4-VII

María y Alejandro corrían desesperados por el cementerio. Tenían a dos zombis pisándoles los talones. El pequeño Yerandy, en brazos de Alejandro, se había quedado completamente inconsciente y estaba totalmente enchumbado en sudor. Su cuerpo ardía al tiempo que los latidos de su corazón estaban desbocados.

Corrían por el entramado de tumbas dispuestas organizadamente en hileras. Habían sentido el rotor del helicóptero, pero estaban tan enfrascados en huir de sus agresores que no le prestaron atención. Tampoco lo hicieron cuando comenzaron los disparos en la calle, para entonces, ellos estaban alcanzando la salida trasera del cementerio.

Los pies de María comenzaban a sufrir, el correr descalza era una prueba sumamente difícil para la joven, en sus delicados pies comenzaban a aflorar las primeras ampollas y el dolor comenzaba a restarle velocidad.

La puerta de salida, estaba a escasos metros de ellos, los dos zombis que les perseguían casi les estaban dando alcance. Estos, no era mitigados por el cansancio y podían resistir cualquier cosa que se les pusiera en frente.

Alejandro rebasó la puerta y tirando de una de las rejas metálicas cerró una de sus hojas. Le realizó una seña a la madre del pequeño y salió corriendo. María fue directo hacia la otra reja y la cerró tan rápido como pudo, sus pies le dolían demasiado y sentía los latidos de su corazón en ellos. Su respiración era irregular, denotando el gran esfuerzo que realizaba para mantener el ritmo de la carrera.

Cuando por fin logró cerrar la puerta, se dispuso a seguir corriendo, pero una mano se aferró a su blusa a través de los barrotes de la reja. Esta, la detuvo en seco y casi cae al suelo, el muerto tironeaba de ella con énfasis desenfrenado, quería darle alcance e hincar sus dientes en su carne a como diera lugar. Tenía a su víctima tan cerca que casi podía sentir su sabor.

La joven no dejó de luchar, estaba convencida de algo, haría lo que fuera necesario para encontrar ayuda para su pequeño hijo. En el forcejeo por liberarse, zafó los botones de la blusa quedando en ajustadores en el medio de la calle. Por un instante, se olvidó de su pudor, lo único que le interesaba era salvar la vida de su pequeño.

El muerto que la sostenía se quedó forcejeando con la reja en un intento vano de retomar el control de su presa. A él, se le sumó el otro perseguidor y ambos quedaron ahí, extendiendo sus brazos a través de los barrotes y lanzando dentelladas al aire.

Alejandro había encontrado el consultorio que había mencionado, pero estaba cerrado. El médico que ahí trabajaba, no había logrado llegar a su trabajo en el día de hoy puesto a que la entrada al pueblo había sido prohibida por los militares. Sin embargo, el joven fisiculturista, sabía que dentro, podía hallar valiosos insumos médicos que podrían servirle de ayuda para, aunque sea, bajarle la temperatura al menor.

Le bastaron dos buenas patadas para que la cerradura de la puerta cediera y que esta se abriera. En ese preciso momento, se sintió una explosión mucho más cerca de lo que le hubiera gustado, miró a todos lados, pero todo continuaba igual, sin nadie a la vista.

Entró desesperado al local y fue directo a la consulta pasando el recibidor lleno de incómodos asientos, donde esperaban a diario los pacientes para ser atendidos. Colocó al pequeño encima de una camilla metálica y se direccionó a un estante de metal que había en una esquina.

Tal como había esperado la puerta del estante estaba cerrada con llave, pero esta, en el centro tenía un amplio cristal que dejaba ver el contenido del mismo. Vaciló un instante, dudó entre romper el cristal o no hacerlo. Estaba teniendo una lucha interna con su subconsciente, por una parte: se decía que no lo hiciera, que no se metiera en más problemas, ya había entrado a la fuerza al consultorio, eso sería más que suficiente para ir a la cárcel por varios años. Por otro lado: no quería dejar al pequeño ahí tirado, sin recibir ayuda, estaba seguro que adentro había algún medicamento que le bajaría la fiebre.

Al final se decidió, tomó en sus manos un porta suero metálico y luego de sopesarlo un instante, lo abanicó contra el cristal. Este se quebró al instante dándole acceso a los medicamentos.

En ese preciso momento, entró a la consulta María, al entrar dio un portazo cerrando la puerta que daba acceso a la sala de espera. Alejandro se llevó buen susto con el ruido a sus espaldas, en un acto reflejo se giró dispuesto a usar el porta suero como arma. Quedó sorprendido al ver a maría semidesnuda delante de él y abrazando a su pequeño.

Ella, automáticamente se cubrió sus pechos interponiendo a su hijo entre ambos. Alejandro, apartó la mirada apenado.

—¿Qué le sucedió a tu blusa? —Quiso saber.

—Intentaron atraparme, me agarraron por la blusa y la única manera que encontré fue deshacerme de ella —dijo María casi en susurros.

—Ten, cúbrete. —Alejandro se quitó su pullover y se lo cedió.

—Gracias, no tenías que preocuparte. —Se colocó la prenda rápidamente sintiéndose así mucho más cómoda. —Has encontrado algo, porque por lo visto no hay médico.

—Encontré el stock de medicamentos, hay que ver si hay alguna dipirona dentro —dijo nerviosamente Alejandro.

—Está muy caliente, esto no me está gustando nada.

Alejandro comenzó a rebuscar en el aparador con cuidado de no cortarse con los cristales puntiagudos. No entendía el nombre de la mayoría de los frascos que sacaba, si alguno servía para bajar la temperatura, lo desconocía.

María no paraba de abrazar a su hijo, este, estaba ardiendo, pero en su interior, su cuerpo estaba cediendo al letal virus. La herida en su brazo, comenzaba a tomar una coloración violácea y sus bordes estaban algo hinchados.

—¡Al fin algo que conozco! —Exclamó Alejandro sosteniendo en sus manos un blíster de dipirona.

—Yerandy, vamos, toma tu medicina. —El niño no reaccionaba y se encontraba flácido en los brazos de su madre.

Para Yerandy, ya era demasiado tarde. Su corazón se había detenido y su vida con él. María sacudió levemente al pequeño, incrédula de que no se levantase.

—Vamos, Yerandy, despierta, despierta. —La desesperación se apoderó de la mamá y por primera vez en la vida se sintió cayendo a un abismo sin fin.

—María… —Alejandro le sostuvo de la mano, ella le miró con los ojos abnegados en lágrimas—. Se ha ido, lo siento, yo… —No encontraba las palabras para expresar lo que sentía.

—¡Aaaaggg! ¡Ese maldito hijo de puta mató a mi niño! —Su grito de dolor se hizo sentir por encima de los disparos que se escuchaban en la calle—. Juro que le haré pagar por lo que le hizo, de no ser por él, mi hijo seguiría vivo. —Lloraba desconsoladamente.

Alejandro, solo la dejó desahogarse, sus ojos, al igual que los de ellas, se encontraban llorosos, se había encariñado con el pequeño y había hecho hasta lo imposible por defenderlo hasta el último momento. En su pecho sentía rabia, pero a la vez, compasión por aquella mujer desconsolada.

Varios pasos en la sala de recibimiento del consultorio los pusieron sobre alerta. Si bien podía ser cualquiera, sus pensamientos fueron dirigidos hacia aquellos seres que los perseguían. Alejandro agarró el porta sueros en sus manos y lo apretó fuertemente, se posicionó detrás de la puerta, esperando a que esta se abriera para golpear con todas sus fuerzas a quien entrase.

María, por su parte, solo tenía ánimos para llorar y abrazar a su pequeño hijo. Yerandy, a pesar de haber sido mordido, no se levantaría de su muerte, la transformación a zombi era demasiado violenta para que su escuálido cuerpo pudiera resistirla. Él, estaba muerto de veras, Macrófago vitae, no era capaz de regenerar vida en un sistema nervioso tan inmaduro como el de un niño de cinco años. Esto, era un dato que, sin duda, le hubiera gustado conocer a Méndez, pero él no estaba ahí para registrar dicho hallazgo.

La puerta se abrió suavemente y Alejandro abanicó la barra metálica con toda su fuerza. Golpeó con fuerza el marco de la puerta, la barra pasó a escasos centímetros del rostro de quien entraba; el cual, a su vez, le propició un fuerte golpe en la cara a Alejandro con la culata de un fusil, dejándolo aturdido por unos segundos. Para cuando logró reaccionar, tenía a dos hombres apuntándole justo a la cara.

—Ni se te ocurra moverte —ordenó Junior, Alejandro retrocedió par de pasos y soltó el porta suero, el cual tintineó en el suelo.

—No me mate, pensé que era uno de esos locos —dijo Alejandro suavemente.

—¿Estás solo? —Preguntó Jesús.

Alejandro negó con la cabeza y señaló con la misma en dirección a María. Ella estaba ahogada en llanto abrazada a su hijo en un rincón. Ambos soldados entraron, a la consulta, Jesús se quedó recostado a la puerta, apuntando a la entrada, Junior se acercó al joven y se percató de la mujer en el rincón.

—Soy Junior, Teniente y líder del escuadrón de los boinas rojas ¿Qué sucedió? —Quiso saber el Teniente.

—No lo sé —dijo Alejandro pensativo—. La guagua en la que veníamos sufrió un accidente, luego apareció aquel joven militar y segundos después aparecieron esos desquiciados para matarnos. Logramos escapar por los pelos, pero el hijo de ella no lo logró, le mordieron y acaba de fallecer.

—¿Un militar?

Alejandro afirmó sin mediar palabras, el hombre frente a él le miraba incrédulo, como juzgando sus palabras. Este negó con la cabeza, recordaba a la perfección como hace minutos atrás aquellas personas se le habían lanzado encima a su escuadrón y habían diezmado sus tropas en un abrir y cerrar de ojos.

—Teniente, ¿sus órdenes? —Dijo el hombre en la puerta.

—Tenemos que seguir avanzando, no podemos devolvernos por donde vinimos, esas personas nos superan en número. Trataremos de llegar a la barricada que se montó al otro lado del pueblo.

—¿Qué pasará con nosotros?

Junior miró al joven frente a él, sabía que no podía dejarlos abandonados a su suerte, pero cargar con ellos sería una responsabilidad importante. Él y su soldado, estaban entrenados para enfrentar lo que fuera, el joven a simple vista portaba una buena condición física, quizá resistiría el ritmo, pero temía que aquella pequeña mujer endeble no podría seguirlo.

—Irán con nosotros —dijo tras unos segundos de silencio y mirando a los ojos al joven—, pero si quedan retrasados estarán por su cuenta, no nos detendremos, ¿entendido?

—Fuerte y claro.

—Mi Teniente, están empezando a aparecer —anunció Jesús, quien no había dejado de vigilar la entrada.

—¿Cómo vamos de municiones?

—Muy mal señor, solo me queda el cargador que tengo puesto en el fusil y los dos de la pistola.

Alejandro corrió hacia María, esta se resistió a ser levantada, pero terminó cediendo, no sin antes darle un último beso a su hijo en la frente. Estaba destruida por dentro, pero quería ser ella quien le diera la noticia al padre de su hijo de la muerte del fruto de su amor. Por otra parte, no estaría tranquila hasta acabar con la vida de aquel desgraciado que le cerró las puertas delante de sus narices.

—¿Crees poder seguir el paso? —Le preguntó Alejandro entre susurros.

—Haré mi mayor esfuerzo —dijo convencida.

A lo lejos, el motor de un carro se hizo sentir, Junior y Jesús reaccionaron al mismo tiempo como si de uno solo se tratase, ambos corrieron a la entrada del consultorio y miraron por las ventanas.

—Viene de allá y si mi oído no me falla, se está acercando —informó Jesús.

Alejandro y María también habían salido detrás de los militares. Las palabras de Junior, Alejandro las tenía clavadas en su mente, estaba convencido de que se había referido específicamente a la chica, pero si algo él no haría sería dejarla abandonada a su suerte. No después de haber pasado tanto para llegar a donde estaban. Antes de salir, volvió a sopesar el porta suero en la mano y al final decidió cargar con él, pues estaba seguro que le serviría de ayuda contra esas aberraciones inhumanas.

María se había colocado unas Crocs que se encontró en la consulta. Estas pertenecían a al enfermera del consultorio médico, quien siempre las dejaba en su centro de trabajo para no tener que cargar con ellas todos los días para su casa. Sus pies, llenos de ampollas recibieron de buena gana la comodidad del calzado.

—Casi no hay personas en la calle, será fácil avanzar —continuó diciendo Jesús.

—Ese carro es nuestra única esperanza, no podemos dejarlo escapar —le dijo en susurros Junior.

—Haremos lo que haga falta mi capitán, no se preocupe.

Sin decir más, los cuatro salieron corriendo con pasos apresurados del consultorio, pero procurando no hacer ruido para no llamar la atención. Se dirigían al encuentro del auto conducido por Yanquiel.

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