Volver a empezar
Y cada vez cuando amanece
Cada vez me siento un poco más
De tu mirada preso
Cada vez entre tus brazos
Cada vez despierta una canción
Y nace un beso
Te quiero, te quiero
Y eres el centro de mi corazón
Te quiero, te quiero
Como la tierra al sol
Te quiero, José Luis Perales.
Madre.
Esa palabra que a muchos traía hermosos recuerdos o al menos una nostalgia más o menos reconfortante, en Aemond provocaba terror.
No recordaba desde cuándo empezó a temer a las noches en su recámara, temblando bajo las cobijas y orando a los dioses porque su madre no lo visitara. Al principio, Alicent solamente lo observaba pegada a la orilla de su cama, Aemond llegó a preguntarle con temor qué era lo que le sucedía o si acaso necesitaba algo en lo que pudiera ayudar. Ella nunca le respondía, solo observaba con esa mirada afiebrada antes de darse media vuelta y marcharse sin explicar nada. Quiso ponerle seguro a su puerta, pero eso enfadaba a la reina, ya que al ser un cachorro Omega tenía que vigilarlo día y noche para que el pecado no lo alcanzara.
De estar parada largo tiempo, su madre comenzó a pasearse de un lado a otro de su cama con frenesí, murmurando cosas que el pequeño príncipe no alcanzaba a escuchar o comprender. Parecía como si orara, pero luego también le daba la impresión de que discutía con alguien. Aemond solo se quedaba bajo las cobijas viéndola caminar en zancadas y marcharse de la misma forma en que había entrado. Les contó a sus hermanos lo que sucedía porque ya no quiso dormir en su recámara. Helaena le ofreció su cama, intercambiando una mirada angustiada con Aegon al enterarse de las actividades nocturnas de la reina.
No le decían nada a su padre porque siempre estaba ocupado, y cuando no, la enfermedad lo tumbaba en la cama y los Maestres decían que debía reposar, sin sobresaltos ni penas porque empeoraría. Simplemene no podían contar con él. Suficiente era con escucharlo reprender a su esposa por no saber cuidar de sus cachorros. Ellos fingían que todo estaba bien, si llegaba a preguntarles, mentían porque además Alicent era vengativa, de acusarla se cobraba con creces. Por eso era mejor no decirle nada a nadie y resolverlo entre los tres.
La estrategia de dormir con su hermana funcionó solo unas cuantas noches, la reina enfureció al encontrar al cachorrito en la cama de la princesa. Una falta a los dioses, una blasfemia. Aemond fue sacado por los cabellos y arrastrado hacia los aposentos de Alicent donde su trasero fue azotado hasta que aulló pidiendo perdón por haber manchado la cama de su hermana con su aroma de Omega. Su hermano mayor impidió que la carne se le abriera, deteniendo a su madre quien entonces volcó su ira sobre Aegon. En el desayuno estuvieron sonrientes y platicando con su abuelo con todo y que les dolía el cuerpo por la piel ardiéndoles debido a los fuetazos.
Esa fue la única vida que conoció Aemond de cachorro.
Optó por esconderse debajo de su cama, temblando porque su madre entraba buscándolo para que oraran juntos a los dioses y le tuvieran a él piedad al ofenderlos con su existencia. Los Omegas no servían más que para dar vergüenza al ser unas rameras que abrían sus piernas a la menor provocación. Aemond debía observar mucho decoro, no comer cosas dulces que agravaran su aroma ni tampoco llamar la atención. Dormir sin azotes era la meta día con día. Todas las mañanas se revisaba frente al espejo para buscar alguna mancha o imperfección que fuese a levantar la ira de la reina. Las señales del pecado se mostraban en el cuerpo y si Alicent las encontraba, entonces lo bañaba en plena noche con agua fría tallando su cuerpo casi hasta sangrarlo para quitar esa herejía.
Conforme Aemond creció, el examen de su madre fue más agresivo, llegando a arañarlo cuando se negaba a que lo tocara en sus partes íntimas para asegurarse de que no estuviera comportándose como esos Omegas en la Calle de Seda, tocándose en público y darse placer a los ojos de los dioses. La reina le enseñó que su cuerpo era sucio por naturaleza, entre menos lo mostrara era mejor y la limpieza siempre sería su mejor aliada para combatir el pecado. Esa era la razón para que sus ropas fuesen tan feas como él, así los Alfas jamás lo mirarían, tampoco debía presumir su cabello con trenzas o decoraciones, mucho menos el usar joyas.
Por eso cuando los príncipes Velaryon atraparon un cerdito y se lo amarraron a la fuerza allá en Pozo Dragón cuando acompañó a su hermano a sacar a Sunfyre para pasear juntos, Aemond solamente inclinó su cabeza, aguantando las lágrimas ante la burla de esos cachorros Alfas. Aegon enfureció, de las pocas veces que lo vería hacerlo, los lanzó al suelo rugiendo y con puños listos para molerlos a palos, amenazándolos con arrancarles los ojos de volver a molestarlo. Lo levantó en brazos y se lo llevó donde esperaba el hermoso dragón dorado para volar lejos de ahí como lo había prometido.
Adoraba volar, porque ahí todo desaparecía y Sunfyre era genial además. Su hermano limpió su rostro, besando sus cabellos y prometiéndole que nunca permitiría que le hicieran daño. Salvo mamá, claro. Incluso a Aegon comenzó a ocultarle ese terror que le provocaba la reina, sus visitas nocturnas más y más agresivas. Aemond tenía miedo porque sus hermanos mayores iban a casarse y cuando sucediera eso ya no estarían en la fortaleza, marcharían hacia Antigua. No se quería quedar solo ahí. De hecho, para esos momentos, el cachorro Omega ya no quería ni vivir. ¿Qué caso tenía si estaba condenado por ser una blasfemia?
Entonces vino el funeral en Marcaderiva, Laena Velaryon había muerto de forma impresionante, bajo el fuego de su dragona Vhagar. Como una jinete de Sangre Valyria. Esa noche la reina estaba perdida en sus oraciones, Aemond ya no quiso otra visita, así que se escapó de todos para ir a buscar a la dragona. Quería lo mismo que Laena, partir entre las llamas hacia donde el Extraño que no despreciaba a nadie, donde quizás encontraría a la Madre y ella sí lo abrazaría con cariño. Vhagar era enorme, como una montaña viva. El cachorro se plantó frente a ella, ordenándole en Valyrio que lo quemara con su aliento de dragón. Lo hizo una y otra vez hasta que Vhagar le gruñó, entonces cerró los ojos con unas últimas lágrimas a modo de despedida.
Pero Vhagar no lanzó fuego.
Solo lo observó con ese rugido quieto, sus ojos de dragón clavados en el pequeño príncipe quien enfureció entre lágrimas, ordenándole que lo quemara. Aemond levantó una mano, gritando a todo pulmón que obedeciera. La enorme dragona adelantó su hocico, tocando esa diminuta mano. Fue entonces cuando se percató de sus palabras, había reclamado a Vhagar de forma inconsciente. No lo pudo creer, limpiándose su nariz al pensar que ahora ya tenía un dragón. La reina se lo había prohibido porque los Omegas no eran jinetes, estaban demasiado sucios para tocar algo tan sagrado para los Targaryen.
Si volar en Sunfyre le había parecido de ensueño, hacerlo con Vhagar siendo su dragón lo superó. Fue la primera vez que Aemond sonrió, rió y se carcajeó lleno de felicidad, paseándose por las alturas, sobre el mar y entre las gaviotas con las que casi chocó. Fue tanta su dicha, su cuerpo se llenó de ese fuego especial que cuando bajó y las princesas lo interpelaron por haberse robado la dragona que le perteneció a su madre, el cachorro no midió ni sus palabras ni mucho menos esa rabia guardada desde hacía tanto tiempo, olvidando que era un Omega y los Omegas eran despreciables. Lucerys Velaryon vino a recordárselo cuando le rebanó un ojo.
Había cometido la peor estupidez de su vida y lo iba a pagar con sangre. Alicent perdió los estribos, atacando a la princesa Rhaenyra solo porque esta sugirió que la reina ya no tenía la capacidad para cuidar de sus hijos. Aegon y Helaena se rehusaron a dejarlo solo, so pretexto de su herida. Su abuelo les anunció que se marcharían a Antigua, los tres. Fue la mejor noticia que Aemond pudo escuchar, temblando entre los brazos de sus hermanos porque ya sabía lo que iba a sucederle en cuanto lo dejaran solo. En una sola noche había desobedecido todas las reglas de su madre, su castigo sería ejemplar y el terror le invadió cuerpo y mente.
Para controlar a la reina, su padre había tenido que gastar sus últimas fuerzas, cayendo gravemente enfermo cuando regresaron a la fortaleza, lo que retrasó su partida. Un par de días pidió su abuelo, luego ya no estarían más ahí. Fueron los días más traumáticos. Su madre era otra por completo, tanto fue su acoso y agresión que los tres hermanos optaron el comer a escondidas, evadiendo todo encuentro con ella con ayuda de Ser Cole. Alicent azotó a Aegon, cortó los cabellos de Helaena, tiró cosas por los pasillos solo porque no encontraba a ese cachorro Omega oculto. Usaban los pasillos secretos para moverse, Aemond dormía en una habitación adjunta a la de Aegon, escuchando con los pelos de punta los alaridos de su madre por las noches gritando su nombre.
Un poco más, se decía, un poco más.
La última noche en la fortaleza, Helaena preparó una cena para los tres, Aegon consiguió vino con sus amigos en la Calle de Seda. Celebraron su partida y estaban con el postre cuando la reina los encontró. Ella se abalanzó sobre su hermano mayor, llamándolo un ebrio y prostituto entre otras cosas, queriendo alcanzar a su hermana y a él mismo. Sobre todo a él. Aegon no pudo más, devolviendo el golpe a su madre quien cayó al suelo aparentemente inconsciente. Helaena se lo llevó para que no viera lo que ocurría, ocultándolo bajo su cama antes de ir por el mayor quien había gritado que se largaría a Essos, porque ya no aguantaba esa situación.
Aemond se hizo ovillo, sollozando en la oscuridad. Solo hubo calma por unos momentos hasta que reconoció ese arrastre de pies, apretando sus dientes y cubriendo su nariz y boca para no dejar escapar sonido alguno al ver la puerta abrirse, los zapatos verdes de Alicent apareciendo junto con su voz llamándolo. Cuando lo encontró temblando sin parar bajo la cama, viéndolo con ojos desorbitados, el cachorro buscó huir, lo que resultó en una lluvia de bofetadas apenas su madre lo jaló fuera de la cama, sujetándolo por los hombros para verlo con esas cuencas llenas de locura, fiebre y oscuridad que provocaron que Aemond se orinara por el miedo. Sin importarle el dolor en su herida en el rostro, la reina lo sujetó por los cabellos, arrastrándolo fuera de la recámara hacia las mazmorras.
Helaena apareció buscando liberarlo, sangrando sus manos al hacerlo y terminando igual que él siendo llevado por una furiosa Alicent rumbo a su celda donde los arrojó sin más, echándoles agua fría porque "apestaban" a pecado, encerrándolos después. Su hermana lo abrazó, limpiando sus lágrimas siendo que ella también temblaba de pies a cabeza, buscando alrededor algo que les ayudara, temiendo lo peor. Ser Cole apareció, con una llave nueva para liberarlos. Al salir, se enteraron de que la reina había muerto. Toda la fortaleza era un caos, su hermana lo llevó a un jardín, arropándolo con su chal, caminando hasta el arciano donde se ocultaron mientras adentro su abuelo buscó poner orden.
Aemond sintió que todo había sido su culpa, si él no hubiera sido tan egoísta y pecador al reclamar a Vhagar, su hermano mayor no hubiera desaparecido, Helaena no hubiera perdido sus cabellos ni todos los mirarían de esa forma. Con esos pensamientos es que marchó hacia Antigua con su hermana, sintiendo remordimiento por las tragedias que él había provocado. Por eso rechazó todos los regalos de Lord Hightower, no los merecía, era un monstruo, algo horrible que solamente dañaba a quienes lo conocían. Por eso los dioses lo habían mutilado, para que no olvidara que no era digno de nada ni de nadie. Algo que comprobaría más adelante cuando creciera y ni un alma se presentara a pedir su mano.
Irónicamente, Aemond encontró consuelo en la causa de sus desgracias, ahí en lo alto donde todo desaparecía a lomos de Vhagar era cuando podía llorar, gritar, maldecir sin que tuviera repercusiones, volviendo a tierra firme con un rostro impasible, una mirada desdeñosa. Era feo, era sucio y nadie iba a tenerle el mínimo afecto salvo Helaena, pero incluso a ella la perdió cuando pidieron su mano. Quiso ir con ella en un arranque de debilidad, aceptando su suerte al verla partir. Desde ese instante, el Omega se hizo más cercano a su dragona, su única compañía ya. A ella le platicó sus penas y sueños, le compartió sus dolores, sus miedos y desconsuelos, ya no tuvo a nadie más para protegerlo de las pesadillas que aparecieron salvo su feroz Vhagar.
Puesto que no servía para nada, Aemond le pidió a Lord Hightower que le concediera el permiso de convertirse en un guardia como Ser Cole, así no deshonraría a su familia al dedicarse a un oficio con honor y lealtad, limpiando la mancha que su nombre hubiera traído. Entrenó con el caballero hasta que fue lo suficientemente bueno para vencerlo a él como a un montón de Alfas, encontrando en la espada otro pequeño trozo de dicha efímera. Una vez que Ser Cole consideró que ya no tenía más que enseñarle y estaba listo para sus exámenes, regresaron a Desembarco. Ignorando las burlas o los comentarios malintencionados, Aemond se concentró en los entrenamientos.
Así fue cómo volvió a toparse con Lucerys Velaryon, ahora ya un príncipe Alfa que se pavoneaba de su casta y su recién adquirida herencia sobre el Trono de Pecios. Como no tenían nada en común, Aemond lo ignoró primero, evitándolo en gran medida, lo que menos deseaba era revivir sus burlas. Fue el propio Lucerys quien lo buscaría más adelante, ofreciendo una disculpa por lo sucedido en Marcaderiva, preguntando sobre su destreza con la espada a modo de distracción. Algo raro, pero el Omega aceptó sus visitas, después de todo era el hijo de la futura reina, tampoco podía ser tan grosero.
Ni siquiera se percató del momento en que pasaron de meros saludos a charlas más familiares en los jardines o cuando paseaban a caballo. Le inquietó la desfachatez en Lucerys, ese aire de travesura que guardaba cierta vanidad que sería contraproducente. Aemond jamás pensó que su sobrino podía verlo de otra manera que como un futuro caballero, sorprendiéndose una tarde cuando escuchó sus palabras sobre querer cortejarlo.
—¿Cortejarme? —el Omega bufó, incrédulo— ¿Cortejarme?
—¿Por qué no?
—Tenía la impresión de que andabas cortejando a Lady Darwyn.
—Pues no.
Lucerys se le acercó demasiado, una de sus manos posándose en su cintura. Aemond reaccionó por acto reflejo, dando un manotazo muy brusco, alejándose del príncipe con el ceño fruncido.
—No.
—¿Qué?
—Yo no... no quiero.
—Sí lo quieres, me he dado cuenta.
—Mentira.
—No tienes que hacerte el difícil conmigo.
Aemond le gruñó de solo escuchar eso, empujándolo para hacerlo a un lado y entrar a la fortaleza en zancadas. No imaginó que Lucerys le seguiría, ni que lo jalaría de un brazo para intentar besarlo. De usar una mano para desviar su rostro, de pronto se vio envuelto en un forcejeo que comenzó a ponerlo de nervios porque su sobrino dejó escapar un aroma que no le gustó para nada.
—¡No! ¡He dicho que no!
Su corazón latió aprisa al olfatear feromonas de un dominio Alfa ordenando sumisión mientras luchaba por zafarse de unas manos insistentes. Cuando Aemond cayó al suelo al desequilibrarse, mareado por esa esencia queriendo imponerse en su mente, su miedo se convirtió en terror, pateando y lanzando puñetazos nerviosos que se multiplicaron cuando Lucerys separó sus piernas. Esta vez, su puñetazo fue bien dado y certero en la mejilla del insolente príncipe al que envió al suelo, pateándolo por un costado al alejarse a toda prisa de él, jadeando pesado y levantándose torpemente buscando escapar. Se encerró en su recámara sintiendo que todo se movía, que el aire le faltaba, poniendo una silla como tranca a su puerta.
Le costó un par de días lograr salir sin sufrir un ataque de pánico, agradeciendo que Lucerys hubiera vuelto a Rocadragón, dedicándose con más empeño a sus entrenamientos y volar en Vhagar, diciéndose que había sido su culpa que su sobrino malinterpretara la cordialidad ofrecida, por algo los Omegas no debían andar llamando la atención de los Alfas. Había cometido un error y debía mantener el recato con mayor recelo. Creyó que se había salvado, hasta que apareció otro Velaryon. Jacaerys. Con la lección aprendida, Aemond no fue grosero, pero se cuidó mucho de no dar pie a malinterpretaciones de su conducta, estaba a poca distancia de convertirse en caballero.
Desafortunadamente, en lugar de recibir a manos de su abuelo el edicto que le concedería el permiso para su iniciación, lo que escuchó más bien fue la espantosa noticia de que el rey había otorgado su mano al príncipe Jacaerys. Como un muñeco, permitió que los sirvientes lo prepararan para el banquete donde se formalizaría su compromiso. El Omega se miró al espejo cuando esas manos terminaron, sintiéndose igual que si fuera a venderse en la Calle de Seda, así lo encontró su padre al entrar a su recámara, observándolo y luego pidiendo que se sentara a su lado, tomando su mano con una arrugada y temblorosa.
—No he sido buen padre, pero esta noche te recompensaré con creces.
—Padre... —Aemond no resistió, rompiendo a llorar.
Esa mano subió a limpiar con cariño sus lágrimas. —Vas a estar bien, hijo mío, porque Jacaerys te cuidará como siempre debió ser. Solo te pido que le des una oportunidad, ¿puedes hacerlo por mí?
Asintió, recibiendo un beso como la bendición del rey junto a su promesa de que tendría una vida llena de alegrías al lado del príncipe. No tuvo muchas esperanzas, ¿por qué ese sobrino suyo pediría su mano así nada más? Temió que lo quisiera como una suerte de concubina para divertirse cuando su pareja oficial no pudiera atenderlo. Esos fueron los pensamientos de Aemond cuando vio a Jacaerys entrar al comedor, sorprendiéndose al escuchar su promesa a su padre y luego verlo cortarse su mano, derramando su sangre en el fuego jurando cosas que se le hicieron imposibles, temiendo el depositar su fe en ellas.
Viserys no mintió.
Contra todo pronóstico, Jacaerys vino a cambiar su vida. Lo trataba... como nadie lo había tratado. Mientras se había preparado mentalmente para servir y obedecer de forma sumisa, lo que ese joven Alfa hizo fue dejarlo ser por el simple placer de verlo contento. Así nada más. Era un sueño hecho realidad y Aemond se preguntó si no estaba alucinando; de pronto, encontrándose con sus pensamientos dirigidos hacia Jacaerys más veces de las que podrían considerarse normales en dos personas que apenas se conocen. Incluso la presencia de Lucerys le fue más tolerable, con todo y esa noche cuando lo interceptó en el pasillo porque en sus prisas por encontrar al pequeño Aegon había olvidado su decoro y ese Alfa quería algo que no estuvo dispuesto a dar, amenazándolo con una antorcha a modo de arma.
—No —su voz esta vez fue la intimidante.
Jacaerys hizo que las pesadillas se marcharan, que comenzara a disfrutar en verdad de todo, hasta el sentirse parte de la familia de la princesa Rhaenyra, su media hermana quien además le prodigó un cariño inesperado, maternal, e igual que su hijo prometiendo que lo cuidaría. Cuando el rey partió con el Extraño, Aemond ya no se sintió tan desvalido, recordando sus palabras esa noche, que no olvidaría igual que esa noche en Marcaderiva cuando lo consoló entre sus brazos y le obsequió el zafiro que llevaba oculto en su ojo izquierdo, oculto a la vista porque era algo que no deseaba compartir pero sí llevar consigo. Así comenzó a tener cerca el morralito de esencias o los pequeños regalos que su prometido le dio.
Ese Alfa de torpe Valyrio pero con una voluntad tan férrea, le había dado el presente más valioso de todos: le había dado esperanza. Aemond se decidió, bien dispuesto a hacer esa apuesta contra su destino al confiar que estaría bien al lado de Jacaerys. Una tarde que volvió de su vuelo con Vhagar, meditando todo esto, es que caminó hasta donde se encontraba su prometido, recibiendo como siempre su sonrisa cariñosa llena de luz. El príncipe heredero era alguien versado en las costumbres y tradiciones, así que supo bien qué significó cuando el Omega se dejó caer de rodillas ante él, tomando su mano derecha y llevándola a su cabeza que inclinó al tiempo que pronunció una sola palabra que resumió toda su intención:
—Alfa.
—¡AEMOND!
No le sorprendió que Jacaerys se arrodillara asustado, estupefacto por ese gesto que establecía de una vez por todas el vínculo que sellarían cuando recibiera su Marca en sus bodas. No le sorprendió tener besos en confort, un abrazo lleno de alegría y docenas de palabras amorosas, torpes igual que su dueño, pero en las que siempre podría estar seguro de su veracidad. No le sorprendió confirmar que ese Alfa era el indicado. Jacaerys no lo lastimaría, porque lo amaba. Así que Aemond correspondió con la misma moneda.
—Te quiero, Jace.
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