Capítulo 22: La verdad de Luisa
15 de agosto del 2020
Gabriel aguardaba en la extensa mesa que simulaba una sala de juntas, el lugar era muy diferente a lo que supuso momentos previos a ser trasladado ahí. Minutos atrás, cuando la policía entró al cuarto de interrogación por él, creyó que eso era todo: imaginó a Luisa ganando aquella batalla y a sí mismo siendo encerrado por maltrato doméstico o algo similar. Sin embargo, se sorprendió en demasía cuando fue dirigido a esa habitación, donde no había una pared de observación, en vez de ello, las cámaras portátiles residían sobre soportes de frente a sus rostros; la iluminación no era tan intensa como el sitio en el que pasó las últimas horas, tampoco estaba frío, este era un espacio menos irritable. Pensó en ello como una estrategia del detective Douglas para obtener mayor información de la que le había presentado, ya que en las últimas conversaciones, insistió en ello.
En cambio, Gabriel tenía claro que no confesaría, no a menos que su situación fuera delicada o, que estuviera cerca de pisar la prisión, lo que no estaba dispuesto a soportar. El abogado le recomendó decirlo todo y evidenciar a la verdadera Luisa. Su cliente se negó en cada ocasión, hasta el momento esa no era una opción que estuviera contemplando.
Minutos más tarde, dos hombres uniformados entraron custodiando a la mujer que lucía realmente pequeña e indefensa junto a los escoltas que sólo hacían su trabajo. Le solicitaron sentarse en una silla a dos metros frente a Gabriel. Él apenas si se permitía parpadear para dejar de verla y ella parecía desconectada de sí misma, era ajena a todo lo que le rodeaba. Luego levantó el rostro con delicadeza y una tímida sonrisa se reflejó en los labios cuando contempló a su, todavía, esposo. Pensó en decir algo, pero era mayor su lucha por no hacerlo, debía mantenerse callada, consideró que lo mejor era lucir temerosa, igual a cualquier animal maltratado.
La puerta fue abierta y los presentes desviaron los ojos para ver al detective aparecer en la sala. El robusto hombre, que se mostró decidido a resolver el caso, se ubicó entre ambos detenidos y dejó una carpeta amarilla sobre la mesa. Enseguida, hurgó entre los bolsillos del chaleco que vestía y extrajo una libreta con una pluma entre las hojas que hojeó para permitirse recordar las anotaciones hechas en el papel, todas referentes a su más reciente caso.
Los ojos marrones de la castaña se clavaron en el pequeño y estropeado cuaderno del detective, un instintivo impulso le provocó querer arrebatarle la pluma para escribir algunas letras, era casi una demanda de las fugaces palabras que recorrían su mente para ser plasmadas en papel. Posiblemente, era el nacimiento de una nueva historia.
—Bien... Creo que está de más decirles que esto es un careo —informó el detective después de ponerse cómodo.
Gabriel mostró una curvatura frustrada, como quien intenta esconder su molestia, echó el cuerpo hacia atrás y levantó el rostro hacia el techo, evitando decir algo.
—¿Le sucede algo, señor Brown? —preguntó Douglas, al tiempo que redactaba algunos datos.
El rubio volvió el rostro con la frialdad que le precedía.
—Sí, de hecho, sí. ¿Usted supone que un careo con mi esposa resolverá esto? —aguardó impaciente por una respuesta.
—¿Por qué no lo haría, señor Brown? —cuestionó el detective perplejo.
—Ella es mi esposa —declaró tajante—. Esto es igual a una disputa matrimonial y usted será el árbitro.
Douglas no tenía problemas con sus métodos, en realidad le parecía una excelente opción, dadas las respuestas opuestas que la pareja proporcionaba.
—¿Cuál es el problema, entonces? —inquirió el agente, tratando de aligerar las cargas.
Gabriel frunció el ceño y mostró su enfado.
—¿Usted es casado? —preguntó el rubio a fin de hacerlo entrar en contexto.
—Lo soy.
—Dígame, ¿le ha ganado una pelea a su esposa?
Las burlas, casi susurrantes, surgieron al fondo de la habitación por parte de los policías que custodiaban la situación.
Douglas demandó silencio y entornó los ojos, rascó la frente con la yema de los dedos y regresó a sus notas, ignorando el cuestionamiento de Gabriel. Para él, el careo era la oportunidad perfecta para obtener mayor información sobre la disputa, sin consumir más tiempo. Él, mejor que nadie, sabía que la prensa y los fans de la pareja podrían llegar a entorpecer su trabajo, si permitían que el caso se les alargara en exceso. Además, los teléfonos de la comisaría no paraban de sonar con supuestos testigos que aseguraban el maltrato del hombre hacia su esposa; identificar si las acusaciones eran reales o falsas sería indescifrable para los que investigaban el, ya famoso, caso Brown.
Por otro lado, Luisa se mostraba complacida con lo que acontecía, a sus ojos, todo era una maravillosa película policiaca; sonreía sin disimulo ante lo mucho que el vaquero se esforzaba por mantenerse tranquilo, Douglas con interrogatorios largos y detallados, esperando que cualquiera de ellos olvidara el color de la ropa que usaban, la hora en la que inició la persecución, las palabras declaradas en los interrogatorios previos. Necesitaba encontrar un error que marcara la diferencia. La pareja de involucrados lo sabía, la escritora era consciente: conocía el perfecto juego que los detectives acostumbran a practicar cuando se trata de resolver casos. Más allá de sentirse intimidada, era atraída. Quería verlo y saberlo todo, anhelaba ser el narrador de su propia historia.
Relajada, con ambas manos esposadas, tambaleaba un pie de un lado a otro y con la mirada enfocada en el cuadernillo de Douglas, Luisa parecía estar en un restaurante a punto de ordenar el postre y no en un careo atestiguado por varias personalidades de la comandancia.
—¿Esta vez no me ofrecerá un café, detective? —preguntó desde uno de los extremos de la enorme mesa central que residía en la habitación sin ventanas.
El hombre no dijo nada, hizo una pequeña seña a uno de los guardias que estaban en la habitación para que este se acercara.
—Lo toma con crema y azúcar, ¿cierto? —supuso, observando a Luisa.
—No, lo prefiere negro sin azúcar —interrumpió Gabriel, desesperado por finalizar aquello.
—Con crema está bien, detective —intervino ella, al tiempo que analizaba el rostro acusatorio de su esposo.
Sonrió al ver cómo se desfiguraba. El texano lucía impresionado por su respuesta, Luisa realmente buscaba sacarlo de sus casillas según sus conclusiones.
—¿Usted quiere algo? —preguntó el detective, pero esta vez observaba al opuesto.
—¡No, estoy bien! —emitió frustrado.
—De acuerdo, como guste —resolvió Douglas y continuó con la entrevista—. Señora Brown, asegura que los problemas entre ustedes iniciaron con los medicamentos que su esposo le obligaba a ingerir, ¿cierto?
La mujer asintió rápido, tragó saliva y profundizó en su respuesta.
—Así fue. Él me dijo que esas píldoras eran para ayudarme con la recuperación de la amnesia, pero no era así. Me entorpecían, me provocaban cansancio y somnolencia. Siempre estaba con la mente nublada, sin la capacidad de percibir lo que sucedía a mi alrededor. —Bajó los ojos hacia sus manos—. Se aprovechó de ello y me hizo firmar el poder para manejar uso de mis cuentas bancarias.
—No te di los medicamentos por gusto. Fueron recetadas por un profesional de la salud —soltó Gabriel sin ser sorprendido por las declaraciones de su esposa.
Ser acusado de drogar a una mujer, no era cualquier cargo, sería lo peor que le podría suceder a Gabriel y su imagen quedaría todavía más comprometida de lo que ya estaba. Desde su punto de vista, aquello era una trampa en la que resultó presa.
—¡Que no aparece por ningún lado, Gabriel! —expresó la escritora, levantando la cara con una clara desesperación ahogada en la voz.
—Pero, ¡yo no tengo nada que ver en su desaparición! —replicó el rubio en un grito alterado y lleno de confusión. Conocía a Luisa bastante bien, pero jamás la hubiera creído capaz de tales mentiras.
Quiso ponerse de pie; sin embargo, las esposas le impedían el movimiento.
—Eso parece demasiado extraño, ¿verdad, detective? —mencionó Luisa apuntando a las notas que Douglas hacía.
Este no esperaba ser señalado por la castaña, así que fue tomado por sorpresa.
—Eh, mmm... Sí, lo es. Bastante de hecho —manifestó rascando la cabeza.
No obstante, Gabriel alteró aún más, alzó una ceja y puso su atención en el supuesto árbitro de la discusión. Se sentía dentro de una escena bien montada en su contra.
—¿Y ahora usted está a su favor? —La señaló, provocando el ruido de la cadena con el golpeteo en la mesa.
—Le recuerdo que yo sólo estoy haciendo mi trabajo, señor Brown —aclaró Douglas, aseverando la mirada—. Señora Ana Luisa, continué por favor.
Ella se reacomodó en la silla y entreabrió los labios, dejando pasar el escándalo que Gabriel comenzó.
—De acuerdo. Yo... decidí dejar de tomar las pastillas y entonces lo entendí todo: él me gritaba, se molestaba conmigo por cualquier detalle insignificante. Luego comenzó a atormentarme con voces y sombras que no hacían más que asustarme...
—¡Por dios, Luisa! ¿De qué gritos hablas? ¿De nuestras peleas? ¡Nosotros peleamos todo el tiempo! ¡Tú también gritas! —interrumpió el hombre, perdiendo el control.
—No fueron solo gritos, Gabriel. —Se puso de pie de un brinco—. ¡Tú me golpeaste, sobrepasaste la línea!
—¿Golpearte? Jamás lo he hecho—. Negó rotundamente volviendo los ojos y una risa nerviosa—. Dora es testigo.
—¡Lo recordé! —La castaña sintió el pálpito y las palabras que querían ser liberadas a través de su garganta, mismas que mantuvo retenidas por muchos días—. Lo hice la noche en la que rompiste mi teléfono celular, el mismo que me dio George para dejar de estar incomunicada del mundo, como tú me tenías a así —exclamó, igual de descontrolada que el hombre que estaba frente a ella.
—Eso no fue un recuerdo, lo habrás imaginado porque yo jamás te he golpeado —resolvió el hombre indignado.
—¡Había sangre saliendo de mi nariz, una botella rota y vidrios por todas partes! Yo lo recuerdo bien.
Los ojos y la boca se abrieron grandes en un intento por defenderse, tenía que hacerlo, aunque lo que ella dijo, le hizo sentirse aturdido por breves segundos.
—Esa... Esa no fue una pelea como tú crees... —indicó con la temblorosa voz.
—Lo ves, fueron recuerdos reales —afirmó ella, señalándolo.
—Sí, lo fueron. Son reales, pero no son exactos a los que tú supones. Sucedió justo antes del accidente. Bebiste demasiado ese día, discutimos por lo del divorcio, enloqueciste por el tema, te echaste atrás; chocando con una mesa, la botella cayó y cortaste parte de tu nariz con los vidrios que estaban en el piso cuando terminaste sobre los restos. —Respiraba muy hondo, al tiempo que mantuvo la mirada suplicante sobre ella.
Luisa fijó un frío semblante en aquel hombre que se mostraba más sereno que hace unos minutos. Ahora el descontrol aparecía de su lado y le permitió surgir.
—Dices eso porque es la única carta que tienes para jugar. No haces más que hablar de mis problemas con el alcohol y los antidepresivos. ¡Tú me drogaste!
—No, eso jamás. Tú requieres tomar esos medicamentos.
—¡Nunca los necesité! —expresó ella casi al borde del colapso—. Le pediste a James que me medicara para mantenerme controlada.
El hombre negó con un semblante preocupado.
—Luisa, el tratamiento es lo único que te mantiene a salvo de ti misma.
—¿Qué? —cuestionó burlona contra la ironía que aquel planteaba—. Eso es absurdo, Gabriel.
—Esa es la realidad, mi realidad. Ya lo entiendo todo —emitió alarmado—. No estás mintiendo, dijiste lo de las sombras y las voces, porque para ti, sí sucedió, aunque sea falso. Eso ocurrió en tu mente, fue parte de tu imaginación.
—¡No estoy loca! ¡No insistas con eso! —Escondió la cara volviéndose hacia la pared.
—Yo no te llamé loca, únicamente debes seguir el tratamiento.
—¡Son antipsicóticos! ¡¿Cómo se te ocurre que debería estar tomándolos?! —gritó, agitando las manos y observando de frente. Estaba harta, cansada y quería que aquello acabara.
—¡Porque eres esquizofrénica! —soltó el rubio con el corazón a punto de saltarle.
Luego cerró los ojos como quien acaba de arrepentirse de decir algo, colocó el brazo sobre la mesa y escondió la cara por debajo de la mano.
La frustración surgía a través de cada poro del cuerpo, puesto que luchó consigo mismo para evitar las palabras que arremetían contra la figura que representaba su, aún famosa esposa. El dolor nació y lo sentía, decirlo en voz alta, le afligía más de lo que imaginó. Deseaba negarlo, para sí mismo, para Luisa, necesitaba creer que la enfermedad no existía en la cabeza de su vulnerable mujer.
Por otra parte, el delicado cuerpo de Luisa se debilitó, fue como si ya no se encontrara en la habitación, sus pensamientos la sumergieron a un oscuro agujero del que no pretendía salir. Pasó tanto tiempo a solas con su mente que esta, ya se había convertido en un hogar, su hogar; ese donde se permitía soñar y crear sus propias historias. Con seguridad, fue de donde surgieron los libros que millones de lectores tuvieron en sus manos. Así mismo, Luisa quería suprimir la palabra «esquizofrenia» de su vocabulario, este no debía existir en su santuario, en su lugar soñado. Sin embargo, lo estaba. La palabra gritada por la enronquecida voz de Gabriel la golpeaba a cada instante con mucha fuerza, con mayor intensidad. ¿Cómo olvidar la enfermedad? ¿Cómo eliminarla de su mente, si la sola idea ya estaba anclada en su débil cabeza?
—¿Tiene documentos médicos que avalen lo que acaba de decir? —preguntó Douglas igual de impactado que el resto de los testigos del careo.
—Los tengo. Ella ha estado en tratamiento durante más de un año —aseguró el vaquero sin retirar la atención de su mujer.
—¿Por qué no lo mencionó antes?
Gabriel lo atisbó con recelo, tenía miedo a seguir hablando a pesar de que ya no había un retroceso, debía decir la verdad.
—Un día la encontré hablando sola frente a su computadora, creía que bromeaba, pero luego comenzó a entablar largas conversaciones que nada más ella escuchaba en su cabeza. Le pregunté y me contó de la presencia de sus personajes, nunca se alejaban. —No dejó de verla en ningún momento, quería que supiera que era verdad y que le dolía tanto como a ella—. Me pidió ayuda, fuimos con el doctor Foster y la diagnosticó luego de varios estudios. Su caso no es severo, aunque requiere los medicamentos para detener las alucinaciones. Cuando nos enteramos, le prometí que nadie lo sabría. Su carrera como novelista lo es todo para ella.
El aturdido detective se encontró en un callejón sin salida que lo orilló a aceptar la que prometía ser la "verdad".
—Bien... Entonces... esa situación aclara muchas cosas. —Tragó saliva—. Tendremos que someter a la señora Brown con especialistas y ellos...
—¡Yo no tengo esquizofrenia! —interrumpió Luisa.
Gabriel miró aquellos penetrantes ojos marrones para ser invadido por la necesidad de correr a su lado a abrazarla, requería decirle que todo estaría bien, que él entendía la situación y que, por ningún motivo, la dejaría sola. No ahora, no en ese momento, no bajo esas circunstancias que ambos odiaban.
Por otro lado, la escritora seguía sumida en su inmensa y fantasiosa mente, no existía una expresión en el rostro que le hiciera verse vulnerable. Su mentón estaba en alto, los hombros hacia afuera, la fría mirada puesta en Gabriel, no había una sóla gota de sudor en la frente o manos. Tampoco surgió esa respiración acelerada que con normalidad la acompañaba en sus momentos de estrés. No, en esta ocasión, Luisa se convirtió en la mujer más fuerte y capaz que el mundo hubiera visto, cuya capacidad haría que el mundo cayera a sus pies. Lo logró una vez con sus historias, ¿por qué no hacerlo de nuevo?
Un hombre uniformado atravesó la puerta y caminó hacia donde el detective aguardaba, susurró un par de cosas cercas del oído de este. De inmediato, Douglas asintió con la cabeza para finalmente ponerse de pie.
—El doctor James Foster apareció. Al parecer, quiere ver a su paciente.
17 de julio del 2014
Las pisadas de Gabriel parecían firmes durante su travesía por la calle Russel, la misma que le llevaría a la enorme librería que requería visitar.
—¡Maldición! —expresó después de notar que la puerta ya estaba cerrada. Miró el reloj de su muñeca y se percató de que pasaban de las tres de la tarde.
Se detuvo frente al escaparate que mostraba el famoso libro de romance, en realidad el libro no le importaba, tampoco cualquier otro de los que estaban ahí. Los ojos azules del texano estaban clavados en la enorme fotografía publicitaria con el rostro de la escritora Ana Luisa Wilson, quien estaría haciendo firma de libros ese día y en ese mismo lugar. Él lo sabía y esa era la única razón por la que ahora estaba interesado en la lectura de novelas románticas.
Dirigió su camino hacia el interior de la librería y tomó uno de los libros con letras doradas del estante. Estaba decidido a permanecer en la fila las horas que fueran necesarias para que ella lo firmara.
El tiempo que pasó de pie en aquel sitio, le importaba poco mientras sus ojos contemplaran la sonrisa y el cabello castaño de Luisa. La mujer reía al tiempo que firmaba los libros y hablaba con sus seguidores, todo era tan natural para Gabriel, casi la definición de sencillez. Ella era eso, una persona sencilla y feliz, esa que ama y disfruta lo que hace. Cuán complejo era lograr recordarla a como era antes, la chiquilla tímida que se ocultaba en los rincones del orfanato con una libreta y un lápiz mordisqueado desapareció por completo.
Estaba cerca de ella, prácticamente sería su turno, el nerviosismo surgía y él trataba de analizar las palabras que usaría para invitarla a salir. Tenía que hacerlo, a sus ojos era la mujer más sexy y hermosa que jamás hubiera visto.
Llegó su turno y por poco tropieza con uno de los cables que delimitaban el espacio de la escritora. Luisa volteó de inmediato, apenas escuchó el golpeteo contra el piso que Gabriel provocó. Las miradas se cruzaron, las expresiones formadas fueron gratas y enormes luego de reconocerse.
—¿Gabriel?
—Sí —asintió el rubio, feliz de haber sido reconocido.
—¡Dios, no puedo creer que seas tú! —exclamó la castaña lanzándose a sus brazos—. ¿Qué haces aquí?
—No me hubiera perdido esto por nada del mundo —aseguró el vaquero a la vez que le mostraba el libro que tenía en las manos.
El rubor se manifestó en las mejillas de Luisa, apenas si podía creer que un viejo amigo de la infancia la buscaría para felicitarla.
—¡Oh, mejor dame eso! —Jugueteó intentando coger el libro—. No tienes que leerlo.
—Quiero hacerlo, dicen que eres buena —emitió sonriente.
—Pues no lo sé. Podrías juzgarlo por ti mismo.
—Eso, intento. ¿Podrías firmarlo? —pidió el texano extendiendo el ejemplar.
—¿Tu abuela ha venido contigo? ¿Dónde está? —preguntó ella con una sonrisa en los labios.
Gabriel endureció el semblante y se encogió de hombros para finalmente responder.
—Ella murió hace tres años.
—¡Ay, demonios, soy una tonta! Lo siento mucho, no tenía idea. —Tomó la mano del hombre para darle el pésame—. Tu abuela era una mujer especial para todos.
—Lo sé —agregó Gabriel sonriendo de nuevo—. Oye, sé que posiblemente tengas compromisos y todo eso, pero... ¿Te gustaría ir a cenar conmigo esta noche? O cuando quieras... Puedo esperar.
Tremenda expresión de felicidad surgió de manera inmediata en el rostro de la castaña, la presencia de Gabriel le regresó algo de esa energía que requería después de una larga firma de libros.
—Estaré encantada —respondió la escritora y ambos posaron para una fotografía a fin de atesorar ese maravilloso encuentro.
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