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Estuvieron otro tanto caminando por esa ruta, sin saber hacia dónde les llevaría y lo más importante, si no se perderían al volver. El niño estaba confiado en que eso no pasaría, ahora que comprendía el mapa y había entendido más o menos cómo orientarse por las galerías.

Llegaron a lo que parecía ser el final del túnel, pero éste no se cortaba allí, sino que se abría más allá, dejando paso a lo que creyeron que era otra zona. Y efectivamente, así fue. Cuando llegaron al fondo, el niño se asomó con cuidado, viendo que era lo mismo que aparecía dibujado en el mapa: una grieta subterránea, que se extendía a varios metros más abajo de donde ellos estaban.

El niño estaba casi para dar botes de alegría, allí seguro que encontraba lo que quería. El gólem, por otra parte, que se acababa de asomar, no sabía qué pensar. ¿De verdad quería ir por ahí? No tardaría en saber la respuesta, que para su desgracia, era sí.

El gigante quería proteger al niño, era su naturaleza como gólem, así que tendría que aceptar las consecuencias. Pero no entendía que para encontrar ese mineral hubiese que llegar tan hondo debajo de la tierra. Aunque en verdad, por el camino no habían visto nada que no fuese piedra gris, blanca o color cobre, así que pensó que a lo mejor sí que era necesario.

El niño no quería esperar. Tan pronto como se asomó, buscó un camino para bajar por la grieta y el gólem se apresuró a seguirle con cuidado. Había una luz muy tenue, pero al menos la había, pensó, tratando de no escurrirse por las piedras. Varias columnas de lava caían desde arriba más allá de donde estaban, y una fila de antorchas iluminaba un camino más seguro por el lateral de la grieta. Poco después, llegaron a un camino hecho de madera por el mismo lateral y el niño se subió para esperar a que llegara el gólem.

Fantástico, pensó el gólem para sí. Un camino de madera que podía no soportar su peso, igual que el puente del río que habían pasado antes.

Se subió a regañadientes a la estructura de madera, sintiendo cómo chirriaba sin parar con cada paso que daba. Sintió ganas de veras de hacerle gestos al niño de que se marcharía de allí, de que él no seguiría adelante con él, pero su misión de protegerle como aldeano y amigo suyo que era, pudo más que el miedo a caerse al vacío.

Sin embargo, el niño estaba demasiado entusiasmado como para pararse. Todo le parecía increíble y estaba deseando encontrar lo que había venido a buscar, cosa que no le costó mucho. Caminando un poco más por la estructura de madera, en medio de la piedra gris, encontró una veta de piedra mezclada con un material que no era piedra. Era como blanco plateado y el niño sonrió a más no poder cuando lo vio. Era una veta de hierro, por fin. Sabía que era eso, lo había visto en los libros, era inconfundible.

Tan pronto como la vio, dejó los mapas en el suelo y se desató el cinto de la espalda para coger el pico que había llevado a cuestas. El gólem le miró inclinando la cabeza a un lado mientras su amigo cogía el pico que era casi más grande que él.

—Es hierro —le dijo el niño—. Pronto estarás arreglado, ya verás. Cuando lo estés, podremos jugar e ir a muchos sitios. Te quedarás como nuevo y siempre que te rompas, yo te arreglaré.

El gólem le miró fijamente, con los ojos muy brillantes, casi como si se fuese a echar a llorar, aunque para él eso no era posible.

Mientras el niño se puso a picar con bastante dificultad porque el pico pesaba demasiado para él, abrió la mano para mirar la rosa que llevaba. Después de todos los esfuerzos que el niño estaba haciendo por él iba a dársela, quería hacerle ese regalo aunque fuera una cosa tan pequeña. Era su forma de demostrarle el aprecio que le tenía.

Con la mano abierta volvió a mirar al niño, que balanceaba el pico de diamante hacia delante y hacia atrás, golpeando la veta de hierro con todas sus fuerzas. Se la iba a dar, lo iba a hacer ahora.

Se acercó al niño con ella en la mano para llamarle y estiró el brazo para tocarle.

El hijo del cartógrafo estaba muy concentrado y casi no le prestó atención cuando fue hacia él. Y cuando el gólem fue a extender la mano en la que llevaba la rosa, fue también cuando el niño dio un último golpe y la veta cedió, cayendo al suelo.

El niño se apartó bruscamente de él para recogerla, celebrando por lo bajo que lo había conseguido. Con aquello al menos tenía para empezar.

Cuando se agachó para recogerla, el gólem se quedó parado como un témpano de hielo.

—Mira, ¡por fin! —dijo el niño recogiendo el hierro del suelo, de espaldas a él—. ¡Con esto podré empezar a hacerte arreglos en serio!

El gólem estaba contento porque el niño lo había conseguido, pero lo hubiera estado más si hubiera podido darle lo que llevaba días queriendo regalarle. Con aflicción, volvió a cerrar la mano apresuradamente, entendiendo que ese volvía a no ser el mejor momento para dársela. El niño ya se estaba preparando para salir de la mina.

—Vamos, volvamos arriba —le dijo.

El gólem asintió, bajando el puño cerrado en el que guardaba la rosa. En parte se alegraba de poder salir de allí, pero había perdido un momento precioso para poder darle la flor. Trató de consolarse... y pensar que ya habría algún otro momento mejor.

Una vez que lograron salir de la grieta, el niño y él se pusieron en camino hacia la salida, sin saber cuánto tiempo habían pasado allí dentro. A juzgar por la cantidad de vueltas que habían dado por las galerías, había sido bastante tiempo.

Al principio, el niño había cargado con el hierro que había sacado de la mina, pero ya que no era poca cantidad precisamente, el gólem se ofreció después a cargar con ello. El niño se lo agradeció y se puso a mirar el mapa, tratando de ser el guía de la expedición.

Siguieron por ese camino recto y llegaron al final, donde empezaba el laberinto de galerías talladas por aquí y por allá. Parecía que el niño estaba de verdad concentrado en encontrar la ruta de salida, pues no se detenía como el gólem cuando oía sonidos extraños. Y cada vez los oía más.

En su habitual silencio, el gólem se dijo mentalmente que nunca más volvería a entrar a una mina, el sitio era aterrador aunque tuviese luz.

Giraron por un sitio, luego por otro. No lograban encontrar el camino de salida y eso no hacía más que retrasarles. El niño se paró en medio de los pasillos unas cuantas veces, girando el mapa en sus manos y girando él sobre sí mismo, metiéndose por todos los pasillos iluminados que encontraba. El gólem simplemente le seguía, esperando que consiguiese orientarse pronto para poder salir de ese sitio infernal lleno de ruidos raros.

Pasaron por unos pasillos estrechos unas tres veces, en las que el gigante estuvo por jurar que era el mismo. Estaba empezando a odiar ese sitio por la cantidad de esfuerzos que tenía que hacer para caber por esos huecos tan estrechos.

El niño parecía estar empezando a desesperarse, no lograba encontrar el camino e incluso, había llegado a sacar la brújula de su padre, la cual, no le sirvió de mucho porque seguía sin comprenderla. Algún día a lo mejor lograba entenderla allí abajo, pero no era ese día claramente.

Siguieron caminando, hasta que el gólem se detuvo en seco y el niño se paró un poco más allá, dándose cuenta de que su amigo no le estaba siguiendo. Allí, justo enfrente de donde estaba, señalaba un camino que iba hacia arriba.

El hijo del cartógrafo suspiró aliviado, era la salida. Al fin.

No obstante, el gólem no se sintió tan aliviado. Un mal presentimiento se había apoderado de él hacía algún tiempo, pero había tratado de ignorarlo.

Se apresuró a tomar ese camino, dando grandes zancadas para salir de allí cuanto antes y el gólem, cargado de hierro, se esforzaba por seguirle a no mucha distancia.

A pesar de que el camino esta vez era de subida, tardaron mucho menos en llegar arriba, pero cuando lo hicieron, los dos se detuvieron en seco. Horror.

La inquietud del niño no se fue, sino todo lo contrario. Había perdido la noción del tiempo allí abajo, como era de esperar. No sabía hacía cuánto había empezado a anochecer, pero no faltaba mucho para que se hiciera noche cerrada. El gólem, para sus adentros, se dijo que se lo estaba imaginando.

No obstante, el hijo del cartógrafo hizo algo que el gólem no pudo evitar, ya que fue rápido y no le dio tiempo a detenerle. Poseído por la preocupación de la terrible bronca que seguramente se llevaría de su padre, cogió una de las antorchas de la entrada de la mina y salió de allí con ella, haciéndole gestos desesperados al gólem para que le siguiera. El gigante había querido decirle que se quedara allí, pero estaba demasiado lejos para hacerle señas. Y sin poder evitarlo salió de la mina a la oscuridad de las montañas, queriendo proteger al niño pues ahora, corrían peligro.

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