☁ Teléfono perdido.
Laura había tenido un día tranquilo, que, hasta pasadas las seis de la tarde, nada había logrado opacar. Nada hasta el instante en que decidió guardar su celular en el bolsillo menos seguro de su maleta, aquel en que nunca lo había guardado a sabiendas de que podía salirse o podían sacarlo.
Sin embargo, Laura pasó al rincón más apartado de su cuarto, sentándose en el suelo, con gotas saladas escurriendo hasta el suelo.
Su madre preguntando qué le pasa sólo empeora todo, porque ella ni siquiera trata de regañarla, aunque le explica la situación. Al contrario, la mujer trata de reconfortarla, hablándole de que lo material va y viene, pero eso no la hace sentir mejor, mucho menos cuando su madre, ya desesperada se retira alegando que sufre por ridiculeces.
Laura ahoga un pequeño grito, que quiere lanzarle a la otra, porque no es acerca de si el error es pequeño, de si es tonto, si no vale la pena. Es acerca de la inutilidad, de la torpeza y de las malas decisiones. Grande, pequeño, cuando hace algo mal no se detiene a mirar la magnitud, lo hizo mal y es todo lo que ella ve.
Lo que le atormenta no es haber perdido su teléfono móvil, porque no es tan vacía y materialista, lo que le atormenta es el hecho de que pudo haberlo evitado, y si pudo hacerlo y no lo hizo, no es lo suficientemente buena ni capaz, no está calificada como persona, y no está calificada para vivir.
Le atormenta todavía más como es evidente que se ahoga a si misma dentro de un vaso de agua, mientras todos a su alrededor chapotean por ahí, riendo, porque para los otros nunca podría ser tan doloroso, después de todo, no fueron ellos los que se equivocaron y no son ellos los que merecen ser castigados.
El filo de la cuchilla pasa por su mente, brillante y seductor, pero no está interesada desde hace mucho tiempo. El dolor que puede causarse es mucho más fuerte que el de cortar sobre su piel, el dolor que quiere causarse es más fuerte que cualquier sensación en su cuerpo, porque es dolor del alma, el que más hiere, y el que le da más paz.
Porque en momentos en que se siente tan idiota, tan insignificante e indigna, el atormentarse con auto desprecio se vuelve un consuelo, porque nadie más va a castigarla y debe hacerlo por sí misma, porque sólo ella sabe lo que puede lastimarla, sólo ella sabe cómo hacerse daño, tanto que logre sacarle una sonrisa de satisfacción, porque en su mente ningún castigo es demasiado, porque lo merece. Sabe que lo merece.
Merece haber errado, merece sentir que todo a su alrededor se derrumba por la cosa más simple y banal, y merece, desde luego, el dolor que representa repetir en su cabeza, como si fuera una grabadora averiada, cada uno de sus errores desde que tiene uso de razón, cada vergüenza que pasó y cada camino que pudo haber elegido en lugar del que tomó.
Laura no llora porque perdió un teléfono móvil, llora porque se odia a sí misma, y cada diminuto hecho se vuelve razón suficiente para escupirse en su propia cara.
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