Capítulo 14: Tormentosas evidencias

30 julio del 2020

Michael era un excéntrico millonario: la clase de hombre texano cuyas riquezas dependían no solo de la producción de su rancho. Había quienes aseguraban que gran parte de su fortuna la ganó en Las Vegas, enriquecido por clandestinas apuestas; otros más, creían que su dinero tenía que ver con el narcotráfico, negocios sucios y sociedades ocultas con personalidades de suma importancia. Él solía estar envuelto constantemente, entre ese tipo de rumores. Sin embargo, Helen nunca preguntaba sobre el origen del dinero, se limitaba a gastarlo a manos llenas, tal como lo hacían muchas de las mujeres adineradas que se negaban a reconocerla como parte de su sociedad. 

Después de una larga noche de póker, Michael bajó las escaleras de su lujosa mansión para encontrarse con Helen y George sentados en el comedor de caoba de doce asientos que adornaba una de las habitaciones de la casa. El hombre usaba una llamativa camisa estilo hawaiano con pantalones blancos, de su cuello colgaba una gruesa cadena dorada, portaba lentes oscuros para ocultar las ojeras que tenía en el rostro y un elegante sombrero de piel café que no hacía juego con el resto del atuendo. Era sin duda su peculiaridad y su simpático humor, lo que le hizo ganar el afecto de Helen, pese a las grandes habladurías que insinuaban el interés de esta por el dinero de Michael. 

Hi, man! —saludó golpeando el hombro de George, quien intentaba untar mantequilla en un trozo de pan tostado.

—Apenas puedo creer que estés de pie después de la noche que pasamos —declaró George ignorando el tosco toque de Michael.

El adinerado hombre sonrió con alevosía, conocía a George desde tiempo atrás, este solía mezclarse en círculos de la alta sociedad para verse beneficiado de alguna manera. 

—Aceptaré tus cheques una vez que me cerciore que efectivamente son válidos —respondió el magnate.

—Dime, ¿en cuántas ocasiones te he entregado cheques sin fondos, Michael? —cuestionó ofendido y deteniendo todo movimiento. 

El extravagante hombre negó con la cabeza, sin inmutarse. 

—Helen me habló de tus problemas financieros, digo... no pretendo molestar con ello, pero si quieres jugar contra mí en el póker, deberás mostrar el efectivo antes. —Rio burlón.

—Te pagaré, Michael —aseguró con total arrogancia—. Y tu mujer es una bocona.

Helen abrió grande la boca, haciendo alarde de su indignación por haber sido llamada de la terrible manera. 

—¡Oye, de verdad necesitas que Luisa se apresure con sus asuntos para que se te quite el mal genio! Siempre pierdes en el póker, ya deberías haberlo aceptado —reclamó Helen con una acusatoria mirada en el hombre.

El comentario sí fue una sorpresa para Michael, puesto que la castaña siempre era un tema de interés para él. 

—¿De qué asuntos hablan? ¿Luisa tiene problemas? —preguntó Michael bajando un poco los lentes oscuros con la intención de enterarse de los asuntos de su escritora favorita. 

—Luisa siempre tiene problemas, cariño. ¡Anda!, tómate este café cargado —respondió la mujer que utilizaba una bata con diseños de piel de Leopardo.

El hombre estaba a punto de sorber de la bebida caliente, cuando Luisa atravesó la puerta estallando en gritos y palabrerías. La rabieta de la castaña, provocó una pequeña quemadura en la lengua de Michael, quien exhaló por la boca para sanar el ardor. 

Oh, my god! It's very hot —expresó el hombre de sesenta años, dejando a un lado, la ardiente taza de café.

—Luisa, cariño; ¿qué demonios te pasa ahora? —soltó Helen después de menear los dedos en la sien de su cabeza, era notorio que su dolor fue provocado por los excesos de alcohol.

George se puso de pie de manera inmediata, luego de escuchar la voz de la escritora. Viró su cuerpo en su dirección y esperó a escuchar la respuesta con atención.

—Hablo de todo lo que encontré anoche en la oficina de Gabriel —respondió la castaña notando la presencia de Michael, sentado a la cabeza de la mesa—. ¿Quién es él? 

—Oh, es mi esposo, linda; pero despreocúpate por él, apenas si entiende algo de lo que hablamos.

—Te estoy escuchando, Helen —dijo Michael con la atención en la excéntrica mujer.

—¡Bien, entonces dile tú a Luisa que no hay problema en que hable frente a ti! —soltó la latina algo molesta por la interrupción.

—Luisa, Muñeca, no te preocupes por mí en absoluto. Soy parte de este extraño comité de amigos malintencionados que frecuentas. —Michael dejó caer los lentes por debajo de las cuencas, mostrando los intensos ojos azules que enmarcaban su rostro.

Luisa lo observó de pies a cabeza con el ceño fruncido, el hombre realmente le parecía extraño; además, tenía un singular acento mezclado con otros tantos, ella jamás hubiera imaginado que el marido de Helen fuera un hombre de edad avanzada y gustos exóticos, bien podría pasar por un personaje de ciencia ficción. Sin embargo, no deseaba conocer más sobre el marido de su amiga en ese momento, sus intereses marchaban en dirección de la compleja situación en la que ahora estaba envuelta, consideraba de mayor urgencia divulgar la información que reunió en el papeleo que estaba en la oficina de Gabriel.

—Encontré todo esto —manifestó la recién llegada, al tiempo que le mostraba a George las fotografías de los documentos que vio la noche anterior.

—¿Qué es? —interrogó Helen mientras corría al teléfono que George tenía en sus manos.

El representante analizaba de cerca la evidencia, se detenía de vez en cuando en una imagen, la ampliaba, revisaba las fechas y luego continuaba en el análisis del resto de las tomas. Estaba interesado en acabar con Gabriel, utilizando a Luisa para alcanzar sus objetivos.

Por su parte, la castaña permanecía a uno de los costados con los brazos entrelazados y las esperanzas puestas sobre ese par de amigos que le juraban lealtad. ¿Qué se suponía que debía hacer cuando se sentía tan sola como lo estaba?

—Facturas y estados de cuenta, las cantidades parecen coincidir, aunque esto no es suficiente para culpar a Gabriel de un mal manejo financiero.

—¿Por qué no? —preguntó la castaña con un notable aumento en su preocupación. 

—Son retiros y pagos en efectivo. Tus gastos son muchos, pudo haber sacado el dinero para cubrir algo de lo tuyo. —Bebió el café caliente que cogió de la mesa y limpió la boca con una servilleta de tela—. Si el hombre hubiera hecho una transferencia lo tendríamos acorralado, pero no fue así. Gabriel es más listo de lo que pensamos.

—¿Una transferencia? George, me pediste que reuniera los datos y lo hice, ahora tienes que hacer algo —reclamó nerviosa y dejándose caer en una silla. 

—¡Lo haremos! —vociferó con el celular todavía en la mano —Por lo pronto, nos comunicaremos con tu abogado para ponerlo al tanto de esto.

Luisa caminó a un amplio ventanal que iluminaba el salón del comedor, enfocó la mirada en el precioso jardín adornado con flores de intensos colores y entrelazó los brazos en señal de su preocupación, existía más información para mostrarle a sus amigos, pero aún se sentía confundida ante los últimos acontecimientos. Después de todo, Gabriel era su esposo y cuidaba de ella o, al menos, eso era lo que creía.

—Hay algo más que encontré en la oficina —confesó casi en un susurro, esperando no ser escuchada.

—¿Qué cosa? —preguntó George después de tragar el bocado que tenía en la boca. 

La castaña respiró hondo, humedeció sus labios y levantó el rostro para mostrarse firme. 

—Al parecer, Gabriel quiere internarme en una de esas clínicas para personas con problemas mentales —respondió con la vista de nuevo en la mesa.

—¡¿Qué?! —exclamaron Helen y George en un inmediato grito al unísono, ambos con miradas de espanto. Michael apenas si se inmutó, aunque sí se incomodó, ya que, tenía algo de alimento en su boca.

Michael sabía de los problemas financieros que Gabriel tenía. Cuando la abuela del muchacho murió, él mismo le ofreció la ayuda monetaria que podría necesitar para lograr sustentar las tierras. Sin embargo, al ser un hombre orgulloso, se negó a recibir el préstamo, en vez de ello, recurrió a las costosas hipotecas que los bancos ofrecían. El texano renunció a su trabajo en la ciudad para volver a hacerse cargo de la imponente herencia que le dejó su abuela. Fueron varios sus intentos por convertir las hectáreas en un producto fructífero; no obstante, existían muchos detalles por reparar en las Bugambilias antes de que las tierras comenzaran a representar una buena ganancia. 

—Encontré un folleto en mi expediente clínico. Los estudios que me realizaron debido a la amnesia no muestran evolución o algo así fue lo que dijo mi neurólogo, luego están los medicamentos que son antipsicóticos y esa estúpida clínica para enfermos metales. De verdad estoy enloqueciendo o Gabriel intentó quitármelo todo y deshacerse de mí —declaró la escritora tragándose las ganas de llorar.

Helen corrió a fundirse en un fuerte abrazo con su pequeña amiga, Luisa lucía aún más vulnerable e indefensa que en cualquier otra situación en la que se hubiese encontrado con anterioridad; por lo regular, eran los escándalos con la prensa, peleas con su amante George, o problemas con Gabriel. Helen solía estar para su ella en cada uno de esos momentos donde Luisa aseguraba que, con beber algunas copas, las complicaciones pasarían, pero, ¿qué lo hacía diferente en esta ocasión? ¿Por qué aparecieron los ojos vidriosos que Luisa ocultaba? ¿Por qué la voz quebrada, tras la tos fingida? Para la escritora, su matrimonio con Gabriel fue simple publicidad, un burdo camino que tuvo que tomar para promocionar sus libros y llegar hasta donde estaba ahora. Al menos, eso era lo que solía decir.

—De ninguna manera permitiremos que ese idiota te interne en uno de esos horribles lugares —expresó Helen, dejando de lado la presencia de los dos hombres que se encontraban en el mismo espacio que ellas.

—Pero, ¿qué pasa si de verdad necesito ir a esa clínica? —especuló Luisa en un lamento.

—¿Qué? ¡No! Por su puesto que no estás loca, estoy segura de ello, amiga. Tú solo eres feliz y eso es lo que le duele a Gabriel porque él es un pobre infeliz con problemas económicos —argumentó levantando el rostro de la castaña con sus manos —Escucha, tu matrimonio con él fue, prácticamente, un desastre desde el principio, hay cosas que no recuerdas y prefiero que sea así.

—¿De verdad? —inquirió la escritora con suma seriedad.

—Sí, soy tu mejor amiga, cariño. Confía en mí. —Helen abrazó de nuevo a su pequeña amiga.

—No permitiré que Gabriel se salga con la suya. Te lo digo como tu representante y amigo —agregó George colocando una mano sobre el hombro de la castaña.

—¡Y amante! —soltó Helen con una divertida sonrisa y los ojos en George.

—Siempre tienes que arruinarlo, ¿cierto? —Se quejó fastidiado el hombre de la barba.

—¡Oh, como si no lo supiéramos! —Rio Helen.

La escritora buscó reincorporarse de una de su trágica realidad, esa que estaba dispuesta a superar pese al miedo que le provocaban las misteriosas acciones de su marido. 

—Gracias por el apoyo. De momento, no hay mucho que podamos hacer, salvo esperar y vigilarlo —interrumpió Luisa, saliendo del alcance de George—. Tengo que irme, Gabriel hace llamadas cada ocho horas para asegurarse de que esté tomando los medicamentos.

—Recuerda que debes dejar de tomarlos —reiteró George—. Sobre todo, ahora que sabemos que el infeliz vaquero de cuarta quiere recluirte en un psiquiátrico.

La castaña asintió al tiempo que se ponía de pie.

—De acuerdo, les hablaré en cuanto pueda.

Luisa salió de la enorme casa de Helen, sin retornar la mirada a sus supuestos amigos. La confusión era tal en ese instante, que tan solo sentía deseos de subir al Jeep y desaparecer de la vista de todos para soltar el llanto descomunal que había ahogado en las profundidades de su cuerpo. El miedo provocado por la ignorancia de los sucesos de su alrededor y que tenía todo que ver con ella, azotaban cada sentimiento y pensamiento que surgiera en su cabeza. ¿Cómo saber si las decisiones que estaba tomando eran las correctas? No, no tenía forma de saberlo, su única opción era la de seguir adelante con lo planeado con sus fieles cómplices y esperar que el asunto terminara en los mejores términos.

Regresó a las Bugambilias después de vagar durante largas horas por los terrenos de Gabriel, le entregó las llaves del auto al joven vaquero que reprendió un día antes, y le pidió que guardara el vehículo en el lugar exacto donde estuvo con anterioridad. Entró a la casa con rapidez, pues sabía que apenas pusiera un pie en la misma, aparecería Dora insistiendo en la ingesta de las medicinas que tanto detestaba. Corrió a la habitación y puso seguro a la puerta, pensaba en tomar un largo baño o solo dejarse caer en la cama debajo de las mantas para dormir lo que restaba del día. Tantos problemas y preocupaciones comenzaban a agobiarla y eso era evidente, visualizó su decaído reflejo en el espejo y lo notó a la brevedad. Había bolsas cafés debajo de sus ojos, su piel lucía pálida y ni hablar de lo delgado que se miraba su cuerpo; tal vez, Gabriel lo notaría a su regreso y la obligaría a ir al hospital de nuevo. Ese sitio no era su favorito, en realidad lo detestaba por completo, pero al menos ahí estaba James, el apuesto médico que la hacía sentirse cómoda y prácticamente la única persona en la que podía confiar, sonrió sin haberlo provocado y luego salió fuera del reflejo del espejo.

Varias horas más tarde, la castaña abrió los ojos con lentitud, se quedó dormida sobre la cama sin siquiera haber retirado los jeans o las botas negras que utilizó durante ese día. Podía sentir la pesadez del cuerpo negándose a ponerse de pie, quiso seguir durmiendo a pesar de que la puerta estaba siendo golpeada por Dora. Luisa frunció el ceño y se sentó sobre la cama.

—¿Qué quieres? —soltó, entre tanto, retiraba los zapatos de sus pies para que estos respiraran.

—Hora de tus medicamentos, querida —indicó la mujer tras la puerta, comportándose como una rígida carcelera.

Se levantó y avanzó en calcetines rumbo a la entrada para permitirle el paso al remplazo de su verdugo. Luisa creía que, como Gabriel no estaba ahí para enloquecerla con las inservibles medicinas, entonces lo haría Dora. 

«Le pago para que me atormente», pensó.

Dio un largo suspiro e ingirió las pastillas que la robusta mujer trajo, o al menos eso fingió hacer, ya que, apenas se dio media vuelta, las sacó de su boca con la idea de esconderlas en el bolsillo del pantalón.

—¿Llamó Gabriel? —preguntó Luisa fingiéndose tranquila.

Dora sonrió levemente, la relación que esos dos tenían era una parte esencial del trabajo que desempeñaba, debido a que, en ocasiones fungía como psicóloga o confesora. Era consciente de las pésimas condiciones en las que se encontraba su matrimonio; sin embargo, una gota de esperanza nació a partir de las noches que pasaron juntos. 

—Sí, dijo que mañana temprano estaría de regreso.

—De acuerdo. —Asintió con la cabeza y liberó un suspiro que Dora no notó. 

—¿Quieres algo especial para cenar?

—No tengo hambre. Además, las pastillas me provocan mucho sueño, mejor ve a dormir, yo haré lo mismo. —Se excusó para escapar de las preguntas de Dora.

—Luisa, ¿te sientes bien? Dormiste casi toda la tarde y no has comido nada en todo el día —preguntó la preocupada mujer observándola con detenimiento.

—De acuerdo, tráeme algo de fruta y un jugo natural —respondió la castaña.

Dora aceptó y salió de la habitación.

Pasaron algunas horas después de que la tarde cayó, pareciera que ya no había nadie despierto que deambulara por la casa. Eran cerca de las once de la noche y Luisa se mantenía despierta en el interior de su habitación, sentía estar en una amplia, hermosa y acogedora prisión, con carceleros que se hacían pasar como empleados, un juez fingiendo ser su marido y un amante que se creía abogado.

Muy en su interior padecía la falta de libertad, una extraña libertad a la que estaba acostumbrada, no recordaba nada de su pasado en absoluto; Sin embargo, tenía claro que era parte de su personalidad.

Salió de la habitación en aras a la recámara de Gabriel. Una noche antes buscó información en la oficina, mas nunca se acordó de la habitación de su esposo. ¿Por qué no entrar? ¿Por qué no husmear un poco entre las cosas del complicado hombre al que estaba atada?

Abrió la puerta y sintió de golpe esa característica esencia que Gabriel emanaba; no era una fragancia a loción masculina como la que usaba George, tampoco era un olor a tabaco o menta, mucho menos olía a sudor o aromas desagradables como las que uno se imagina cuando se habla de hombres sudorosos que han pasado el día trabajando debajo del rayo del sol. Se trataba, más bien, de uno cálido, sutil y delicado, apenas perceptible, como el aroma a cuero de vaca.

Encendió la luz de una de las lámparas de las mesitas de noche que rodeaban la cama y, en el acto, analizó la alcoba entera. El cuerpo tembló, era como estar haciendo algo indebido sin saber, ¿por qué? Así que, omitió todo pensamiento culposo y comenzó a abrir cada cajón existente en la habitación. Había un cajón repleto de tarjetas con folletos, en su mayoría cosas de ranchos, proveedores, semillas y detalles de las tierras de las que Luisa no entendía nada. Abrió otro cajón y le seguían algunos artículos personales: joyería, hebillas y relojes. Caminó a otra de las mesitas de noche, donde abrió el primer cajón, este parecía estar atorado con algo que no permitía que se pudiera abrir como los otros, luego recorrió el cajón hacia atrás y de nuevo insistió en abrirlo, pero ahora lo hizo más despacio.

Luisa sintió frío en el cuerpo al percatarse del problema que estaba obstruyendo la apertura del cajón, se trataba de una fotografía enmarcada, que por alguna razón —ella sabía cuál era—, estaba ocultada en el primer cajón del buró derecho de la habitación.

Los ojos de la castaña se mantenían firmes en aquella imagen que comenzaba a detestar más que cualquier otra cosa: Gabriel y Mónica abrazados, sus labios unidos en un beso y el caballo de Gabriel junto a ellos. 

«¿Cómo pude ser tan estúpida?» pensó, tras breves segundos de haber sostenido el portarretrato en sus manos. 

Quería tomar la fotografía y quemarla ahí mismo, era grande el deseo de romperlo todo para hacerle saber a Gabriel que ella había estado ahí y que sabía de la relación de ellos dos a sus espaldas. Bueno, al menos, eso era lo que creía, que era una relación a traición, pues muy probablemente pudieron estar viéndose en sus propias narices sin que lo notara por culpa de las drogas que Gabriel le hacía tomar.

Apretó fuerte la mandíbula y dejó que el portarretrato cayera sobre la cama para continuar con su búsqueda. Ahora, más que nunca, necesitaba encontrar algo que la ayudara a vengarse de Gabriel. Él la mantuvo alejada de todos para seducirla y presionarla para hacer con ella lo que él quisiera bajo los efectos de antipsicóticos que no necesitaba tomar, aseguraba, que solo drogada y entorpecida, él podía controlarla como antes lo dijeron George y Helen.

Abrió otro cajón y en su impetuosa investigación, apareció un arma enseguida de una caja con balas.

—¿Un arma? —emitió sorprendida y estupefacta al tiempo que tenía la pesada arma entre sus manos—. ¿Para qué quiere Gabriel un arma?

El corazón latía fuerte y las ideas comenzaron a jugarle un sucio truco que no hacía más que martirizarle. 

De manera instantánea, sus deseos de venganza se apagaron. Gabriel era algo más que un atractivo vaquero texano con sonrisa perfecta, incluso era más que un simple oportunista de fortunas. Podría estar planeando deshacerse de ella a cualquier costo, incluyendo la muerte. La escritora se reprochó a sí misma no haberlo notado antes, era claro cuando un día parecía amable y romántico, pero, al siguiente, reprochaba y exigía divorcios. No, de ninguna manera permitiría que ese hombre se saliera con la suya. Así fuera ella la que se tuviera que manchar las manos de sangre.

Giró de un movimiento y se percató del desastre que provocó en la habitación, debía mantener oculto su conocimiento de todo aquello que descubrió esa noche. Estaba dispuesta a fingir que seguía dopada bajo los efectos de las drogas, sumergida en la ignorancia que era su propia vida. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top