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Era la tercera o la cuarta vez que pasaba por esa calle de la villa, aunque tampoco había muchas más por las que caminar. Al fin y al cabo, para eso había sido creado, para deambular alrededor de la aldea sin hablar con nadie, vigilando que ningún peligro se acercase a alguno de los vecinos.

Avanzó con el mismo paso de siempre, todo lo deprisa que le permitía su pesado cuerpo de hierro ya oxidado y estropeado por el paso del tiempo, el clima y sus enfrentamientos contra las hordas de zombies. Los aldeanos seguían cada uno a lo suyo, dentro y fuera de sus casas de madera y piedra, sin prestarle ninguna atención. El gólem tampoco quiso que ninguno de ellos le prestara atención, el motivo de su creación no era hacer compañía, sino proteger. Aunque... a veces, a pesar de la apariencia tan colosal que tenía, había visto a los niños que salían a jugar por la pradera por las tardes. Y no solo les había visto, sino que había sentido ganas de unirse y jugar con ellos. Pero los niños no parecían tener intenciones de invitarle, se asustaban con su sola presencia.

Ojalá pudiese hablar... para poder decirles que no tenían nada que temer. Él les protegía, nada más. No les iba a causar ningún daño, de ninguna manera, sino todo lo contrario. Pero era esa maldita apariencia. Si ya de por sí los gólems lucían monstruosos en su forma habitual para los niños, ser un gólem oxidado y cubierto de enredaderas no ponía las cosas más fáciles.

El gólem prosiguió su marcha, pensando que quizá debería resignarse a cumplir con su cometido, aunque alguna vez... le había parecido ver un comportamiento distinto hacia él en uno de los niños de la aldea. Y era justamente ese niño que estaba sentado en las escaleras de su casa, el único hijo del cartógrafo.

Muchas veces veía a ese niño ahí sentado, preguntándose qué sería lo que tendría que hacer por las mañanas para parecer tan aburrido. El gólem se quedó quieto a una cierta distancia y el niño levantó la vista para mirarle directamente. El hijo del cartógrafo se sintió bastante inquieto al verle, pero no se movió de donde estaba. El gigante de hierro le daba respeto, pero a la vez... le despertaba mucha curiosidad.

Los pensamientos de ambos se interrumpieron de golpe por la lluvia torrencial que acababa de aparecer. Inconvenientes de que la aldea estuviese situada en los límites de un bioma de pradera, solía llover con mucha frecuencia. Tan pronto como comenzó a llover, la puerta de la casa se abrió y el cartógrafo salió para decirle al niño que entrara. Cuando la puerta se cerró, el gólem se acercó a la casa y se quedó a cierta distancia, mirando hacia el interior a través de unas telarañas de la ventana.

El niño se sentó en una de las sillas de la casa, que no era muy espaciosa. Como todos los días, tuvo que ver cómo su padre se sentaba, se ponía el monóculo y se dejaba la vista en esos aburridos mapas que a él le resultaban tan interesantes. El niño no podía mantener mucho el interés en esos dibujos, se cansaba muy deprisa de ellos, pero su padre no parecía entenderlo.

El hijo desvió la mirada a través de la ventana y vio que el gólem le estaba mirando desde mucho más cerca de lo que pensaba. Él juraría no haber hecho nada cuando le vio, pero su padre debió de ver algo raro en su comportamiento. Alzó un poco la vista para mirar también por la ventana.

—¿Tienes miedo del gólem? —le preguntó.

El niño dio un respingo y se volvió hacia su padre. Parecía estar tan concentrado en los mapas que no sabía que le estaba mirando. Le devolvió la mirada, pero no fue capaz de decir nada.

—No te preocupes, no tienes nada que temer de él —dijo el padre, cogiendo el compás y volviendo a lo suyo—. Está aquí para protegernos, no te hará ningún daño. Además, ni siquiera puede hablar.

El niño, que siguió sin contestar, volvió a mirar por la ventana, algo más calmado. Se fijó en el gólem, que todavía seguía mirando por la ventana. Vio sus grietas, las enredaderas que llevaba por encima y las manchas anaranjadas de óxido que coloreaban su figura.

—Papá... ¿y por qué está tan roto...? ¿Está...? —preguntó el niño.

—Está oxidado —interrumpió su padre.

El niño se quedó mirando a su padre esperando que siguiera con el relato, pero no parecía tener muchas intenciones de hacerlo. Siguió dibujando y haciendo esos movimientos extraños con el compás que él no entendía, como si éste caminase por encima del papel.

Ya que el padre no iba a seguir hablando, fue su hijo quien lo hizo.

—¿Oxidado? ¿Qué es eso? —preguntó.

—Es lo que le pasa al hierro al mojarse o con el paso del tiempo —respondió el cartógrafo sin levantar los ojos del papel—. Y hasta ahí todo lo que sé. El gólem está hecho de hierro, ¿lo sabías?

El niño negó con la cabeza. Con razón parecía tan pesado cuando andaba.

—Y si está oxidado y roto... ¿no hay algo que se pueda hacer? —volvió a preguntar.

—Me temo que nosotros no podremos hacer mucho por él —respondió el padre—. Hace mucho que nos quedamos sin herrero en la aldea y él era el único que sabía cómo repararle. El resto no tenemos ni idea de qué hacer con él. Lo único que sabemos es lo que te he contado, que está hecho de hierro y se ha oxidado, nada más.

El niño volvió a mirar por la ventana un momento, antes de que su padre interviniera de nuevo.

—Pero no te preocupes, los gólems aparecen solos en nuestras aldeas, son como nuestros protectores. Cuando este se rompa, otro llegará.

El niño dio un respingo y sintió una oleada de tristeza que le recorrió de arriba a abajo. Le inquietó la naturalidad con la que su padre había dicho eso. Si de verdad ese gólem estaba allí para protegerles, ¿eso era lo que iban a hacer por él para agradecérselo? ¿Dejar que terminara de romperse y que "apareciera" otro?

Aunque al hijo del cartógrafo le pareció injusto lo que su padre acababa de decirle, no respondió nada más y se volvió de nuevo hacia la ventana. Pensó que, aunque hacía tiempo que no tenían herrero en la aldea, algo tendrían que poder hacer por él más allá de esperar a que se rompiera.

El gólem bajo la lluvia siguió mirando al niño tras las ventanas de su casa, tapado con el velo de telarañas que había por delante de ellas. El niño sintió el impulso de salir con el gólem de repente, acordándose de que su padre le había dicho que el hierro se oxidaba cuando se mojaba. El gigante estaba ahí parado bajo la lluvia y si seguía ahí se estropearía más todavía. Finalmente el niño acabó por decidirse a salir, pero su padre le detuvo agarrándole de la ropa.

—Ni se te ocurra salir ahí fuera —le dijo—. El cielo está muy oscuro. Y ya sabes lo que ocurre cuando el cielo está así.

—Pero el gólem... —dijo el niño.

—El gólem estará bien, ya sabes lo que te he dicho. Él está aquí para protegernos, no nosotros a él —dijo, cortante—. No saldrás ahí fuera mientras siga lloviendo, es mi última palabra. Además, necesito que me ayudes con unos mapas.

El niño quiso replicar, pero guardó silencio a regañadientes, sin dejar de pensar en qué le pasaría al gólem si seguía lloviendo. Su padre le obligó a sentarse junto a él, comenzando el aburrimiento diario: escuchar cómo le sermoneaba sobre cartografía, esperando a que él aprendiese también ese oficio.

Todas las mañanas, los niños de la aldea dedicaban ese tiempo a aprender los oficios de sus padres, como era tradición.

Pero el niño no quería ser cartógrafo. No sabía bien a qué se quería dedicar, pero desde luego a la cartografía no. Y aún no se había atrevido a contárselo a su padre. Le desesperaba sentarse a dibujar, no entendía las coordenadas y le aburría estudiar los datos de los biomas. Juraría que no había ni una sola cosa que le gustase en ese oficio.

Y para colmo, se le daba horriblemente mal dibujar los mapas. Solía propasarse con la tinta o quedarse corto, hacía líneas muy gruesas o tan finas que ni se veían y las que tenía que hacer rectas las hacía todas torcidas. Además, como no tenía ningún tipo de paciencia, no esperaba a que la tinta se secase, por lo que acababa toda corrida, el mapa ya no servía para nada y su padre acababa teniendo que tirarlo a la basura. No entendía por qué su padre seguía insistiendo en que aprendiera el oficio viendo que era un negado absoluto, además de estar dejando al agricultor sin cañas de azúcar. Gastaban ellos más papel por su culpa que el bibliotecario.

Pero aún así, a pesar de que a veces su padre perdía la paciencia con él, seguía insistiendo en que aprendiese ese oficio y el niño cada día le prestaba menos atención.

Tras varias horas tan aburridas que parecieron semanas, por fin había dejado de llover. El niño, harto de los mapas de su padre y de los instrumentos de dibujo, se asomó por la ventana un momento para ver cómo estaba el gólem. Como se había imaginado, parecía más oxidado que antes, pero no demasiado. Y allí seguía, a la misma distancia, mirando al niño.

Entonces llamaron a la puerta y el padre fue a abrir. En la entrada, otro de los niños esperaba a que el hijo del cartógrafo saliese a jugar con él. Era el hijo de ese aldeano abominable que vivía al otro lado de la villa, el albañil. El hijo del cartógrafo, como el resto de aldeanos, no tenían demasiado aprecio por ese hombre. Era un aldeano rudo y fuerte, ya que se pasaba el día trabajando la piedra y otros materiales igual o más duros. Nadie ponía en duda el trabajo que hacía, era impecable. El problema era su carácter.

El albañil era un aldeano odioso y terco como una mula para los adultos y temible para los niños. Su apariencia, más fuerte que la del resto, la empeoraba su mal genio y ganas de conflicto constantes. Para lo poco que salía de su casa era para dar voces, regañar a los niños que se acercaban o refunfuñar delante del que estuviera dispuesto a escucharle. Y hacía tiempo que nadie estaba dispuesto.

El niño juraría que no había visto a su padre nunca contento y no era una opinión solo suya, sino que era compartida por todos los vecinos. Al final, eso solo despertaba lástima por el hijo que tenía, que se había convertido en un niño miedoso que pedía permiso y perdón por todo.

—Buenas tardes, señor —le saludó el hijo del albañil con timidez—. Me preguntaba si sería tan amable de... bueno... dejar que... su hijo...

El cartógrafo dejó escapar una risa breve.

—Tranquilo, claro que puede salir a jugar —le interrumpió.

El hijo del cartógrafo sonrió de oreja a oreja y salió de casa rápidamente, como si se estuviera fugando de la prisión. Al fin había encontrado una excusa para marcharse.

Ambos niños se marcharon juntos a buscar al resto de los niños de la aldea.

Aunque antes de alejarse, el hijo del cartógrafo se volvió para mirar de nuevo al gólem con curiosidad y éste, no dejaba de observarle a él.

El hijo del albañil llamó a la puerta de la casa que estaba a la orilla del río. Abrieron los dos niños rápidamente y sonrieron al ver al hijo del albañil y del cartógrafo esperándoles.

—¡Papá! ¿Podemos salir? —preguntó uno de los dos sin siquiera haberles dado a sus amigos la oportunidad de hablar.

—¡Claro! —se escuchó decir al pescador de fondo, que estaba en el porche.

—¿Podemos llevar algo para merendar? —preguntó otro de los dos hermanos.

—Claro, coged pan del cofre —respondió el padre.

—Pero papá... ¿otra vez pan...? —se quejó uno de los hijos—. ¿No podemos comer pescado o algo de lo que traes para variar?

—¡Coged el pan os he dicho! ¡E idos de una maldita vez! —chilló el padre.

En la casa se hizo el silencio por un momento y los dos hermanos se excusaron para coger del cofre lo que les había dicho. El hijo del cartógrafo y el del albañil ya no se sorprendieron como la primera vez que lo escucharon. El pescador siempre actuaba así y no les resultaba ya extraño ese cambio abrupto de actitud.

El pescador por lo general era un aldeano simpático, eso siempre y cuando la conversación no tratase sobre dar cosas a los demás. Era un regateador nato y con razón el resto de aldeanos detestaban hacer intercambios con él. En más de una ocasión había puesto a sus cosas precios excesivamente elevados y había tratado de estafar a alguno de los vecinos. Todo eso, sumado a que los objetos que vendía no podían ser de peor calidad, le hacía el aldeano con los peores intercambios de toda la villa. Y es que siempre que tuviese que dar algo a los demás, buscaba deshacerse de lo que ya no servía o de cosas que ya estuviesen rotas. Pescaba de vez en cuando y cuando conseguía capturar algo y se dignaba a cocinarlo, procuraba que sus hijos no comiesen mucho para que no se acabara enseguida y durara el máximo de días posibles.

El resto del tiempo comían sobre todo pan y hortalizas que le regateaba al agricultor, que acababa dándoselas para que le dejase tranquilo. Y el pescador trataba de aprovecharlas tanto y tantos días que acababan por ponerse pochas y el pan sabía a rancio. Otras veces lograba regatearle cosas al carnicero, aunque últimamente no había demasiada carne.

El resto de la aldea se preguntaba para qué el pescador había tenido dos hijos si le dolía tanto gastar para tener que alimentarlos. Esas criaturas comían tan mal que daba lástima de verlos, cualquier día aparecerían los dos niños envenenados.

Poco después, los dos hijos del pescador salieron y cerraron la puerta sin despedirse. Se alejaron casi sin hablar, a buscar a los dos amigos que faltaban.


Llegaron poco después a la casa compartida que tenían dos granjeros, que hacía tiempo que se habían aprendido a dividir el trabajo. Como allí tenían un corral y un campo y eran dos granjeros, habían decidido que cada uno solo haría una de las dos tareas y se especializaría en ella. Así, uno de los dos era granjero y cuidaba de los animales y el otro, que cultivaba en exclusiva, habían pasado a llamarle el agricultor para diferenciarlos.

El hijo del agricultor se fue con ellos y su padre no dijo absolutamente nada. Era un hombre bastante estirado y de pocas palabras, por lo que no les extrañó.


Y finalmente, llegaron a una de las casas también junto al río, para esperar al último niño. Abrió la puerta enseguida un hombre al que todos los niños adoraban y con el que casi todos los adultos se llevaban bien: el carnicero.

Era un hombre muy alegre y que contagiaba su buen humor con muchísima facilidad. No parecía tener defecto alguno, aunque era quizá demasiado bondadoso, pensó el niño del cartógrafo. Y es que parecía que éste jamás hubiese aprendido a hacer intercambios o directamente le diese igual hacerlos bien o mal. La cuestión es que él siempre salía perdiendo en todos ellos, tenía la mano demasiado suelta para intercambiar y acababa dando mucho más de lo que debía. Y por supuesto, mucho más de lo que recibía. Pero parecía que le daba igual. Ese hombre nunca estaba triste.

—¡Mira a quiénes tenemos aquí! —exclamó el hombre—. ¿Cómo estáis, niños?

Todos los niños le respondieron a la vez, haciendo que el carnicero se echase a reír.

—Si me respondéis todos a la vez, no os voy a poder entender —dijo.

Los niños lo volvieron a intentar, esta vez con más calma. Les caía tan bien ese hombre que todos querían hablar con él, aunque al que más le costaba hacerlo era al hijo del cartógrafo, era el más tímido.

—¡Hijo! —vociferó hacia dentro de la casa—. ¡Sal, no hagas esperar a tus amigos!

Poco después, el hijo del carnicero salió y se unió a sus amigos. Su padre, que se había quedado apoyado en el quicio de la puerta, se despidió de él con la mano.

—¡Pasadlo bien! —le dijo antes de volver a entrar en casa.

El niño se despidió de su padre y todos los niños se marcharon, hablando entre ellos sobre qué podrían hacer ese día. Cada uno propuso una cosa, pero el único que no intervino fue el hijo del cartógrafo, como de costumbre. A pesar de que siempre salía a jugar con ellos, no sentía que hubiese logrado integrarse bien en el grupo, y eso se notaba.

 Entonces, el niño vio a lo lejos que el gólem le estaba mirando y a él, cada vez le despertaba más curiosidad.

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