SergioSaldana545

EL CISNE EMPRENDIÓ EL VUELO

Para Evelyn.

I

Cualquier hombre que la viera pensaría de ella solo dos cosas: o era una belleza inalcanzable o era una quimera. Lo cierto era que Marena atraía todas las miradas. Había cierta pretenciosidad en su manera de caminar, y su ropa era tan vistosa como la cola de un pavorreal. Llevaba sobre sus hombros una gruesa y peluda estola de armiño, que combinaba a su vez con un vestido y guantes platinos.
Cuando Marena subió al autobús y caminó hacia la última banqueta, supo que lo volvería a hacer. Llevaba un cigarrillo apagado en sus labios de carmín. A su paso, los caballeros bajaban los periódicos, daban espacio a sus lados, e incluso alguno que otro se removió el ala del sombrero para rascarse.
Marena se sentó hasta atrás y cogió su cigarrillo como para advertir que necesitaba a alguien que le hiciese el favor. En cuanto el más cercano amagó para buscar dentro de su bolsillo del gabán, Marena metió la mano en su bolso y extrajo un encendedor. Con una sonrisa pícara, o más bien burlona, Marena satisfizo su propio capricho. Frente a ella se oyeron risitas, y quien estaba próximo a ayudarla se había avergonzado.
Una vez que se esfumó la gracia de su broma, Marena se acercó a la ventanilla y contempló el viaje. No conocía aquellas húmedas calles, apenas iluminadas por el crepúsculo y las luces públicas. Y a pesar de lo incierto de su viaje, Marena sintió que se dirigía a casa.

II

Por años Marena creyó que las palabras de su madre tenían un fundamento lógico, pero con el tiempo aprendió que no iba a convertirse en ninguna promesa. El día en que se graduó de contable, para tan solo vislumbrar un empleo de secretaria en el periódico, supo que su vida sería todo lo contrario a lo que había creído. Además, tampoco sabía bien a qué se refería, así que siguió el camino que la sociedad le permitió.
Pero la joven Marena no se podía quejar de las vagas oportunidades, como el resto de sus amigas, pues ella encontró más tarde no solo un empleo, sino un sitio estable. Podía disfrutar del presente: iba a fiestas de egresados, coqueteaba con los muchachos y acudía a las galerías. Como complemento a sus diversiones se hallaba el jefe, el abogado David Figueroa, un hombre que, si bien resultaba misterioso y engreído, también demostraba ser sagaz, y es que así debía serlo con sus clientes, se decía Marena.
Ella acostumbraba a recibir a un puñado de personajes desesperados, algunos de miradas anegadas, otros de manos temblorosas y varios con el rostro simplemente aperlado. Figueroa no era empático tal cual, pero aquellos personajes sí salían esperanzados. Marena comenzó a fijarse en esto una tarde, y con el paso de los meses hizo predicciones. No acertó a muchas de ellas, porque Figueroa era asimismo impredecible. Casi siempre ganaba sus casos, los más complejos, y los que escapaban de sus manos, no obstante, estaban plagados de mentiras y enredos. Entonces, de todos modos, David se volvió un ideal para Marena.
A la secretaria le gustaba su escritorio por ser la alegoría de una colina, una desde la que pudiera tener el panorama completo. A pesar de que David no le dirigía la palabra como a una persona a la que quisiese conocer, Marena disfrutaba su compañía. Desde su despacho, mientras estaba desocupado, el abogado escuchaba jazz, bebía detrás de una cortina de humo, porque sus cigarrillos se consumían por sí solos en el cenicero, y se ajustaba su corbata frente al espejo. Marena aprendió al dedillo todos los hábitos y patrones de su imponente voz; nunca sonreía, saludaba puntual y daba órdenes, nada más. Pero no eran órdenes que la molestaran, sino que estaba gustosa de cumplirlas. Quería satisfacer en todo al licenciado.
Después de un año, poco después de que la paz regresara al mundo, todo parecía ser felicidad. Alemania estaba derrotada. Sin embargo, Marena había sido la única sin una noticia alegre, pues una tarde recibió una carta que mencionaba el deceso de su madre. Ella la había olvidado, y se sentía culpable; la joven leyó que su mamá había tenido más ideas, ahora tan lúgubres que había terminado en un hospital. La pobre Laura había conocido su final entre médicos déspotas y descargas eléctricas. Y por algunas indisposiciones, Marena prefirió no enfrentarse a su pasado. Laura sería velada en el campo, fuera de la capital.
Claro que su negativa trajo mucho más arrepentimiento. De pronto ya no se interesó por sus viejos compañeros, y su trabajo le sabía a hiel; ni la rutina de David Figueroa era capaz de levantarle los ánimos. Así, una mañana, el elegante abogado se detuvo frente a su escritorio y le dijo:
—Señorita Gorriarán, ¿qué le sucede?
—Lo siento, señor Figueroa, es que... unos asuntos personales.
Figueroa buscó dentro de su sobretodo y halló un pañuelo, que se lo tendió sin más.
—Tome, límpiese. Pronto vendrá mi siguiente cliente y no quiero que la vea llorando, o podría haber repercusiones desagradables.
—Sí, abogado, gracias, lo siento mucho. —Marena aceptó el pañuelo y se limpió con mucha timidez. David solo fue a encerrarse.
La reunión con el cliente, un trabajador al que se le había hecho una treta, pasó frente a Marena con un semblante taciturno, y ella tuvo que darle la mejor de las sonrisas. Pero dos horas más tarde, el abogado se reunió con Marena y le preguntó:
—¿Por qué lloraba, señorita Gorriarán?
Marena se sorprendió tanto que tardó en contestar. Balbució e intentó contarle lo de su madre. Figueroa mantenía su rostro impasible, como le era natural, pero Marena conoció aquel día un aura enervante en el carácter de su jefe, quien la escuchaba y hacía preguntas precisas durante el relato. De esta manera, Marena se sintió comprendida. E incluso él ofreció ayuda desinteresada. Aunque, ya no había nada que él pudiese hacer por la secretaria, pues el funeral y los entierros ya habían terminado hace días.
Desde entonces, Marena vio en él a un confidente; en las semanas posteriores, David se mostró más interesado en escucharla. Las anécdotas comenzaban con preguntas muy directas y terminaban solo con órdenes. David a veces le cortaba la inspiración al pedirle que triturara tal documento, o cuando recibía un recado de su parte, justo después de haberle contado de su afición por Renoir, Marena no sabía qué pensar del abogado, si él dilucidaba sus historias o si solo las utilizaba como mero entretenimiento. De igual manera ocurría que, en ocasiones, la secretaria se empeñaba por romper la seriedad de esa cara; por su parte, David no hacía más que ignorar sus inocentes bromas.
—Señorita Gorriarán —la llamó él una vez. Marena mecanografiaba un documento aburrido, así que congeló sus dedos en el aire, miró hacia arriba y contuvo la respiración—. Salga conmigo. —Sonaba más como otra orden.
Como Marena no supo qué decir, solo asintió.
—Si usted lo desea, por supuesto.
Marena volvió a asentir.
Aquella conversación tan corta había sido el inicio de una relación significativa para Marena. Pero, aunque ella pretendía alejarse de sus fantasmas del pasado, nunca sintió la muerte de su madre; su voz persistía en sus recuerdos y le hablaba de múltiples ideas: de Dios, de la luz que habitaba en su alma, del significado de las señales y de lo que debía hacer, como si ella fuese una elegida. A su vez, también recordaba cómo su madre se despreciaba y hablaba como un preso.
«—Dios nos abandonó, nena. Nos ha dejado a la merced del azar —decía, mientras lloraba.»
De todos modos, Figueroa no consideraba que fuesen problemas para su relación, así que más tarde pidió a Marena que se casara con él. Ahora ya se reía de las gracias que a su prometida se le ocurrían. El abogado sabía que ella pensaba en demasiadas cosas inútiles, pero las hacía a un lado, pues creía que en Marena había una persona muy interesante para intimar. A pesar de que él había conocido muchas mujeres atractivas, ninguna tenía la disciplina y clase que la señorita Gorriarán tenía.
—Creo que me estoy convirtiendo en mi madre —dijo Marena una vez. Estaban en el parque—. Tengo mucho miedo de ser como ella.
—¿Por qué lo dice? ¿Acaso usted también piensa en que Dios la mandará al manicomio?
—Es complicado. —Se rascó el codo y desvió la mirada—. Siento como si ella estuviese dentro de mí y me dijera que hacer. —Miró al abogado y continuó—: David, tal vez no pueda ser tu esposa. Debes conseguirte a una mujer adecuada, una que te merezcas.
Figueroa arrugó el entrecejo y se apretó el nudo de la corbata.
—Señorita Gorriarán, usted será pronto la señora de Figueroa y esta discusión debe terminar. De algún modo u otro, tendré que quitarle esas ideas absurdas de la cabeza.
Fiel a su estilo, Marena se rodeó de los lujos que su prometido había comprado para cortejarla durante su tiempo de novios. Selló un acuerdo consigo misma en el que jamás hablaría de su madre otra vez. Y acabados los días en los que fraguaba un plan, la secretaria tomó la decisión: cogió de una gaveta pluma y papel y escribió una carta dirigida a David Figueroa.

III

Marena lanzó la colilla al apearse del autobús. Había caído la noche, y el viento estaba mucho más fresco e intenso cerca del puente. Así, pues, Marena subió allá; a la derecha se abría el abismo y a la izquierda el tránsito. Nadie reparaba en su belleza ahora.
Ya arriba, descansó un poco sobre el antepecho, con la vista del mar ante sí: oscuro y con centenares de lucecitas sobre él, como en una pintura de Van Gogh.
Sin embargo, no quiso perder más el tiempo. Marena se quitó los zapatos, los arrojó a un lado, trepó la valla y se apoyó en el tubo. Oyó bocinas y gritos, pero no reparó en esos detalles; solo se concentró en lo que yacía bajo sus pies. Sintió el aire frío en su cabello, respiró profundo y, unos segundos después, Marena se dejó caer.
Muchas personas se habían reunido para detenerla, pero no llegaron a tiempo. Debajo, en la costa, otro grupo se formó con la intención de adentrarse en las heladas aguas, para salvarla. Pero, a pesar de los esfuerzos, los presentes solo atestiguaron cómo algo blanco se desplazaba por el agua, silente, como un cisne.
Un fotógrafo, que casualmente estaba en la escena, retrató la muerte de Marena como si fuese un poema.
Todos vieron esa noche una tragedia, pero nadie sabía que Marena había cerrado los ojos, y que, en un fragmento de segundo, había visto la luz.

IV

Laura llevaba en una mano la de su pequeña Marena y con la otra arrastraba las maletas.
Papá se quedó atrás, en una casa de campo que Laura había ocupado con desagrado durante diez años. Ellas tenían amor, un hogar cálido y un futuro provechoso, pero ninguna de estas cosas convenció a Laura para que se quedase junto a él.
Ahora ambas recorrían un sendero polvoso y árido. No se atisbaba ninguna casa a la redonda. Se supone que por ahí pasaría un autobús. Aunque Laura sabía que allí irían puros campesinos malolientes, era un mal necesario para llegar a la gran ciudad.
«Esto no es una vida —reprimía sus ganas de volver.»
Laura se detuvo en la parada y oteó hacia el sur para ver si venía el transporte.
—Mami —dijo Marena—. ¿Adónde vamos?
—A la ciudad, nena.
—¿Por qué? ¿Y por qué papi no vino?
—Porque he escogido un mejor futuro para ti, cariño. —Al ver que la niña no comprendía, se acuclilló a su altura y le dijo—: En la capital serás una estrella, una muy bonita y famosa. Y cuando veas la luz, sabrás que Dios habrá cumplido tu destino.
Laura le tocó su naricita y Marena sonrió.

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