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Allí, quieto, de pie con esa planta fuerte que aparentaba y ese cuerpo oxidado, el gólem le estaba observando con la cabeza inclinada hacia un lado. Le llevaba viendo varios días haciendo eso y al niño también le daba curiosidad esa criatura. Intercambió una mirada con él, clavando sus pequeños ojos en los grandes iris rojizos de la mole de hierro cubierta de enredaderas.
Y por primera vez, esa criatura no le pareció tan imponente como hasta hacía unos días. Tenía un aspecto demacrado por el óxido y el paso del tiempo, pero su cara, aunque era inexpresiva y no podía hablar, demostraba una amabilidad que no había visto siquiera en muchos aldeanos.
El niño miró hacia su casa un momento, y vio a través de la ventana que su padre estaba atareado como siempre en sus mapas. Volvió la vista hacia él de nuevo y el gólem seguía allí parado. Apretó los puños y caminó con decisión, aún quedándose a una distacia prudencial de él. Se detuvo y miró hacia arriba, volviendo a intercambiar miradas. El gólem no hizo nada enseguida y el niño tuvo una vista colosal de él desde esa perspectiva, pero no se movió.
—Ho... Hola... —le dijo tímidamente.
El gólem, como era obvio, no le dijo nada. No podía hablar. Pero el niño creyó ver algo en sus ojos bajo el desgastado hierro, que interpretó como un saludo muy discreto. Poco después, el niño cayó en la cuenta de que se había acercado a él pero no sabía muy bien qué hacer ahora.
El gólem le miró y no hizo nada más, ni siquiera se movió, hasta que el niño volvió a mirar hacia su casa y se dio cuenta de que era casi de noche.
—Tengo... tengo que irme a casa —le dijo el niño, alejándose.
El gólem se quedó allí mirándole y esta vez hizo una mueca muy sutil, entrecerrando un poco los ojos como si acabara de sonreír. El niño lo vio y se le iluminó la cara, perdiendo ese "miedo" que le tenía.
Por su parte, la mole de hierro esperó a que el niño cerrase la puerta para acercarse a la casa y mirarle desde el exterior, por la ventana. Estaba contento, pensó.
Era posible que hubiese hecho un amigo. Y no solo se alegró por él mismo, sino por el niño que, aunque tenía amigos, parecía siempre sentirse muy solo.
Al día siguiente, tras hacer las tareas de la casa y alguna cosa más, el padre volvió a colocar todo sobre el escritorio. Pero ese día no le instó a que fuese con él al escritorio, sino que le hizo un gesto para que se sentase junto a la ventana. El niño le obedeció sin decirle absolutamente nada, no se atrevió. Su padre no parecía estar de muy buen humor y era mejor no enfadarle más, fuera lo que fuera lo que le pasase. Aunque, sabiendo lo que venía a continuación, era casi seguro que iba a enfadarse más.
Una vez se sentó, esperó pacientemente a que su padre le dijera lo que iban a hacer esa mañana. Al niño le era indiferente lo que le propusiese, todo le parecía exactamente igual de aburrido. Así que daba igual que cada día se dedicasen a hacer algo distinto.
Su padre rebuscó en uno de los cajones de su escritorio y sacó un par de libros y un objeto extraño que parecía un reloj de bolsillo. Cuando tuvo las cosas que aparentemente había estado buscando, se acercó hasta él y se lo cedió. El niño lo cogió todo con timidez, sin atreverse a preguntar nada. Pero no hizo falta, ya que fue su padre quien habló.
—Hoy no dibujarás —le dijo—. Hoy solo quiero que leas y estudies. Necesitas asimilar mejor los conceptos.
El niño bajó la vista y observó lo que su padre le había dado. Era fantástico. Ya solo con leer el título y ver las portadas de esos libros se estaba aburriendo. Aquello ya no pintaba bien desde el principio, iba a ser duro.
—Estos libros, desde hoy, será lo que tendrás que estudiar y comprender —prosiguió el padre—. Son conceptos básicos y necesarios para aprender cartografía.
El niño volvió a revisar los libros, sintiendo una vez más que los esfuerzos de su padre no iban a servir absolutamente para nada. Se fijó entonces en esa especie de reloj que le había dado junto con los libros. Y vio, que no era un reloj exactamente. Sí, tenía la misma forma, pero no había números. Simplemente había letras. Una arriba, otra abajo, otra a la izquierda y otra a la derecha. N, S, W, E.
El niño lo miró, quizá era lo único de todo lo que tenía entre manos que le llegaba a despertar un mínimo de curiosidad. El padre le vio mirarlo con un hálito de esperanza en que al menos algo le hiciese tener interés y se sentó junto al escritorio.
—Eso que tienes en la mano, se llama brújula —le respondió el padre a esa pregunta que el niño aún no había formulado en voz alta—. Y tendrás que aprender a usarla para este oficio.
El hijo del cartógrafo volvió a mirarla, preguntándose por qué la manecilla señalaba siempre hacia el mismo lado aunque girase la brújula.
—No te preocupes —dijo su padre, poniéndose a dibujar—. Te he dado un libro donde se explica cómo se utiliza la brújula. Es más sencillo de lo que parece.
Podría ser sencillo, pero al niño desde luego no se lo parecía. Además, si tan sencillo era, ¿por qué no se lo explicaba él mismo? Otro cachibache más que sería incapaz de aprender a usar, otro más con el que sentirse el aldeano más fracasado de toda la villa, se dijo el niño para sus adentros.
—Cuando salgas esta tarde con tus amigos te la puedes llevar —le dijo su padre, mientras hacía unas mediciones sobre el papel—. Así puedes ir practicando, ¿no crees?
El niño asintió con todo el optimismo que fue capaz de sacar. Si no tenía ni idea de cómo utilizarla, no entendía para qué se la iba a llevar por la tarde. Sería más bien para decorar más que para servirle de algo.
En fin, le haría caso a su padre. Si luego no la utilizaba en toda la tarde, no tenía por qué enterarse. Cuando volviera, simplemente le diría que había practicado y ya está.
—Y ahora estudia —le insistió—. Tienes que aprender muchas cosas si quieres llevarte la brújula esta tarde.
Y dale. El niño ni siquiera quería llevarse la brújula, había sido idea de su padre, igual que todo lo demás que le hacía hacer. El hijo del cartógrafo ponía tan poco interés en todo que le extrañaba que su padre no hubiese percibido ya algo. Pero parecía ser que no, que la insistencia en que aprendiera el oficio le cegaba por completo.
Obedeciendo sin añadir nada y a regañadientes, abrió el maldito libro de la brújula. Su padre volvió a lo suyo, satisfecho.
Pasó un rato leyendo, sin pasar una sola página. Con una sola página le bastaba para aburrirse sobremanera. Quizá podría leer ese libro antes de acostarse, era tan soporífero que seguramente le ayudaría a dormir mejor.
Poco rato después, el niño ya estaba agotado y notaba que le pesaban los párpados. No se estaba enterando de nada y había releído la misma página ochenta veces. Pero la leía con tanta desgana y pensando en tantas cosas, que no retenía nada. Levantó la vista, angustiado. No quería seguir leyendo, pero su padre estaba allí. Al menos tenía que fingir, aunque necesitaba salir de esa página durante un momento.
Para despejarse unos minutos, miró distraídamente por la ventana. Y allí, como tantas otras veces, descubrió que el gólem de hierro le estaba mirando. El niño esa vez no se sintió intimidado, no después de lo que había pasado por la noche. Se había sentido cómodo con él y su presencia, que antes le intimidaba, ahora le daba más sensación de cercanía e incluso, de fragilidad. Le daba pena que el gólem pareciera estar siempre tan solo, además de lo deteriorado que estaba. No sabía cuánto tiempo le habría estado mirando, ni por qué le observaba. En verdad le daba igual. Ya solo podía sentir curiosidad por él.
—¿Y bien? ¿No sigues estudiando? —preguntó su padre para llamar su atención.
El niño volvió a mirarle, saliendo del trance y dejando de mirar por la ventana mientras el gólem le seguía observando de forma tan poco discreta.
—Sí... sí... solo... quería despejarme un momento —se excusó el niño.
Por la tarde, el niño estaba tan ansioso por salir de su casa y poder dejar los libros de su padre durante un rato, que ni siquiera esperó a que sus amigos viniesen a buscarle. Fue a salir sin más de su casa cuando su padre le paró, insistiendo en que se llevase la brújula consigo para practicar lo que había estado leyendo.
El niño le obedeció sin más, diciendo para sus adentros que iba a ser inútil, ya que seguía sin saber bien cómo funcionaba. Pero aún así se la llevó.
Salió de casa y cerró la puerta tras de sí, encontrándose al girarse con la mole de hierro oxidada que como cada día, le estaba mirando. El niño intercambió miradas con él y se atrevió a saludarle con timidez antes de comenzar a caminar hacia la derecha. El gólem volvió a hacer una mueca sutil y le siguió con la mirada.
El hijo del cartógrafo se llevó entonces la mano al bolsillo de su ropa y sacó la brújula a regañadientes, aún sin entender qué era lo que tenía que hacer con ella. El gólem le vio mirarla, girarla y agitarla, con curiosidad. Finalmente, el niño se puso a caminar sin quitarle ojo de encima, viendo hacia dónde apuntaba la manecilla. Caminó hacia el frente y giró. La manecilla cada vez señalaba hacia un sitio.
Poco después, el gólem le vio dar media vuelta con ella en la mano y sin dejar de mirarla. Él tampoco tenía mucha idea de esos objetos de los aldeanos, pero ese en concreto parecía realmente complejo de usar.
El niño vio con impotencia como la manecilla se movía de vez en cuando y acababa siempre señalando hacia un lugar diferente entre las cuatro letras que había. Trató de pensar qué lógica podría tener eso, pero no era capaz de encontrarle ninguna. Aunque se volviese a situar en el mismo sitio y de la misma forma, la brújula ya no apuntaba hacia el mismo sitio que antes. El niño llegó a preguntarse si no estaría estropeada.
Ese trasto infernal le estaba enfadando y tenía ganas de dejarla de nuevo en el bolsillo, pero decidió darle alguna oportunidad más, para comprobar si era capaz de comprenderla de alguna manera. Caminó por la calle en línea recta y torció por una de ellas hasta el final sin dejar de mirarla. La manecilla se movía como loca, hacia donde le daba la gana. Parecía que ese trasto lo único que quería era marearle y tomarle el pelo.
Finalmente, el niño, frustrado, se detuvo en medio de ese recodo y decidió guardarse la brújula de mala gana. No la comprendía, como le pasaba con el resto de cosas que su padre le enseñaba. Estaba claro, él no servía para eso.
Fue a dar media vuelta, viendo que el gólem le miraba paseando por la calle que quedaba en perpendicular, pero algo le hizo detenerse. Había llegado a un recodo por el que hacía mucho tiempo que nadie pisaba. Sin darse cuenta, había llegado a una zona apartada de la aldea, a la última casa de ese lado de la villa. Y esa casa concretamente, hacía mucho que nadie la visitaba ni había entrado en ella. La antigua casa del herrero.
El niño se preguntó entonces qué habría pasado con el herrero. Su padre le había comentado que hacía tiempo se quedaron sin él, pero no le llegó a decir por qué. La casa parecía llevar cerrada bastante tiempo y al hijo del cartógrafo le dio curiosidad lo que podría haber allí dentro. Desconocía totalmente ese oficio, era el único que no había presenciado en toda la villa.
Se atrevió a asomarse por una de las ventanas polvorientas y vio en la oscuridad de la pequeña casa unos instrumentos muy extraños que él ni siquiera sabía lo que eran. Había una estantería con libros viejos, un baúl entreabierto, herramientas que parecían pesadas, un carrito con un cofre lleno de piedras negras y dibujos rápidos y mal hechos colgados en las paredes que él no llegó a identificar bien.
Su curiosidad crecía a medida que seguía viendo a través de la ventana y sintió el impulso de entrar. Se acercó a la puerta tímidamente y quiso abrirla, pero algo le interrumpió. Unas voces hicieron que volviera la vista hacia la calle perpendicular, por la que los dos hijos del pescador le llamaban a gritos desde lejos.
El hijo del cartógrafo miró de reojo hacia la puerta y resoplando, se separó de ella mientras se metía las manos en los bolsillos, haciendo que la brújula se hundiera en ellos todo lo posible. Los hijos del pescador le hicieron gestos para que fuese con ellos y él les hizo caso, con una actitud algo triste.
—¡Hey! —dijo uno de los dos hermanos, el menor—. ¿Y esa cara tan larga?
—¿Qué estabas haciendo ahí? —preguntó el otro.
—No... no es nada —respondió el hijo del cartógrafo con desgana—. Me había parecido ver algo ahí.
—¿Ahí dentro? —preguntó uno de ellos señalando la casa del herrero—. ¡Pero si ahí ya no vive nadie! ¿No te lo han dicho?
—Era la casa del herrero —señaló el otro hermano.
Qué gracioso era ese niño. Ya sabía que esa era la casa del herrero. A veces sentía que sus amigos le tomaban por tonto. Que no avanzara en su oficio no significaba que lo fuera.
—Eso ya lo sé —respondió el hijo del cartógrafo.
—Dicen que murió —dijo el hermano menor—. Pero nadie suelta prenda. No quieren contar qué fue lo que pasó, tuvo que ser algo bastante fuerte.
El hijo del cartógrafo dio un respingo. Eso ya era más de lo que su padre le había contado, pero no supo bien si creérselo o no.
—¡Iugh! —exclamó el hermano mayor—. ¡Sí que eres raro! ¿Ibas a entrar en la casa de alguien muerto?
El hijo del cartógrafo se giró y le fulminó con la mirada, pero ni siquiera se molestó en responderle. Y qué si el herrero estaba muerto. Y qué si la casa estaba abandonada desde hacía tiempo. Le había dado curiosidad, eso era todo. Y en parte, también le dio lástima de no saber cómo era ese oficio.
—Me pregunto cómo sería ese oficio... —dejó caer el hijo del cartógrafo, sin darse cuenta prácticamente de que lo estaba diciendo en voz alta.
—Aburridísimo, seguro —contestó rápidamente el hermano mayor—. Dicen que se pasaba la vida picando piedras de colores y derritiendo cosas. No sé, algo así he oído.
El hijo del cartógrafo no añadió nada más. ¿Sería verdad que eso era la herrería o se lo estaba inventando? No parecía muy seguro. Además, si no sabía bien cómo era ese oficio, ¿por qué decía de antemano que era aburridísimo?
Le habría contestado que para el concurso de trabajos aburridísimos, el de su padre se llevaría el primer premio, pero decidió callárselo. Siempre que hablaba de su oficio y de lo mal que se le daba, el resto de los niños se reían por lo bajo. Aunque no lo pareciera, el hijo del cartógrafo se había dado cuenta de eso y de que se rumoreaba que posiblemente tendrían un nuevo desempleado en la villa. Pero el niño decidió empezar a ignorar esos comentarios. No era su culpa si no había nacido para la cartografía.
Se marcharon de la zona para ir en busca del resto del grupo, como cada día. Pero el hijo del cartógrafo se quedó atrás, mirando de reojo a la casa abandonada del herrero y meditando. El gólem vio el comportamiento que tuvieron los niños con él y en el fondo de su pesado cuerpo, sintió una ola de empatía al ver que aunque estaba acompañado, parecía sentirse igual de solo que él.
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