Sydney, Villa Horsens (antes)
Aunque en un principio el viaje parecía una idea emocionante, un atasco de proporciones infinitas terminó degollando la emoción de Sydney. Se encontraba en las sillas traseras del Range Rover del padre de Brooklyn, observando como miles de autos esperaban para andar a su al rededor.
Aunque el señor Blackfield intentaba crear una conversación de la nada de vez en cuando, nunca lo logró. Al parecer había ese extraño manto padre-hija que no permitía a Brooklyn ser 100% ella, así que se limitaban a reír o hacer acotaciones cada tanto.
Luego de horas que parecieron eternas, Sydney por fin vio la luz en una autopista considerablemente menos atestada. La Range Rover logró, después de mucho, moverse con agilidad sobre el asfalto y Los Santos por fin quedó atrás. Aún les quedaban varias horas de camino, pero los paisajes empezaron a volverse más naturales y dignos de admirar, por lo que la chica empezó a recuperar la emoción.
—Villa Horsens es un pueblo hermoso, Sydney. Estoy seguro de que te encantará conocerlo. Fue fundado por daneses a principios del siglo XX —contó el señor Blackfield, buscando iniciar una vez más una conversación que se rehusaba a ceder —, es por eso por lo que todo Villa Horsens fue edificado al estilo de un pueblo danés tradicional.
Sydney era más que consciente de aquella historia, pues la había repasado varias veces. Al padre de su amiga incluso le faltó ser más preciso, pues como ella bien sabía, los daneses no fundaron el pueblo. Eran descendientes de daneses, pero sin aquella nacionalidad al fin y al cabo. Tan solo fueron sus compatriotas que se habían hartado de vivir bajo los efectos de los fuertes inviernos del norte del país así que habían descendido en latitud para asentarse en un lugar con clima más benévolo.
—Suena muy interesante —dijo Sydney, no queriendo robarle la palabra al señor Blackfield, quien se veía muy emocionado comentando la información que sabía sobre Villa Horsens —. ¡Estoy ansiosa por llegar!
El paisaje siempre se mantuvo montañoso, con muchos valles y planicies rodeados de colinas. Todo se percibía muy verde y la perfección de algunos viñedos que fueron apareciendo en el camino llamó la atención de Sydney. Aquel día soleado, el océano Pacífico se veía magnífico con sus pequeños buques recorriendo la costa y sus olas perfectas para surfear.
Sydney empezaba a impacientarse un poco cuando pudo leer en una salida de la autopista: Villa Horsens. Fue entonces cuando su estómago se revolvió de emoción y su corazón empezó a palpitar a mil por segundo. La Range Rover tomó la salida y los ojos de la chica se pegaron a la ventana que yacía abajo para no perderse nada del paisaje. Pronto, pasaron bajo un hermoso túnel natural hecho de las hojas de unos hermosos árboles floreados que parecían formar una cueva acogedora.
Luego de esto, por fin estuvieron en Villa Horsens. Todos los edificios del pueblo eran muy daneses, parecía el set de una película con temática de aquel país. Sin embargo, la ciudad no se veía orgánica, las cosas, desde las edificaciones hasta los faroles y los bolardos parecían muy puestos en su lugar. Pero eso no desanimó a Sydney, era claro que había algo más que bello en la perfección milimétrica del lugar.
El auto se estacionó y todos descendieron, encontrándose en un estacionamiento al aire libre que también tenía un aire danés, en especial todo el suelo, que era de grandes piedras, al igual que en la mayoría de las calles y aceras, a excepción de la principal.
—¿Ya habían venido antes? —preguntó Sydney a los Blackfield, mientras todos caminaban directo a la calle principal del pueblo.
—Venimos todo el tiempo —suspiró Brooklyn, poniendo sus ojos en blanco —. Tanto así que ya conozco Villa Horsens de memoria. Eso me recuerda que hay un café hermoso al lado de la playa... ¿Podemos ir al Café Andersen, papá?
—Sin duda —dijo el señor Blackfield —. Ustedes vayan adelantándose, por favor. Hay algo que debo hacer antes —sostuvo, desapareciendo luego al tomar una calle diferente.
—¡Suerte, papá! —gritó Brooklyn —. Ya sé a dónde va el muy bobo —agregó después, solo para Sydney —. Le comprará un regalo a mamá para que lo perdone por la discusión de hoy. Siempre es igual. Mi mamá nos trata como basura y él termina disculpándose.
—Quizá la ama mucho como para poder discutir con ella —dijo Sydney, planteándose que aquello era mucho mejor que la relación de sus padres, puesto que los Blackfield al menos discutían y se compraban regalos de perdón. En su casa, por el contrario, sus padres sólo se dirigían la palabra para lo estrictamente necesario. Nunca había palabras lindas de parte de nadie allí, sólo de ella.
—No, sólo es un loco que prefiere la paz a la guerra, mientras mamá es un psicópata que prefiere la guerra a la paz.
—¿Pero crees que aún se aman? Yo siento que mis padres sólo siguen juntos por costumbre, porque simplemente es más sencillo seguir casados que divorciarse.
—Eso suena tan deprimente —aseguró Brooklyn, sin dejar de avanzar camino al café.
—Si alguna vez me llego a casar, quiero que sea con alguien con quien no tenga ninguna duda de que podrá pasar el resto de mi vida a su lado —sostuvo Sydney.
—Yo no me quiero casar. Es una relación deprimente. Quiero ser libre por siempre. Poder viajar, celebrar, perder la consciencia, renunciar a mi trabajo porque sí. No quiero que alguien más dependa de mí, ya sea una pareja o peor aún, hijos.
—A mí ambas ideas me resultan tentadoras. Quiero disfrutar de mi vida y viajar cuanto pueda, pero también me gustaría saber qué se siente tener una bonita familia suburbana, poder llegar a tu hogar y que haya alguien feliz de recibirte.
—Estás endulzando la vida de familia más de la cuenta. Nunca he estado feliz de que mi madre llegue a la casa.
El sonido de las olas del océano chocando con la costa empezó a colarse en la conversación de las chicas, llegando hasta un punto en el que se podían escuchar con mucha claridad. Sydney alzó la vista y pudo ver como al final de la calle por la que transitaba, el agua del Océano Pacífico se veía sublime.
—¿Estamos cerca? —preguntó, asesinando al tema de conversación anterior sin pretenderlo.
—Es justo ese café de la esquina —afirmó Brooklyn, señalando una edificación con su dedo índice.
Sydney avanzó más rápido que su amiga, dejándola algunos pasos atrás. Todo para poder contemplar el edificio con premura. El Café Andersen funcionaba dentro de un molino cuyas aspas giraban con algo de rapidez por el viento proveniente del océano y, aunque no era el edificio más despampanante de todos, se presentaba con un aura acogedora y tranquila que lo hacía muy especial. Los tonos marrón y blanco dominaban el ambiente recargado de madera y decoraciones doradas que daban algo de vida al lugar.
Como las chicas querían disfrutar de la playa y sus vistas, no se molestaron en entrar al café. Ocuparon unas sillas exteriores cubiertas por un parasol marrón y acompañadas por una mesa delicada. La mesera no tardó en llegar a pedir sus órdenes con actitud comedida, pero afanada, puesto que el lugar se encontraba considerablemente concurrido.
—Yo quiero un pie de limón con un late y para mi papá podría ser un cheescake de Oreo con una botella de agua.
—Y para mí solo un té...
—¡No, Syd! —interrumpió Brooklyn de repente —. Comerás un postre sí o sí.
—Pero mi madre...
—Ella quiere un baklava de miel y un té verde.
—Será un placer. Vuelvo en un momento —dijo el camarero para luego desaparecer.
—¡Muchas gracias! —exclamó Sydney —. ¿Pero por qué un baklava?
—Porque pienso que te pueden gustar. Son dulces pero no tanto y creo que van con el té.
Sydney observó al señor Blackfield a unas manzanas de distancia, acercándose con una pequeña bolsa en la mano derecha. Tardó algunos minutos en llegar, pero cuando lo hizo y tomó asiento, los postres y bebidas llegaron justo detrás de él. Luego de dejar el pedido sobre la mesa refinada, la camarera se despidió, abandonando a los presentes.
—¿Y qué compraste, papá?
—¡Algo hermoso para tu madre! —exclamó el hombre, sacando una cajita pequeña de terciopelo negro desde el interior de la bolsa. Al abrirla, la esmeralda más brillante apareció en forma de dos pendientes —. La gema es traída desde Colombia y...
—Te lo dije —suspiró Brooklyn, observando a Sydney —. Ya guarda eso, papá. Tu relación con mi mamá es digna de una cita con el mejor psiquiatra de Los Santos.
—Mi relación con tu mamá es una relación algo compleja, pero no por ello menos bella.
—Eso mismo le dije a Brook. Puede que ustedes se amen mucho y por eso aún mantengan su matrimonio, a pesar de que tenga problemas, como en cada relación.
—Tú jamás dijiste eso...
—Eres una chica muy inteligente y sensitiva, Sydney —afirmó el señor Blackfield, interrumpiendo a su hija—. Amo a Catalina tanto como el día en que la conocí en una playa muy lejos de aquí, de hecho, hacía un día muy similar a este, pero más caluroso. Catalina tomaba como si el alcohol se fuese a acabar en uno de los tantos bares que hay junto a la playa. Creo que esa playa es mi lugar favorito del mundo.
—¿Tan hermosa es?
—Más de lo que las palabras puedan describir, Sydney —respondió Chase Blackfield —. Las aguas son turquesas, el clima perfecto, los bares entretenidos y la gente maravillosa. Desearía poder vivir allí o al menos ir más a menudo.
—¿Y por qué no lo haces, papá? No creo que te falte el dinero.
—La playa es al otro lado del país, cielito, y no tengo tiempo. Mis responsabilidades están en Los Santos... Además, siempre he querido ir contigo y tu madre, pero ella se rehúsa.
—Creo que deberíamos ir, papá, algún día, juntos. No importa si mamá no nos acompaña, pero quiero conocer tu playa favorita.
—¡Que así sea, cielito! Iremos a mi playa favorita con o sin tu madre, aunque su puesto podría ocuparlo una chica cordial que sé que moriría por viajar.
—¿Hablas de esta ñoña? —Brooklyn dejó escapar un suspiro de fastidio —. Su madre a duras penas le permite ir al colegio, no quiero imaginar como le sonaría un viaje al otro lado del país con la mala hierba que piensa que soy.
—¡Pero a mí me encantaría! —exclamó Sydney —. Podría inventar una buena excusa para mi madre. No haré nada malo igualmente, solo será una mentirilla para poder disfrutar del viaje.
—Entonces espero nuestro próximo viaje sea con la afable señorita Sydney Harmon —dijo el señor Blackfield, dándole un bocado a su cheescake de Oreo.
—Yo espero lo mismo —concordó Sydney, en gran parte emocionada por la promesa de un viaje que esperaba se cumpliera cuanto antes.
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