Demasiado amor puede matarte
Con ilusiones marcó su destino, pero no quiso escapar
Nunca se supo por quién lloraba, él nunca quiso hablar
Hoy se preguntan con gran tristeza
¿Quién le arranco el corazón?
¿Quién se ha llevado con su partida todo el valor de amar, de amar?
Destino, Ana Gabriel.
¿Y si...?
¿Y si en verdad él era una desgracia?
¿Qué tal si su madre siempre había tenido la razón?
Ese pensamiento se ancló en la mente de Aemond luego de saber que Jacaerys había lastimado a su hermano Lucerys por su culpa. La voz de la reina repitiéndole que nunca debió haber nacido pues los Omegas solo traían desgracias consigo resonó de nuevo, haciéndole preguntarse si acaso no tendría ella razón porque estaba dividiendo a una familia que siempre se mantuvo unida hasta que él apareció. Los problemas brotaron en el instante mismo en que puso un pie en Rocadragón. Fue él como Omega quien trajo la discordia y quizás, tan solo quizás, era mejor que desapareciera si tenía una pizca de dignidad que guardar luego de lo que había hecho.
No le comentó nada a su futuro esposo sobre aquel acoso ni cómo se sentía de angustiado con la presencia de su hermano rondando cerca, continuando con los preparativos de la boda, evadiendo lo más posible la presencia de Lucerys y así quizás ayudar en algo a la situación. Una vez que se casaran, todo iba a estar mejor ¿cierto? Así lo dictaba las costumbres. Los días fueron más brillantes una vez más, su Alfa no parecía resentirse por lo sucedido, decidido más que nunca a protegerlo de todos y de todo, consintiéndolo y dándole ese cariño que lo dejaba con una hermosa sensación de estar viviendo de verdad. ¿Se lo merecía en verdad o solo era la idealización de Jacaerys?
Los dioses quisieron mostrarle lo muy equivocado que estaba cuando voló hacia Bastión de Tormentas a entregar personalmente la invitación a sus nupcias. Sabiendo que la familia Baratheon era importante para el trono, pensó que ir en calidad de futuro Omega del príncipe heredero se vería como una muestra de respeto hacia Lord Borros y su Manada, cumpliendo con parte de sus deberes de consorte, honrando a su Alfa y a la reina. Fue muy bien recibido por su rango, los Baratheon bien podían ser considerados hoscos en sus modales, más seguían al pie de la letra las costumbres y tradiciones de Poniente, razón de que Lord Baratheon le ofreciera una habitación cuando una furiosa tormenta cayó en el castillo cuando estaba por marcharse.
Ahí, un guardia anunció la llegada de Lucerys.
No entendió la razón de su inesperada visita, el príncipe puso como pretexto que estaba ahí para cuidarlo ya que era un viaje largo y lejos de la fortaleza. Eso le dio muy mala espina, recordándole lo agresivo que había sido en la biblioteca al tratar de forzarlo, quería tocarlo costara lo que costara. Vino la angustia de nuevo, la opresión en el pecho que hubiera dejado anteriormente aquel chico Alfa de mirada casi perversa al fijarse en él. Aemond no dijo nada a Lord Baratheon para no provocar un problema, agradeciendo que este pusiera a Lucerys en una ala opuesta a la suya con las hijas del Lord como guardianas de su persona pues al ser el Omega del príncipe heredero al trono, su integridad estaba primero.
Solo que Lucerys estaba bien decidido a tomarlo como fuera. Aemond ni siquiera se cambió, en alerta y demasiado inquieto para dormir, atento a cada sonido en el pasillo o en su ventana sentado en una silla junto a la chimenea y una mano sobre su daga. Ese estado de alerta duró largo tiempo, hasta escuchar la voz discreta de Floris Baratheon preguntarle a un ansioso y joven Alfa la razón para vagar por el pasillo a tan altas horas de la noche. No alcanzó a escuchar la respuesta de Lucerys, su corazón latió aprisa sabiendo que estaba en peligro, esperando el momento en que la doncella guió de vuelta al otro a su habitación para escapar a toda prisa antes de que intentara colarse por otro camino. Fue a donde su Vhagar, decidido a regresar a Desembarco pese a los guardias que le advirtieron que la tormenta era peligrosa.
Prefirió eso a seguir un instante más bajo el mismo techo que Lucerys, volando entre los relámpagos y la lluvia azotándole la cara. No importaba porque confió en su dragona para sortear el clima. Un fugaz alivio cruzó por su espíritu al alejarse de Bastión de Tormentas, hasta que un fuerte aroma de Alfa desplegando su dominio alcanzó su nariz, girando su rostro en franco terror al darse cuenta de que ese príncipe estaba siguiéndolo e intentando someterlo para llevarlo quien sabe a dónde. La persecución comenzó, Aemond buscando alejarse de esas feromonas, Arrax alcanzándolos en cada intento más y más desesperado. De no ser por el furioso viento y la lluvia copiosa, tal vez lo hubiera conseguido porque ese aroma fue tan espantosamente fuerte que le dolió la cabeza.
—... no... ¡no! ¡NO!
Arrax les pasó por encima, una risa macabra de Lucerys se dejó escuchar mientras Aemond buscaba cómo evadirlo, pensando mejor en ir a un puerto. Si algo le iba a suceder, necesitaría testigos para que le creyeran, encontrar pescadores fue vital entonces, llevando a Vhagar lejos de la tormenta con ese necio Alfa ordenándole entre gritos y relámpagos rodeándolos que se sometiera y se le entregara.
—¡OBEDECE, OMEGA!
—¡NO! —Aemond aulló, sintiendo lágrimas al resistirse como Ser Cole le había enseñado— ¡NO LO HARÉ! ¡NO QUIERO! ¡NOOO! ¡NOOO! ¡VHAGAR!
Fue puro instinto y miedo el llamar a su dragona, sin pensar muy bien en cómo esta iba a reaccionar si de por sí estaba ya rugiendo. Vhagar lanzó su fuego contra Arrax, iniciando ella una nueva persecución cada vez más cerca de un cielo claro, con la vista de una playa no muy lejos. Aemond para entonces respiraba con trabajo, aferrándose a la montura entre temblores, su Omega interior aterrado del Alfa queriendo imponerse en su mente. La Reina de los Dragones rugió, alcanzando al pequeño dragón al que sujetó por la cola, comenzando a azotarlo entre mordiscos que fueron acercándose a su cuerpo. Solo hasta que escuchó el crujido y agonía del joven dragón, es que Aemond reaccionó.
—¡NO, VHAGAR!
Esta lanzó con furia al pequeño Arrax contra unos riscos, el cuerpo del dragón se hizo añicos como si fuese una taza de fina cerámica estrellándose contra el suelo. Aemond solo miró el cuerpo de Lucerys chocar con su dragón cuyo cuerpo lo protegió de la roca, cayendo con este hacia el mar frío debajo con olas furiosas tragándose ambos manchándose de un rojo sangre. Tembló, dándose cuenta de lo que había hecho.
Había asesinado al hermano de su Alfa.
Imposible enojarse con Vhagar, pues ella solamente lo protegió de terminar mancillado, él era el culpable en primer lugar por haber salido solo. Nunca debió hacerlo. Todo por creer que siendo Omega no traería problemas. Por creer que siendo Omega podía ser especial. La mente de Aemond comenzó a traer de vuelta esos viejos fantasmas mientras volaba hacia la Fortaleza Roja, bajaba sin dejar de temblar y llorar bajo la mirada de guardias y algunos sirvientes, caminando hasta donde le dijeron que estaba Jacaerys para caer de rodillas ante él y confesar su espantoso crimen.
—Lo siento —musitó al final de su corta explicación, mirando esa expresión de horror en su prometido.
Estaba perdido.
Lo había perdido todo.
La conmoción alrededor no se hizo esperar pues no habían estado solos, alguien le comunicó a Lord Mano de aquella terrible noticia que luego se confirmó cuando llegaron cuervos de Bastión de Tormentas diciendo sobre la huida de ambos príncipes sin razón alguna en medio de una tormenta y los restos de Arrax llegando a la playa, encontrados por pescadores quienes también atestiguaron cómo Vhagar atacó al dragón más joven. Todo alrededor de Aemond se hizo lento, como si apenas se movieran o fue que ya no prestó atención a nada, ni a los guardias que lo sujetaron por orden de la reina con Jacaerys peleando porque no se lo llevaran, ni a los reclamos de su abuelo por haber atacado a un Alfa, propinándole una bofetada en clara deshonra.
Iba a morir, eso era seguro y tal vez era lo mejor, así dejaba de provocar problemas y hacer infeliz a la gente de su alrededor. Aemond volvió en sí cuando los barrotes de su celda se azotaron al cerrarse la puerta, encontrándose en esa misma mazmorra en la que una noche su madre lo lanzara junto con Helaena, solo que ahora ya no había hermana que lo protegiera, nadie iba a salvarlo esta vez porque no lo merecía. Tal como lo había afirmado su madre, era una vergüenza que jamás debió ver el mundo, eso eran los Omegas todo el tiempo ¿por qué creyó que él iba a ser diferente solo porque una vez Jacaerys le dio cariño? Todo se hizo tan oscuro o fue un llanto que comenzó a brotar, no lo supo. Un frío que caló hasta sus huesos lo hizo temblar de pies a cabeza, sintiéndose de nuevo miserable y tan poca cosa.
Se arrastró hasta una esquina donde se hizo ovillo entre espasmos de su cuerpo inundado de miedo, abrazando sus piernas y escondiendo su rostro empapado de lágrimas en el hueco de sus brazos temblorosos. De no haber tenido la estúpida idea de querer morir bajo el fuego de Vhagar, sus hermanos no hubieran terminado separados, su madre no hubiera muerto, Lucerys seguiría vivo. Todo era su culpa y de nadie más. Aemon no supo de días ni de noches, ignorando las voces llamándolo, sobre todo la de su prometido porque no creyó que estuviera ahí. No lo merecía. Ni siquiera probó alimento si es que le dieron algo, se quedó así hasta que un Maestre fue a verlo, casi empujando algo en su boca. Agua. Té medicinal. Casi lo tosió, viendo todo muy borroso, jadeando apenas. ¿Cómo iba a morir? Según la ley, debía ser decapitado por alta traición.
Aemond no reaccionó de nuevo hasta que escuchó una voz que jamás creyó volvería a escuchar, levantando el rostro de entre sus brazos ahí escondido en su rincón, viendo atónito una figura que le extendió sus brazos.
—¿A-Aegon?
—Mi hermanito.
Casi gritó al gatear atontado hacia él, sujetándose a su hermano mayor con desesperación, llorando entre alegría y desconcierto. ¿Cómo era posible que estuviera ahí? ¿O acaso ya estaba comenzando a alucinar? El amargo aroma de medicinas contradijo sus pensamientos, dándose cuenta de que Aegon estaba vestido todo de blanco, telas de suave algodón impregnadas de esencias y ungüentos medicinales que no dejaban ver absolutamente nada de su piel como si fuese una mortaja viviente. Tan cubierto estaba que incluso la máscara de metal que usaba cubría bien su rostro, tan dolo dejándole ver sus ojos cansados, tristes que intentaron sonreírle al inspeccionarlo.
—¿Aegon?
—Quiero que me escuches muy bien, hermanito, ¿puedes hacerlo?
—P-Pero...
—Por favor, Aemond.
Asintió, de nuevo atemorizado, aflojando un poco su agarre al notar que Aegon se quejaba. Una mano vendada de este limpió su rostro, acomodando sus cabellos.
—Vas a hacer lo siguiente, Ser Cole irá contigo. Subirás en Vhagar y marcharás hacia Pentos.
—¿Qué...?
—Busca al Magíster Dehor Vyrlo, es un buen amigo mío que te dará refugio y cuidará de ti.
Su hermano jadeaba al hablar, como si le costara mucho respirar y la máscara no estaba ayudando, su aroma Beta era muy débil, enfermizo. No se hallaba nada bien y Aemond quiso preguntar, negando el obedecer esa orden, pero una mano sujetó su mentón para que lo viera a los ojos.
—Eso harás —casi juró que Aegon le sonrió, notando sus ojos húmedos— Perdóname por abandonarte, ningún hermano debe hacerlo, te dejé aquí esa noche sin pensar en el infierno que ibas a vivir. Pero hoy vamos a cambiar de lugares.
—No, no...
—Hoy tú serás quien vuele y yo me quedaré.
—Aegon... por favor.
—Quiero que me prometas algo, Aemond, prométeme que vas a vivir. Sin importar lo duro que parezca, los obstáculos que salten frente a ti, tú vas a vivir. Promételo por aquello que más ames en esta vida, que vas a vivir.
—Hermano —sollozó, temiendo algo.
—Madre te dijo que no valías la pena, que eras la desgracia para cualquiera que te conociera, pero eso jamás fue cierto. Eres el Omega más valiente, hermoso e invaluable que este mundo haya conocido y vas a vivir para demostrarlo ¿entendido? Necesito escucharlo, hermanito.
Llorando con un estremecimiento, Aemond asintió. —Lo haré... viviré.
—Resiste un poco en Pentos, hasta que Daeron tenga la edad para abogar por ti como tu hermano Alfa. Luego podrás regresar si lo deseas, pero nadie te culpará de nada —Aegon lo abrazó, besando sus cabellos por debajo de su máscara— Te amo, Aemond, mi bello hermanito. Ser Cole, por favor.
El guardia apareció para ayudarlo a ponerse de pie, dejando ahí sentado en medio de la celda a su hermano mayor quien lo despidió agotado por semejante esfuerzo, llevándose una mano al pecho. Aemond quiso regresar, compartir su suerte, pero la mano de Ser Cole no lo permitió, tirando de él para salir de la fortaleza con los demás observando entre desprecio y temor. La mirada del Omega buscó a su prometido entre los rostros que lo despidieron, encontrándolo en el patio acompañado del Rey Consorte.
—Su Majestad —Ser Cole saludó— Alteza. Nos vamos.
—Adelante —concedió Daemon.
Jacaerys lo miró adolorido, traicionado, no más sonrisas ni tampoco palabras de cariño. Aemond no hizo esfuerzo por ir hacia él, entendiendo que no quería verlo más, era el asesino de su hermano y eso jamás iba a cambiar. Lo que hubiera entre ellos estaba muerto ya, sintiendo una punzada al reconocer el repudio de todos. Con ese dolor fue a donde esperaba Vhagar, subiendo junto con Ser Cole para un exilio que le supo a muerte. Jacaerys intentó llamarlo, pero una mano de Daemon lo detuvo, dedicándole una mirada que ordenó quedarse callado y quieto en su lugar. Era lo mejor, ya no quiso darle más vergüenzas. Mirando por última vez la fortaleza, el Omega ordenó a su dragona volar, resistiendo el mirar atrás con su ojo abierto que dejó escapar gruesas y silenciosas lágrimas.
Esa tarde, el príncipe Aegon Targaryen perdería la cabeza en su lugar.
Su dragón Sunfyre lo seguiría poco después, tan fiel para seguirlo en la muerte. Con eso, el crimen por el asesinato del príncipe Lucerys Velaryon había recibido justicia, no más injurias ni problemas. Un intercambio de vidas que no iba a olvidar nunca, volando por encima de un océano que fue cambiando de color como el aire que secó sus cabellos húmedos por el encierro, llegando hasta Pentos ya de noche bastante agotado del viaje y el hueco en su corazón por la muerte de su hermano mayor. Aemond no tuvo ánimos para nada, siendo Ser Cole quien se hiciera cargo de encontrar al amigo Magíster de Aegon, quien los recibió en su mansión, sin hacer preguntas ni hacer comentarios sobre su aspecto tan deplorable, siendo muy discreto en enviar un Maestre para que atendiera sus heridas primero, un poco de té medicinal para calmarlo.
—Tenemos sus habitaciones listas, hay un baño y comida esperando también.
—Gracias, milord —fue Ser Cole quien lo dijo.
Los sirvientes los atendieron, en el caso del Omega casi lo obligaron igual que si fuese un cachorro desvalido para cooperar y desnudarlo por completo, llevándolo de la mano para asearlo en un baño caliente y darle de comer entre suaves palabras de un mal Valyrio. Cuando se quedó solo, Aemond miró la luna llena que iluminaba la esplendorosa ciudad de Pentos, preguntándose si acaso Jacaerys estaría pensando en él. ¿O estaría maldiciéndolo por destruir su familia? Ya no tendría su cariño, ni su mano sosteniéndolo al caminar por las tardes, no vería más su sonrisa cuando leyera un poema para él ni tampoco el calor de su cuerpo envolviéndolo por las noches haciéndolo sentir que había un muro entre la maldad y su persona. Todo lo que tenía era ese exilio y la incertidumbre de lo que sería su vida de ahora en adelante. Pero no podía morir, porque su hermano mayor había dado la vida por él.
Resistir.
Eso era lo que debía hacer.
Resistir.
Se permitió otro llanto sosegado, levantándose luego para ir a tomar algo de aire nocturno, asomado al balcón desde donde pudo ver la playa donde dormitaba Vhagar, tan cansada como él y quizás algo desconcertada. Al menos le habían permitido estar juntos. Una vez más, solo ella y el noble Ser Cole quedaban para acompañar sus muy solitarias noches y tristes días en Pentos. Había sido un sueño hermoso el vivir un tiempo como prometido de un príncipe heredero al trono, pero solo había sido eso, un sueño hermoso. Y como todos los sueños ahora despertaba para sentir la realidad. Aemond se retiró el parche, acariciando el zafiro en su ojo, pensando en su padre, en su madre, sus hermanos, en Jacaerys mirándole lleno de amor, diciéndole que era hermoso, que lo quería y era lo más importante para él.
—No, ya no —se dijo, haciéndose una promesa con la vista en las estrellas— Ya no más. Esa vida nunca estuvo destinada para mí.
Miró hacia donde sus ropas en un cesto que los sirvientes habían dejado, buscando en su abrigo maltrecho ese bolsillo secreto de donde extrajo el morralito de esencias que un día un buen Alfa de alta cuna le regalara como muestra de amor. Aemond lo acarició primero usando la yema de sus dedos para delinear cada hilo, esas figuras de dragones con sus colas entrelazadas, olfateándolo por última vez cerrando su ojo y pegando su rostro al morralito, temblando al despegar su mejilla de la tela bordada.
Sin expresión alguna, lo arrojó sin más al fuego del enorme pebetero en el centro de su recámara, mirándolo arder y quedar cenizas igual que sus esperanzas de tener una vida feliz.
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