Capítulo 25: ¿Quién es Margaret?
25 de agosto del 2020
Después del episodio esquizofrénico.
—¿Cómo está ella? —preguntó Gabriel, apenas contempló al doctor James salir de las celdas.
La serena mirada del psiquiatra conectó con la del preocupado esposo, un aire de complicidad existía entre quienes conocieron desde el principio la enfermedad de la escritora.
—Su esposa no está bien. Me temo que estos días han sido demasiado para ella —aseguró el médico.
Gabriel llevó una mano a la frente, la desesperación lo vulneraba cuando debía mantenerse firme. Un error de su parte, como el que cometió en el careo, le costaría a la escritora la libertad que no quería que perdiera.
Su cuerpo se debilitó de sólo imaginar a Luisa sentenciada tras las rejas. La gruesa espalda terminó golpeando la pared, evitando desbalancearse y caer al suelo.
—¿Está bien? —interrogó James.
—No puedo permitir que ella termine en prisión con su actual condición. ¡Sería inhumano! —respondió después de tragar saliva.
—La señora Brown, me habló de una mujer llamada Margaret —agregó un James crioso—. Parece que la estuvo viendo, mas no entiendo la referencia. ¿Usted sabe algo?
Gabriel retornó los ojos al hombre y arqueó una ceja. Desconocía la identidad de la mujer. Además, ¿qué importancia tenía en ese momento?
—Será alguna amiga o abogada —resolvió encogiendo los hombros.
—¿Abogada? Pensé que ella ya tenía un abogado. —James parecía tan perdido como cualquier otro de los presentes. El desconocimiento no sólo era abrumador, sino también preocupante, tomando en cuenta los últimos hechos.
—Lo tiene, pero no sé quién pudiera ser la tal Margaret.
James negó con el rostro, puesto que lo consideraba vital para el reconocimiento del estado de Luisa.
—Sucede que su esposa dijo que la mujer estaba en la celda con ella. Se supone que le habló de... tus supuestas intenciones de asesinarla —aseguró el médico en un susurro, esquivando los oídos de otros.
El vaquero apenas si conseguía mantener el hilo de la conversación, la desconocía y tampoco reconocía el nombre. Por otro lado, ¿quién era ella para difamarlo? Suficiente tenía con George o Helen.
—¿Yo? ¿Por qué querría asesinar a Luisa? —cuestionó descontento por la falsa acusación. Pasaban mucho tiempo discutiendo, incluso hubo una amenaza, aunque era consciente de que jamás se atrevería a efectuarlo. La quería, sentía algo por ella a pesar de lo mucho que se esforzaba por negarlo.
—Mencionó a su esposo, pero sabemos que ella lo cree así porque ha alterado su realidad. Gabriel, también tengo que decirte que padeció una serie de alucinaciones desde días atrás —explicó con total tristeza.
—Las realidades de Luisa son diferentes a las nuestras —expuso el rubio rascando la cabeza—. Viví más de cinco años con ella y me cuesta trabajo reconocerla. Siempre fue monótona, hacía las mismas cosas y, de repente, decide tomar el café con crema.
James sonrió al tiempo que la frente se arrugaba, ese par discutía sobre todo, pero se reconocían con facilidad. ¿Qué importancia tenía el café de Luisa para Gabriel?
—¿Algún cambio brusco de personalidad? —indagó con un semblante relajado.
Sin embargo, para Gabriel, aquello sí era relevante. No por el hecho de haberle puesto crema a su café, sino porque, era en realidad, otra mujer, una que estaba lejos de ser Luisa Brown, su esposa.
—No, no hasta hoy que sonreía por todo. Estaba serena, tranquila y relajada, cuando era evidente que debió estar a punto de explotar. Incluso tuvo tiempo para coquetear durante el careo con el detective Douglas. Parecía... no ser ella. —Colocó una mano en la barbilla y se reclinó sobre la misma pared, pensativo.
—Pudo ser el ambiente. Tal vez el lugar le resultó familiar de alguna manera. Su mente es extraordinaria, señor Brown. Donde nosotros vemos caos, Luisa ve historias.
Desde su punto de vista, aquella fugaz idea era normal, puesto que en las terapias que vivió con ella, siempre terminaban haciendo referencia a las voces de sus personajes.
—Supongo que sí. Luisa escribió una novela policiaca hace años y pasó tiempo detrás de unos detectives como si...
James plantó toda su atención en el vaquero, esperando que este terminara la frase; sin embargo, ahora era la mente del rubio la que se percibía perdida.
—¿Señor Brown?
Las ideas se ensamblaban para Gabriel, una terrible venda se deslizó de sus ojos, ahora lo podía ver y comprender todo, incluso desde la perspectiva de Luisa, pues se trataba de una historia que él conocía bien.
—Tenemos que hablar con Douglas sobre esto... —indicó.
Ambos hombres salieron en dirección a donde el detective esperaba noticias.
El robusto hombre los vio entrar de regreso a la oficina y, en el acto, colgó la llamada que atendía para centrar su atención en los caballeros que irrumpieron en la oficina.
—Detective, nada de lo que vimos hoy es normal en Luisa, empezando por su sonrisa. Ella lo hace a menos que sea una risa natural, una real, y las de hoy no lo eran. Después mostró esa seguridad al hablar, sus movimientos y la mirada; era como si fuera una mujer distinta. —Gabriel caminaba de un punto a otro con la mano en el aire y los ojos recorriendo toda la oficina.
—Los cambios de personalidad son comunes en personas con esquizofrenia, Gabriel —interrumpió James, intentando entender lo que este quería decir—. Sobre todo, en momentos de estrés como estos.
—Sí, pero también sucedió lo del café y el coqueteo con Douglas; lo hace todo el tiempo, es correcto, aunque jamás bebe el café con crema —infomó preocupado al detener sus pasos—. Luisa no era Luisa, era Virginia.
—¿Quién demonios es Virginia? —cuestionó Douglas sin entender el palabrerío del esposo de la escritora.
—La protagonista de «Un amor criminal» —interrumpió la policía que aguardaba al fondo de la oficina, tomando notas.
Los ojos de todos se fueron sobre ella, era un llamado a su atención.
—¿Qué? ¿De qué cosa estás hablando? —farfulló el hombre—. ¡Explícate!
—¡Por Dios, Douglas! ¡¿Qué no lees?! Es uno de los libros más famosos de Brown —reprendió la mujer de estatura baja y piel morena, después de acercarse a la mesa—. Virginia es una esposa de los suburbios, su marido intenta asesinarla para cobrar un seguro, pero ella termina por matarlo a él. Luego, durante las investigaciones, el detective Smith se enamora de Virginia y la ayuda a esconder las evidencias para huir juntos. Tengo el libro en la tableta de Kindle en caso de que necesiten consultar algo.
Mostró una sonrisa y luego sorbió de la taza de café que tenía entre las manos.
—Luisa cree ser Virginia —recalcó Gabriel, esperanzado por el reciente descubrimiento.
—¿Y lo dedujo por el café? —cuestionó Douglas con la frente arrugada.
—Virginia toma su café con crema, la señora Brown lo prefiere negro sin azúcar —condujo de nuevo la mujer complacida por la información que estaba brindando—. Soy una ferviente seguidora de sus obras.
—Lo que ella dice es verdad —aseguró el rubio, atrayendo la atención de los hombres—. Además, está Margaret.
—¿Margaret? ¿Quién es ella? —interrogó Douglas, pero esta vez lo hizo en dirección de la policía, la mujer que parecía tener la respuesta una vez más.
La ferviente lectora de Luisa meneó la cabeza de inmediato, si existía una tal Margaret, no estaba en los libros de su escritora favorita.
—No la reconozco de ninguno de los libros de Brown —replicó la oficial.
Douglas volvió la mirada a donde el esposo aguardaba, quien tenía la misma expresión de incógnita que todos.
—Yo tampoco lo sé, pero ¿es relevante?
—Luisa ha estado teniendo conversaciones con esa ella, entonces, podría ser de importancia —declaró James con el rostro preocupado.
—Si eso es verdad, deben confirmarlo a como de lugar. Podría tratarse de la libertad de su esposa —señaló el detective.
Finalmente, ambos hombres entrelazaron miradas.
El cese de las horas perturbaba las curiosas mentes que buscaban hacerse de información sobre el caso Brown a las afueras de la comandancia. Hombres y mujeres reunidos sobre las laderas de las calles con la única finalidad de brindar apoyo a quienes fueran su pareja favorita o, en su defecto, su escritora predilecta.
La imagen que el mundo adquirió de Luisa, representaba una historia de éxito que cualquier persona alcanzaría, así tuvieran comienzos complicados como los que ella vivió. Los lectores la reconocían como la escritora que emergió de la nada para entregarlo todo.
Los flashes de las cámaras se dispararon, apenas la prensa vio aparecer el conocido rostro de Gabriel a las afueras de la comandancia. El texano no se detuvo a saludar o a responder preguntas, en su lugar, caminó directo a la camioneta que Andrew estacionó frente a él para salir lo más pronto posible rumbo a Las Bugambilias.
Durante el trayecto a casa, apareció el cansancio acumulado durante los largos días que estuvieron bajo custodia policiaca, entre los extensos cuestionarios, la enfermedad de Luisa, las falsas acusaciones, especulaciones de la prensa, abogados y médicos; Gabriel realmente se sentía exhausto. Sin embargo, ¿cómo lograr conciliar el sueño durante esa noche, si Luisa estaba alejada del mundo que, para ella, era demasiado grande? Tan amplio le parecía que prefería vivir aislada entre sus pensamientos, encerrada en esa maravillosa mente dotada de imaginación.
Gabriel sintió pena por ella, por primera vez en todos esos años que compartieron, lo abrumó esa necesidad de protegerla; después de todo, era una mujer, humana y vulnerable, capaz de cometer errores, con el derecho de amar y ser amada.
Llegaron a Las Bugambilias y Gabriel fue directo a su habitación para tomar el baño caliente que le ayudaría a dominar las ideas. Pero, una vez recostado sobre la comodidad del colchón, el recuerdo de Luisa bajo los efectos de su enfermedad, no le permitió descansar, por lo que abandonó la cama y se dirigió hacia el cuarto de su esposa.
El desolado lugar le padecía aún más frío de lo normal, por alguna razón, esa habitación era un sitio fresco tanto en invierno como en el verano. Luisa lo odiaba tanto, que solía refugiarse en los brazos de Gabriel siempre que se lo permitía. Con regularidad, ella usaba pijamas gruesos para dormir, pues siempre tenía manos y pies helados. Él sonreía al verla caminar por la habitación, a la vez que creía que era una mujer muy sexy a pesar de que durmiera totalmente cubierta.
El espacio demandaba la presencia de su dueña, era extraño entrar a ese punto y que ella no estuviera ahí, con seguridad, lo mismo sentiría en el estudio: el sagrado sitio que la escritora adoptó como suyo. Gabriel bajó las escaleras después de observar por varios minutos las estrellas desde el balcón de Luisa; sin duda, un mágico ambiente que en diversas ocasiones la dotó de inspiración.
Recorrió la casa en medio de la oscuridad y, en su arribo al estudio, un aura similar al de la recámara lo abordó por completo, con la diferencia de que este solía ser un lugar mucho más cálido, impregnado con el aroma de Luisa en cada espacio.
Encendió la luz y la habitación lucía más grande de lo normal, no había nada que no le recordara a su esposa, ni siquiera lograba entender por qué buscaba torturarse de semejante manera. Sobre todo, después del confuso video.
Caminó por el despacho a la vez que se le venía a la mente la Luisa que se presentó en el careo: la mujer sonriente, coqueta, despreocupada y feliz que no era.
—Era Virginia. —Se dijo a sí mismo con la mirada centrada en el libro que tenía por título: Un amor criminal.
Además, ¿quién era esa tal Margaret que su esposa alucinó? ¿Qué fue lo que le dijo ella? También estaba lo del embarazo que se inventó sin razón.
Fue entonces, donde se le ocurrió la idea de indagar en la computadora de Luisa, existía la posibilidad de que hubiera registrado algo sin haberlo recordado, o bien, haber leído esa historia del bebé en algún otro lugar. La escritora planteó esa idea del embarazo y la utilizó a su beneficio. Luego, se comportó como Virginia. La mente de Luisa estaba siendo influenciada por sus historias de alguna manera.
Al abrir la pantalla de la laptop, investigó en el historial de búsqueda de Google, en el que solo encontró detalles sobre su vida.
«Nada importante», pensó.
El historial de descargas estaba prácticamente vacío, no contenía mucho, salvo historias cortas, libros, cuentos, etc.
Enseguida se dirigió a los documentos más recientes, entre los que visualizó una carpeta nombrada «Libros».
—Demasiado obvio, Luisa. ¿Qué sigue? ¿La palabra contraseña como contraseña? —ironizó en voz alta con una sonrisa, deslizó el dedo por el táctil para abrir la carpeta.
Trece archivos en formato Word aparecieron en el acto. Trece archivos sin nombre. Podía tratarse de libros no escritos por ella o documentos sin sentido. Después de todo, el idiota de George fue claro cuando dijo que Luisa había pasado tiempo sin escribir algo.
Dio clic en el primero sin lograr que se abriera, repitió el proceso, mas nada cambió. El resultado fue igual. Deslizó el dedo por el táctil e hizo lo mismo con otro de los archivos. Sin embargo, ninguno se abrió, puesto que solicitaban contraseña.
«Luisa sí escribía. El tiempo que pasó encerrada aquí no fue para huir de mí, sino porque realmente escribía», se planteó Gabriel, al tiempo que mantenía la mirada fija en los documentos sin nombres. Entonces, esos eran archivos importantes para ella, importantes para Ana Luisa Brown, la escritora; no para Luisa, la mujer con amnesia.
Tenía que abrirlos, necesitaba hacerlo para lograr reconocerla.
Recordó la libreta grabada con notas y la buscó entre los cajones de papelería. Cuando esta finalmente apareció, pasó cada hoja que pudo, alguna contraseña tenía que estar escrita ahí. La castaña acostumbraba a escribirlas, ya que con frecuencia, las olvidaba. Lo mismo hacía con los datos relevantes de sus novelas, fechas, nombres, edades, era parte de su pulcra manera de trabajar.
Por más palabras que aparecían frente a sus ojos, en ninguna se mencionaba una supuesta contraseña para los archivos secretos. Así que, ahora no tenía opción, tenía que intentar con varias posibilidades y, de no acertar con ninguna, llamaría a un experto que pudiera ayudarle.
De ningún modo sentía que estuviera invadiendo la privacidad de su esposa, esos límites cayeron el día que se disparó el arma. Eso estaba más que claro, ahora tenía que hacerse de la evidencia necesaria para ayudarla, y así evitar que ella terminara en prisión o consumida por su cuantiosa imaginación.
«¿Cuál podrá ser esa contraseña?», reflexionó. Diferentes opciones venían a su cabeza, existía una posibilidad de que fuera la misma que utilizaba para abrir la sesión de la laptop, así que tecleó las palabras, pero ninguno de los documentos se abrió. Luego intentó con datos claves como el nombre de Luisa, fechas especiales, nombres de libros favoritos. Nada funcionó. Los archivos seguían cerrados.
Reclinó el cuerpo hacia el respaldo de la silla y talló los ojos con las manos en señal de fatiga. Sus recuerdos viajaron a meses atrás cuando la castaña le solicitó ayuda para abrir la sesión de la computadora. Él estaba seguro de que no abriría con la fecha de su boda, aunque no fue así.
«Cosas importantes para ti», reflexionó al tiempo que mantenía la mirada fija en el cuaderno lleno de apuntes. Dudó por breves segundos; no obstante, podía ser una posibilidad. Él se equivocó una vez, ¿por qué no podría volver a hacerlo? Era humano al final de cuentas y Luisa también lo era, por eso su relación estaba consumida por problemas.
Llevó los dedos al teclado y oprimió las teclas que escribirían su nombre junto al de Luisa. Un brinco en el corazón le hizo desear que el archivo se abriera, aunque no fue así. El documento seguía cerrado.
Agachó la cabeza y respiró profundo, sabía bien, que dentro de sí, daría cualquier cosa por qué así fuera. Por algún tiempo no hizo otra que cosa que no fuera añorar el cariño de quien fungía como su esposa; sin embargo, ella apenas si lo veía. Siempre distante, alejada y recluida de lo que buscaba aparentar.
En su momento de desahogo echó el cuerpo hacia atrás y observó el cajón entreabrirse. En su interior, había un cuaderno más. Lo tomó con delicadeza y sonrió en el acto luego de reconocerlo. Ese era el preciso cuaderno que Luisa traía consigo a todas partes, posterior a su matrimonio. Estaba lleno de notas felices, romanticismo y escenas cursis. Algo muy diferente a lo que aparecía escrito en el nuevo cuaderno. Lo hojeó y, al frente del mismo, encontró la dichosa contraseña que tanto necesitaba.
—Eres tan predecible como inestable, mujer —dijo en voz alta como si estuviera su esposa junto a él.
«17072014», los músculos del vaquero se tensaron luego de aquel fugaz encuentro. Sin duda, era una fecha, mas no era la del cumpleaños de la castaña o el aniversario de alguna publicación, tampoco el de su boda. ¿Qué otra celebración podría tratarse?
Finalmente, Gabriel dejó de pensar en el significado de aquellos números y ancló los ojos en la laptop, dirigió el mouse a uno de los archivos de Word para oprimir los dígitos del cuaderno. No se sorprendió en absoluto, una vez que lo vio abrirse.
—Bien, de acuerdo, veamos qué escribiste. —Al leer unos párrafos, la sonrisa desapareció de inmediato—. ¡Maldición, Luisa! ¿Qué es esto? —maldijo.
A medida que la lectura avanzaba, los ojos de Gabriel se abrieron grandes, a su parecer no podía leer lo suficientemente rápido como para dispersar sus dudas. Aquello le aseguraba que tendría una noche aún más larga de las que vivió en la comisaría.
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