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Se aseguró de irse antes a casa para que su padre no le regañase también por eso, no quería empeorar más las cosas de lo que seguramente lo estaban ya. Dejó los libros en la estantería polvorienta de la casa del herrero y se marchó, cerrando la puerta tras de sí, preguntándose qué se encontraría cuando llegase a casa. No tardaría en averiguarlo, no vivía muy lejos de allí.

Cuando llegó a casa y abrió la puerta, se encontró a su padre dibujando mapas, muy concentrado. Tenía unos cuantos de ellos esparcidos por la habitación, aquí y allá, secándose. El niño imaginó que ahora que el vendedor errante había vuelto, querría tener bastantes mapas preparados para que éste se los llevara cuando se volviera a marchar.

El hijo entró por la puerta con cuidado y con miedo al mismo tiempo. El cartógrafo cuando le vio, no dijo absolutamente nada. Levantó la cabeza del papel y el niño tragó saliva, pero inmediatamente después, volvió a sus mapas. El ambiente no andaba bien, nada bien se dijo el niño para sí. Se limitó a entrar sin decir nada y cerró la puerta con delicadeza, para no hacer ruido. Sin embargo, estaba equivocado con el carácter de su padre, que poco rato después de que entrara, dejó un momento el monóculo sobre la mesa, rompiendo el hielo de la situación.

—Mira, hijo, te entiendo —le dijo de repente, de mejor humor de lo que el niño se esperaba—. Entiendo que te sientas perdido, es normal.

El niño se volvió hacia él. Espera, ¿no estaba enfadado? Juró que al mediodía, cuando se fue, sí que lo estaba. Quizá hubiese tenido tiempo de pensárselo mejor y al fin y al cabo, ahora le apoyaría. Quizá.

—Entiendo que pienses que este oficio no se te da bien —prosiguió—. Quizá yo no haya sido el mejor profesor del mundo. No lo sé. Es normal que pienses que a lo mejor lo tuyo no es esto. Pero eso es solo porque aún no lo dominas.

No. No, no. Su padre no lo había entendido. No era eso.

El niño abrió la boca para replicar, pero su padre no le dejó intervenir, como si supiera la respuesta que iba a dar y quisiera evitar oírla por todos los medios.

—A veces, cuando uno no domina algo, piensa que no es lo suyo, pero lo único que le hace falta es más práctica para dejar de sentirse perdido —continuó—. Prometo que, a partir de ahora, trataré de ser mucho mejor profesor. Creo que no ha sido solo algo tuyo, sino que yo no me he explicado bien. Pero a partir de ahora, todo será diferente.

No se lo podía creer.

El niño se quedó allí quieto, sintiendo que las piernas le flaqueaban y cómo los ojos se le llenaban otra vez de lágrimas. Su padre no había entendido nada, o simplemente no había querido entenderle. No se sentía perdido, no era porque la cartografía se le diese mal y necesitara más práctica. No tenía nada que ver con eso. La herrería era lo que de verdad le gustaba y ahora que lo sabía, por fin se sentía motivado. Pero su padre, o no lo entendía o no quería entenderlo.

Y probablemente fuese lo segundo, para más dolor para el niño. Era posible que lo hubiese visto así obligado por el bochorno que pasó en la comida. Era su forma de tapar lo que ya no había ninguna forma de tapar, porque ya lo había decidido y ya lo había dicho, delante de todos los aldeanos. Pero su padre era el único que se negaba a admitirlo.

Al ver a su padre con esa sonrisa de satisfacción, creyendo que estaba siendo empático, el niño no fue capaz de decirle nada. Ni de contradecirle. No se sintió con fuerzas de añadir nada después de ver que seguía sin apoyarle. El niño solo asintió, tragándose sus sentimientos y su padre asintió también, volviendo a ponerse el monóculo para volver a lo suyo.

—Estoy dibujando mapas para que el vendedor se los lleve, como ya habrás imaginado —dijo mientras dibujaba—. Estos días me temo que necesitaré algo de ayuda. Puede venirte bien para lo que acabo de decirte, ¿no te parece?

El niño, que ya le había dado la espalda porque se le habían escapado las lágrimas en silencio, tardó un poco en contestar.

—Sí... —fue capaz de decir.

Esa noche, el niño no había dormido muy bien. No sabía qué le dolía más, si saber que no se libraba de la cartografía de ninguna manera o que su padre estuviese actuando prácticamente como si no hubiera pasado nada. La cuestión era que nada había cambiado después de decir eso, o al menos, no para su padre. Pero para él sí había cambiado todo y no estaba dispuesto a echarse atrás, aunque tuviera que hacerlo todo a escondidas.

Esa mañana, el cartógrafo llamó a su hijo para que se levantara con mucha más motivación de lo normal. Motivación que el niño por supuesto, no tenía, porque ya sabía lo que iba a pasar. Sin embargo se levantó, había dormido mal y no tenía ganas de estar más tiempo en la cama.

Cuando se levantó, su padre le trajo el desayuno y tan pronto como se lo dio, empezó a disponerlo todo sobre el escritorio, sacando plumas, tinta, reglas de todo tipo de formas y papel. Allá iba otra vez. Y además, tuvo que desayunar a prisa y corriendo, porque ese día su padre se había propuesto ser mejor profesor, aunque al niño ya le daba lo mismo. Si él se había propuesto ser mejor profesor, su hijo se había propuesto hacerle todavía menos caso que antes. Si su padre no entendía que no quería ser cartógrafo, se lo haría entender de esa forma, al menos por ahora.

Se acabó el desayuno y su padre le hizo sentarse en la silla que había junto a la suya, dispuesto a empezar las clases con mucho entusiasmo. Una vez lo preparó todo sobre la mesa, de la manera en la que él se apañaba mejor, empezó la explicación. Qué bien, encima tocaba hacer lo que el niño más odiaba de entre todo lo que odiaba: dibujar mapas y más mapas y además, todos iguales para que tuviera copias para intercambiar. Por lo que, nada más su padre empezó la explicación, el niño no tardó en desconectar de todo y perderse lo que estaba diciendo. Durante un buen rato, el niño solo vio a su padre mover la boca y emitir sonidos, ya que él repasaba mentalmente lo que había estado leyendo la tarde anterior acerca del tratamiento del hierro.

Su padre pareció darse cuenta al cabo de un rato de que su hijo estaba ausente y acabó por parar y quedarse callado, sin saber qué estaba pasando.

—¿Me estás escuchando? —preguntó el padre.

El niño, tratando de disimular, asintió despacio. Pero a su padre no le fue muy convincente.

—¿De verdad? —insistió.

El niño volvió a asentir. El padre resopló y siguió con la explicación inútil. El niño también volvió, pero a repasar los apuntes del herrero que leyó. Pensó que quizá, la mejor manera de entender el tratamiento del material era practicando con él en la herrería. Era peligroso, pero en el libro venían algunas instrucciones, podría empezar por ahí, tal vez. Así iría progresando y podría reparar antes al gólem, que cada día parecía estar peor. Se había prometido que no se alejarían mucho de la aldea hasta que no lograra repararle, después del susto que se llevaron en el bosque. Quizá algún día, cuando estuviera arreglado, pudieran volver a visitarlo... quizá también cuando dejase de tener miedo a ese bioma que ahora no le producía confianza. No después de la horda de zombies que les persiguió y de la que por supuesto, no le había hablado a su padre.

Volvió a pensar en el taller del herrero y reparó en que el problema era que allí no le sonaba haber visto lingotes de hierro, ni siquiera pepitas en el cofre. Sería un inconveniente si no había hierro, pues tendría que ir a buscarlo y eso supondría estudiar más y tener que ir a alguna mina en secreto. Más tiempo que tendría que pasar antes de poder reparar al gólem. Aunque en verdad, era mejor que pasara el tiempo para poder repararle lo mejor posible dentro de lo que iba aprendiendo, que por ahora era poco. Pero también le daba miedo que éste se estropease más todavía.

—Hijo, ¿me escuchas sí o no? —apareció la voz de su padre de repente.

El niño esa vez tuvo que hacer un esfuerzo más grande para volver a la realidad y asintió de la misma manera que antes, pero ya su padre estaba empezando a estar harto.

—¿Sí? —insistió. Qué pesado.

El niño asintió otra vez. Su padre hizo una mueca extraña.

—Vale, entonces dime, ¿qué te estaba diciendo? —preguntó entrecerrando los ojos.

Oh, no.

No tenía ni idea ni se esperaba esa pregunta. El niño paseó los ojos por la mesa desesperadamente, tratando de recopilar información sobre qué podría ser lo que le estaba diciendo. Repasó con la vista el mapa que su padre estaba dibujando, sin acabar de deducir lo que podía ser. Al final, se decantó por algo.

—¿Dibujar... mapas? —dijo por fin.

Se había decantado por lo obvio. Era indiscutible, su padre tendría que estar orgulloso de que al menos se hubiera enterado de que era eso lo que estaban haciendo, pero no parecía estarlo. Por el contrario, torció el gesto a uno más serio. Se había delatado, sí, pero, ¿qué quería que hiciera? No quería dedicarse a ese oficio, era su problema si no sabía aceptarlo. Puede que se empeñara en enseñarle mejor, pero eso no iba a solucionar nada.

—¿Y para qué se supone que estoy yo poniendo tanto empeño en enseñarte? —le preguntó.

Eso él sabría. Estaba poniendo mucho empeño, pero para nada, porque la mente del niño no iba a estar en los dichosos mapas por más que él quisiera. Al final, el padre le cedió la pluma y le hizo un gesto para que empezara a dibujar mientras él se levantaba de la mesa. Fue hasta la mesilla, donde se sirvió un vaso de agua. El niño que estaba totalmente perdido, trató de hacer algo para aparentar que había prestado atención, aunque se veía a metros de distancia que no lo había hecho.

—Como ya te dije, necesitaré ayuda —dijo el padre de pronto—. Así que esta tarde te quedarás en casa dibujando.

El niño dio un respingo y se volvió hacia él. Justo cuando había pensado en empezar a practicar la herrería su padre salía con eso. Pero no había manera de contradecirle una vez decidía esas cosas por él y el niño, apretando los dientes y la pluma sobre el papel, no añadió nada.

Quería darle esa rosa al niño, pensó mirando a través de la ventana de su casa esa mañana. Vio que el niño otra vez estaba dibujando mapas, a pesar de que ya había decidido lo que quería ser y hacer.

El hijo del cartógrafo no se volvió hacia la ventana para mirarle, estaba demasiado enfadado y el gólem se lo notó. Miró la rosa que tenía en la mano, dándose cuenta de que ya no estaba en buen estado como para regalársela, por lo que creyó que sería mejor coger otra. Así que se marchó de allí, con esa intención.

Salió de la aldea a una zona apartada en medio de la pradera, lejos de donde había visto al niño leyendo para que no viera lo que iba a hacer por si volvían allí. Quería que fuese una sorpresa y el gólem pensó inocentemente que eso podría ser una pista.

Cuando encontró un sitio alejado en el que solo había hierba, el mismo sitio donde dejó la remolacha que le regaló, trató de agacharse, chirriando descontroladamente. Una vez que lo logró, la rosa que ya no estaba bien, trató de plantarla, tratando de que volviese a como estaba cuando la encontró, ya que no podría regalársela así. Estaba muy fea.

Una vez que la plantó, la rosa se quedó evidentemente caída y el gólem se puso de pie, chirriando otra vez y notando como sus extremidades se quedaban enganchadas y agarrotadas. El niño le había dicho que no hiciese esfuerzos, pero no sabía si contar ya agacharse como un esfuerzo.

Cuando miró la rosa, le dio lástima hasta de verla así. Era penosa, con lo bonita que estaba cuando la encontró. Ojalá volviera a ponerse bien.

Decidió dejarla allí, volvería a verla en otra ocasión. Mientras tanto, iría a escoger otra, a ser posible del mismo color, para regalársela al niño esa misma tarde sin falta.

Se paseó por la llanura durante un rato hasta que encontró una zona lleva de flores. Allí encontró dientes de león amarillos, orquídeas azules. Pero esos colores no le llamaban especialmente la atención, así que las descartó nada más verlas. No eran feas, pero no era lo que él quería. Así que decidió que sí o sí, cogería otra rosa.

Y no paró hasta que encontró otra, que arrancó con cuidado y la enterró en su mano, conservándola lo mejor que pudo para esa misma tarde.

Volvió a la villa, decidido a esperar junto a la casa del cartógrafo.

El sol ya estaba muy bajo y era casi de noche. Lo que había visto esa tarde le había desanimado mucho y se había quedado bastante triste fuera de la casa, igual que el niño dentro de ella. El hijo del cartógrafo se había vuelto a mirarle un par de veces, viendo que como todos los días, no se iba de allí. Le miraba con curiosidad, pero lo que el niño no sabía, es que el gólem le esperaba para algo más que salir a jugar o a leer y estudiar con él. Quería regalarle algo, pero una vez más, sus planes no salieron bien.

El niño no salió de casa en toda la tarde, se tuvo que quedar con su padre dibujando mapas una vez más. Pero esa vez, su padre no parecía estar enfadado, por lo que al gólem le dejó tranquilo donde estaba.

Sin embargo, el gólem se había quedado allí y cuando el sol cayó, abrió su mano para ver la rosa que había cogido al mediodía. Y al igual que la otra, ésta ya no lucía tan bien como cuando la cogió, por lo que decidió descartarla con lástima. Ese día no se la iba a poder dar, estaba claro. Así que se marchó con ella, pensando en ponerla junto a la otra que replantó por la mañana. Cerró la mano y se dio media vuelta, perdiéndose en la oscuridad del atardecer, mientras el niño intercambió una mirada con él, preguntándose por qué se iba y sintiéndose mal por tener que dejarle solo.

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