NataliaEscritoraEc

Pide un deseo

Es curioso cómo la vida gira y me lleva a donde necesito ir.

Se suponía que sería un viaje de una semana, nada más, pasearía por la Isla Santa Cruz en busca de inspiración para mi siguiente colección de pinturas y regresaría a Portoviejo.

«Allá el agua es cristalina, la arena es blanca y finísima. Por las calles, contiguas a la playa, te encontrarás lobitos marinos y pelícanos hermosos», fueron las palabras de mi hermana las que me convencieron de treparme en el avión con destino a Galápagos.

Tenía suficiente material fotográfico para reinterpretar sobre el óleo por los siguientes meses. Ya me veía luego coordinando con el municipio para exhibir mis creaciones de 80x60 centímetros en los parques.

Me conocían por redes sociales, me gustaba participar en eventos culturales, incluso en otras ciudades, siempre y cuando el acceso fuera por carretera, porque este tema de los aviones despertaba mi ansiedad.

Por ello pensé tanto antes de viajar a las conocidas «Islas encantadas».

Por ahí se escuchaba de un virus que estaba arrasando desde Asia hasta Europa.

Pero se piensa que esas cosas a una no la alcanzan, que solo aparecen en pantalla, como las películas.

―Dicen que hay una persona contagiada en Ecuador.

Comentó la señorita de piel trigueña y caderas robustas, al paso que me servía el desayuno en una barra, sacándome de mi fijación por las noticias en el televisor de la pared.

Se refirió al país continental*.

Vaya distancia que había entre el archipiélago y el resto del territorio. Eran uno solo, pero poco se sabía de la vida y costumbres de los isleños en el continente.

―Seguro fue por alguien que viajó —referí, acomodando la postura para degustar el plato de pescado apanado con patacones y ensalada fresca.

Portoviejo es un valle, pero a una hora encuentro a Manta que tiene varias playas, y por todo el borde costero se disfruta de mariscos y pescados; al estar en otra tierra de playa, lo único que me apeteció fue más de ello. Como si el plato me llevara a casa.

―Nosotros vivimos del turismo —añadió con el cejo elevado al centro—, pero si esto es muy grave el presidente debería cerrar los puertos marítimos y aéreos.

―¿No sería drástico?

―Pues en Italia la gente se muere a cada minuto sin exagerar.

―Entonces debería irme pronto. Estoy de paso, no tengo vida acá.

―Espero que logre salir. Sino le dejo mi número por si necesita servicio a domicilio en algún momento. —Me estiró una tarjeta del restaurante—. También ofrecemos comida criolla en el almuerzo. Al atardecer empanadas de viento, panes de almidón y los mágicos corviches*.

Esa última palabra activó mis sentidos.

El recuerdo de la masa de plátano verde, achiote y maní me hizo salivar.

―Me encanta que realces ese bocadillo típico de Manabí.

―Solo digo la verdad, mi madre lo trajo a esta tierra y desde entonces los vendemos. Tenemos ayudantes y cocineros, pero solo yo los preparo cuando el comensal requiere de un deseo.

―¿A qué se refiere? —Alcé ambas cejas.

―Es un don, por eso mamá dice que no le debo ofrecer mis corviches a cualquiera. Supongo que es la herencia manaba*. Lo descubrí a los diez años cuando un señor comió pensando en curarse del cáncer de próstata, ¿y qué cree? —Bufó, encogiendo los hombros—. Ahora tengo veintinueve y la lista de clientes satisfechos es larga.

¿Un deseo?

Agaché la cabeza, sonriendo. Me quería tomar el pelo porque le dije que no era de la zona.

―He comido muchos corviches en mi vida, también soy manaba y algo he de cocinar. Creo que esa historia le puede servir a los extranjeros. Igualmente lo aprecio, es interesante.

―Creo que no tiene nada que perder además del hambre. —Me regaló una sonrisa llena de confianza—. Los vendo más caros, eso sí, y solo funcionan una vez para cada persona durante toda su vida. —Tocó dos veces la tarjeta con la uña corta y desnuda del dedo índice—. Ya tiene mi número.

Aún después de pagar seguí riendo sola.

Me estaba hablando de corviches mágicos y yo estaba aterrizada en la realidad para creer en fantasías.

Ojalá esa pandemia lo hubiera sido.

Esa noche el presidente habló a la nación y cerró toda vía de acceso internacional. Así quedé atrapada en Galápagos. Por un momento, le atribuí a la señorita del restaurante poderes adivinos, pero no se necesitaba más que lógica para actuar ante el desastre biológico mundial.

Mi hermana me transfirió algo de sus ahorros y así fuimos apretando los gastos. Los servicios de entrega a domicilio ayudaron, mientras que ir a conseguir algo de víveres se convirtió en una batalla: los alimentos empezaron a escasear por el pánico de comprar como para llenar un búnker, además había que hacer fila por mucho tiempo antes de poder entrar a los markets.

El hostal donde me quedaba accedió a darme un descuento y así pude costear esa media vida que me tocó formar en Santa Cruz.

―¿Cuándo se va a acabar esto? —hablé sola en el balcón de mi segundo piso—. La ministra de gobierno solo habla de quince días más, quince días más, y ya llevamos un mes y medio. Ni siquiera puedo pintar... Mis materiales están en casa...

―¿Necesitas lienzos?

―¡Carajo! —Salté del susto ante la voz masculina.

―Lo siento —dijo divertido y vi su mano extendida. Nos separaba una pared y entendí que estaba en la habitación de al lado—. No pretendí espiar, solo estoy tomando algo de aire.

Recuperé el aliento de a poco.

Recordé que no era la única que estaba encerrada.

―Es difícil esto de la cuarentena... —comenté desanimada.

―Así que eres pintora. Yo armo lienzos.

De repente, me devolvió la esperanza.

―Soy del continente —continuó—, allá tengo una tienda. Decidí abrir otra en la isla y vengo de vez en cuando. No contaba con quedarme acá.

―Ya veo. De modo que estás solo...

―Tengo una asistente, pero ella está en otra habitación. —Y sin transición—: ¿De qué tamaño necesitas los lienzos?

―Pero... no tengo pinturas, pinceles... Solo vine a la isla en busca de inspiración.

―Te los consigo. Tengo algo de insumos en la tienda. Mi asistente te los llevará. Yo estoy contagiado y guardo reposo. —Y casi como si hubiera visto mi reacción añadió—: No te asustes, por si acaso, en este instante llevo puesto doble cubrebocas.

―¿Y estás bien?

―Solo algo de dolor en el pecho y en la garganta. Hace un par de noches me costó un poco respirar. Pero estoy mejor. Creo que me tocó suave.

―La gente se está muriendo... No quería ni asomarme a la puerta los primeros días e intento mantener la distancia. Desinfecto las compras como si tuviera una bomba entre las manos... Y ahora no dejo de pensar en ir a buscar mi mascarilla y rociarme alcohol por todo el cuerpo después de saber de tu contagio.

―Hazlo. Luego vuelve para dictarte el número de mi asistente. Así pueden coordinar todos los detalles.

―Te lo agradezco, pero por mucho que me muera por pintar, debo enfocar mi presupuesto en comida.

―Mi negocio no anda bien, es obvio, así que, ¿qué mas da? Considéralo un auspicio a cambio de publicidad en tus redes sociales.

―Ni siquiera sabes si tengo muchos seguidores.

―Nadie cruza el océano para hacer un par de cuadros a menos que sea rentable. No nos engañemos, el arte es un negocio y hay que comer.

Guardé silencio, relamiendo mis labios con una ligera sonrisa.

―Me dicen que soy muy intuitivo —aseguró.

Fue un alivio contar con su patrocinio.

Mi habitación se convirtió en un estudio temporal y pude retomar el arte que me liberaba, porque eso de probar recetas o jugar parchís en el celular, escuchando las noticias en el televisor todo el día ya me tenía de cabeza.

Se lo fui contando así a Damián. Siempre a través de esa pared entre balcones.

―¿Cómo?, ¿dices que todas tus pinturas son de animales emparejados?

―Pues sí. —Encogí los hombros. Me senté en el piso, recostada en la pared con la bata de pintar llena de manchas coloridas.

―Descríbemelas, por favor, y aprecio el detalle.

Suspiré y se me hinchó el pecho. Nada me daba más ilusión que hablar de mis obras.

―Bueno, imagino que habrás visto parte de mi trabajo en redes sociales a estas alturas, pero estas nuevas que he hecho están llenas de alegría y vida marina. Como sabrás, mi estilo es el hiperrealismo al óleo. He plasmado lo mejor del mar con sus reflejos de sol y lobos marinos en la profundidad, con ojitos brillantes y pececillos alrededor. Macho y hembra. Siempre dos, porque me gusta pensar en el amor. También tendidos sobre rocas o en la arena llenos de puntillos blancos. Divinos. Estoy empezando a pintar iguanas, cada escama tiene un nivel de detalle precioso. Planeo hacer otra con piqueros de patas azules tocando la punta de sus piquitos en un atardecer; y una más con tortugas gigantes. —Suspiré emocionada.

―Puedo sentir la calidez de tus obras nuevas, me emocionan aun sin haberlas visto.

―Cuando volvamos al continente deberíamos reunirnos, sería un honor que estés en mi exposición. En las noticias hablan de cómo manejar el encierro, pero tú me has brindado alivio efectivo. El arte es todo para mí.

―Me encantaría; solo me queda una duda en medio de todo: ¿Por qué te gusta pensar en el amor, Emilia? Una mujer vivaracha, emotiva y positiva tiene tanto para compartir en lugar de desperdiciarse con un lisiado en un balcón.

―¡Ay, por favor, qué exagerado! Ya hace un mes que superaste el contagio. —Escuché su risa sonora—. Bien dicen que los hombres no pueden ni con una gripe. Respecto a tu pregunta no tengo una respuesta concreta. Solo me gusta soñar que un día tendré una bonita historia de amor, mientras tanto, pinto las de otros. Hasta las plantas las plasmo en pareja. Y en San Valentín me va muy bien pintando doble, ya sabes, me piden para la esposa y para la novia. A veces, más de dos. Pero no estoy para juzgar. —Alcé las manos y escuché más carcajadas.

―Es un sueño maravilloso. Deberías pedir ese deseo a los corviches de Luisana.

―¡No puede ser! ¿Caíste en su oferta para turistas?

―Me los comí siendo tan escéptico como tú. Me costó varios dólares más, pero ella tenía razón, no tenía nada que perder además del hambre.

―¿Y funcionó para ti?

―Sonará extraño, pero cerré los ojos y vi la luz, concretamente, escuché a una mujer reflexionando en voz alta sobre no poder pintar en plena cuarentena mundial...

Arrugué el ceño. ¿Qué tenía que ver yo con su deseo?

―Pedí a alguien que estuviera dispuesta a conocerme sin juzgar mi apariencia antes.

Por mi mente pasaron muchas teorías desde rostro desfigurado hasta un cuerpo lleno de tatuajes. Eso explicaba por qué en su perfil de WhatsApp la foto era un paisaje.

―Pedí una oportunidad para enamorarme y con algo de suerte, ser correspondido.

―Damián.

―Te escucho.

―¿Esto es una declaración? Y debo ser enfática porque tengo veintisiete años como para andar jugando a los acertijos.

―Yo tengo treinta. —Y guardó silencio. Estuve a punto de hablar de nuevo cuando lo soltó—: Me gustas, Emilia, me pareces hermosa.

Recordé mi sonriente foto de perfil que me llenaba de confianza. Con mis cabellos castaños y rizados, piel trigueña, nariz redonda y ojitos café me consideraba, ciertamente, bella.

Aun así, refuté:

―Pero no me has visto en persona.

―Me suenas a alguien hermosa. ¿Te gustaría cenar conmigo hoy? Se me da muy bien la lasaña.

Esa noche conocí a un hombre que me conmovió, porque no se trataba de la oscuridad que nublaba sus ojos, sino de la luz de su risa, sus cabellos azabaches, su piel canela, su habilidad para la cocina, su ingenio para trabajar, su sentido del humor.

Esa noche creí en la magia.





*Corviche: bocadillo típico de Manabí hecho a base de plátano verde majado, especias, achiote y maní. Su relleno es de pescado albacora.

*Manaba: adjetivo coloquial referente a los nacidos o pertenecientes a la provincia de Manabí. "Manabita" es el gentilicio formal.

*País continental: término que refiere al Ecuador continental, diferenciando al Ecuador insular (Archipiélago de Galápagos).

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