Sydney, Las Curvas Infinitas

—Creo que no puedo soportar un giro más —gimió Sydney, dando arcadas con los ojos bien cerrados para intentar contener el vómito. Su cara se veía verde y parecía que estaba punto de devolver las frituras que había comido una media hora antes.

A la chica ya no le cabía ninguna duda de que el entorno había cambiado. El desierto con sus carreteras rectas y paisajes uniformes había quedado atrás, ahora, transitaban a mucha menos velocidad por entre montañas a reventar de árboles desorganizados y arbustos de bayas coloridas. El clima, por supuesto, también se había reducido en grados, y por mucho. Al estar en una región más cercana al trópico, la variabilidad climática era definida por la altura de las montañas en las que se encontraban y no tanto por la época, así que el verano también era cosa del pasado. Sobre las montañas del centro del país, los grados eran generalmente los mismos durante todo el año. Las noches eran de frías a templadas con temperaturas entre los 8 a 11 grados centígrados, mientras los días rara vez superaban los 18, y aquello fue algo que los tres agradecieron. No resistiendo más el calor del desierto estival.

—Tienes que soportar, Syd —dijo Brooklyn tan atenta al camino y sus curvas que evitaba desviar la mirada —. No podemos detenernos básicamente en ningún lugar —aseguró, teniendo una gran montaña que se alzaba a un lado y un barranco en caída libre al otro.

—Si vomitas, rubia despampanante, probablemente yo hago lo mismo y todo el licor que recién tomé se saldrá de mi estómago. Así que te ruego, por favor no lo hagas.

—Federico —suspiró Brooklyn —, llevas todo el día bebiendo alcohol. Si vomitas, no será culpa de Sydney.

—También tengo mucho frío —agregó Sydney, frotando sus manos contra sus brazos para encontrar algo de calor.

—Creo que es momento de un descanso —dijo Brooklyn —. También tengo los ojos cuadriculados de solo conducir. Federico, busca el motel más cercano en Google Maps e inicia la ruta.

El chico hizo lo propio y la ruta se activó, sin embargo, debido al poco espacio que había para construir entre las montañas, las edificaciones escaseaban y el motel más cercano se encontraba a más de dos horas de distancia.

Sydney intentó distraerse de todas las formas que pudo para no vomitar sobre el auto. Observó como el paisaje tenía cada vez más naturaleza y el verde se acrecentaba con cada kilómetro recorrido. El cielo también era diferente allí, las nubes estaban más presentes y los rayos del sol mucho menos. En algún momento se dedicó a observar cómo Brooklyn se veía muy sensual conduciendo el auto concentrada y con cara de pocos amigos. Más tarde, también detalló a Federico de forma discreta a través del retrovisor, sin embargo, no había mucho que ver, tan sólo se dedicaba a tomar y ver su celular de vez en cuando, siendo el único que tenía datos móviles.

—¿Ya estamos cerca, Federico? —suspiró Sydney, vomitando un poco, pero logrando retener todo en su boca para luego tragarlo de nuevo —. Si tomamos otra curva voy a...

Sydney extrajo su cabeza por la ventana del auto y tras dar una arcada salvaje, pudo sentir como toda la comida regresaba por su esófago hasta escapar de su boca y salir volando por los aires, cayendo algunas partículas sobre la carrocería. El auto frenó de repente ante el vómito volador.

—¡No puede ser! —resopló Brooklyn al mismo tiempo que Federico abrió la puerta, veloz como pantera, y dejó el auto para poder vomitar junto al barranco.

Sydney siguió los pasos de su amigo, bajó del convertible y corrió hasta regurgitar lo más lejos que pudo de la carretera. Su vómito cayó muchísimos metros al vació rebosante de naturaleza. Sus manos se posaron en sus rodillas para ayudarla a no desvanecerse con la fuerza con la que su comida era devuelta.

Por el rabillo del ojo, entrevió como Federico parecía estar a punto de caer por el barranco, bamboleándose de un lado para otro muy cerca del borde, mientras vomitaba pequeñas porciones.

—Esto es bastante repugnante —afirmó Brooklyn llegando junto a Sydney, luego de haber estacionado el auto a un costado de la carretera —. Toma, un poco de agua —agregó, ofreciéndole una botella a la chica, quien no tardó en dar el primer sorbo —. Y tú aléjate de la orilla, Federico. No quiero que el hijo de Antonio Iriarte Latorre muera bajo mi tutela —aseguró, tomando al chico por el brazo para acercarlo a la carretera, poniéndolo a salvo.

La panza de Sydney no paraba de retorcerse, sin embargo, luego de algunos minutos, el vómito parecía haberse detenido al no quedar comida para expulsar dentro de su estómago. Limpió sus ojos de las lágrimas que habían salido de tanto esfuerzo y dio algunos otros sorbos de agua para recuperarse. Cuando se encontró mejor, un escalofrío recorrió su cuerpo y su piel se erizó. Hacía bastante frío en aquel lugar, y la falda y blusa pequeñas que llevaba no contribuían a retener el calor.

—Ponte esto o vas a morir congelada —dijo Brooklyn, entregándole un montón de prendas cálidas que había extraído del maletero del auto.

Sydney recibió la ropa y en un santiamén estuvo vestida. Ni siquiera le importó si lo que estaba poniéndose encima combinaba o era de su estilo, solo pensaba en cobijarse cuanto antes. Al estar lista se observó bajando la mirada. Un suéter claro de punto cuello tortuga cubría su torso, mientras una falda de tubo corta y unas medias negras hacían lo mismo con sus piernas y caderas. En sus pies, llevaba unos botines beige muy sencillos. Sobre todas las prendas, también llevaba un abrigo largo, el cual empezó a contener el calor pocos minutos después de haberlo vestido, haciéndola sentir más cómoda.

Al levantar su rostro para revisar el porvenir de sus amigos, observó como Brooklyn ya vestía su ropa para frío. La chica tenía puesto un suéter oversized negro, jeans oscuros y sobre estos otras botas negras largas de las que tanto le gustaba abusar, siendo esta vez de terciopelo y no de cuero como las que había usado al abandonar Los Santos.

Pero Brooklyn no estaba allí simplemente haciendo nada, la chica ayudaba a cambiar a Federico, quien a duras penas se mantenía en pie debido al alto grado de ebriedad con el que intentaba combatir. Sydney se acercó entonces para ayudarle a su amiga en su objetivo.

—Deberíamos simplemente abandonarlo acá —gimió Brooklyn, haciendo un esfuerzo por subir un pantalón negro apretado hasta las caderas de Federico, quien alzaba sus piernas como podía, recargándose sobre el capó del auto.

—Creo que ambas sabemos que lo necesitamos —aseguró Sydney con una sonrisa —, tanto como él nos necesita a nosotras —agregó, apuntando el pantalón del chico cuando estuvo en su lugar.

Un suéter gris y un abrigo negro resultaron mucho más fáciles de poner sobre Federico, sin embargo, los botines cafés de cuero presentaron algo de resistencia, aunque nada que las chicas juntas no pudieran solucionar.

Al estar Federico vestido para el frío, Sydney corrió hasta el maletero del auto para hacerse con las dos bonitas coronas que habían quedado olvidadas debido al calor insoportable del desierto. Ubicó la corona de colores fríos un su cabeza y luego llevó la otra hasta manos de su amiga.

—Aquí tienes —dijo, entregando el objeto y acompañándolo con un pequeño beso.

—¡Las había olvidado por completo! —exclamó Brooklyn, tomando su corona para adornar su cabeza.

De repente, la tarde gris y opaca se vio inundada por luces móviles azules y rojas que provenían desde la punta de una patrulla de policía que acababa de girar en una curva para hacer presencia en el lugar.

—Ahora no, por favor —chilló Sydney, aterrada ante la posibilidad de que la policía las llevara arrestadas en ese mismo instante —. ¿Qué haremos? —preguntó, fallando totalmente en su intento por parecer calmada.

—Tomaremos otro sorbo de este delicioso vodka —respondió Federico con una botella de licor en la mano que nadie entendía de dónde había sacado.

—¡Tú cállate y sube al auto! —ordenó Brooklyn, abriendo una de las puertas traseras —. En cuanto a nosotras, no haremos nada. Esperaremos a que pasen de largo sin notarnos.

La patrulla avanzó por la carretera, pero iba tan lento que Sydney sintió aquellos minutos como milenios enteros. Sus manos empezaron a sudar de nuevo, siendo la primera reacción ante la ansiedad del momento. Intentó parecer casual, ¿pero cómo podía alguien parecer casual si estaba detenido en la mitad de la nada?

—Nos llevaran presas a todas —rió Federico desde el interior del auto, al ver como la patrulla se detenía justo detrás del convertible.

—¡Que cierres tu maldito hocico! —gritó Brooklyn, abriendo una botella para arrojar un chorro de agua sobre la cara de su amigo —¡Mierda! —exclamó luego, observando como un policía bajaba desde el puesto del copiloto —. Esconde todas las botellas de licor bajo los asientos —ordenó a Federico, sin embargo, al ver que este ni siquiera podía coordinar sus movimientos, ella misma fue a recoger el desorden —. Quedas a cargo. Intenta no vomitar sobre el policía —fueron las únicas palabras que agregó.

¿Sydney quedaba a cargo? No podía ser cierto. No tenía suficiente confianza en sí misma para tal tarea. ¿Cómo iba a hablarle a un policía siendo una delincuente que hasta había aparecido en televisión nacional?

El policía avanzó hasta la chica sin ninguna prisa. Llevaba unas gafas negras que impedían distinguir sus emociones con claridad. Su uniforme azul estaba limpio, pero sus botas negras estaban manchadas con lodo. Sydney pensó que quizá se debía a su trabajo en lo alto de las montañas y entre los bosques.

—Bonito auto —dijo el hombre con voz cordial —. ¿Hay algún problema con él?

—Buenas tardes —respondió Sydney, casi vomitando las palabas —. No... Todo perfecto...

—¿A qué se debe que su auto esté estacionado junto a la carretera entonces?

—Nos detuvimos para que pudiese vomitar —explico Brooklyn, saliendo de adentro del convertible con una sonrisa tan falsa que nadie la creyó —. Mis padres me hicieron trabajar duro por el auto —agregó —. Es nuevo, y lo estábamos conduciendo por aquí para ver su rendimiento, pero ni loca podía dejar que alguien lo vomitara.

—Ya veo... —dijo el policía, quien tenía la piel maltratada por el viento y el sol que tenía que soportar cada día a la intemperie —. ¿De dónde vienen? Sus acentos no son de por aquí, se escuchan más... campesinos.

—¡¿Campesinos?! —exclamó Brooklyn, indignada al saber que el policía se refería a su acento como de campesino.

—¡Está en lo correcto! —se apresuró a decir Sydney antes de que su amiga explotara por el insulto —. Somos de Los Santos, pero hemos vivido un tiempo en Magna debido al trabajo de mis padres.

—Entiendo... Y el de atrás, ¿está bien? —preguntó el policía, observando como Federico se veía algo desorientado dentro del auto, riendo por nada y haciendo movimientos curiosos con su cabeza.

—¡Está más que bien! —respondió Sydney con una sonrisa y un tono cordial —. Sólo se ve raro porque... es retrasado —susurró la primera escusa que se le vino a la cabeza, terminando por caer en cuenta que se había pasado un poco —. ¡Es mi hermano! Lo trajimos con nosotras porque le encanta ver el paisaje.

—¡Qué bueno! La familia lo es todo, sin importar si son retrasados.

—¿Quién es retrasado? —preguntó Federico, extrayendo su cabeza por la ventana y alertando al policía debido a su acento extranjero que, contrario al de las chicas, no correspondía a ninguna región del país, sino a alguna nación diferente.

—Su acento... es extraño, no campesino como el de ustedes sino...

—Suena extranjero, lo sabemos, pero es debido a su forma de retraso —interrumpió Brooklyn —. Es muy sencillo para él copiar acentos de todas partes. Alguna vez duró hablando meses como El Rey Julien, ya sabe, el de Madagascar. Este acento lo trajo de su última terapia en el extranjero.

—Interesante...

—Lo sé, es todo un hermoso viaje tener un hermano retrasado... ¡Nunca te aburres!

—Las dejo en paz entonces, señoritas. Espero regresen a casa a salvo y cuiden al chico —dijo el policía —. Adiós, campeón —agregó, despidiéndose de Federico.

Bastaron unos minutos para que la patrulla hubiese desaparecido entre las curvas de la carretera, pero aquello no calmó los ánimos de Sydney. Al observar sus manos por un minuto pudo ver como temblaban sin cesar, además, estaban empapadas de sudor. Sin duda no estaba hecha para situaciones de tanto estrés. La ansiedad muchas veces resultaba su peor enemiga.

—¡Bien hecho! —la felicitó Brooklyn cuando hubieron retomado el camino por entre las montañas, ya a bordo del auto —. Lo del retrasado fue una buena mentira, aunque estoy por pensar que es más que verdad —rió, observando como Federico seguía ensimismado con su torpeza.

—Lo siento, Fede, pero fue lo único que se me ocurrió —dijo, sonrojándose ante la culpa que sentía —. Es obvio que no eres ningún retrasado.

—Pero lo serás si sigues bebiendo alcohol como si necesitaras desinfectar tu interior.

—¿Ahora están confabuladas para atacarme? —preguntó él, levantando una ceja —. Al fin y al cabo todos terminaremos muertos. Además, ustedes son lesbianas y yo gay, por lo que todos iremos al infierno, ¿entonces por qué no disfrutar nuestra estadía en la tierra?

—Viéndolo de esa forma, tienes razón —concordó Brooklyn.

—Pero yo no quiero ir al infierno —dijo Sydney, quien en verdad no creía en ninguna religión, al igual que los demás.

—Rubia despampanante, eres lesbiana, ¿adónde más crees que irás? —preguntó Federico —. Pero no debes preocuparte. Si existe, el infierno seguro es mucho más divertido que el cielo. ¿Por qué razón preferiría estar en el cielo cantando alabanzas y orando mientras puedo estar en el infierno bebiendo, de fiesta y teniendo diversión con quien desee?

—¡Ya cállate, Federico! —exclamó Brooklyn —. Estás ebrio y dices cosas sin sentido. ¿Siquiera crees en la religión católica?

—Claro que no —resopló él, haciéndose con el vodka para, luego de darle un beso a la botella, tomar un sorbo —. Mi religión es el alcohol y mi mesías son los mojitos.... ¡Ese es el motel! —gritó de repente, señalando al lado izquierdo de la carretera cuando casi habían rebasado el lugar.

Brooklyn frenó de la forma más salvaje que Sydney recordaba. Los tres fueron casi eyectados del auto por lo brusco del movimiento. Luego, la chica giró el manubrio por completo a la derecha, pisó el acelerador y sin importar que más autos vinieran relativamente cerca por el otro carril, logró que el auto pasara la carretera y llegara a la entrada del motel en un santiamén. Todo sucedió tan rápido que Sydney ni siquiera logró darle un vistazo al lugar, estando aun procesando lo que había sucedido e intentando entender cómo estaba viva luego de aquella imprudencia cometida por su amiga.

Brooklyn condujo un poco más, bastante lento esta vez, hasta estacionar frente a la puerta de una habitación. El motor del auto se apagó y ella bajó de un salto, sin embargo, Sydney no pudo hacer lo mismo. Su estómago estaba hecho añicos y cualquier movimiento brusco que hiciese podría desencadenar una tragedia.

—Volveré en un minuto con la llave de la habitación —dijo —. No hagan nada estúpido —añadió, alejándose.

Sydney descendió del auto con delicadeza y mucha paciencia, procurando no mover mucho su estómago. Afuera el frío había empeorado. El día empezaba a darle paso a la noche y las temperaturas daban cuenta de ello.

La chica por fin observó el motel desde el frente y no pudo decepcionarse más. Aquel lugar de estadía, que recibía el nombre de Mountain Inn, era el opuesto del Hotel Olympo de Los Llanos. La señal enorme y nada refinada era alumbrada por luces neón viejas y derruidas, tanto que varias de estas no funcionaban. La arquitectura tampoco era mejor. El motel era sencillo, un cuadrado de dos pisos y barandas sucias que cubrían puertas y ventanas iguales.

—Vaya lugar —dijo en un suspiro, frunciendo el entrecejo.

—Es un asco —sostuvo Federico, quien recién bajaba del auto —, pero era el único cercano.

—Bueno, peor es nada, ¿verdad? —Federico no respondió, en cambio, dio el último sorbo a su botella de vodka, que luego envió volando por los aires, hasta que resultó rota en el suelo del estacionamiento.

Un tintineo de llaves se escuchó desde algún lado y luego apareció Brooklyn, sosteniendo aquel objeto y haciendo pequeños juegos con este. Con su nueva ropa para frío, Sydney la percibió más madura y adulta, alejándola un poco de la idea de rebelde que tenía de ella.

—Habitación 202 —dijo, desviándose del camino hacia Sydney para tomar unas escaleras chirriantes que hacían juego con las barandas del motel.

Sydney y Federico no tardaron en seguirla, luego de haberse hecho con las maletas. Las escaleras, que se veían feas desde lo lejos, no se compraban con lo espantoso que era caminar por allí. Sydney sintió que iba a morir al existir la alta posibilidad de que uno de los oxidados escalones se desprendiera. Finalmente, cuando estuvo frente a la puerta de la habitación, Brooklyn abrió con las llaves.

El olor a polvo y detergente barato fue lo primero que Sydney pudo sentir provenir desde el interior de la habitación. Brooklyn se aventuró a entrar primero y encendió la luz amarilla y débil, permitiendo revelar la apariencia del lugar. Había tan solo una cama doble con sábanas de un color amarillo chillón, unas pequeñas mesas de noche, un televisor del siglo pasado y una silla que probablemente se haría pedazos con solo tocarla.

—Esto es deprimente —rezongó Brooklyn, arrebatando las maletas de los chicos para luego arrojarlas sobre la cama.

—¿Creen que quepamos en solo una cama?

—Tenemos que, Syd. Fue la habitación más barata que pude conseguir. La última tarjeta que teníamos no tenía más cupo.

—Está bien —respondió cabizbaja, acercándose a la ventana para abrir la cortina.

La habitación y el motel Mountain Inn podían dejar mucho que desear, sin embargo, las vistas que Sydney descubrió tras la cortina eran hermosas. El atardecer estaba en su mejor punto y las montañas parecían ser divinamente tocadas por el cielo entre naranja y amarillo que combinaba perfecto con el manto de naturaleza verde de la región.

De repente, la cortina se cerró frente a sus ojos, sin que ella hubiese hecho movimiento alguno. La vista se acabó, y el pequeño vistazo que tuvo de algo hermoso la dejó con ganas de más.

—¡¿Pero por qué, Brook?! —preguntó, al descubrir que su amiga era la culpable de su descontento.

—Porque estamos en un motel de mala muerte y no sabemos qué loco se hospede cerca de nosotras. También porque me daré un baño y no quiero que alguien me vea.

Sydney calló y se limitó a observar cómo Brooklyn se deslizaba hasta entrar al baño y cerrar la puerta. Sus ojos recorrieron entonces la habitación para encontrar a Federico, quien no había dado señales de vida en un tiempo. No tardó en hallarlo tumbado bocabajo en la cama con una nueva botella de ron recién abierta.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose al chico para retirarle el objeto de la mano.

—Sólo quería descansar un momento —respondió él entredormido, dejando escapar algo de saliva de su boca y terminando esta por ensuciar las sábanas amarillas que tampoco parecían verdaderamente pulcras.

—Todos estamos cansados —concordó Sydney, sentándose en la cama junto a su amigo — Ha sido un día largo —añadió, sobándole el cabello con ternura.

—¿Por qué siempre eres tan buena, Sydney? —preguntó Federico, girando sobre la cama para quedar bocarriba, observándola fijamente con sus ojos felinos que tanto agradaban a la chica.

Brooklyn se limitó a elevar los hombros ante una respuesta que no tenía.

—No me considero buena. Sólo soy cordial, pero hago cosas malas como todos. Incluso fui mala contigo el otro día en el Hotel Olympo. Nunca te pedí perdón por eso... Lo siento.

—Fue una sencilla discusión sobre el dinero. No hay nada que perdonar.

—Pero fui cruda y fría. Siento que sí hay algo que perdonar.

—Simplemente defendiste tu opinión, rubia despampanante. No deberías estar pidiendo perdón por eso. Mira a tu alrededor, si no luchas por lo que crees, este mundo te comerá viva.

Aquellas palabras de Federico retumbaron en la cabeza de Sydney como una oración religiosa. Era raro aquel sentimiento que siempre la empujaba a hacer sentir bien a los demás, sin tomar en cuenta sus sentimientos o lo que pensase. Le pasaba con su mamá casi siempre, pensando en ella antes que en sí misma.

—Esa ducha fue tan malditamente reconfortante —aseguró Brooklyn mientras salía del baño y secaba su cabello con una toalla —. ¿Listos para dormir? —Sydney asintió.

Los tres se acomodaron en la cama, quedando la rubia sumamente apretujada en el centro, con Brooklyn a su derecha y Federico a su izquierda. El calor que rápidamente emanó de todos fue un relajante muscular y mental, que empezó a seducir a Sydney para que durmiera.

En cierto momento, cuando sus ojos ya pesaban más de cien toneladas, sintió como los brazos de Brooklyn la rodearon de forma suave para luego sentir todo su cuerpo desde atrás. Era la primera cucharita que alguien le hacía y se sentía delicioso.

—Si van a seguir moviéndose buscando perder la virginidad, háganlo más suave —dijo Federico entre sueños —. Me despertaron...

—¡No vamos a tener sexo! —exclamó Sydney.

—Creo que si es para molestar a Federico podría acceder —dijo Brooklyn entre risas, mientras Sydney tomó sus manos entre las suyas para reposarlas en un lugar calientito.

La conversación se extendió algunos minutos más, pero no pasó ni media hora cuando los tres chicos ya dormían muy juntos e incómodos, pero sin que esto les impidiera disfrutar de la noche que se sintió como una pijamada entre amigos de toda la vida.


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