Sydney, Vilma y Daphne (Antes)
—Siento que esta falda está un poco corta, ¿no crees? —preguntó Sydney, observándose en el espejo de cuerpo completo que permanecía en la habitación de Brooklyn.
Aquella noche de Halloween, su estilo era completamente diferente al usual ya que, por supuesto, vestía un disfraz. La chica llevaba un suéter cuello tortuga naranja, una falda prensada naranja, medias hasta la rodilla naranjas también y unos zapatos de tacón pequeño. Por otra parte, pero siendo el punto más importante del disfraz, tenía una peluca roja muy corta, algo que de cierta forma le recordó el estilo que usaba hacía más de un año, cuando solía alisar su cabello y llevarlo corto.
—La falda está perfecta —rezongó Brooklyn, observándola desde varios ángulos para analizar si lograba ver más de lo debido —. Y tú eres la reencarnación en la vida real de Vilma Dinkley —agregó, haciendo referencia al disfraz de Sydney, mientras ubicó una gafas grandes y cuadradas sobre su rostro —. Sólo faltaba ese toque.
—¡Tú eres una Daphne Blake excelente también!
—Sabes... aún no me convence del todo el cabello rojo.
Sydney se movió algunos pasos a la derecha, permitiendo que Brooklyn se observara por un momento en el espejo. Aquel tiempo lo aprovechó para observar a su amiga. Se veía muy bien en ese vestido púrpura corto acompañado de una pañoleta verde y, aunque a ella no le convenciera del todo, el cabello rojo se le veía sensacional, al ser su piel blanca y contrastar bastante.
—Espero que tu falta de movimiento indique que ya estás lista —dijo Brooklyn algunos segundos después cuando se retiró del espejo.
—¡Más que lista! —exclamó Sydney, emocionada por lo que la primera noche de Halloween le deparaba con su amiga.
Por su cabeza, no habían dejado de rondar pensamientos sobre aquel día tan especial. Había ideado los disfraces con más de un mes de anticipación, ansiosa por lo que iba a pasar. Sus noches de Halloween hasta la fecha siempre habían estado vacías. Su madre nunca compró un disfraz para ella o la acompañó a pedir dulces por las calles de Los Santos. Siempre existía una excusa para evitar que disfrutara de la festividad más estrambótica del año, siendo la más usual la falta de dinero.
Sydney sintió entonces como la mano de Brooklyn, con un movimiento rápido, apretó su brazo y la haló, conduciéndola fuera de la habitación y dándole unos contados segundos para hacerse con el pequeño bolso donde llevaba sus pertenencias.
—Aun no me has dicho a donde vamos —recordó Sydney cuando bajaban las escaleras de la casa de los Blackfield a toda prisa.
—Es sorpresa —respondió su amiga, apurando aún más el paso, algo que ocasionó que Sydney, quien era más baja y de piernas más cortas, no pudiera seguir la velocidad y terminara tropezando en el penúltimo escalón.
La rubia soltó un gemido y cerró sus ojos, esperando que el destino le diera ese golpe fuerte contra el suelo, sin embargo, aquello jamás sucedió. Cuando abrió los ojos de nuevo, Brooklyn la había sostenido de la forma más extraña y heroica que podía imaginarse, salvándola de su estrepitosa caída. Luego del susto, Sydney permaneció un momento en los brazos de Brooklyn y, aunque podía haberse alejado, hubo algo que la retuvo, aunque no supo con exactitud a qué se debió. Tan sólo se limitó a ver la cara de su amiga de cerca, contemplándola sin palabras.
—¿Todo bien? —preguntó Brooklyn, todavía sosteniéndola.
—Todo... perfecto —balbuceó ella, alejándose de los brazos ajenos y volviendo a incorporarse —. Gracias...
—¡Muévete! —interrumpió Brooklyn, halándola de nuevo hasta que abandonaron la casa entre pasos largos y rápidos movimientos.
Aquella noche de Halloween, el vecindario Bárbara Hills brillaba con un aura naranja y tenebrosa peculiar, debido a que el alumbrado público había sido configurado para exhibir ese color en un intento de la alcaldía por atraer turistas y hacer más interesante la noche para los residentes.
A medida que las chicas avanzaban y cambiaban de calles, las casa se fueron agrandando hasta convertirse en mansiones gigantescas, a la vez que más niños y jóvenes hacían presencia, caminando sin rumbo fijo ataviados con sus disfraces y sus bolsas repletas de dulces.
—Deberíamos pedir dulces en estas mansiones, ¿no crees? —consideró Sydney, creyendo fielmente que la gente más adinerada debía ser más generosa a la hora de regalar golosinas.
—No pediremos dulces, Syd —aclaró Brooklyn, aun manteniendo el paso rápido con el que había dejado su casa —. Y aunque lo hiciéramos, este sería el peor vecindario para pedir dulces. Te diré un secreto que los ricos no quieren que sepas, se lo aprendí a mi madre: Si quieres formar una fortuna millonaria, no puedes andar regalando a diestra y siniestra. Los ricos son ricos porque son tacaños con los demás, inclusive con sus propios empleados. Ninguna fortuna se consigue a costa de trabajo propio. Todos aquí se enriquecen del trabajo de personas necesitadas de sueldos míseros, e incluyo a mis padres.
—Quieres decir qué...
—¡Es aquí! —exclamó Brooklyn, interrumpiendo a Sydney.
Se encontraban frente a una pared de arbustos altos que cubrían una puerta de madera. Debido a la naturaleza, era imposible ver hacia el interior de la propiedad, todo se encontraba perfectamente cubierto para mantener la privacidad absoluta.
Brooklyn tocó el timbre, pero nada sucedió. Los minutos pasaron largos y acentuados para Sydney, quien se limitó a jugar con el pasto que yacía bajo sus zapatos naranjas que acompañaban el disfraz de Vilma.
La puerta se abrió por fin, sin embargo, no lo hizo por completo. Del pequeño agujero que quedó entre la puerta y el marco, apareció un chico negro, de ojos grandes y cabeza rapada. Sus ojos se hicieron pequeños un momento para ver quienes estaban frente a él en la oscuridad.
—¿Brooklyn?
—La misma, idiota —gruñó la chica, empujando la puerta de un golpe para luego abrirla, ocasionado un chillido en el extraño, a quien golpeó en la cabeza.
Sin nada que lo impidiera, Brooklyn avanzó hasta penetrar en la propiedad y Sydney, insegura, pero rehacía a alejarse, la siguió de cerca. Al estar dentro, la rubia sintió como si hubiese cambiado de dimensión al pasar el umbral. Todos los arbustos que ofrecían privacidad ilimitada se encargaban de cobijar un enorme palacete francés que brillaba incluso entre la oscuridad de la noche.
Aunque no tenía ni idea de dónde se encontraba, Sydney estaba ansiosa por entrar a aquella mansión, donde no podía evitar pensar en los lujos que encontraría. Sin embargo, cuando seguían al chico, este tomó un desvío, alejándose de aquel hermoso palacete francés que aún le robaba suspiros.
—¿No entraremos a la mansión? —preguntó inocentemente, recibiendo una risa en forma de suspiro por parte de su amiga.
—No hay nada que ver allí, Syd. La verdadera diversión está aquí...
El chico, quien ella empezaba a creer era el heredero de aquella propiedad, abrió una trampilla que parecía ni siquiera estar en ese lugar del suelo. Inmediatamente, un hedor a sudor, alcohol y humo de cigarrillo se coló por su nariz. No quería entrar allí, ¿por qué razón iba a querer? No era fanática de los sótanos y menos cuando en ellos se reunía mucha gente. Aquello le causaba algo de asco.
—¿Syd, qué esperas? —preguntó Brooklyn al ver a Sydney, estando con mitad de su cuerpo dentro de la trampilla
—No sé si quiera entrar...
—¡Vamos, Syd! Es sólo una pequeña reunión en un sótano. No sucederá nada malo... ¿Qué tal si intentas acallar aquellos gritos de tu madre prohibiendote cosas que siempre parecen rondar por tu cabeza?
Sydney sólo sonrió y descendió por las escaleras que seguían a la trampilla. Sin embargo, esta vez la chica no estaba tan convencida de seguir a Brooklyn hasta el final. Allí abajo, sintió como si hubiese pasado un portal mágico de nuevo. El humo del cigarrillo y algunas otras cosas flotaba por toda la atmósfera, siendo imposible escapar de él. En total había unas diez personas, todas disfrazadas, bailando, bebiendo y divirtiéndose.
Sydney no estaba acostumbrada a aquel ambiente, aunque en verdad a ningún ambiente con más de cuatro personas en la misma estancia. Ese no era su elemento y su incomodidad era más que perceptible. Sus manos no dejaban de jugar con su cabello, mientras su pie no se detenía de bajar y subir, en muestra de la ansiedad que la consumía.
En un parpadeo descuidado perdió a Brooklyn, a quien le fue imposible encontrar por más que trató. Había varias personas en aquel sótano, pero ninguna era su amiga. Buscó entre el humo, los invitados y los muebles de baja calidad que se encontraban allí abajo, pero no dio con su objetivo.
De repente, mientras buscaba tras un sofá, una chica la abordó.
—¿Nos conocemos? —preguntó la extraña y Sydney rápidamente se giró para observarla.
La chica se veía un par de años mayor, de unos 16 por mucho. Su piel era negra y brillaba hermosamente bajo la luz apaciguada del sótano. Su sonrisa tan poco se quedaba atrás, al ser tan amplia y bella que invitaba hasta el más amargado a imitarla.
—Creo que no —respondió Sydney, llevando todo su cabello tras su oreja izquierda.
—Sarah Thompson —dijo la chica agrandando aún más su sonrisa —, un placer.
—Syd... Sydney Harmon —tartamudeó la chica, esperando que alguien apareciera de la nada para salvarla de aquella intervención que no deseaba.
—Creo que buscas algo... ¿Estás hambrienta? ¿O quieres alcohol? —preguntó, riendo de forma pícara —. ¡Recuerda que puedes tomar lo que quieras! —exclamó, torciendo su muñeca en muestra de serenidad —. Como podrás ver, nos sobra más de la cuenta...
—¿Vives aquí? ¿Eres la dueña de la casa?
Sarah se sentó en el sofá viejo que estaba al lado y se tomó su tiempo para acomodarse de la mejor forma antes de responder.
—Técnicamente es de mis padres. Pero soy la heredera —explicó, sonriendo de nuevo —. Bueno, mi hermano y yo somos los herederos —corrigió, enviando una mirada de fastidio al chico que había abierto la puerta minutos atrás. —¡Pero siéntate, Sydney Harmon! Aquí no mordemos.
La rubia estaba indecisa, pero para ella era más difícil responder con una negativa antes que ceder, por eso, terminó acomodada junto a Sarah. Su incomodidad sólo había aumentado con el tiempo. No deseaba hablar con Sarah y no porque pensara mal de ella, simplemente, no estaba acostumbrada a la interacción social.
—Gracias —susurró segundos después.
—No hay por qué dar las gracias. Con ver tu linda cara me basta —aseguró Sarah, tomando un sorbo de su bebida mientras llevaba todo su abundante cabello negro y crespo hasta el lado contrario de Sydney, permitiéndole observarla mejor.
Las tripas de Sydney se retorcieron ante el comentario. Nunca nadie le había dicho nada parecido. Aunque, pensándolo bien, Brooklyn lo había intentado, aunque de manera más sutil, muy a su característico estilo.
Pero quizá entendía por qué la chica había pronunciado aquellas palabras. De un tiempo para acá, su cuerpo venía experimentando cambios. Sus caderas se habían ensanchado, sus senos habían crecido y su rostro se había afilado, eso, sumado a su nuevo estilo de cabello largo, ondulado y rubio, la hacían parecer alguien completamente diferente a quién había sido el día que conoció a Brooklyn por primera vez.
—¿Quieres? —fueron las siguientes palabras que escuchó provenir de Sarah, quien le ofreció un vaso con una bebida que muy probablemente contenía alcohol.
—No tomo —respondió —. Nunca lo he hecho. Ni siquiera sé a qué sabe el alcohol...
—¡Entonces esta debe ser tu primera vez!
—No creo que...
—¡Vamos, toma un poco, Sydney! —insistió Sarah, acercando el vaso bastante a su cara, sin importarle su notable incomodidad.
—¡Hazlo, Sydney! —exclamó la familiar voz de Brooklyn, quien llegaba al lugar, sentándose junto a ella —. Es el lugar perfecto para que pruebes el alcohol por primera vez.
—No estoy segura de si quiero probarlo... No sé si me gustará el sabor...
—¡Es alcohol, Sydney! —gritó Brooklyn, demostrando que en su ausencia había abusado también un poco del líquido que la impulsaba a beber —. ¡No importa el sabor!
—¡Tú eres la chica que necesito a mi lado! —dijo Sarah, chocando su vaso con el de Brooklyn. Luego, cambió de puesto, pasando al lado de Brooklyn y dejando a Sydney en una orilla.
Aquella acción de la recién conocida causó un sentimiento en Sydney que era poco usual en ella. Los celos invadieron su cuerpo y los sintió como una recarga de energía negativa que empezó en su cerebro y se expandió por doquier antes que pudiese controlarlo. ¡¿Por qué Brooklyn brindaba con Sarah y no con ella?! ¿Acaso Sarah compartía disfraz con ella? Es más, el disfraz de Sarah era pésimo y básico, habiéndose disfrazado de diabla con una diadema barata y unas alas que parecían más de pollo.
—¡Brinda conmigo! —exclamó entonces, tomando el primer vaso de alcohol que encontró en la mesa frente al sofá.
—¿Al fin te decidiste? —preguntó Sarah.
Brooklyn la observó con cara de extrañeza y ella lo noto, por lo que intentó suavizar todo con una sonrisa. Los vasos de ambas se encontraron y algunas gotas volaron, pero cuando Sydney ya tenía el vaso cerca de su boca, se detuvo un segundo. Aquel alcohol olía a demonios y sólo eso ya le causaba náuseas, pero por nada del mundo dejaría que Sarah, con su linda piel y su hermoso cabello, se robara toda la atención de Brooklyn.
Sydney apretó los ojos y bebió tan rápido como pudo, pero cuando ya no hubo más alcohol, sus papilas gustativas hicieron lo suyo. Aquello sabía tan agrio, fuerte y asqueroso al mismo tiempo que no lo soportó. Las arcadas no tardaron en aparecer, sumadas a un inquietante ardor en el esófago que no se detenía.
—¡Esto sabe inmundo! —chilló ante la risa incontrolable de sus acompañantes, las cuales la observaban como a un conejillo de indias en un laboratorio.
—Ya aprenderás a tolerarlo —aseguró Sarah con desdén —, y luego de eso puede que hasta te guste. Todos empezamos igual...
—No lo creo —contradijo Brooklyn —. No conoces a Syd, pero no es del tipo que cae en vicios. Mírala, es la definición de la perfección en persona. Primero lloverá hacia arriba antes que ella sea fanática del alcohol.
Aquellas palabras calmaron sus celos. Brooklyn la conocía tan bien como para saber que el alcohol jamás se convertiría en algo recurrente en su vida. Además, la había defendido ante las palabras de Sarah, lo que quería decir que seguía de su lado y la prefería.
Sin embargo, Sydney sí fue muy consciente de que el alcohol podría llegar a constituir un problema para su amiga en el futuro. Pero aquella noche no era para preocuparse. Era su primera fiesta en la casa de alguien e intentaría disfrutarla lo más posible, manteniendo los límites, por supuesto.
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