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Despacio, para no estropear lo que el niño le había hecho la pasada tarde, salió del pueblo a primera hora de la mañana. No se alejó mucho de él, esperando que no hubiera ningún peligro que se acercase a la villa. Aunque ya era prácticamente de día y con luz, era muy difícil que lo hubiera.

Avanzó por la pradera, recorriendo el campo con grandes y pesadas zancadas. Aunque habían sido arreglos provisionales, el niño lo había hecho bien, mejor incluso que la última vez. Avanzaba deprisa, pronto se convertiría en un herrero muy experimentado, le ponía mucho empeño. El gólem lo agradecía, en parte, pero también le gustaba verle tan feliz y tan motivado con algo.

Y allí, a no demasiada distancia, encontró lo que estaba buscando. Otra rosa, brillante, llamativa, de un potente color rojo que a él le encantaba. Sin dudar la cogió, dispuesto a regalársela ese mismo día al niño, porque el día anterior no había podido ir a buscar ninguna.

La cogió con cuidado, pinchándose con las espinas aunque su pesado cuerpo de metal no sentía ningún dolor. Miró la rosa, pensando que le haría ilusión que se la regalara, era muy bonita, esa especialmente. Tenía que hacer lo posible por dársela.

Sin embargo, cuando levantó la vista de la flor, algo había pasado a su alrededor. El gólem se quedó quieto, sintiéndose muy vacío, sintiéndose fracasado y mucho peor tanto física como anímicamente. Ya le había pasado eso unas cuantas veces, en las que el ambiente a su alrededor también cambiaba. Y lo peor es que no podía controlarlo y no quería que eso sucediese. Pero sucedía y cada vez con más frecuencia.

Bajó la vista y se asustó de sí mismo, al ver que uno de sus brazos estaba completamente negro, muy roto y con agujeros aquí y allá. Alzó la vista rápidamente, para encontrarse con un panorama no mucho mejor fuera de su propia imagen. Más allá, la aldea parecía distinta. Parecía oscura, solitaria, triste.

¿Por qué esa sensación? ¿Por qué otra vez?

El gólem bajó la cabeza y se sentó en el suelo, tratando de calmarse. No podía con esa sensación, ese sentimiento de culpa que le aplastaba por dentro. Rodeado por una atmósfera gris, miró fugazmente otra vez hacia la aldea y le pareció ver un niño, más allá, mirándole. Juró que era él, su amigo, pero bajo otra forma... otra forma que no soportaba ver.

Aquello no podía ser real.

No podía ser real.

El gólem se insistió a sí mismo con esa idea una y otra vez, cerrando los ojos lo más fuerte que pudo y aferrándose a la rosa que acababa de coger. La tristeza se apoderaba de él, pero no quería sentirla. No quería vivir eso otra vez.

Mantuvo los ojos cerrados hasta que sintió que todo pasó. Cuando los abrió, volvió a verse oxidado, pero no como ese monstruo negruzco que a veces veía. La aldea, el ambiente, la pradera, recuperaron su luz y sus colores.

El gigante, que miró a su alrededor más tranquilo, reunió el valor suficiente para levantarse y volver a la aldea. El niño que había creído ver no estaba allí.

Pero sí que estaba, aunque el gólem, como hacía mucho tiempo, se negaba a verle. No así.

Una vez estuvo el sol en lo más alto del cielo, se armó revuelo de nuevo en la aldea. El vendedor errante se marchaba otros cuantos meses, ninguno sabía cuánto tiempo pasaría hasta que volviera ni adónde iría esta vez. Ya lo sabrían con su próximo regreso.

Todos los vecinos salieron, cada uno aportando algo para que el vendedor se llevase para intercambiar al lugar al que fuera. Las alforjas de sus llamas se llenaron de libros, de flechas, de pociones y un montón de ropa que el peletero acababa de traer. Poco después, aparecieron el cartógrafo y su hijo con un manojo de mapas enrollados para dárselos también. Estaba contento, pues tanto trabajo había merecido la pena y habían llegado a tiempo para dárselos.

El vendedor los cogió agradecido y trató de meterlos en las alforjas de sus llamas como pudo, temiendo que no cupiesen y estar forzando demasiado a los pobres animales. Al final logró que entraran, pero el vendedor pensó que tendría que memorizar cómo había colocado las cosas. Tenía la impresión de que si descolocaba una de ellas, ya no entraría igual de bien que ahora, había tenido que armar un rompecabezas para poderse llevar todo lo que le habían dado.

—Te traeré lo que me den por los mapas, seguro que logro hacer un buen intercambio por ellos —dijo el vendedor—. Ya sabes lo bien que se venden.

El cartógrafo asintió, satisfecho. El niño, por el contrario, no dijo nada y se quedó mirando al hombre, que todavía estaba preparando a las llamas para partir. El vendedor miró al niño, que ahora se había quedado mirando a esos animales que llevaba que siempre le habían parecido tan raros. Se puso su capucha azul y le hizo un gesto al niño para que se acercara y éste obedeció.

El gólem lo presenció todo con la rosa guardada dentro de su puño, sin que ninguno de los aldeanos le prestase mucha atención. Solo el niño se había girado para mirarle un par de veces. Ahora que al fin le habían dado los mapas al vendedor, tendrían menos trabajo, pensó el niño. Podría tener más tiempo para lo que de verdad quería.

Una vez el niño llegó junto al vendedor, apartándole un poco de su padre para que no les oyera, se agachó delante de él.

—Quería decirte algo antes de irme —empezó el vendedor.

El niño se quedó callado, esperando a que siguiera. El vendedor le puso una mano sobre el hombro.

—Sé que es duro oponerse a lo que tu padre quiere —prosiguió el hombre de azul—. Sé que va a ser duro hacer otro oficio que no sea el de tu padre y más aún sin tener un maestro.

El niño bajó la cabeza, sin darle ocasión a terminar, pero el vendedor le obligó a levantar la cabeza.

—Eh... —le llamó con suavidad—. No lo digo para que te desanimes. No me has dejado terminar.

El niño volvió a mirarle, enarcando las cejas.

—Sé que va a ser difícil, como te decía. No te quiero mentir, va a ser un camino muy complicado —siguió—. Pero no es imposible, ¿y sabes por qué?

El niño negó con la cabeza, en silencio.

—Porque yo lo he hecho —dijo el vendedor, sonriendo maliciosamente.

El hijo del cartógrafo abrió los ojos todo lo que pudo, sorprendido.

—¿Cómo...? —acertó el niño a preguntar.

—Porque mi padre no era vendedor errante —le contestó—. Mi padre era bibliotecario. Siempre estudiaba muchas cosas, sabía de todo, de todos los lugares y biomas de este mundo. Pero no los había visto nunca. A mí me aburría pasarme el tiempo leyendo, me agotaba ver solo imágenes de esos sitios tan increíbles que venían en las ilustraciones.

—Y... ¿te marchaste...? —preguntó el niño.

—Más o menos —respondió el hombre—. Decidí que todo eso que me hacía estudiar, quería verlo con mis propios ojos. Un día tuve una discusión bastante fuerte con él y le dije, que para qué quería saber tanto y de tantos sitios, si nunca salía de la villa. Me dijo que esa era la vida del bibliotecario y que tendría que acostumbrarme a ella. No me gustó nada mi posible porvenir y una noche me marché sin decírselo.

—¿Y cómo...? —intentó preguntar el niño.

No pudo terminar.

—Recorrí no mucha distancia, pero llegué a otra villa. Aprendí todo tipo de intercambios de muchas maneras. Conseguí mapas, aprendí a orientarme en diferentes biomas, usando lo que había estudiado de mi padre. Y poco a poco, fui explorando más y acabé haciéndome vendedor errante, como uno que había en una aldea que visité. Pero ese vendedor no me enseñó nada, simplemente observé y aprendí por mi cuenta. Creo que es lo que podrías hacer tú.

El niño le miró, con los ojos brillantes.

—Por eso te he dicho, que es difícil y es muy duro, pero no es imposible —continuó el vendedor—. Y quizá hasta le encuentres alguna utilidad a la cartografía dentro de lo que haces. Todos los oficios acaban teniendo alguna relación, mira yo con el de mi padre.

El hijo del cartógrafo asintió despacio.

—Tienes que intentarlo por lo menos. Si no lo intentas, no sabrás si te gusta o no. Y por cómo lo mencionaste ese día, sé que este oficio de verdad te interesa —le dijo—. Es muy valiente lo que quieres hacer. Y aunque ahora me vaya y esté lejos, yo creo en ti y te apoyaré hasta el final, porque sé que lo vas a conseguir. Estoy deseando volver para ver cómo has mejorado. Me gustaría hacer intercambios con armaduras para la siguiente vez.

El hijo del cartógrafo asintió con energía, con mucha más motivación que antes, decidido a seguir adelante si cabía, con más empeño todavía. El vendedor se puso de pie y cogió las riendas de las dos llamas para marcharse.

Empezó a caminar y se giró a medio camino para despedirse de todos los aldeanos con la mano y sobre todo, de ese niño rebelde que le recordaba tanto a él cuando era pequeño. El niño, mucho más contento por tener un apoyo y a alguien que le comprendía, se despidió de él e intercambiaron miradas cómplices, antes de que el hombre de la barba pelirroja se perdiera en la inmensidad de la llanura.

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