Capítulo 8: Desconectada
19 junio del 2020
Los marrones y penetrantes ojos de Luisa se abrían con lentitud al tiempo que su conciencia notaba la ausencia del intenso dolor de cabeza y la sensación de vértigo que horas antes atormentó a su cuerpo. Ambas molestias habían desaparecido por completo. No obstante, la castaña sintió los efectos de los fuertes medicamentos que inundaban su organismo, los mismos que le provocaban somnolencia y pesadez, así como un gran impulso de querer permanecer durmiendo por el resto del día. Luego se percató de la sequedad de sus labios y los humedeció con algo de saliva para después intentar reincorporarse sobre la cama.
«¿El hospital?» se preguntó en silencio después de observarlo todo, pues no recordaba nada de las últimas horas de su conciencia.
Comenzó a examinarse con sigilo, temiendo que en esta ocasión se hubiese tratado de un asalto, un atropello o algo donde ella hubiese terminado gravemente herida. Pero en su pequeña inspección, nada más se encontró con la cicatriz que ya formaba parte de su pierna derecha.
Inspeccionó su alrededor y encontró a Gabriel durmiendo en uno de los sofás de la habitación, cubierto por apenas una delgada manta y con las pesadas botas todavía puestas. Puso los ojos en blanco e hizo una mueca en el rostro, puesto que por ahora no sentía gusto por la presencia del vaquero.
—Señora Brown, despertó —dijo James asomándose por la puerta con una notoria sonrisa en el rostro.
La complacida voz del médico interrumpió el sueño de Gabriel, quien se reincorporó de inmediato, después de observar a su esposa sentada en la cama como si nada hubiese sucedido.
—¿Recuerda algo? —preguntó el médico, con la pluma clínica sobre las pupilas de Luisa.
—Estoy bien, ¿qué sucedió? —respondió ella, reteniendo las maniobras de James.
—Llegó a este hospital bastante desorientada y preguntando por mí.
Ella parpadeó un par de veces y pequeñas lagunas mentales inundaron su cabeza.
—¡Aaah! Sí, ya recuerdo algo.
—¿Qué pasó? —cuestionó el médico entrelazando los brazos.
La acusadora mirada de Luisa se fijó en los ojos azules del vaquero, el hombre esperaba ser culpado de todo acto mientras permanecía de pie frente a ella.
—Me perdí —musitó finalmente—. Vagué un poco por la ciudad. Gabriel me dejó en nuestro departamento, pero yo quise salir sola y terminé pérdida. El único lugar que recordaba era este hospital.
James sonrió; parecía ser un hombre relajado, tomando en cuenta que pasaba la mayor parte de su tiempo en el hospital cuidando de sus pacientes en vez de hacer una vida personal.
—Hizo bien en venir, puede hacerlo cada vez que quiera. El Sr. Brown tiene mi número en caso de que usted también lo requiera para resolver sus dudas —aseguró al tiempo que hacía anotaciones en el expediente—. Prepararé el alta para que no tengan que pasar otra noche en el hospital.
—¿Otra noche? —indagó ella con la interrogante que ya formaba parte de su apariencia diaria.
—Tenemos aquí dos días —señaló Gabriel desde las profundidades de la habitación.
—¡Dos días! —repitió en un susurro sin desviar la vista de las anotaciones de James—. Lamento haber interrumpido su noche el día que llegué, doctor.
—Oh, no tenga pendiente, en realidad no tengo una vida personal fuera de este hospital. Así que, me ha hecho un favor.
—¿De verdad? —soltó ella, arrugando la frente—. ¿No tiene una novia?
—No, yo... Debería, pero soy algo... apasionado con mi trabajo.
—Ya veo... —expresó Luisa con una diminuta sonrisa—. Doctor, siempre es bueno distraerse.
El médico asintió a sabiendas de que la paciente tenía razón, debía comenzar a hacerse cargo de su vida personal, así que le regresó la sonrisa a Luisa y finalmente salió de la habitación.
Horas más tarde, Luisa y Gabriel estaban de regreso en el departamento sin tener nada para decirse, pues las continuas peleas entre ellos estaban desembocando fuertes estragos en la salud de ella y en la paciencia de él; ambos eran conscientes de ello y debían buscar la manera de sobrellevar la complicada situación antes de que uno de los dos terminara agraviado.
—Supongo que irás directo a descansar —dijo el texano una vez dentro del sitio.
—No, estoy cansada de estar acostada —resolvió Luisa dejándose caer en uno de los sillones que estaban frente al enorme televisor.
Por su parte, Gabriel notaba la vulnerabilidad y desesperación que la amnesia provocaba en el cuerpo de su aún esposa. Para él no era fácil disculparse con ella después del caos que su matrimonio le había dejado; sin embargo, estaba dispuesto a dejar todo atrás para ayudarla a sobrellevar la tormenta y salir triunfante como siempre hizo.
—Luisa, quiero decirte que no fue mi intención haberte hecho pasar por lo que sea que hayas pasado; sé cómo te sientes y quiero que sepas que tendrás mi apoyo desde hoy en adelante.
El cuerpo de Luisa se enderezó de inmediato, volvió el rostro y dejó ver las arrugas que figuraban en la frente tras el semblante de tragedia.
—¿Tú sabes cómo me siento? ¿Tú de verdad crees saber cómo me sentí durante ese día o noche? ¡No tienes ni la más mínima idea, Gabriel! —respondió tajante con las manos en el aire—. Me perdí en una ciudad en la que se supone que crecí y eso no fue provocado por la amnesia, sino por la inconsciencia de vagar sin rumbo.
»Cuando volví a la lucidez e intenté recordar, lo único que me venía a la cabeza era todo lo que yo no recordaba; no recordé una dirección, yo no tenía un número de teléfono memorizado en mi cabeza, vaya... ni siquiera un teléfono celular o dinero. —Se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro, era un claro momento de desahogo—. El único lugar que recordaba era el hospital de especialidades y cuando llegué ahí tuve suerte de haber recordado el nombre del doctor James, de lo contrario hubiera terminado presentada como una vagabunda sin identificación o reportada como desaparecida.
»Ahora, de pronto vienes, y me dices que sabes cómo me siento. ¡No, tú no tienes ni la más mínima idea de cómo me siento!
La azulada mirada era capaz de percatarse de todo aquello que abundaba en el interior de la castaña, no todo era traición y discrepancias entre ellos, entonces, ¿por qué siempre terminaban derrotados por la brutalidad de sus emociones?
—Luisa, discúlpame; me equivoqué. No debí alterarme después de esa discusión y sé que deberías traer contigo toda tus cosas e información, pero comprende que aún no es tiempo para entregarte parte de ello.
—¿Por qué? —interrogó con frialdad.
—Sigues adaptándote a tu vida —soltó señalando el departamento—. Tu médico me dio una serie de indicaciones. Básicamente tendrás que depender de mí por unas semanas antes de que vuelvas a rehacer tu vida con normalidad.
El pecho de la castaña estaba por explotar en un grupo de respiraciones profundas que le acortaban las palabras.
—Entonces, ¿qué harás?
—Te daré la información, direcciones, números telefónicos, etc. Pero olvídate de las cuentas bancarias o teléfonos celulares.
—¡Mejor ponme una maldita placa en el cuello, Gabriel! —declaró frustrada al tiempo que le daba la espalda.
El hombre respiró hondo, entendía su impotencia, incluso la compartía.
—Escucha, no te volverás a perder y en uno o dos meses estarás lista para rehacer tu vida. Confía en mí.
—¡Eso hice después de despertar del accidente! Confié en ti —agregó Luisa con un semblante desencajado y casi al borde de las lágrimas.
Por primera vez en mucho tiempo, Gabriel miró a Luisa como la frágil e inocente mujer de la que se enamoró, la recordó como a la joven que caminaba por la vida inundada de problemas y tragedias, obstáculos que sepultó en el mismo infierno para luchar con cuanto pudo para alcanzar sus sueños. Escuchó los débiles sollozos de Luisa y tuvo la necesidad de abrazarla para reconfortar la angustia que padecía ante la incertidumbre de no saber lo que sucedería. Sin embargo, los deseos del hombre se quedaron congelados en el espacio, después de haber escuchado a la puerta ser golpeada.
Luisa limpió las lágrimas que corrían por sus mejillas a la vez que Gabriel abría la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó de inmediato al ver a George frente a él.
—Necesito hablar con Luisa —dijo buscando atravesar la puerta—. Es urgente, Gabriel.
—Lo que sea que tengas que decirle puede esperar.
—No, esta vez no —emitió tajante con una mano puesta sobre la puerta.
—¡No está en condiciones de hablar sobre trabajo, George! —vociferó el rubio estando a punto de cerrar la puerta.
—¡Gabriel, basta! —demandó Luisa buscando detener la pelea que le aturdía la cabeza—. Él ha dicho que es importante.
—¿Lo ves? —agregó George con la sonrisa sínica en su rostro que tentaba el temperamento de Gabriel.
—Lo que sea que tengas que decir lo dirás frente a mí —dijo el esposo, después de permitirle el paso al hombre que provocaba que sus puños se cerraran.
Ana Luisa mantenía la vista en el elegante hombre de barba y cabello oscuro, de algún modo, la presencia de George la intimidaba. Ella percibía ese cálido aroma a perfume y menta, la mirada profunda del hombre le provocó un pulso acelerado acompañado de un ligero temblor en las piernas que le ocasionó debilidad. Se mantendría en el sofá, así ninguno lo notaría.
—¿Qué necesitas? —indagó extendiendo una de sus manos para indiciarle a George que tomara asiento.
Gabriel frunció el ceño desde el costado opuesto del departamento.
—Tienes que dar una conferencia de prensa o aparecer recuperada y coherente en vía pública —enfatizó pasando una mano por su cabello negro.
—¿Por qué?
—Se ha filtrado una imagen tuya en internet, al parecer un taxista dice que estabas drogada y que lo estafaste por trece dólares —explicó mientras hacía un gesto desaprobatorio—. Evidentemente, el hombre desconocía tu identidad, porque de haberlo sabido hubiese venido conmigo a pedirme dinero a cambio de la foto, en vez de subirla en Facebook para cobrar trece dórales.
La vulnerabilidad estaba cercas de acoger de nuevo el cuerpo de Luisa, quien comenzaba a recuperar los sucesos de esa noche.
—Yo... no recuerdo con exactitud lo que pasó, no tenía dinero y fue por eso que no le pude pagar, pero iba a hacerlo.
—Luisa, los trece dólares no es lo que importa en realidad —aseguró señalando la nota del celular—. Tu imagen ha sido dañada por los rumores de su separación, el accidente y ahora la fotografía de tu rostro en pleno momento de éxtasis que rueda por internet.
—¡Ella no estaba drogada! Fue solo un momento de desorientación gracias a la amnesia y a la falta de medicamentos —alegó Gabriel.
—Pues entonces ve y díselo tú a la prensa —soltó George, correspondiendo al enojo.
—¡Ese es tu trabajo, George!
—Eso es lo que intento hacer y por eso necesito que ella dé una conferencia.
El rubio frunció el entrecejo, su vida se había convertido en una serie de problemas.
—¡Solo diles la verdad! —gruñó el rubio rascando la nuca.
—Entonces, me pondré frente a un micrófono y una cámara para decirles a los medios que Luisa abusa de antidepresivos y tiene amnesia —alegó con sarcasmo—. No se volvería a vender un solo libro. Comprende que eso sería acabar con su carrera como novelista.
—Los excesos, la traición y todas sus mentiras son lo único que arruinaría su carrera —aseguró Gabriel apuntando en su dirección.
—¡Ya, por favor! ¡Basta de peleas! —interrumpió la escritora con un naciente dolor de cabeza—. Si se trata de salvar mi imagen no es factible que yo aparezca en público.
—¿Por qué? —preguntó George con la apreciación de que todo estaba fuera de su control.
—Es evidente que yo no tengo idea de quién soy y desconozco todo sobre mi trabajo o de lo que sea que haga.
—Entonces, despidanse del dinero y la fama —agregó el hombre elegante, poniéndose de pie con suma molestia.
Gabriel miró a su indefensa esposa masajear su sien con la yema de los dedos, él sabía que estos inquietantes instantes que ella no podía controlar, era lo que más estrés le provocaba y eso era lo que él debía evitar para acelerar su recuperación.
—Llevaré a Luisa a una firma de libros y a una cena pública. Arregla que un reportero aparezca por ahí para que la vea tranquila y serena; solo fotografías, nada de entrevistas. No nos podemos arriesgar a que le pregunten algo a lo que no sepa responder. Pueden investigar y enterarse de la amnesia —resolvió Gabriel con la seguridad plasmada en la voz.
—¿Eso funcionará? —interrogó Luisa con la mirada esperanzadora puesta en George.
El hombre del traje asintió después de meditarlo por breves segundos.
—Servirá para calmar las redes —aseguró con movimientos de cabeza.
—De acuerdo, encárgate de organizarlo y envíame los detalles —indicó el vaquero comprometido con la idea que él mismo presentó.
—Luisa, necesito el número de tu nuevo teléfono, es importante mantenerme en contacto contigo —agregó George en dirección a la castaña.
No obstante, aquello no sucedería, Gabriel tenía razones para evitar que su esposa hiciera uso de un celular. Así que, negó con la cabeza la idea e interceptó a George antes de que Luisa emitiera una respuesta.
—Desde hoy en adelante, cualquier detalle que tengas que ver con ella, lo verás primero conmigo; Luisa no podrá acceder a un teléfono celular en algún tiempo.
George intentó disimular una extraña e irónica sonrisa que se le presentó sin haberla controlado.
—No puedes controlar su vida, Gabriel. Ella no está enferma, únicamente no recuerda cosas.
—Lo siento, son indicaciones médicas .
—¿Luisa? —cuestionó George dirigiendo su mirada hacia ella.
La mujer que sentía el pecho a punto de explotar y el sudor excesivo en sus manos, analizó de reojo el crudo rostro de Gabriel, el hombre que no cedería ante la situación de ninguna manera.
—El doctor dijo que debo mantenerme alejada de los dispositivos móviles y de las fiestas o reuniones. Será lo mejor para mí —consintió con cierta timidez, tomando los dedos de sus manos.
George hizo alarde de su molestia por la estúpida idea que Gabriel sembró en la cabeza de ella, pues a él le parecía absurdo.
—Recluirte en un rancho no te ayudará a recuperar la memoria. ¡Lo que este hombre quiere es controlarte! —emitó señalando al esposo.
La mujer evitó mirarlo a los ojos, ya que no había nada que pudiera decir para justificar la idea de alejarse de su propia vida pública.
George, molesto con la decisión de Luisa, frunció el ceño y salió del departamento azotando la puerta. Por su parte, la escritora permanecía sentada en el sofá-cama de Gabriel sin permitir que sus labios se abrieran, después notó la silueta de su esposo acercarse con una complaciente sonrisa que prefería no mirar.
—Fue lo mejor para ti, Luisa —aseguró el imponente hombre.
Un par de lágrimas querían surgir, se sentía igual a una marioneta controlada por los rígidos hilos de un marido que estaba lejos de ser cálido, comprensivo y cariñoso.
—Tal vez tengas o no razón, tal vez lo que crees es mejor para mí, sea lo mejor para ti. De igual modo, hoy no pelearé porque no tengo la más mínima idea de quién soy en realidad, pero te diré que en el momento que lo descubra, tú me permitirás retomar mi vida a mi manera, ¿lo entiendes? —sentenció para después ponerse de pie e internarse en su habitación.
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