.

—Siempre.

—Avísame cuando estés con tus amigos —dice y la confusión y la euforia se mezclan en mi pecho—, así me quedo más tranquilo.

—Suenas como mi papá —bromeo y él suelta una risotada.

—Diviértete, Tamara —dice y, sin esperar más, me giro sobre mis talones y me encamino hasta la entrada de la oficina.

Entonces, me detengo en seco.

La absurda idea que acaba de pasarme por la cabeza es tan ridícula e idiota que, por un doloroso instante, dudo. Es tan estúpida, que ni siquiera sé por qué estoy considerando la posibilidad de decirla en voz alta —tomando en cuenta que, hasta hace un rato, estaba enojada con él y su manera de tratar a las personas—; sin embargo, una parte de mí, no deja de gritarme que lo haga. No deja de insistir e incitarme a hacerlo...

«¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te rechace? ¿Que diga que no?...» Susurra mi subconsciente. «Solo... Hazlo. No pierdes nada.»

Miro por encima del hombro y me encuentro de lleno con la imagen del hombre de aspecto imponente que me observa a la distancia.

En ese momento, algo intenso y salvaje se apodera de mi sistema y, de pronto, no puedo hacer otra cosa más que imaginarlo sentado en una mesa al fondo del bar que frecuento con mis amigos. No puedo evitar imaginarme sentada a su lado, hablando de la forma en la que hablamos hoy, por mucho que me moleste lo que dice a veces.

Me giro sobre mis talones para encararlo de lleno.

La confusión se apodera de su mirada y mi corazón —el cual se había mantenido tranquilo los últimos veinte minutos— se acelera considerablemente debido al nerviosismo y la anticipación.

—¿Quieres venir? —digo, de pronto, y su ceño se frunce.

—¿A dónde?

—Al Mayas, conmigo —el valor que había impreso en mi voz hace unos instantes, flaquea—. Con mis amigos.

—Estás de coña, ¿no es así?

Guardo silencio y lo miro con expresión seria para que se dé cuenta de que no bromeo.

—¿Es en serio, Tamara? —suena incrédulo. Confundido...

Me encojo de hombros.

—La música es buena, las bebidas no están mal... —para este punto, me siento patética. Para este punto, haber abierto la boca se siente como el peor de los errores—. La pasamos bien.

Gael sacude la cabeza en una negativa.

—¿Y de qué voy a hablar yo con tus amigos veinteañeros? ¿Tienes una idea de lo idiota que voy a verme en un lugar así? —noto la burla y el veneno en su tono y, de pronto, me siento como la más grande de las idiotas. Como la persona más estúpida del mundo—. Agradezco la invitación, Tamara, pero voy a declinar.

El rechazo quema con tanta violencia dentro de mi pecho, que duele. Que se siente como si pudiese hacerme daño físico; sin embargo, me las arreglo para no hacerle notar lo humillada que me siento.

—Tú te lo pierdes —digo, al cabo de unos instantes, y me aseguro de sonar fresca y despreocupada en el proceso.

—Tamara —comienza, pero yo ni siquiera me molesto en dedicarle una última mirada antes de girar sobre mi eje—. Tamara, espera...

—No pasa nada —lo interrumpo, sin mirarlo—. Que tengas bonita noche, Gael.

Entonces, sin dejar que diga nada más, salgo de la oficina a toda marcha.

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