Once


Once

—Dime —pidió Max sin miramientos. Pero Adrián no contestó. Su expresión se volvió triste—. ¿Qué pasa Adrián?

—Evelin me miente todo el tiempo Max —empezó—. Y aunque cuestione su actitud, créeme que valoro sobremanera su intención. Dice estar bien cuando no lo está. O niega que haya pasado algo que yo sé que ha ocurrido. Es buena engañando, pero conmigo es inútil. Y sé que tú la apoyas —Max hizo amago de explicarse pero Adrián lo detuvo—. No te inquietes, te entiendo, yo haría también lo que fuera por ella —tranquilizó—. En fin, ella tiene muchos amigos verdaderos, pero al fin y al cabo yo sigo siendo su única familia, y si algún día yo faltase, no sé qué sería de ella —Max lo oía atentamente, contemplando el rostro ceniciento de un padre angustiado—. Con su carácter fingiría estar bien siempre para no incomodar a nadie y eso con su enfermedad es muy peligroso, por no llamarlo suicidio —suspiró—. Yo veo que la quieres Max —afirmó el doctor mirándolo a los ojos—. Lo sé por el modo en que la miras, por tu tono al hablar con ella —rió quedamente—, por cómo te desvives en atenciones y le apoyas en sus patrañas. Haces de todo para hacerla sonreír —Max sonrió a su vez al verse descubierto—. Quiero apelar a ese cariño, Max. Necesito contar contigo. ¿Ya te he dicho que serías un yerno estupendo? —bromeó Adrian al finalizar su oratoria. Max solo asintió y se echó a reír.

En realidad nunca dejaba de repetirlo. No perdía ocasión para decirlo, recordaba Max.

—Si estuviéramos en el siglo XIX, con tu consentimiento me bastaría, Adrián —agachó la cabeza negando—. Pero sabes que puedes contar conmigo —Max miró con convicción—. Yo cuidaré de ella siempre. Pero de ahí a ser algo más, no depende solo de mí. Que solo yo la quiera no es suficiente —musitó.

—Ella también te quiere, Max —el susodicho lo miró de sopetón—. No me lo dijo, pero conozco a mi hija, y sé que también tiene esos sentimientos hacia ti. Pero sí lo que te da reparos es su enfermedad tan traicionera...

—Adrián, por favor, cómo se te ocurre —lo interrumpió con ahínco.

—Lo sé, era broma —calmó el hombre— Tienes mi consentimiento, hijo. Ahora, ataca —añadió en susurro cómplice.

Max rió, era como si Adrián estuviera dando la orden a un perrito. Y de hecho esa había sido  su jocosa intención.

Adrián por su parte se sentía mejor, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Cuando iba subiendo por las escaleras, Max volvió a hablarle pidiéndole prestado el portátil. Tenía una tarea que realizar y estaba ansioso por hacerlo. El día anterior, Laila, la amiga de Evelin, había pedido encontrarse con él a solas porque quería hablarle de ella.

—Coge esto —Laila le pasaba un pendrive—. Te ayudará a conocerla mejor.

—¿Qué es?

—Mi entrevista con ella. Ya lo verás. Cuídalo, formará parte de mi tesis doctoral. Ah, como Evi te pille viéndolo, diré que tú me has obligado a dártelo —Max rió de su absurda idea. Laila ya se marchaba, pero a unos metros se detuvo—. Oye, mira la versión sin editar, no tiene pérdida  —gritó.

Y eso iba a hacer en ese momento. Abrió el archivo y Evelin apareció en pantalla. Qué guapa está, observó. Sonriendo como siempre, con el pelo de cualquier manera, llevaba puesta una camiseta gris muy parecida a la de su pijama y unos pantalones con bolsillos a los lados de las rodillas. Estaba sentada en una silla en medio del salón, tenía las piernas cruzadas y balanceaba un pie constantemente. Como hacía siempre que algo la impacientaba.

Laila había contado lo mucho que le costó ponerla delante de esa cámara. Pero no conocía otra persona como ella, así pues no pudo por más esforzarse por conseguirlo y alegó que valió la pena.

—Dime algo para optimizar el audio —pidió Laila detrás de la camara.

—Algo —respondió Evelin sin interés.

—Eso no me vale —se quejó.

—Pues pregunta. Creí que sería una entrevista, no un monólogo —sus labios estaban contraídos en una mueca jocosa.

—¿Te gustan las trufas? —preguntó Laila. Evelin frunció el ceño al pensar.

—Me suena esa palabra. ¿Qué es?

No lo sabía en verdad, observó Max con sorpresa.

—Es chocolate. De pequeña era lo que más te gustaba —contó Laila.

—Ah. No lo recuerdo —replicó Evelin, intentando no demostrar su desasosiego al no acordarse de "algo" de su pasado, dejando notar esa parte de su personalidad en la adolescencia, cuando quería aparentar desdén hacia todo.

—He preparado unos para hoy —mencionó Laila. Seguido, Max oyó unos pasos alejarse de la escena, mientras, Evelin tenía la vista fija en algo que estaba solo en su mente. Max recordó el primer día en el hospital, cuando mantuvo esa misma mirada fija en él, intentando atraerlo en su memoria. Sonrió al recordarlo.

Max valoró que Laila empezara la experiencia con algo sencillo pero relevante, aquello estaba haciendo pensar a Evelin. Si lograba sacar algo en claro con un ejercicio así, los recuerdos importantes también volverían con sus estímulos correspondientes, pensaba Max mientras seguía observando las expresiones de Evelin ante la cámara. Notaba inquietud en sus fracciones, esa experiencia la estaba haciendo enfrentarse a una parte muy sensible de su vida. Cuando Laila volvía a acercarse, ella de inmediato adoptó una semblante desenfadado, ignorando que la cámara captó ese intento de ocultarse.

—Toma —Max vió a Laila entregar a Evelin un chocolate envuelto como un caramelo para después volver a su puesto tras la cámara.

Evelin lo abrió y miró la pieza con aprensión.

—Esto tiene pinta se surrullo —observó.

—Bonito vocabulario —replicó Laila.

—Oh, disculpe usted —pronunció con falsa pena—. Esto tiene aspecto de un excremento bien puesto por un caniche con pedigree —desvalorizó.

—Perdona, pero eso que tienes ahí es un lujo y cuesta mucho hacerlos —masculló Laila.

—Pues chica, si te ha costado tanto hacerlo, haberle puesto una forma más comestible. ¿No te parece? —terció a la vez que dada vueltas a la pieza de chocolate en el aire.

—Son así. Y tú, aún con forma de caca de perro te los comías a puñados.

—Ahora entiendo por qué reprimí ese recuerdo —musitó Evelin elevando las cejas con aprensión.

—¡¿Te lo vas a comer o no?! —profirió Laila irritada.

—Que sí, no te sulfures, tía, ya voy —reculó. Evelin se había propuesto sacar de quicio a su amiga.

Se llevó el chocolate con pinta rara hasta su boca. Le dio unas cuantas vueltas y luego de saborearlo, levantó el pulgar aprobando.

—¿Al final te gusto, eh? —Evelin unió sus dedos índice y pulgar indicando que estaba excelente— ¿Percibes algo? —consultó Laila.

—Sí, tiene un gustito de… Bah, no puedo emitir un juicio con tan poco material. Dame otro —pidió.

—Ahora no. Cuando acabemos será tu premio —Evelin chasqueó la lengua con disgusto.

Unos segundos después, Laila dio comienzo a la entrevista.

—¿Dime, cómo te sientes ahora? Ha pasado un año desde tu último AIT.

La entrevista es de hace un par de años, Evelin tenía diecinueve.

—Ahmm... Estoy bien —asintió—. Sé que he enloquecido un tiempo, pero ya he sentado la cabeza —desdeñó.

—¿Cómo te lo tomas ahora?

—Con calma —rió quedamente—. El tiempo no irá más lento ni más rápido. Aprendí a acompañarlo, no ha intentar vencerlo.

—¿Si pudieras cambiar algo en tú vida, qué sería?

—Lo que menos tolero en mi vida. Las cefaleas.

—¿Nada más?

—No. Sé que esperas que diga que cambiaría mi cardiopatía, pero estimo que lo que me ocurre me ha moldeado a como soy ahora. Nací así, no conozco otra vida.

—De acuerdo. Tengo entendido que sufres otra dolencia no sintomatologica tras el accidente que te trajo las cefaleas. Las lagunas de memoria —Evelin asintió—. ¿Qué es lo más claro que tienes como recuerdo? Dime lo primero que te venga a la cabeza.

—El accidente.

—Háblame un poco de ese día.

Evelin soltó un suspiro y dejó caer los hombros mirando al techo.

—Al despertar en el hospital —empezó a decir—, comprendí por qué estaba allí porque la escena anterior al desmayo estaba fresca, un tanto borrosa, pero pude entenderlo. Las imágenes venían a mi mente como rafagas de fotografía. Mis abuelos hablándome a gritos y yo que no oía nada, estaba como dentro de una caja que me aislaba —contó inmersa en aquel instante—. El coche volcándose. El primer golpe contra el asfalto boca abajo. —La mirada de Evelin se había quedado prendada en la nebulosa de sus recuerdos.

—¿Cuándo comprendiste que tenías lagunas en la memoria?

Al oír la voz de Laila  con otra pregunta, Evelin parpadeó para centrarse y volver al presente. Aquello no estaba resultando ser muy sencillo para ella. Se concentró tratando de encontrar la respuesta que su amiga requería.

—A la par de horas de despertar, más o menos. Cuando mi padre me trajo este colgante —se encaramó de la medalla de su collar—. Dijo que tuvieron que quitármelo para hacerme las curas. Y yo no lo reconocí. Le dije que no era mío. A mi padre se le borró la sonrisa poco a poco. 

—¿Qué hizo Adrián?

—Salió apresurado buscando mis resultados del escáner. El doctor y él me hicieron preguntas sencillas de procedimiento. Unas contesté fácil, otras me costaron. Y yo en lo único que pensaba es en que no recordaba ese colgante ni por qué debería importarme. Pero luego me preguntaron cómo se llamaban mis abuelos, y no lo recordaba. Mi apellido, no lo recordaba. Dónde vivo, no lo recordaba. El nombre de mi padre, no lo recordaba —añadió con la voz apagada—. Les pregunté entonces dónde estaban mis abuelos, que quizá hablando con ellos recordaría sus nombres y el de mi padre también. Mi padre me lo dijo. Mis abuelos habían muerto en el mismo coche en el iba yo —contó acongojada. Laila creyó necesario otorgarle un minuto, sin embargo Evelin volvió a hablar—. ¿Y sabes qué fue lo que pensé?: Mierda, y ahora cómo recordaré nada... Solo me preocupaba lo mío. Me daba igual que dos personas fundamentales en mi vida perecieran a mi lado —contó encogiéndose de hombros y negando con la cabeza, aún incapaz de perdonarse por aquel momento—. Pero para bien o para mal, cuando me fijé en el semblante destrozado de mi padre y en sus ojos rojos de tristeza, acabé dándome cuenta de mis inaceptables pensamientos. Me sentí la persona más mezquina y ruin del mundo —confesó agachando la cabeza avergonzada por aquel episodio.

—¿A tú padre lo recordabas a la perfección?

—No exactamente, es algo complicado de explicar.

—¿Qué determinaron a raíz de todo? —retomó Laila la palabra tratando de desviar la atención de Evelin de sus pesares. Ella sabía cuanto su amiga lamentaba haber olvidado a las personas que tanto amaba y los momentos más importantes de su vida.

—Lagunas de memoria —terció recomponiéndose—, con probabilidad de ser transitoria o permanente. No encontraron ninguna lesión en mi cabeza, fue por un golpe.

—¿Tú padre no te hablaba de las personas a las que no recordabas?

—Me hablaba de mis abuelos y de mi madre con más insistencia. Me enseñaba vídeos y fotos. A veces me contaba historias y mezclaba a personas nuevas en ellas, pero poco los retuve, creí que con el tiempo regresarían a mí así que los relegué a un segundo plano. De ese modo olvidé a mucha gente. —Su rostro se contrajo en una expresión de reproche—. Hoy, después de años aún no he acabado de recuperar la memoria. Y sé que para cuando lo haga será tarde porque esas personas que olvidé, también me olvidarán —Max agachó la mirada, aquello no era cierto—. Cuando mi padre decidió venir aquí para empezar una nueva vida, sentí que era una señal para que ya no intentase buscar a nadie que haya olvidado.

Ella se cerró. Ella simplemente enterró sus recuerdos, pensó Max.

—¿Cuándo empezaste a recordar algo?

—Después de la primera crisis de cefalea. A los seis meses del accidente aproximadamente.

—¿Cómo llegó?

—Como un sueño. Lo veía en forma de imágenes sobrepuestas, parecían espejos que venían uno sobre otro. Oía las palabras susurradas en mi oído.

—¿Qué recuerdo era?

—Yo estaba llorando porque estaba muy triste. Apareció mi abuela para consolarme. Yo lloraba porque ese día mis compañeros del colegio hacían tarjetas para sus madres por su día. Y yo no tenía madre, solo abuela, y na había día de la abuela —rió melancolía—. Entonces ella me dijo que debía ser fuerte. Porque aunque las personas que amamos se hayan quedado por el camino, nosotros seguimos caminando, no podemos quedarnos en el recodo llorando la pérdida, porque sino se nos olvidará hacia dónde debemos ir. Podrías acabar volviendo atrás en vez de seguir adelante. Y tu madre no hubiera querido eso para ti, es tu madre. Y es entonces cuando dejé de sentir pena por mi misma —reconoció con valor.

—¿Y el siguiente recuerdo cuando lo obtuviste?

—Casi un mes después. Tras otra cefalea. Parece como si estas movieran algo ahí dentro.

—Pero aún así no les ves beneficio —afirmó la entrevistadora, sin ningún cuestionamiento.

—Se dice del dolor del parto que es muy doloroso. A mi una mujer con cefalea en racimo y que tiene un hijo me dijo que esto es aún peor. No, no me importan sus beneficios si es que en verdad tienen algo que ver —afirmó contrariada.

—De acuerdo. ¿Cuál fue ese segundo recuerdo?

—El del día del accidente. Solo que con mayor detalle —terció incómoda.

—¿Qué has visto o sentido de diferente a lo que conocías, cómo llegó a ti?

—Estaba dormida. Empezó a manifestarse también en un sueño. Reconocí a mi abuelo, él no dejaba de llamarme. También vi a mi abuela, estaba llorando. El abuelo no dejaba de mirarme y gritarme. Recuerdo que me sentía ahogada y al mirar hacia adelante, a la carretera, vi cómo el coche levantaba el morro de repente. Luego el dolor de los golpes me causaron un estremecimiento. La oscuridad. Y desperté.

Laila esperó unos segundos y prosiguió.

—¿Siempre se te presentan así los recuerdos? ¿Como un sueño o pesadilla?

—A veces sí. Otras llegan sin más, como si de pronto recordara que tenía un compromiso y lo olvidé, viene a mi mente sin previo aviso.

—¿Qué sensación produce en tí?

—La mayoría parecen recuerdos ajenos —suspiró—, no los siento como míos. No los reconozco.

—No te conmueven —aclaró Laila. Evelin miró el objetivo de la cámara y asintió con parsimonia, como cuando uno se encuentra de repente con la respuesta a sus incógnitas—. ¿Te molesta que sea de ese modo? —Evelin miró a su entrevistadora.

—¿Que si me molesta ser inmune a los recuerdos que de cuando en cuando me muestran a la familia o la vida que tuve? —preguntó irónica—. Sí —se respondió con vehemencia.

—¿Por qué crees que no te conmueven los demás recuerdos?

—Porque creo que, con las imágenes no llega la emoción correspondiente al recuerdo —calló unos segundos, suspiró y volvió a hablar—. Mi padre dijo que fue una bendición que olvidara, porque así no he sufrido por la pérdida. Pero yo creo que, el que no me duela la partida de mis abuelos, es inaceptable —señaló indignada. Miró hacia delante, a algún punto distante—. Ahora los tengo más reconocidos. Pero en aquel entonces era muy difícil. Yo veía el dolor absoluto de mí padre e intentaba empatizar con su dolor. Pero solo lo hacía por él, sabes. Solo lo hice por él, no porque me doliera a mí perderlos. Fingía que los recordaba al menos un poco cuando mi padre me lo preguntaba, solo para hacerlo sentir mejor. Luego me la pasaba llorando porque me sentía como una persona de hielo, sin sentimientos —contó acongojada.

Pobre niña, pensaba Max con el corazón en un puño.

Laila esperó unos segundos prudentemente antes de continuar.

—¿Cómo es tú relación con él? Con tu padre.

—Para mí, Adrián es la persona más importante en el mundo. Él es todo lo que tengo. Nunca tendría un padre mejor que él.

—¿Se lo dices a él? ¿Le hablas de tu cariño?

—Siempre. Siempre —asintió con seguridad—. Callar no es una opción para nosotros, nunca se sabe que pasará mañana.

—¿Cómo llevas el tener tres problemas de salud tan intrincados?

—Sinceramente, me jode mucho —Max rió irremediablemente al oírle decir aquello, él pensaba en la misma palabra.

—¿De qué modo los aguantas? Quiero decir... —Laila quería enmendarse.

—¿Qué cuál es mi motivación para aguantar?

—Ha sido una mala pregunta, lo siento.

—No, tranquila la contestaré —sonrió—. A mí, mi propia vida me importa lo que dos pimientos morrones. Mi motivación real es mi padre, él vive por y para mí y yo soy todo lo que tiene. No quiero hacerle sufrir más de lo que sufre teniendo ya un problema con patas correteando a su alrededor —remató sardónica—. Por eso hago todo lo que puedo para facilitarle la vida.

—¿Has pensado en tener, buscar, o dejar entrar en tu vida algo o alguien que te haga valorar tu vida de la manera en que los demás la valoran por tí?

—¿Te refieres a un tío? —agudizó la voz.

—Sí. Personalmente sé que nunca lo has intentado, por lo menos no enserio.

—De pensar, pienso, pero sé que es una tremenda estupidez.

—¿Por qué?

—Esa pregunta se responde sola, Laila.

—Yo quiero oír tu razonamiento, por favor.

—Bien —bufo—.¿Quién en su sano juicio decidiría caminar encima de las brasas teniendo la opción de coger otro sendero? —espero un segundo dando dramatismo a su pregunta al parecer, retórica—. Exacto. Nadie. Punto.

—¿Es que tenía que contestar a ese planteamiento absurdo? —obvio Laila apartándose por un momento de su papel de entrevistadora imparcial—. De acuerdo. ¿Y si lo hiciera por seguirte? ¿Porque el "tío" quiere hacerlo? —Evelin negaba rotunda con la cabeza—. Quizá no le importe quemarse —continuó Laila.

—Tal vez no le importe quemarse en un primer momento, pero después quedarán las heridas y estas serán profundas. En lo que tarden en curarse, dirá: no debí haberlo hecho, no valió la pena.

—¿Por qué piensas así? Todo él que se mete en un camino tortuoso sabe lo que le espera.

—Por pensar así justamente.

—Explícate.

—Si me considera un camino tortuoso y sabe lo que le espera, no será tan estúpido de seguirme desde un principio, no crees —obvió—. Y si es tan insensato como para estar dispuesto a hacerlo, cómo voy yo a permitirle yo que me siga —negó con la cabeza otra vez, se estaba convirtiendo en un tic para ella, pensaba Max observando—. No puedo ser tan egoísta.

—No serías egoísta. Estarías aceptando "su" decisión y tú optarías por ser feliz.

—No duraría. Lo que sienta por mí acabaría convirtiéndose en pena. Luego lástima. Luego desprecio. Y al final amargura.

—Eso no lo sabes. Tal vez sea todo lo contrario.

—No tengo derecho de privar a nadie de una vida real. Con sus idas y venidas. Planes...

—¿Tú vida no es real? —la interrumpió Laila cada vez más impaciente con la terquedad de su amiga.

—¡Es una puta pesadilla! —afirmó Evelin abriendo bien los ojos. Luego, como si se acabara de oír a sí misma agachó la mirada—. Mi psicólogo estaría orgulloso de mí ahora mismo —masculló con voz queda.

—¿Eres consciente del mal concepto en que te tienes a ti misma?

—Solo soy realista.

—Pesimista diría yo.

—Esa es tú opinión —rebatió Evelin.

—Y la de muchos.

—Yo estoy bien así. Viviré lo que pueda vivir, lo que esté al alcance de mis posibilidades. No pretenderé ir más allá de mis límites.

—¿Qué harás si un día se presenta delante de ti lo que no puedas rechazar?

—¿Estas hablando de un tío otra vez? —inquirió Evelin.

—Sí.

—Vaya. Ehmm. No lo sé. Ignorarlo supongo.

—Pero tú no quieres ignorarlo. Te conozco —afirmó Laila. Evelin por su parte bufaba ante la insistencia de su amiga con el tema.

—El día que ocurra, te lo diré. Y comprobarás la respuesta. De momento es así como pienso. Es inútil que insistas. Y si no te importa, podríamos guiar por otros derroteros la entrevista, por favor —finalizó cruzándose de brazos.

Laila siguió preguntando sobre otras cuestiones.

Max se detuvo en las palabras de Laila. Evelin sí que se tenía en muy mal concepto. Ponía en primer término lo que consideraba su deber antes que sus sentimientos.

Tú no quieres ignorarlo, le dijo Laila. Por su puesto que quiere vivirlo, como todos. Pero será muy difícil hacerla cambiar de parecer. Lo tiene muy arraigado, pensaba Max.

—Bien hemos acabado por hoy —proclamó Laila atrayendo la atención de Max al vídeo otra vez.

—¿Y mi premio? —pidió Evelin levantándose.

Antes de apartarse de la cámara se agachó a su altura y se despidió. Sonrío con picardía e hizo un gesto disparando una pistola imaginaria y guiñando un ojo.

—Sayonara baby —pronunció emulando a Terminator y desapareció de escena.

—Muy bonito —protestó Laila a lo lejos.

—Si lo vas editar, quejica —replicó Evelin.

Max era ahora una maraña de sentimientos que estaban a punto de hacerlo sufrir una crisis de ansiedad.

De pronto una inseguridad tomó cuenta de su pecho.

—¡Eh!... —llamó una voz suave desde la puerta.

Max levantó la mirada de sopetón. Evelin lo sacó de su letargo y él sonrío irremediablemente al verla, olvidando el modo en que empezaba a sentirse.

¿Inseguridad? Por supuesto que no. No dudaba de lo que quería. La tenía justo delante. Aunque le costase esfuerzos sobrehumanos, la convencería de su error.

—¿Qué haces? —peguntó ella al cabo de estudiar la expresión cambiante de Max.

—Estaba mirando mis correos.

—¿Está todo bien? —Evelin era demasiado perspicaz, no se le pasaba ni una.

—De fábula.

—Vale—articuló— Vamos a desayunar. ¿Vienes?

—Sí. Ahora mismo bajo.

Al final ella asintió y se marchó. Max apagó el ordenador y guardó a buen recaudo el pendrive. Luego bajó a desayunar mientras iba imaginando su primera jugada.

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