Capítulo 23: Arte indiscriminado

Los guardias retuvieron a Gabriel del brazo para guiarlo fuera de la habitación, él apenas si pensó en poner resistencia cuando ya estaba, prácticamente, afuera. Debía permitir que James inspeccionara la integridad de Luisa, eso era lo que él solicitó desde que todo comenzó. Ambos hombres se entrecruzaron por el largo pasillo que atravesaban custodiados por policías. James asintió para Gabriel y el vaquero hizo lo mismo para él.

El doctor James Foster apareció frente a la castaña, al tiempo que una diminuta sonrisa se le dibujaba en los labios a la escritora, ella estaba ahí, frente a él, sin decir nada. Pasó tiempo desde la última vez que James la tuvo una sesión con su paciente, todo se veía normal fuera de la amnesia. No obstante, eso no importaba. A sus ojos, la condición de Luisa le era igual a un arte indiscriminado de la vida: una mujer severamente amnésica con problemas de esquizofrenia y un notable trastorno de distorsión de la realidad. El doctor lo sabía, Gabriel también, pero no Luisa. Ella no tenía ni la menor idea de su verdadera condición mental.

En esa ocasión, Luisa lucía verdaderamente enferma, no solo por lo perdida que estaba en sus pensamientos, sino también por el aspecto físico de la mujer: pálida, delgada, labios resecos, grandes ojeras; bien podía deberse al último incidente, aunque James sospechó que no era del todo cierto.

Tomó asiento junto a Luisa y permitió que su cuerpo reposara en el respaldo de la silla. Era tiempo de inspeccionar a su paciente.

—¿Cómo se siente, señora Brown? —preguntó el médico.

—¿Cómo debería sentirse una mujer que está siendo acusada de atacar a su marido? —respondió ella, moviendo ligeramente la cabeza en dirección al médico.

James arqueó una ceja antes de escribir algunas notas en su libreta.

—Mal, supongo que mal. Debería usted estar en estado de shock postraumático en el peor de los casos o, simplemente, preocupada en el mejor de los casos. ¿Cuál caso es el suyo? —cuestionó de nuevo.

—Ninguno —replicó tajante—. Más bien comienzo a sentirme decepcionada, doctor James.

De nuevo, la intensidad de los ojos marrones de Luisa se hizo presente, la misma mirada que él comenzaba a recordar.

—Decepcionada, ¿por qué? —interrogó simulando que aquello era una plática de las que acostumbraban tener en su despacho. 

—De no haber tenido puntería certera.

James arrugó la frente y luego echó el cuerpo hacia delante. Esta vez, su paciente no era la mujer de siempre; la que él estuvo tratando desde tiempo atrás.

—Eso no se verá bien en el video, Luisa —declaró el médico señalando las cámaras que estaban sobre los tripiés de la sala de juntas.

—No me interesa el video o lo que sea que piensen de mí. Él acaba de llamarme esquizofrénica —bramó molesta.

—Y... Usted no lo cree... ¿Por qué?

—No hay nada en mí que esté mal, doctor James. Recuerde que fue él quien me obligó a tomar ese medicamento que no hacía más que confundir mi mente, por eso las voces y las sombras. ¿No es cierto?

Por su parte, James no estaba sorprendido en absoluto, ya que era una clara manifestación de su actual estado mental. 

—Luisa, las voces y las sombras surgieron cuando dejaste el tratamiento. Las medicinas son lo que te mantienen racional, es justo eso lo que te da estabilidad. —Señaló la cabeza con un movimiento delicado. 

No obstante, la castaña no lo aceptaría, el entrecejo se hundió y llenó los pulmones de aire. 

—James, no. No es así. Gabriel me atacó, me hizo daño físico y mental. Quería deshacerse de mí para quedarse con mi dinero a fin de salvar el rancho. —Parpadeó varias veces—. Todo lo hizo para que él y la odiosa de Mónica fueran felices, después de pasar sobre mí.

—Eso no es verdad —indicó el médico que buscaba resolver la situación—. Tú sabes que tu mente está jugándote un truco.

—Es verdad —respondió la mujer cuál serena—. Incluso encontré en su oficina un folleto de una clínica para personas con problemas mentales. Planeó encerrarme ahí.

James desvió los ojos y respiró con profundidad, meneó un poco la cabeza de lado a lado y se puso de pie para dejar ver el gafete que tenía con su nombre plasmado en él. Luisa fijó los ojos en la identificación y alcanzó a leer el contenido con claridad antes de que James se colgara sobre el hombro la mochila que portaba para salir de la habitación.

—James —dijo ella para interrumpir la salida del médico.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Tu gafete está mal.

El médico lo tomó para verlo sin encontrar errores.

—¿Por qué está mal? —cuestionó curioso.

—Dice que trabajas en el departamento de psiquiatría cuando debería decir neurología.

James observó a su paciente, dio un largo suspiro de nuevo y asintió.

—Haré que lo corrijan —dijo, para finalmente salir del lugar. 

15 agosto del 2020

El ambiente en la celda era gélido, tan frío que incluso podía sentir la piel de gallina manifestarse en la epidermis. El cuerpo comenzaba a doler y el entumecimiento era notorio. Ahora eso parecía un tipo de tortura para que ella aceptara decirlo todo, tal vez debía culparse por el atentado de Gabriel, posiblemente tenía que aceptar las mentiras, pero ¿cómo aceptarlas cuando claramente no lo eran? Existía una sola realidad en todo eso y era la suya. Luisa no mentía, de eso estaba segura, fue su esposo quien inventó la enfermedad mental para justificar la ingesta de las pastillas. Todo tenía que estar planeado y ella ni siquiera podía permitirse confiar en alguien, no había manera de hacerlo. Gabriel, James, Douglas; todos conspiraron en su contra para recluirla en ese horrible lugar de donde no saldría jamás. No con su esposo respirándole sobre la oreja en todo momento. Nació un dolor en su pecho, uno grande que veía surgir, un dolor que le provocaba sentirse sola, lastimada, rota.

—¿Cómo confiar en alguien cuando te acuchillan por la espalda en cada descuido? —preguntó para sí misma.

Sin embargo, las piezas seguían sin encajar, algo estaba fuera de su percepción y era bastante evidente porque ella permanecía encerrada en esa fría celda y no en casa, en su estudio, recostada en ese cálido sofá azul con una manta que le proporcionara calor al cuerpo, mientras permitía que la televisión hablara de ella y su perfecta vida. Al menos así fue, hasta hace unos días antes de su descontrol. Luisa imaginó la cantidad de cosas que los reporteros dirían después del supuesto ataque; hablarían de su atroz mente y el clandestino romance con George, incluso habría especulaciones sobre el abuso prolongado de calmantes y alcohol. Con seguridad, terminaría como la afamada novelista que enloqueció, ese era el juego de Gabriel y vencería. Finalmente, él sería la víctima y obtendría su preciado divorcio.

Un enorme dolor de cabeza la golpeó y naturalmente llevó ambas manos sobre la misma para sujetarla con fuerza, como si aquel movimiento pudiera reducir el ardor. Buscó relajarse por medio de respiraciones profundas que no sirvieron de nada, puesto que las palpitaciones abundaban. De inmediato un sudor frío se apoderó de su cuerpo y las voces surgieron en el interior de la celda, las mismas voces que le demandaban gritar, golpear, mentir.

«Luisa, enloqueciste», declaró la voz en su cabeza.

—No... no puede ser —susurró después de notar que estaba en completa soledad. 

»¿Quién está ahí? —gritó sin recibir respuesta.

«Aquí solo estamos nosotros, Luisa»

Abrió grandes los ojos buscando inspeccionar todo lo que le rodeaba, ya que, alguien debía estar hablándole, alguien que estuviera fuera de su imaginación. Caminó acelerada hacia la puerta e intentó observar a través de los barrotes, pese a que sabía que estaba sola. En su exterior había silencio, pero el interior de su mente enloquecía por completo. Fue a la parte trasera de la celda y dejó que su cuerpo cediera en lo que parecía la litera de una prisión, mantenía la vista bloqueada, aun cuando todo aquello era inútil, las voces hablaban.

«Sabes que estoy dentro de ti y que no puedes alejarte».

La castaña abrió los enormes ojos, mas no la acompañaba nadie.

—¡Eso no es verdad! ¡Basta! ¡Basta! —gritó de nuevo, provocando eco en la fría celda. 

»¡Paren ya! —demandó sin ningún éxito.

Las voces persistían en lo que parecía una pelea entre el interior y el exterior de Luisa, la realidad versus lo que surgía de su compleja mente.

«Enloqueciste y terminarás pudriéndote en una clínica psiquiátrica».

—¡Yo... no... Esto no me puede pasar a mí! ¡Ya déjenme en paz! —chilló vencida.

El cuerpo de la castaña sucumbió ante la debilidad, las piernas le flaquearon y cayó de rodillas en el piso, sin haber logrado controlar su mente.

«Sola, sin Gabriel, sin familia y enloquecida».

—¡Ya está! ¡Lo entiendo! ¡Ya lo he comprendido! —expresó con el rostro humedecido por el llanto.

Luego el escándalo paró y el silencio invadió la celda. Luisa esperaba la respuesta que vendría de su imaginación, pero estas ya no volvieron: desaparecieron, le permitieron estar sola para armar el rompecabezas que ignoró por bastante tiempo.

Los medicamentos no eran un truco barato que Gabriel se inventó para apoderarse de las cuentas bancarias de Luisa, las medicinas fueron recetadas por un verdadero profesional de la salud mental: el mismo doctor James Foster era un psiquiatra, no un neurólogo como creyó todo el tiempo desde que despertó del coma que ella misma se provocó, mediante el abuso de tranquilizantes.

Recordó el día en el que llegó al hospital después de haberse perdido en Dallas; la enfermera de la recepción la corrigió diciéndole que James era parte del departamento de psiquiatría. Luisa negó la idea de inmediato, tomándolo como un insulto de la enfermera hacia ella. Luego estaba el gafete que James usó en su última visita, la información esta ahí, una fotografía, un nombre y el título que desempeñaba. Finalmente, vino a su mente el folleto que Gabriel tenía en su cajón y el expediente médico que ella ignoró por completo. Dio por hecho, que su mente le jugó un sucio truco cuando leyó la frase: «esquizofrenia y distorsión de la realidad» escrita en el diagnóstico. La verdad siempre estuvo frente a sus ojos y se negó a verla. Era como caminar en medio de la oscuridad, solo con la mano de Gabriel, guiándole, pues hasta cierto punto, el vaquero la cuidó, la protegió de sí misma sin haberlo dicho.

George y Helen también tuvieron parte de culpa, se dedicaron a ensuciar la imagen del vaquero a sus ojos para que Luisa siguiera en su contra. Fue entonces, cuando comprendió el odio que su aún marido les tenía a ambos.

—Luisa, ¿qué sucede? —cuestionó Margaret.

La mujer que vestía un elegante vestido rojo apareció de nuevo frente a ella.

La castaña levantó la mirada de manera inmediata. ¿Cómo era posible que Margaret estuviera ahí con ella? ¿Desde cuándo?

—¿Qué haces aquí? —interrogó con el rostro contraído.

—Tú me has traído aquí. ¿Tienes miedo?

—Lo tengo —expuso en un susurro, tragó grueso y cerró ambos ojos, esperanzada de que la rubia desapareciera. Sin embargo, después de abrirlos, ella seguía ahí—. Estás en mi cabeza, ¿cierto?

La mujer sonrió con elegancia al tiempo que caminaba alrededor de la celda.

—Lo has comprendido mucho mejor de lo que lo hiciste la última vez que nos vimos.

Luisa pensó en la visita que Margaret le hizo el día que salió al lago. Todo parte de su imaginación.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la castaña de nuevo.

—Vine a ayudarte con eso —resolvió la visita, señalando las manos ensangrentadas que Luisa tenía.

La mujer se asustó en el acto, retrocedió arrastrándose por el piso hasta golpear la pared que tenía detrás. Intentó limpiarlas, pero no había manera: la sangre no salía, muy por el contrario, parecía expandirse, crecer, como una sombra que no se separa de uno. Comenzó a dar sollozos acompañados de gritos; las lágrimas caían, en su lucha por limpiarlas, sentía cómo ensuciaba con sangre su decaído.

—¿Por qué? ¿De dónde salió? —gritó exasperada, turbia de no lograr quitar la suciedad de sus manos y lo que representaban para ella.

—Oh, no es tuya —aseguró una Margaret despreocupada—. Esa sangre pertenece a Bryan: el caballo de Gabriel, ¿lo recuerdas?

«El caballo, el maldito caballo. Fui yo quien lo mató, fui yo y apenas si lo recordaba» intentó esconder sus pensamientos de Margaret: la mujer que habitaba en su misma cabeza.

—Sí, Luisa. Mataste a un inocente animal con la única finalidad de lastimar al hombre que dices que amas —recalcó la rubia.

—¡No! ¡No! ¡Ya basta! —masculló de nuevo a la par que encogía su cuerpo en uno de los fríos rincones de la celda.

Los sollozos, la debilidad, los lamentos; todo regresó, tal vez nunca se fue. Únicamente, se contrajo en un tormento que perforaba los sentimientos de una mujer.

Después de varios minutos, largas pisadas se escucharon a la lejanía: eran dos hombres. La mujer de la celda no tenía idea de quienes serían, tampoco podía pensar en una posible visita, imaginaba que no había nadie que quisiera verla en ese momento.

—Señora Brown —habló James desde el exterior de la celda, luego de haber sido alertado de la nueva condición de su paciente.

Luisa levantó el rostro y con rapidez impulsó su cuerpo hacia los barrotes de la celda. El guardia abrió la puerta y el médico se apresuró a entrar para inspeccionar a la castaña. Los ojos de la paciente reflejaban terror; las ojeras, la piel, el cansancio y el resto de su cuerpo manifestaba enfermedad.

—¡Doctor James, tiene que sacarme de aquí, por favor, tiene que apagar las voces! —suplicó.

Las memorias de James lo condujeron al momento donde Luisa atravesaba la puerta de su consultorio por primera vez, no iba sola, siempre asistía a las terapias, acompañada por Gabriel, aunque este tuviera que esperar afuera a que la consulta terminara. El miedo reflejado en la mirada, era algo que James acostumbraba a ver en sus pacientes, pero nunca, como lo vio en la castaña esa misma tarde, había algo roto y un dolor inexplicable. La mujer tuvo que afrontar el encuentro con su enfermedad una vez más.

—A eso he venido, Luisa. Debes decirme qué es lo que ves o escuchas —indicó con ambas manos en los hombros de la mujer.

—¡Mis manos, mis manos sangran! —contó entre suspiros y sollozos. 

James miró las manos de Luisa, pero en ellas no había rastro de sangre o cualquier otra herida—. ¿De dónde ha venido el sangrado? —preguntó consciente del estado de su paciente.

—Del caballo de Gabriel, creo que fui yo... Yo lo maté y no lo recuerdo —confesó entre sollozos.

—¿Hay algo más? —inquirió este tomándola de las frías palmas.

—Sí, las voces, no se detienen, no cesan, dicen mi nombre, quieren acabar conmigo. Margaret, ella me lo ha dicho —explicó volviendo el rostro a donde se suponía que debía estar el personaje. 

El médico asintió sin evadir la cruda mirada de la mujer herida.

—¿Quién es Margaret?

—¡Una mujer, ella estaba aquí y en el lago! ¡Me habló de los peligros que corro junto a Gabriel! —dijo casi en un susurro y el rostro humedecido en llanto.

—¡No, Luisa! ¡Ya no debemos mentir! ¡Tu esposo, solo ha cuidado de ti! ¿De acuerdo?

—Me dio medicamentos falsos y también me alejó del mundo —sollozó de nueva cuenta en un triste lamento por aferrarse a sus falsas creencias. 

—Todo fue bajo mis indicaciones. Necesitábamos que te identificaras por ti misma sin la influencia de ciertas personas o la de la prensa. Lamento que las cosas no hayan funcionado como lo planeé, pero Gabriel, únicamente cuidó de ti —James mantenía un semblante realista para la castaña, uno severo que le inspirara no sólo seguridad, sino también la certeza de que su enfermedad era cierta. 

Luisa levantó el rostro hecho un puchero y asintió con la cabeza como quien intenta convencerse a sí misma de lo que no acepta.

»Te daré las medicinas que necesitas para dormir, ¿de acuerdo? Ya pronto te sacaremos de aquí —agregó con una voz tranquilizadora.

Enseguida colocó sobre la mano de la mujer dos pastillas completamente reconocidas para Luisa, las miró con recelo. Conocía su propósito; sin embargo, las necesitaba más que nunca, las ingirió y después recibió en el brazo una inyección que actuaría como calmante. James la llevó al colchón que residía en la celda y ella permitió que su cuerpo cediera ante el estímulo recibido; ahora los recuerdos eran lejanos y el estrés había desaparecido. Las voces también se marcharon, la tranquilidad que su cerebro demandaba estaba de vuelta; finalmente cerró los ojos y se permitió dormir.  

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