1. La confesión
"Cuando pasas tanto atrapada en la oscuridad, descubres que empieza a devolverte la mirada."
SARAH J. MAAS
Alma número uno
Todos le tememos a la oscuridad. En diferentes niveles; el pánico a lo desconocido es una respuesta casi natural del ser humano.
La inquietud de no ver que está frente a nosotros se transforma rápidamente en miedo. ¿A qué? A innumerables peligros que, mayormente, son imaginativos.
Así es la noche en que Marcus camina por una ruta desierta. Una noche sin luna, con una brisa ligera casi inexistente que contribuye al silencio sepulcral en los límites de la gran ciudad. Donde los bosques se elevan como enormes paredes oscuras y la única luz se observa en una pequeña capilla a orillas de la carretera.
Marcus lleva puesta su bata médica, la cual, extrañamente, parece fusionarse con su piel desabrida y pálida. Sus ojos se fijan en un camino no planeado y una oscuridad infinita, alimentada por los malos acontecimientos que lo han azotado en su última guardia en la sala de emergencias.
Aunque no es su figura macilenta y las facciones agraciadas de su rostro lo más llamativo de su apariencia. Sino, naturalmente, las manchas de sangre seca que decoran de manera macabra su atuendo blanco. Líneas rojas asemejan estar dibujadas en su cuello, como si algo de carne viva hubiese sido apuñalado incontables veces ante él y la sangre volado por los aires hasta manchar su figura casi por completo.
Marcus continua andando, como si no fuese consciente de su apariencia, como si no le importara. Y detiene sus pasos en frente de la antigua capilla.
Dentro de la susodicha construcción, el joven padre Felipe termina de rezar sus últimas oraciones de la noche. Se incorpora con dificultad al haber estado de rodillas frente al púlpito por demasiado tiempo y, como conspiración del mismísimo destino, decide sentarse un momento antes de retirarse a descansar. Siendo jueves en la noche, existe la posibilidad de que algún alma perdida venga a él en busca del perdón.
La puerta principal rechina ruidosamente. Y unos pasos evidentemente pesados se hacen oír mediante él pálido joven ingresa a la capilla. El padre Felipe se incorpora de inmediato. No puede evitar abrir los ojos con sorpresa ante la imagen que se le presenta. Ve un médico, uno muy joven, con sus vestimentas manchadas de un escalofriante rojo carmesí y un semblante inexpresivo donde lo único vivo parecen ser sus frívolos ojos celestes.
Felipe quiere decir algo, pero su voz se niega a salir. Así que solo observa como Marcus se desliza lentamente por el lugar hasta tomar asiento en la primera fila frente al púlpito. No dice ni mira nada en particular.
El padre Felipe toma valor, se recuerda a si mismo sus deberes y avanza hacia el recién llegado con una seguridad fingida. Finalmente toma asiento a un metro de Marcus y expresa con amabilidad al decir:
—¿Puedo ayudarte en algo?
El doctor no responde. Sigue tan inerte como una estatua de porcelana y Felipe contiene sus impulsos de sobar sus ojos por temor a estar presenciando una ilusión. Aunque no descarta la posibilidad de estar viviendo un sueño, o quizás una pesadilla.
—Dicen —murmura Marcus, su voz se oye claramente ante la acústica de la capilla —que Dios todo lo perdona.
—Así es —confirma el padre —, siempre y cuando haya verdadero arrepentimiento.
Felipe se siente aliviado de tener una idea de hacia dónde se dirige la conversación. Es un doctor, a simple vista demasiado joven, así que cabe la posibilidad de que haya perdido a su primer paciente. Eso puede causarle a cualquiera gran pesar en el corazón y dolor en el alma.
—¿Todo? —vacila Marcus arrastrando las palabras —¿Y la muerte? Acaso... ¿perdona también a los asesinos?
El padre Felipe intenta mantener la compostura. Por un momento teme estar tratando con algún lunático suelto, pero está convencido de que no es más que un doctor afligido por un penoso fracaso.
—Así es —confirma nuevamente el padre.
Felipe comienza a formar un discurso ideal en su cabeza. Pero, antes de siquiera separar los labios para hablar, nota algo que lo deja completamente helado: Las manos blanquecinas del doctor Marcus están impregnadas de una sangre espesa que se encuentra incluso debajo de sus uñas.
El padre Felipe, una vez aclarada su garganta y mantenido bajo control su creciente miedo, decide indagar de forma cautelosa:
—¿Tienes algo de que arrepentirte para obtener el perdón?
El doctor no responde de inmediato. Y su silencio contribuye enormemente a la tensión que impregna el lugar.
—Así es —confirma Marcus —. Una niña entró a la sala de emergencias hace un par de horas. Sufrió un accidente, un vehículo la atropelló destrozando su cráneo. Su padre la identificó por sus pequeñas zapatillas, ya que, tanto el rostro como su torso diminuto, estaban magullados, aplastados, irreconocibles.
—El alma de esa inocente descansa en paz —enuncia el padre con dificultad ante el nudo formado en su garganta.
—Murió instantáneamente —manifiesta Marcus como método de consuelo —. Lo sé, lo que quedaba de su pequeño ser ya estaba frío cuando ingresó.
—¿Te culpas por esa tragedia? —interroga Felipe confundido ante la inexpresión del doctor.
—La pequeña cruzó la calle sola ante su inocencia —continúa relatando Marcus sin escuchar sus preguntas —, el cruce de peatones estaba habilitado. El conductor del auto que la mató estaba completamente ebrio. Iba a demasiada velocidad como para frenar a tiempo. Y yo... no pude hacer nada por ella.
—No podías salvarla —sentencia el padre Felipe —, no debes culparte por eso. Eres inocente.
—No lo soy.
—¡Por supuesto que lo eres!
—Yo maté al conductor del auto.
Felipe se queda pasmado ante la confesión de Marcus. Un frío recorre su espalda y de repente se percibe a sí mismo como una presa ante el depredador; débil e inofensivo.
—Él tenía que morir —asegura Marcus apretando los dientes con rabia —. Era un ex convicto, había sido condenado a treinta años de prisión por violación y asesinato. Pero salió en libertad condicional por buen comportamiento. Lo rastree, fue tan sencillo, y cuando lo encontré le arranque los ojos y saqué sus tripas cuando aún estaba con vida. Sus restos están a tres kilómetros de aquí.
Marcus gira su cabeza y mira directamente al padre con su semblante imperturbable; como si su confesión de un acontecimiento espantoso fuese algo ordinario y, a juzgar por la expresión de su rostro, aburrida.
—Dígame, padre, ¿aún me asegura que Dios lo perdona todo? —cuestiona con suma tranquilidad.
—Yo creo —balbucea Felipe —, que lo que pasó fue un accidente. El conductor se equivocó.
—Que Dios lo perdone —sentencia decididamente Marcus —. Yo no lo haré.
—¿Usted no desea ser perdonado, doctor?
El joven se pone de pie y el padre retrocede violentamente.
—No existe un perdón para mí —decreta Marcus con voz gutural y segura.
—Todo el mundo merece el alivio del perdón. Y en tus ojos veo arrepentimiento, estás afligido, ¿no es así? —Las palabras de Felipe, aunque temblorosas, poseen algo de verdad.
—No puede darme el perdón —asevera el doctor.
—Si te arrepientes verdaderamente, lo haré.
—Necesito un alma para ser perdonado.
—¿Cómo dice?
—Lo que escuchó, padre Felipe, necesito tener alma. Y yo no creo tener ninguna.
El padre, con un terror creciendo en su pecho, observa que mientras el doctor Marcus habla, se exteriorizan unos filosos colmillos entre sus labios perfectos.
—Que tenga buenas noches, padre.
Y así, el doctor Marcus, desaparece tan sorpresivamente como se presentó.
Este capítulo está dedicado a: @Idris3021 (Porque estaba esperando ansiosamente el regreso de esta historia: ¡Gracias por tu apoyo!)
¡Hola! Como algunos saben, esta historia había sido puesta en borrador porque no tenía tiempo para actualizar. Así que, por favor, ruego que no dejen ningún spoiler en los comentarios :,)
Bueno, bueno. Agregue nuevo contenido y he estado corrigiendo, así que decidí publicar algunos capítulos para los que estaban esperando el regreso. ¡No olviden decirme que les parece!
¿Cuando seran las actualizaciones desde ahora? Todos los sábados y, ocasionalmente, los miércoles :3
¡Gracias por leer!
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