Capítulo 1: "El café que prometimos"

El tiempo va pasando para todos, por lo que también había transitado para Abel, quien estaba ahora mismo ocupado, puesto que el día de hoy se manifestaba notoriamente lluvioso, y con ello el ir y venir de sus clientes era estrepitoso. Algunos de esos desconocidos, fueron atrapados por la lluvia que paraba para más tarde reanudarse con malevolencia, como si buscara burlarse de aquellos que se atrevían a poner un pie fuera de sus oficinas o casas, pero lo bueno, era que aquello, traía consigo buenas propinas y claro está, mantenía su nuevo negocio, el cual, apenas cumplía un año.

Así como se mencionaba, ahora tenía a su cargo un modesto café que ganaba popularidad con el correr de las mismas gotas otoñales, pues se encontraban en esa época del año. Así mismo, presenciaba una Era de oro en su vida, no obstante, no todo podía determinarse como algo bueno. El clima empezó hace dos años atrás a ser bastante irregular, y eso se debía a la contaminación del planeta. Si bien, nuestro amable protagonista se preocupaba por dicho problema, muchas de estas cosas las sentía fuera de su alcance, y más ahora que no tenía su dichoso reloj. Si aún tuviera el aparato consigo, seguramente lo hubiera usado para sanar otra vez su planeta, al cual, si se le echaba un vistazo, no poseía los gigantescos ramajes de rosas que alguna vez plantó junto a sus demás allegados, en donde la gran mayoría, no recordaba su paso por aquella aventura de hace tres años.

A todo esto, mientras obligaba al vaso de vidrio que limpiaba con un repasador a hacer sonidos graciosos, la puerta de algarrobo que estaba algo hinchada por la misma humedad de la calle, sonó con su campanilla al ser abierta por un forastero. Los ojos verdes del chico se posaron con ilusión sobre su nueva visita, quien no resultó ser la persona que esperaba.

Con desilusión soltó un suspiro, y atendió al recién llegado, brindándole así una taza de café bien cargado junto a unas tibias medialunas. Ese día en especial, el rubio estaba esperando a que su amigo del alma llegara a su encuentro, pues habían quedado. Aun con aquellos nubarrones que motivaban a cualquiera a simplemente salir del trabajo e irse directamente a casa, él aún poseía las esperanzas de que su compañero lo visitara.

Se hicieron entonces las ocho, hora en la que, por lo general, cerraba el establecimiento, aunque como aún había gente en el local, decidió realizarlo mucho más tarde, por lo que puso un poco de jazz en el reproductor de su computadora, e hizo que los altavoces la reprodujeran por toda la cafetería, permitiendo así que el ambiente se transformara en uno más melancólico. Si bien, seguía aquel aguacero, y ni señales de Alan había, se tomó la molestia de escribirle un mensaje. Sin embargo, no fue necesario ese gesto.

Unos minutos antes de que él fuera a mandar tal, la puerta volvió a sonar, y en cuanto levantó la vista, al chocar sus ojos con los de la otra persona, enseguida una sonrisa conjunta se manifestó con una gran alegría, dejando así de lado el aparato que sostenía con su mano derecha.

—¡Hey! ¡Alan! ¡Vaya que llegas tarde! —anunció su viejo amigo, para luego intentar salir de detrás de la barra.

—No deberías moverte de ahí cuando voy a pedirte un café amigo mío —le advirtió con una expresión traviesa, en lo que dejaba que la puerta se cerrara por sí misma y, además, se permitía acomodar el paraguas que traía junto a otros más que se encontraban en un tacho de madera aparte—. ¡Me encanta como mantienes este lugar! —avisó acercándose a su amigo, quien se mantuvo detrás de la barra como se lo había pedido.

—Enserio... ¿no pudiste mandarme un mensaje de que llegarías tarde? —le preguntó en lo que estrechaba ahora su mano con él, la cual soltó más tarde para así prepararle el café que éste parecía añorar.

—Ah... tú sabes como son las cosas con las editoriales. Siempre hay mucho trabajo, y encima la paga no es tan buena. Aparte, comprendes que está ese problema en donde debes rechazar a escritores novatos si no te convence lo que te traen, por lo que tiendes a tener muchos malos tragos —comentó acomodándose ahora en una de las butacas.

—Y eso que trabajas hace más de dos años en eso. Me sorprende que no te acostumbres aún —dijo en lo que vertía el café en una taza con una sutil elegancia.

—No, no tengo sangre de reptil como otros —contestó, y parpadeó un par de veces en lo que observaba a su amigo maniobrar naturalmente con aquellos objetos—. En verdad se te da bien esto. Aún recuerdo cuando me hablaste de tener un café aquella vez en la nave... —Alan se apoyó sobre una mano, y posteriormente, recibió su taza.

—Sí... ya han pasado tres años de eso —asintió tomando un pequeño plato, en el cual puso algunas tostadas de pan—. Esto corre por la casa.

—No deberías, pero gracias —se llevó una a la boca y la saboreó con dicha.

Alan y Abel solían verse al menos una vez a la semana a finales de su jornada, e intercambiaban historias. A veces las aventuras que narraba el morocho sobre los nuevos escritores a los que acompañaba, se entremezclaban con fabulas divertidas que pondría a más de uno de cabeza, aunque eso no pasaba con el rubio, más que nada, porque disfrutaba sus tiempos con él.

—Ah, y pensar que somos los únicos que recordamos todo lo que ocurrió —declaró con cierta pesadez el editor, quien terminó por poner un codo en la barra y así finalmente, se apoyó en su mano.

—Sí, y de Dina no supimos más tampoco —aclaró Abel después de acomodarse en un taburete a su lado también.

—Tienes razón. Seguramente ella pertenecía a otro país, de ahí que no volviéramos a verla —ambos se quedaron pensativos, más luego decidieron seguir con otros temas, pues no les convenía hundirse en ese fangoso terreno.

El horario se veía cada vez más ajustado y para las nueve, ya sólo quedaba una chica de aspecto nostálgico, sin mencionar a los dos amigos inseparables. Estando ya sobre la hora de cierre, Abel se interrumpió en su charla, y se dirigió a la desconocida.

—Oiga señorita, lamento importunarla, pero ya es tarde y debo cerrar —le anunció.

Alan se quedó observando a la muchacha, quien los miró con unos ojos esmeralda parecidos a los de Abel, los cuales venían acompañados de una expresión de pocos amigos. Quizás la petición sin maña, la ofendió en cierto nivel, por más razón que tuviera el dueño de ese café. Sin embargo, la chica que era castaña, y con un corte de cabello hasta los hombros, se levantó con pereza de su sitio, para más tarde dirigirse a donde ellos. Aquel accionar tan inesperado, descolocó un poco a ambos, aunque mayor fue su impresión cuando la muchacha les realizó una pregunta un tanto peculiar.

—¿Ustedes creen en los ángeles? —comentó.

Los dos viejos amigos, se miraron el uno con el otro, sin saber exactamente qué argumentar, no obstante, aquella joven cerró los ojos con cierta decepción, pues era claro que un par de hombres a los que les hablaba de la nada, y les hacía tal cuestionamiento, no podrían atender a sus exigencias con normalidad.

—No importa, pero tengan esto —aclaró, y luego sacó de su bolso una flor muy extraña, la cual se las dejó entre medio de los dos—. Hasta pronto, y gracias por sus servicios —expresó con amabilidad para más tarde alejarse de ellos.

Los muchachos, que se habían citado, observaron a la chica hasta que por fin salió del local con su interesante mochila, así que en cuanto sonó la campanilla apenas la puerta fue cerrada, retomaron su conversación.

—Que pregunta más extraña —comentó Abel, a lo que Alan se llevó una mano a la barbilla para frotarse ésta.

—De hecho... me recuerda que Seitán también habló sobre ángeles antes —se pausó un momento deteniendo así su mano—. ¿Será esto una señal?

—No, Dios quiera que no —avisó él y luego tomó la planta entre sus dedos—. Esta flor es realmente extraña.

Sin dudas el rubio había dado en el clavo, pero antes de que pudiera decir algo más, su amigo le echó un vistazo, y se dio cuenta del espécimen con el que trataban.

—¡Oh! Espera, esa es la famosa Lycoris —señaló con un dedo el morocho a aquello que sostenía su compañero.

—¿Lycoris? —dijo confundido.

—Sí, así se llaman las flores rojas esas. También son conocidas en Japón por ser las famosas: "flores infernales" —le indicó.

Aquella descripción dada por su camarada, le daba un toque más sombrío al asunto. Después de todo, la apariencia misma de aquella era por sí sola sobrenatural. Sus antenas rojizas en cuyas puntas sostenían una gota que no podría llamarse como tal debido a su forma alargada con un color dorado, brindaba cierta impresión, mientras que sus delgados y extensos pétalos, en forma de ondas, te hacían compararlas con la sangre cuando ésta se derrama. Por último, su gran y prepotente tallo, te permitía sostenerla como si de un bastón se tratase; simplemente daba el aspecto de ser algo místico.

En lo que la pareja observaba aquel perfecto engendro de la naturaleza, de repente la música se silenció, y el televisor de la tienda se prendió por sí mismo, haciendo que se asustaran en el proceso.

—¿Pero qué carajos? —expresó el dueño del sitio.

—¡Ah! ¡Mira eso Abel! —exclamó el editor, quien se puso de pie y señaló a la pantalla.

Una oscura figura que ocupaba parte de la nota de una reportera local, aparecía justo en la esquina lateral de ella, mientras ésta explicaba algo respecto a esa imagen que se trasmitía en las noticias nocturnas. ¿Cómo olvidar aquellos ojos amarillos tan llamativos que les hizo estar tan cerca de la muerte? Esto no podía ser...

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