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Al día siguiente, al niño le costó convencer a su padre para que le dejara salir, aunque a diferencia de otros días, no iba a irse con el resto de niños de la aldea. Se había sentido desplazado del grupo desde hacía un tiempo, y el día anterior le habían demostrado por las claras que lo estaba al no haberse siquiera preocupado por saber por qué se había marchado sin decir nada. La cuestión era que el hijo del cartógrafo, desde el día anterior, no se había sentido cómodo a la hora de pensar en salir con ellos, por lo que había decidido que no lo haría.

Pero eso no le impedía salir y juntarse con el gólem, que parecía demostrarle mucho más que el resto de los niños. A pesar de todo, el gólem no se había movido de la zona cercana a su casa en toda la tarde anterior, como si estuviese esperando a que saliera, aunque estaba lloviendo. Su padre, le había dicho varias veces que se marchase y él no había obedecido a ninguna de ellas, por lo que había terminado por dejarlo por imposible.

Su padre no le dejó tranquilo ni por la mañana, después de que la tarde anterior se la había pasado entera con los malditos mapas. Al final, a base de insistir, había conseguido hacer un mapa medianamente decente, pero el cartógrafo había pensado que quizá fuese mejor que tratara de perfeccionarlo un poco más. A regañadientes, el niño había obedecido, poniendo cada vez menos empeño en mejorar, dejándose la vista y las pocas ganas que tenía de seguir aprendiendo ese oficio en el papel.

Al final, al mediodía, su padre le había dicho que ya era suficiente. Al fin. Comió deprisa y tan pronto como terminó, el niño salió de casa con una sensación de libertad que no se había percatado hasta ese momento de lo que había echado de menos tenerla. Y nada más salió, descubrió que el gólem le estaba mirando a lo lejos, haciéndole gestos torpes que parecían decir que fuese con él.

El niño le hizo caso y corrió hasta él, por el camino hacia las afueras del pueblo. Una vez allí le saludó y se quedó mirando hacia el lugar que había al fondo del paisaje. Era ese bioma que tanto le había llamado la atención, pero al que nunca había ido.

El niño, miró en todas direcciones, para ver que no había casi nadie por los alrededores y en un arranque de valentía, tomó la decisión.

—¿Vendrías conmigo a visitar ese bioma del fondo? —le preguntó al gólem.

El gólem se mostró bastante reticente al principio, pero al final, por la mirada insistente del niño, no se pudo negar. Los dos se pusieron en camino hacia el bosque del fondo, uno con más ilusión que el otro y nadie en el pueblo les vio marcharse.

Cuando llegaron al límite de la pradera que dejaba paso al bosque, ambos se detuvieron por poco tiempo. Desde allí, todo se veía mucho más colosal de lo que él se había imaginado, pero aún así, el niño fue el que entró primero. El gólem se dispuso a seguirle de cerca, por si acaso.

Allí, la luz del sol no iluminaba de la misma forma, ya que las copas de unos árboles gruesos y oscuros se enredaban entre ellas, creando una telaraña de hojas que dejaban pasar solo unos pocos rayos. Había altibajos, recovecos imposibles, plantas extrañas y cosas que el niño no había visto en su vida. No sabía hacia dónde mirar, todo aquello era increíble, a pesar de que los árboles dificultaban un poco la visión. El hijo del cartógrafo corría de aquí para allá, fijándose en cada pequeña cosa que veía en ese nuevo bioma. Y junto al tronco de un árbol bajo y grueso se agachó, viendo unas plantas extrañas que jamás había visto, si es que eso eran plantas. Eran redondas, de color rojo brillante con puntos blancos. Se quedó embelesado con su color y fue a tocarlas, pero el gólem le detuvo, llamándole por la espalda y señalándole algo que estaba un poco más allá.

El niño, cuando se levantó, abrió los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas. Lo que estaba viendo era igual que lo que había en el suelo junto al árbol, pero ésta, era mucho más grande, incluso más que muchos de los árboles que había en el bosque. El niño, que no dejaba de preguntarse qué serían esas cosas rojas, se acercó hasta ella y pasó por debajo, descubriendo que más allá había más como esa e incluso, algunas de color canela, con una forma un poco diferente.

Estaba hipnotizado. Sin duda, ese bioma era mucho más interesante que en el que ellos vivían. Quería verlo todo, quería saber qué más había en las profundidades del bosque. Quería saber si había animales, y en caso de haberlos, cuáles serían. Quería perderse toda la tarde allí o incluso para siempre. Si se perdía en ese bosque, al menos no tendría que dibujar esos horribles mapas que le traían de cabeza. Y sin dejar de recorrerlo todo con sus ojos curiosos, el niño quiso seguir avanzando, pero el gólem le detuvo otra vez, poniendo una de sus grandes manos por delante de él.

El hijo del cartógrafo no entendió lo que pasaba al momento, pero poco después empezó a oír lo mismo que aparentemente estaba escuchando el gólem.

Ninguno sabía de dónde venía, pero parecía que les rodeaba. El niño no sabía lo que era, pero el gólem sí. Y no había reparado al acompañar al niño al bosque, en que allí había mucha menos luz que en la pradera incluso por el día, y podían campar a sus anchas.

Unos gruñidos invadieron el lugar, acompañados de lo que parecían unos chasquidos huecos desde lejos.

El gólem se puso en guardia, mirando en todas direcciones, esperando a que aparecieran, con su instinto de protección disparado. Mantuvo al niño a su espalda en todo momento, con una mano puesta por delante de él para evitar que le sucediera nada. Si algo salía de entre la maleza, tendría que pasar por encima de él antes de poder ponerle un dedo encima al niño.

Los gruñidos se acercaban cada vez más, sonaban de muchas maneras y abarcaban toda la zona, confundiéndoles. El hijo del cartógrafo se había convertido de un momento para otro en un amasijo de nervios que no dejaba de temblar ni un solo momento, sin dejar de mirar a su alrededor. Lo que hasta hacía poco le había parecido un paisaje increíble, de repente le resultaba aterrador.

Y entonces los vio.

Unas criaturas lentas y torpes aparecieron por detrás de los árboles, caminando directas hacia ellos. Eran de un aspecto similar al de los aldeanos, pero no llegaban a ser aldeanos. Su piel era de color verdoso y daba la sensación de estar en pleno proceso de putrefacción, como si se tratase de muertos que habían vuelto a la vida. Su ropa, destrozada y carcomida por el paso del tiempo, les cubría más bien poco y les arrastraba por el suelo mientras avanzaban como autómatas, emitiendo gruñidos desagradables. El niño se escondió como pudo detrás del gólem, sintiendo como el miedo se apoderaba de él por momentos. Sin duda, aunque nunca los había visto directamente hasta ese momento, esos tenían que ser los zombies que le había descrito su padre hacía tiempo.

Zombies aparecieron de todas partes, dispuestos a atacarles con un hambre voraz que les guiaba a moverse aun cuando no debían ni poder hacerlo. En poco tiempo, el gólem y el niño estuvieron rodeados por unas cuantas de esas abominables criaturas y el gigante supo que era el momento de atacar.

Sin separarse mucho del niño, comenzó a golpear a los zombies, que no dejaban de caer bajo la fuerza de sus grandes puños. Los alzaba por los aires, los destrozaba en pedazos. Pero con cada uno de ellos que llegaba hasta él, el gólem empeoraba su ya de por sí masacrado cuerpo oxidado.

El niño, que le miraba enfrentarse a los zombies con miedo, temió lo peor al ver que esos seres no dejaban de aparecer y él no tenía forma alguna de ayudarle. Pero al gólem, poco parecía importarle lo que a él le sucediera. El niño tenía que salir de allí ileso.

Hasta que entonces, cuando el gigante alzó a uno de los zombies por los aires, notó como uno de sus brazos se desencajaba ligeramente del cuerpo, con un chirrido atroz. El gólem se llevó la mano al brazo, sin darse cuenta de hasta qué punto podría haber empeorado su estado. El niño, que había torcido el gesto a terror puro al verlo, aprovechó para tirar del gólem y obligarle a que se marchara corriendo fuera del bosque junto a él.

La mole de hierro oxidada terminó por obedecer a regañadientes, sujetándose el brazo y con una horda no muy grande de zombies tras ellos.

Tras unos momentos que parecieron horas, lograron salir del bosque, ya que no se habían adentrado mucho en él. Los dos se alejaron y se internaron un tanto en la pradera, viendo como los zombies salían del bosque para seguir persiguiéndolos, hasta que la luz del sol interceptó el ataque, abrasándolos hasta morir.

Pero el peligro no había terminado y el niño se volvió asustado hacia el gólem, que tenía el brazo casi descolgado.

Movido por el temor y la adrenalina, el niño tomó una decisión rápida.

—Quédate aquí, enseguida vuelvo —le dijo con desesperación—. No te muevas de aquí, por favor.

El gólem asintió despacio y el niño, que seguía siendo un manojo de nervios echó a correr hacia el pueblo, sin saber siquiera lo que iba a hacer exactamente, pero sabiendo que al menos algo tenía que intentar.

Llegó al fin y no se detuvo a mirar como la vez anterior. Abrió la puerta de la casa, dejando que ésta emitiera un poderoso chirrido. Entró en la pequeña estancia como una tromba y fue directo hacia la estantería de la casa del antiguo herrero. Recorrió con la mirada rápidamente todos los libros, soplando el polvo que los cubría y sacando algunos, hojeándolos rápidamente.

Ese no... ese tampoco... en este no había nada...

Hasta que al fin, encontró uno que hablaba sobre el hierro y mencionaba algo acerca de los gólems. Al fin. Suspiró algo esperanzado mientras seguía hojeándolo, encontrando en una página los dibujos de algunas herramientas que se dispuso a buscar por toda la habitación. Revolvió todo, levantando nubes de polvo que le hicieron toser como un descosido, pero al final acabó encontrando por aquí y por allá todas las herramientas que le hacían falta, menos una. Tendría que apañarse como pudiera. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer ni cómo, pero no podía dejar que se quedase así. Y mucho menos ahora.

Cogió todo lo necesario, cerró la puerta y volvió a irse corriendo hacia la pradera, sin importar si alguien del pueblo le había visto salir, que afortunadamente no fue nadie.

El gólem no dejaba de mirarle. Se notaba que estaba sorprendido a pesar de que su rostro estaba siempre igual de inexpresivo. Bueno, o casi siempre.

En mitad de la pradera, el gólem estaba tumbado y el hijo del cartógrafo había dejado el libro que encontró en casa del herrero sobre una piedra, con las páginas abiertas. Leyendo con atención y despacio, fue siguiendo algunas instrucciones que el antiguo herrero había apuntado sobre diferentes cosas acerca del tratamiento del hierro. Poco a poco, empleando las herramientas con sumo cuidado y tal como el libro indicaba, fue golpeando, ajustando y arreglando de una forma algo tosca, el brazo del gigante.

Éste se dejó hacer, sin dejar de mirar al niño y al libro que tenía al lado, que parecía estar leyendo con más interés que lo que estuvo haciendo la tarde anterior a esa.

Bastante rato después, el niño se limpió el sudor de la frente, algo más relajado. Instó al gólem a incorporarse y a mover el brazo, el cual pudo mover perfectamente, sin temor a que se le descolgara. Había conseguido arreglárselo de una forma bastante poco elegante, pero lo que era más importante, lo había conseguido.

El niño inspiró hondo, algo más tranquilo y cogió el libro del herrero que había dejado sobre la piedra. Volvió a mirar la página que había dejado abierta y la releyó, acomodándose en el suelo. A pesar de que las instrucciones parecían complicadas, había logrado seguirlas y reparar ligeramente al gólem, que le miraba mientras leía.

Por primera vez el niño se sintió contento con algo que él mismo había hecho.

Siguió leyendo allí sentado, sin darse cuenta de que no hacía más que pasar una página tras otra y que se estaba quedando tan absorto, que ni vio que el gólem se puso de pie. Éste, que no quiso molestarle, se puso a andar por la pradera, no muy lejos de donde estaba el niño rodeado de herramientas, paseando sus ojos por las flores que salpicaban la zona. Y encontró una, de su color favorito, que le pareció preciosa y la cogió.

Era una rosa de color rojo fuego.

Una vez la tuvo en la mano y se lo pensó, decidió ir hacia el niño. Quería regalársela, para agradecerle lo que había hecho por él. Pero el niño, levantando su vista momentáneamente del libro de herrería, vio que estaba atardeciendo y con prisa lo cerró, recogió las herramientas y se puso en pie, casi sin fijarse en el gólem.

—¡Tengo que irme! —le dijo—. Se está haciendo tarde.

Dio media vuelta y el gólem encerró la rosa en su gran mano de hierro. Quería encontrar un momento que fuese especial para dársela, no quería dársela con prisas. En otro momento sería. Y antes de que pudiera despedirse del niño, éste le miró antes de irse a la aldea para decirle algo más.

—No hagas más esfuerzos ni nada como lo de esta tarde —le dijo, un poco apenado—. Siento lo que ha pasado hoy, ha sido por mi culpa.

El gólem le miró y negó con la cabeza despacio. El niño sonrió.

—Por favor, no hagas esfuerzos, ¿de acuerdo? —le insistió.

El gólem esta vez asintió.

—Si haces esfuerzos... —hizo una pausa, no sabía cómo continuar y decidió empezar desde cero—. Me gustaría que me dieses tiempo para aprender... a saber cómo arreglarte.

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