Fiesta de colores


Déjalo ir, déjalo que se pierda
Que se lo lleve el viento
Déjalo ir, déjalo que se pierda
Que se lo lleve el viento

Nada tienes que explicar si sabes que te quiero
Déjalo ir, déjalo que se pierda
Que se lo lleve el viento

Yo te salvaré y te ampararé

Ven a mi tus barreras destruiré Yo te calmaré, te protegeré
Ven a mí, la tormenta acallaré

Déjalo ir, Benny Ibarra.



Jacaerys se dijo que Aemond y él estaban viviendo como un matrimonio, haciendo caso omiso al detalle importante de la intimidad que aún no consumaban. Pero en todo lo demás, se comportaban igual que Daemon y su madre. Desde el desayuno hasta esas buenas noches en el pasillo frente a las puertas de su prometido cuya mano besaba por el dorso a modo de despedida, se comportaban exactamente como una pareja casada. Las charlas, cómo organizarse para administrar el castillo, los asuntos diarios de la servidumbre e incluso pendientes tan banales como la decoración de las paredes estaban planeadas por ambos entre comidas o bien en los momentos juntos.

Eso le encantaba, por supuesto, Aemond en verdad estaba disfrutando que solo fuesen ellos dos en Rocadragón, ya comenzaba a encontrarlo canturreando para sí mismo mientras acomodaba libros o estaban almorzando en un balcón con sus dragones descansando en la playa luego de un corto vuelo. Verlo crecer de esa forma sin duda era todo un privilegio, pero más un cierto logro que su naturaleza Alfa se quiso adjudicar, porque era con él con quien el Omega estaba sintiéndose tan a gusto y seguro que mostraba esas facetas no vistas antes. El mismo Ser Cole llegó a comentarle lo mismo, notaba a su protegido diferente ahora que habían vuelto luego de la coronación de la reina.

Todavía había malas noches como le llamó a cuando su Omega tocaba a la puerta, buscando pasar la noche a su lado porque una pesadilla de viejas memorias lo atemorizaba. En una de las últimas, cuando el príncipe estaba acomodándose ya en el sofá para cerrar los ojos luego de desearle dulces sueños, sintió un empujón en su hombro que lo hizo volverse, encontrando a Aemond de pie a su lado con una mirada decidida como cuando pretendía ganar una pelea.

—Duerme conmigo.

—Aemond, yo no...

—Por favor.

—Sería impropio.

—Lo sería si yo no quisiera, pero sí lo quiero.

Orando a los dioses para que los mantuvieran con la cabeza fría, Jacaerys obedeció más porque no le gustaba cuando olfateaba esa aprehensión en Aemond que por las muchas ganas ocultas de estar tan cerca de él. Sospechaba que tenía que ver con la reina Alicent, así que si no deseaba verlo cual prófugo en busca de cierta dragona a altas horas de la noche, cedió por esa envidia que por otra cosa, todavía con la competencia absurda con la dragona. Como dos perfectos idiotas que no tienen idea de sus acciones, fueron a la cama, el Omega de inmediato buscando el refugio de su pecho cual un cachorrito. Sonrió al tenerlo así entre sus brazos, calmándolo y besando sus cabellos al esconderse en su cuello.

—Sshh, estoy aquí, duerme bien.

Él también tuvo sueños muy reparadores, probablemente por la cercanía con su prometido cuyo perfume invadió su olfato toda la noche. Jacaerys encontró gracioso que sintiera esa manera de dormir mucho más íntima que si pasaban a otras actividades prohibidas. Aemond estaba confiando en él a tal grado de saberse respetado, había aprendido a leer sus gestos, detectando cuando se tensaba o no estaba a gusto, cosa que no encontró en esas noches en que lo buscaba para apaciguar sus viejos fantasmas. Todavía no le había preguntado nada y no lo haría hasta que el mismo Omega se lo dijera, tuvo la certeza de que sucedería y más adelante, tuvo una pequeña prueba de ello.

—¿Jace?

—¿Mm?

—... ¿una madre... puede ser malvada?

Todo rastro de sueño se esfumó en el joven Alfa de solo escuchar eso, acariciando los cabellos de su prometido de forma distraída, apoyando su mentón sobre la cabeza contraria, juntando sus cejas en desconcierto y un poco de rabia interna que mantuvo bajo control con puño de hierro para que su aroma no lo fuese a delatar.

—Sí, Aemond. No siempre se honra a la Madre de forma correcta.

—Ya veo.

La conversación no había terminado, Jacaerys esperó a la siguiente frase, escuchando esa voz más quebradiza luego de un buen rato en silencio donde no hubo respiraciones pausadas que indicaran un sueño tranquilo sino la tensión que precedía a una confesión nunca pronunciada en voz alta.

—Mi madre me odiaba.

—Aemond, no creo...

—A todos nosotros. Pero a mí me decía que era un castigo de los dioses... su mayor vergüenza.

—No lo eres. Tú lo sabes, no lo eres ni nunca lo serás.

Aemond se quedó callado, pero sintió su camisa ser aprisionada por una mano temblorosa que buscó para cubrirla con la suya para darle fuerza y un sentido de protección.

—No lo eres —repitió— Sabes que no te mentiría por simple lisonjería.

—A veces... como hoy... me parece que camina por los pasillos... que puede entrar a mi recámara...

Jacaerys cerró sus ojos respirando hondo no queriendo enojarse de solo oír eso. Su madre le había prevenido, pero era otra historia el escucharlo de quién lo sufrió por años, tragando saliva al oír el resto de la confesión.

—... Helaena decía que mamá estaba perdida y nunca volvería... a veces me repetía eso cuando ella enfurecía por esconderme debajo de la cama... pero es que le tenía mucho miedo... yo deseaba... mamá jamás me dijo que me quería.

Resistiendo las lágrimas, el príncipe lo abrazó mejor. —Pero tuviste a tus hermanos, ellos sí que te querían ¿no es así?

—Aegon sabía preparar un dulce para mí, lo cortaba en trocitos para que me cupiera en mis bolsillos y ella no se diera cuenta. Él fue quién me enseñó Valyrio.

—Un buen hermano.

—Helaena sabía muchos remedios, tenía una crema muy buena que ponía en mis manos cuando se hinchaban por los varazos, así nadie se daba cuenta. Y cepillaba mis cabellos, me gustaba que me hiciera trenzas como ella, solo que no me las podía quedar, mamá decía... que yo parecía una ramera.

—Como tu hermana lo comentó, quizás su mente estaba en otra parte, Aemond, por eso igual no sabía qué hacía.

El Omega se quedó callado un largo tiempo, cuando habló de nuevo su voz era más baja casi en un susurro contra el cuello de un dolido Jacaerys.

—Debía ser... eso me digo... no he sabido de otra madre que... ¿te pareceré cruel si te digo que me dio gusto que se muriera?

—No, amor, me doy una idea de lo que pasaste, fue un alivio ya no tenerla a tu lado y no tiene nada de malo el sentirte así. Nadie debe vivir lo que pasaste y lejos de sentirte obligado a un deber filial, más bien debes elegir por ser libre de esas sombras que tú no buscaste en primer lugar.

—¿Por qué eres tan bueno?

—Porque soy fuerte.

Había dicho eso con toda la doble intención, sonriendo cuando Aemond captó la broma detrás, alzando su rostro para verlo en las penumbras, luego echándose a reír, golpeando apenas su pecho antes de recostarse en él, abrazándolo por su cintura con uno de esos ronroneos que hacía cuando estaba a gusto.

—Ella ya no está, Aemond, ya no puede hacerte más daño.

—¿No cambia tu opinión sobre mí el contarte esto?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque es... sucio.

—Aemond, no —Jacaerys buscó su rostro que sujetó para acariciarlo por sus mejillas— No eres sucio, no tienes nada sucio ¿entendido? Te pasó algo malo, eso es todo, pero NUNCA te haría estar sucio. Y aunque así fuera, no me importa, porque eso no tiene cabida en lo que tú eres ahora.

Besó esa frente pálida con ternura, acomodándolo de nuevo entre sus brazos para dormir. Todo respeto hacia la reina se le esfumó esa noche, no podía, no luego de entrever en esas tímidas palabras el infierno por el que Alicent hizo pasar a sus hijos, a su prometido. Razón para que Vhagar se convirtiera en esa imagen materna que no tuvo, pero en la forma de una dragona de guerra. Así el Omega había podido sentirse seguro, una forma de no perderse como lo hizo Aegon quien cayó en el vicio y finalmente huyendo al no poder soportarlo, no lo juzgaba, también hizo lo que pudo con lo que estuvo a su alcance.

Las lecturas en el jardín juntos como los entrenamientos matutinos continuaron, los días buenos como esos abundaron más que los malos, logrando esos instantes en que Aemond podía charlar animado igual que esa vez atestiguada en la fortaleza junto a su hermana. Su ojo brillaba cual amatista pura llena de esperanza y diversión al mismo tiempo, dejando atrás la aprehensión o el miedo. Daemon los visitó, regresando de Essos tal como lo había prometido, por su expresión se dieron cuenta ambos de que no eran buenas noticias, Jacaerys buscó la mano del Omega, entrelazándola suavemente para escuchar lo que el ahora Rey Consorte tenía para decirles.

—Era una carta falsa —declaró Daemon— Pero he dejado instrucciones a buenos amigos míos, pronto sabrás de él, Aemond, tienes mi palabra.

—Gracias, Su Majestad.

—Volando de regreso noté una flota de mercenarios, Jacaerys, me gustaría mostrarte qué deberán vigilar ambos por aquello que les dé por incursionar cerca de aquí. Iremos en los dragones.

—De acuerdo —el príncipe asintió, besando la mejilla de su prometido— No tardaremos.

—Te esperaré. Su Majestad.

El joven Alfa sabía que Daemon había mentido, ya lo conocía bien para notar en su voz la falsedad. Aquello de los mercenarios no era mentira, pero fue el pretexto para hablar sin que nadie los escuchara, en una pequeña isla cerca del Mar Angosto. Con ceño fruncido, bajó de Vermax para unirse al otro Alfa mirando hacia el horizonte azul del mar.

—¿Qué pasó?

—La carta sí era falsa —repitió el Rey Consorte con un suspiro— De esas cosas fortuitas que suceden para algo, en este caso para auxiliar a Aegon. Fueron atacados por traficantes de esclavos, querían a Sunfyre. Su pareja murió, él y su dragón sufrieron graves heridas al intentar liberarse. Lo lograron prácticamente saliendo de un incendio de barcos y escorpiones. Un maestro en Qarth que es leal a los Targaryen lo rescató, fue él quien escribió la carta al escuchar que pronunciaba el nombre de Aemond entre sus delirios de fiebre. Los he llevado a Pentos, con un amigo mío que los cuidará. No te mentiré, Jace, las expectativas sobre Aegon no son buenas.

—¿Por eso dijiste eso?

—Si sobrevive, será una alegría, pero Aemond no se merece tener esperanzas falsas de algo que no le podemos asegurar. Además...

—¿Qué?

—Fue el propio Aegon quien me lo pidió, no quiere que su hermanito lo vea así. Me lo suplicó.

El príncipe asintió con mirada baja. —Siempre lo protegió.

—Mejor así. Espero contar con tu discreción.

—Estaré atento a cualquier mensaje. ¿Sunfyre sobrevivirá?

—Tampoco lo sé.

Encontró al Omega triste, claro que había tenido la ilusión de volver a ver a su hermano mayor, más sería un golpe demasiado duro para su estado el saber que quizá moriría como su dragón y Aegon quería mantener la imagen que recordaba de él. Jacaerys tuvo cierta amargura contra Alicent, pues habían sido sus maltratos los que empujaron a todos sus hijos a tener una vida tan diferente y llena de obstáculos en lugar de crecer en un ambiente amoroso como debió ser. Ahora más que nunca tenía el deber de hacer sonreír a su prometido, que tuviera un mejor humor en caso de que llegaran malas noticias de Pentos. Los dioses le ayudaron, con la visita inesperada de un travieso Joffrey.

—¡Joffrey! —Aemond se asustó al verlo llegar en Tyraxes, el dragón prácticamente rogando por descender— ¡¿Qué clase de locura es esta?!

—¡Mira! —su hermanito estaba vuelto loco de alegría— ¡Volamos lejos!

—Joff, esto fue muy estúpido, tu dragón todavía es muy joven para viajes tan largos.

—A que no.

—Joff...

—¡Te extrañé, Aemond!

Los regaños se esfumaron con el abrazo cariñoso de su hermano al Omega quien solo suspiró, despeinando esos cabellos castaños que luego besó.

—Sí fue peligroso, ambos pudieron caer al mar.

—Yo sabía que Tyraxes lo lograría. Y quería verlos... ¡me aburro mucho!

—¿Su Majestad te dio permiso o lo hiciste sin su consentimiento?

—No, la reina me dijo que yo podía visitarlos, hermano.

Aemond era maravilloso con los cachorros, tal vez no se daba cuenta pero tenía ese carisma para que disfrutaran de su compañía. Joffrey no paró de hablar en todo el día de lo que había vivido en la fortaleza desde que ellos se marcharan hasta montar en Tyraxes y arriesgarse a un viaje largo para visitarlos, esa boca inquieta llenándose de postres y comida por igual, una mano de su prometido limpiando discreta las mejillas embarradas de su hermanito, a veces palmeando su espalda si se ahogaba de las prisas por devorar todo.

—Um, la otra vez me topé con una caravana de bufones, hicieron una fiesta de colores.

—¿Visitaron la fortaleza?

—No, estaban en el muelle.

—Joffrey...

—¡Ay! No pasó nada por salirme, además me acompañaban los guardias.

—Bueno, ¿qué más con esa fiesta?

Joffrey abrió sus ojos, girándose hacia Aemond. —Era muy bonita, todos bailan alrededor de un fuego grande y lanzan polvo de colores. El chiste es llenarse de todos los colores.

—¿Con qué finalidad? —preguntó el Omega, quitando una migaja de pan pegada a una ceja del cachorro.

—Pues ellos dijeron que así los dioses los bendicen, porque todos los colores son todas las cosas lindas en las que los Siete derramaron sus bendiciones.

—No me suena muy real eso.

—Yo quiero una fiesta de colores.

—Cuando sea el día de tu nombre, sin duda un príncipe de la corona tendrá...

—¡Nooo! ¿Por qué no hacemos una nosotros aquí? ¿Sí? ¿SÍ?

Jacaerys aguantó una risa al ver la cara de derrota en Aemond, es que no podía decirle que no a un cachorro, menos uno tan juguetón e inocente como Joffrey.

—De acuerdo, pero tendrás que decirnos cómo es eso de la fiesta porque jamás he leído algo de eso.

—Um, sí, sí, yo sé cómo.

Sus deberes tuvieron que esperar porque armaron una enorme fogata en la playa frente al castillo, con varios postes decorados con listones de colores. El joven Alfa sabía bien cómo hacer esos polvos de colores, una que otra vez los usó en complicidad con Lucerys para pintarrajear a los dragones cuando les entró la curiosidad por si las escamas de Vermax y de Arrax podían teñirse igual que los cabellos de los mercenarios de la Triarquía. Aunque no era parte de la supuesta festividad, incluyeron más postres porque ese apetito de cachorro era imparable. Uno de los talentos de Joffrey era la música, se le daba cantar como bailar. Entre palmadas y coros, les enseñó lo que aquellos bufones entonaron, además de brincotear alrededor de los leños mostrando el tipo de danza.

—No voy a hacer eso —reaccionó Aemond al ver esas locuras tan extravagantes.

—Oh, vamos —Jacaerys torció una sonrisa, susurrándole al oído— ¿El gran jinete de Vhagar temeroso de un baile de cachorro?

—Ja.

—Yo entiendo sí tienes miedo.

—Claro que no.

—¿Lo harás?

—Observa.

Descalzos, solo con camisa y pantalón, los tres bailaron con un fuego que Vermax encendió. Joffrey sin duda fue el más divertido, cantando a todo pulmón, rodando por la arena al tropezarse, carcajeándose al tomar las manos de Aemond para hacerlo bailar con él. Lo mejor fue la pintura, se suponía que debía lanzarse al aire y ellos recibir en los cabellos esos colores, pero como era de esperarse, su hermanito pensó en hacer una variación, tomando un puño que estrelló en una mejilla de su prometido, corriendo despavorido alrededor del fuego por un Omega ofendidísimo. Jacaerys probó suerte, siendo los dos hermanos quienes debieran temer esa ira, recibiendo sus respectivos colores en los cabellos. Una guerra de polvos de colores se armó, el príncipe de pronto se dio cuenta de que Aemond estaba jugando, realmente estaba jugando y carcajeándose hasta las lágrimas.

Estaban hechos un desastre entre arena y polvo, pero el rostro brillante y agotado de tantas carcajadas de su prometido fue otro regalo de los dioses. Jacaerys sonrió casi llorando, bailando con él sin dejar de ver esa cara pintada pero tan feliz. De pronto, el Omega tiró de su mano, viéndolo unos instantes como si fuera a decirle algo y sin más, lo jaló hacia él para estamparle un beso. Fue un beso torpe, claro, impreciso pero lleno de cariño que correspondió, abrazando al otro en igual júbilo o quizás mayor porque no lo esperó, fue un precioso regalo que siempre atesoraría por la forma en que hizo latir aprisa su corazón, casi aplastando a Aemond entre sus brazos, queriendo fundirlo con su cuerpo.

—¡AAAAAHHHH! ¡SE ESTÁN BESANDOOOOOOOO!

Joffrey pagó con más pintura por semejante declaración, bailando y corriendo hasta que no tuvo más energías igual que ellos. Seguramente dragones y guardias se preguntaron si los príncipes se habían vuelto locos, ahí tirados en la playa llenos de colores con los cabellos enmarañados y embarrados de comida porque también entró en ese fuego cruzado. Un buen baño fue imprescindible, el cachorro terminó agotado, buscando su cama donde tumbarse con un largo bostezo cuando Aemond lo arropó, dándole un beso en la mejilla a este en recompensa. Jacaerys negó al ver ese descarado hermano suyo obteniendo lo que buscaba de una u otra forma, deseándole buenas noches.

—Eso de los bufones y los colores te lo inventaste ¿verdad?

Su hermano sonrió pícaro. —Sí.

—Joff...

—Daemon me dijo que alegrara al Almendras porque estaba triste, por eso vine.

—¿Almendras?

—Ajam.

—¿Le dices Almendras a mi prometido?

—Ajam.

Jacaerys rió apenas, besando su frente. —Duerme ya, pequeño bribón.

—Buenas noches, hermano.

—Gracias, Joffrey.

—¿Qué tanto le dijiste? —preguntó Aemond en el pasillo, tomando su mano para volver a sus aposentos.

—Le daba las gracias por hacerte reír.

—Hm.

—Te ves hermoso, más de lo que ya eres, cuando lo haces.

—Zalamero.

—Por ti, cariño —el príncipe ladeó su rostro— ¿Será acaso en tu buena voluntad de hermoso Omega Targaryen y prometido mío que concedas a esta pobre alma un beso de las buenas noches?


Lo tuvo.

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