♠ 17. GRITOS ♠

—¿Cariño?

—¡Mirá esto, mamá!

Apenas escucho mi propia voz sé que estoy soñando. O soy parte de un recuerdo en mitad de un sueño.

Aquel día.

Aquel día me...

—¡Lucy, bajá de ahí!

Me sentía la reina del mundo. La que podía verlo todo. Omnisciente. Omnipotente. Podía ser y saberlo todo desde ahí.

Arriba del tobogán.

Miré hacia atrás y me aseguré de seguir teniendo mis alas.

Además, la varita mágica en mi mano podía darme certeza de que estaría protegida por algo más fuerte que la gravedad.

—¡Lucy, deslizate por el tobogán ahora!

—¡No, mamá! ¡Mirá lo que puedo hacer!

Mamá se acercó a las escaleras y empezó a subir para intentar atraparme.

—¡No! —me opuse—. ¡Las hadas vuelan y yo soy un hada!

—¡Claro que no lo sos!

—¡Sí lo soy!

—¡LUCY!

—¡Puedo hacerlo!

Y me dejé caer.

Desde siempre supe que existía algo mágico. Algo más allá de lo que todos ven. Algo que nadie podría explicarse con el solo sentido común.

Pero ese día no era el momento.

No tenía cómo demostrarlo.

Salvo, con un brazo roto.

El sonido del agua me llega antes de abrir los ojos.

El pasto y la picazón en mi rostro empiezan a volverse insoportables. Siempre me dijeron que era alérgica a entrar en contacto durante mucho tiempo con el césped, aún peor si era natural.

Pero ¿dónde se supone que estoy?

A mi alrededor se extiende una masa de árboles dispersos. Hay flores en el suelo. Los árboles tienen flores. Rojas, lilas y amarillas. Son hermosas. Pero soy alérgica. Miro mi piel, corroboro mi respiración, mis brazos, mis piernas. Todo está en orden. ¿Es que ya me he muerto?

Los recuerdos de anoche (¿ha pasado una noche?) comienzan a impactar poco a poco en mi cabeza como martillazos o relámpagos.

Oscar.

Kaneki.

Maxi.

Male.

Lalo.

Elena.

¡No voy a comer, Elena!

Escuchar nuevamente las palabras de Elena en mi cabeza hacen que mi corazón se encoja.

No importa dondequiera que esté: con seguridad que no es apropiado este lugar.

Me pongo de pie y trato de divisar el lugar. A mi espalda llega el ruido del agua.

Anoche me desmayé en el sótano de un antro y ahora despierto en una especie de lugar paradisíaco en mitad de la nada. ¿Cómo diablos se supone que algo así es posible? ¿Quizá sigo delirando? Oscar tenía razón: he enloquecido. Papá me busca. Mamá debe estar como loca. ¿Se habrá enterado? ¿La mujer de la YPF me habrá guardado la hamburguesa? ¿Sabrá que nunca volveré para retirarla? ¿Sabrán todos ellos que he enloquecido?

Trastabillo y camino pero debo sostenerme de un árbol. Llevo la chaqueta medio colocada ya que se me cae por las mangas y los hombros se me han descubierto con una blusa blanca.

Un ligero mareo me trona en la cabeza pero hago un esfuerzo enorme por volver a entrar a mis cabales.

Me duele.

Elena.

Me duele la cabeza.

Maxi.

Las serpientes.

Los colmillos.

La sangre.

Basta. ¡Basta! Nada de eso fue real. No PUEDE ser real.

Una vez que ya me siento segura conmigo misma, avanzo en dirección al sonido del agua. Si camino por su costa, podrá dirigirme a algún lugar seguro.

El cielo despejado y los rayos de sol se filtran por las ramas y las hojas de los árboles. El agua deslizándose y el canto de las aves brindan paz que ahora mismo me encuentro incapaz de conciliar.

Descubro un manto de agua que se extiende a unos treinta metros. Brilla el sol en ella.

Sigo caminando hasta que escucho el ruido del agua.

Hay alguien en ella.

Diablos.

Miro el suelo en busca de algo que me ayude o sirva a modo de defensa. No lo encuentro. Así que corto un poco de corteza de árbol y me aseguro que pueda servir para clavársela a alguien en las costillas. Hasta que me palpo la campera y encuentro la daga. Santo cielo, papá me mataría si se enterase que le extravié esta preciosura.

La dejo en su lugar y avanzo hasta el punto desde el cual proviene el sonido.

Camino lentamente. Un paso. Otro. La hierba cruje bajo mis pies pero el agua amortigua mis pisadas.

Hasta que llego al árbol más cercano y me escondo tras él.

Para detenerme a ver un espectáculo magnífico...

Oscar se está bañando en el río.

El sol brilla reluciente bajo su piel mojada y bronceada. Está de espaldas a mí, observando con detenimiento el bosque que se extiende al otro lado. El contraste de la luz contra sus brazos fibrosos y su espalda musculada me acelera la respiración. Retrocede un poco y el corazón me da un vuelco. El agua se mueve y descubre el comienzo de la zona baja de su espalda. Está desnudo.

Pero hay algo más que llama poderosamente mi atención.

Se trata de unas cicatrices en su espalda que rodean su columna vertebral. Son seis líneas cortas que sobresalen de sus músculos. Seis cicatrices. Son de un tono rosáceo bajo el perfecto color de su piel tostada.

De pronto escucho un ruido que proviene desde el agua.

Oscar también.

Se produce un silencio profundo y el mundo se detiene.

Hasta que algo empuja a Oscar desde abajo y lo ahoga.

—¡OSCAR!—grito y salgo exasperada en busca de su encuentro.

Sin dudarlo saco mi daga y la desenfundo. Me acerco titubeando hasta el agua mirando con desesperación en busca de algún rastro de Oscar. Ya no está donde se bañaba antes.

—¿Oscar?—pregunto mirando a todas partes. ¿Qué tan profundo pudieron habérselo llevado? ¿Y si en este lugar hay tiburones? ¿Es posible que haya depredadores en un río? ¿Cocodrilos? Oh, mierda, ¿y si un cocodrilo se llevó a Oscar? Me acerco más al agua. Podría estar peleando por su vida. Me quito el calzado con los pies y lo arrojo a un costado. Me meto y el rio me llega helado hasta los tobillos. Hace calor lo cual no es precisamente displacentero pero el miedo se ha apoderado de mí.

Sigo esperando que aparezca un charco de sangre dándome la pauta de que un cocodrilo se lo haya devorado.

No.

No.

No.

—¡Oscar!—lo llamo.

Y avanzo aún más hasta el agua. Ahora el río me llega hasta la cintura. Me quitaría la chaqueta pero ya es tarde, se ha mojado.

Hasta que escucho algo. ¿Habrá sido un pez? ¿Un ave sobrevolando la superficie del río? ¿Un coco...drilo?

—No es bueno que jugués con eso.

Mi corazón pugna por escapar de mi garganta en cuanto escucho esas palabras desde mi espalda y una mano se cierra sobre mi brazo derecho con el que sostengo la daga.

Me quitan el elemento punzante y quedo inerme.

No necesito darme la vuelta para saber que se trata de Oscar.

—No estaba jugan...

Al girarme, me encuentro con su perfecto torso con gotas de agua cayéndole por sus pectorales marcados. Mieeeerdaaaa.

Empiezo a hiperventilar mientras sus ojos verdes se clavan en los míos muertos de miedo, de excitación, de calor o de una mezcla de todo junto.

—O...O...scar.

—Es lindo tu juguete—dice mirando las inscripciones en el mango del puñal—. ¿Me lo puedo quedar?

—¡N-no!—tartamudeo sin poder quitarme de la cabeza la idea de que Oscar está desnudo ahora mismo, bañándose en el río frente a mí.

Debo luchar de manera horrible conmigo misma por no tentarme a ver directo su cintura por si el agua permite evidenciar más allá de lo permitido.

—Me gusta coleccionar de estos—señala y se lo intento quitar.

Él con un movimiento habilidoso lo gira y la punta del puñal queda frente a mis ojos.

Los segundos que está la punta a pocos centímetros de mí, parecen interminables. Él no haría eso.

Acto seguido, quita el puñal y también quita su mano de mi pecho. Me estaba sosteniendo para no caerme sobre el filo. Oh, gran idea, cabrón.

—Es divertido—dice él—. ¿Cómo dicen los viejos? ¿"Como quitarle el dulce a un bebé"?

Le arrojo una mirada asesina que lejos de intimidarlo parece divertirlo aún más lo cual no termina de enfurecerme. Tengo la sensación de que mientras esté desnudo, podría perdonarle cualquier cosa.

—Dale, ¿por qué mejor no nos divertimos un poco?—dice él—. Sacate la ropa y metete al agua conmigo.

El rubor me hace arder las mejillas.

—NO—le suelto, decidida. O con una decisión un poco fingida.

—Dale, el agua está riquísima. Y tu ropa necesita secarse, en algún momento te la vas a tener que quitar.

—No lo voy a hacer adelante tuyo—le digo.

—Pues, yo no tengo complejos con eso—me guiña un ojo, y nuevamente mirar hacia abajo es una tentación imparable.

—No son complejos. Simplemente no se me antoja compartir mi intimidad con una persona como vos.

—¿Cómo soy yo?

—Tan...—lo observo.

Tan despreciable, idiota, testarudo, poco tolerante, pendenciero, misógino, imbécil, cabeza dura.

—¿Tan?—insiste—. ¿Sexy, hermoso, deseable, musculoso, caliente? Vamos, puedo notarlo.

—¿El qué?—pregunto, sorprendiéndome a mí misma de no negarle lo que acaba de decir refiriéndose a sí mismo. Ah, olvidaba un calificativo muy propio de Oscar: engreído.

—Puedo notar cómo me mirás. Puedo notar tus mejillas enrojecidas al estar tan cerca. Puedo notar tus ojitos desde cada una de las ventanas de tu casa cuando me quito la camiseta para cortar el césped en la casa de tu viejo.

Mierda, mierda, mierda.

Para peor añade:

—¿A que soy irresistible?

—¡Sí! Digo, ¡no! ¡No sos imbécil, irresistible! Digo, ¡imbécil, no sos irresistible!

Oscar marca una media sonrisa con su gesto cargado de picardía y el mensaje me llega sin que sean necesarias las palabras. "Te atrapé, Lucy".

—Vámonos de aquí—dice Oscar y me da la espalda—. Tenemos mucho por hacer.

Y sale del agua.


Mis ojos se quedan pegados como un imán a su piel que brilla bajo la luz del sol.


https://youtu.be/j1KAVSh6iUg

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