Sydney, La Grandiosa Los Llanos
El convertible morado andaba a toda velocidad por una carretera recta y sin la más mínima imperfección. A los costados no había nada más que mares de arena monótonos y tan amarillos que resultaban deslumbrantes incluso bajo el sol marchito del final del atardecer.
Sydney intentaba no moverse mucho en su puesto de copiloto para no tener que lidiar con el calor que reinaba en el ambiente y que ni siquiera le permitía respirar en paz. Ahora que estaba en medio del verdadero desierto, extrañaba el clima caluroso, pero no sofocante de Desert Springs, sin embargo, aquella ciudad era nada más que un recuerdo, pues ya la habían abandonado hacía varias horas para continuar con su camino.
—¿Cómo puedes no preguntarte para donde vamos, Federico? —inquirió Sydney, girando algo su cabeza para ver como su amigo lentamente se derretía por el calor en las sillas traseras.
—Te lo dije el día que decidí venir con ustedes, rubia despampanante: Cualquier lugar es mejor que solo.
—Pero eso se escucha más a que estás con nosotras por no estar solo —dijo Sydney, observando con extrañeza, mientras su ojos se cruzaron rápidamente con los de Brooklyn, quien conducía atenta.
—¡Pues ambas! —exclamó Federico —. Odio estar solo y estar con ustedes es muy divertido. ¡2x1! Y por cierto... necesitamos conseguir algo de alcohol, ya he soportado demasiadas horas sobrio —masculló para sí mismo, solo moviendo la boca para no atraer más calor del necesario.
Brooklyn se movió entonces hasta conseguir extraer algo de su bolsillo. Se trataba de la postal, algo que Sydney no tardó en notar. Brooklyn tomó la postal y con la mano izquierda, que descansaba de sostener el manubrio, pasó el objeto a Federico.
—Vamos para el lugar de esta postal.
—¡Exacto! —concordó Sydney mientras Federico tomaba el objeto en sus manos para observarlo mejor.
—¿Y por qué quieren ir a Calussa Beach? ¡No me digan! ¡Es por los exquisitos mojitos que hacen en uno de los hoteles o me equivoco?!
—¿Calussa Beach? —repitió Sydney, confundida a más no poder a la vez que rascaba su cabeza.
—¿Estás seguro de que es Calussa Beach? —inquirió Brooklyn.
—Tan seguro como que me gusta el alcohol. He pasado por esas calles miles de veces. ¡Vamos, chicas! Es Calussa Beach, todos han ido a Calussa Beach —afirmó Federico, observando como la confusión comía el rostro de sus amigas.
—¡Lo tenemos, Brook! —gritó Sydney, saltando como un resorte sobre el asiento, emocionada por al fin tener el nombre del lugar del mundo que habían perseguido.
De ahora en adelante todo debía ser mucho más sencillo, o al menos eso pensó Sydney. ¿Qué faltaba si ya sabían que debían ir a Calussa Beach? ¡Pues nada más que tomar el auto, seguir la carretera, acelerar y llegar!
—No puedo creer que estés tan seguro —susurró Brooklyn, no pudiendo dejar de observar una y otra vez la postal.
—¡¿Como no estar seguro, Brooklyn?! Calussa Beach es uno de los vecindarios gay más famosos del país —se respondió así mismo Federico, pausando un momento antes de seguir — ¿Y por qué rayos las veo tan felices? ¡Tenemos que ir a Calussa, en el otro extremo del país, y hace nada que dejamos Los Santos!
—¡Es porque ahora tenemos un nombre! —interrumpió Sydney, sintiendo como Brooklyn aumentó la velocidad del trayecto, quizá por su emoción al escuchar la noticia —. Todo este tiempo estuvimos yendo hacia una costa, pero ahora, podemos usar Google Maps para llegar y saber que vamos a lograrlo... ¿Dije algo malo? —preguntó la chica, viendo como Brooklyn y Federico veían boquiabiertos algo detrás de ella.
En el horizonte, luego de girar la cabeza, Sydney pudo divisar algunos edificios de extrañas formas dentro del humo caliente que desprendía la carretera por las altas temperaturas. Las construcciones resplandecían en el horizonte y reflejaban la luz como protegiendo de los extraños a aquella ciudad que parecía una minúscula maqueta enclavada en medio del estéril desierto.
—¿Qué ciudad es esa? —preguntó Brooklyn, conduciendo casi por inercia. No había necesidad de girar la dirección del auto por lo recto de la carretera.
—Los Llanos —respondió Sydney, bebiendo el último sorbo que tenía de su botella de agua. Sin embargo, cuando el líquido entró en su boca, en lugar de refrescarla, le causó una incómoda sensación debido a la temperatura caliente del líquido, algo adquirido tras horas de reposar bajo el sol —. Creo que deberíamos cerrar el techo del auto. El sol calentó mi agua y no sabía muy bien que digamos —explicó, haciendo una mueca de repulsión.
—Y también poner el aire acondicionado —concordó Federico, moviendo su ropa para crear viento.
—Les recuerdo, para de idiotas, que el tanque de gasolina está casi vacío y gastamos lo último del dinero que teníamos en aquella farmacia en Desert Spring—explicó Brooklyn, poniendo los ojos en blanco mientras usaba una de sus manos para limpiar el sudor de su frente —. Así que no podemos despilfarrar.
—¿Por eso tampoco podemos usar la radio? —preguntó Sydney, cayendo en cuenta de que lo único que había escuchado de un tiempo para acá era el soplido del viento. Brooklyn asintió —. Bueno, prefiero aguantar el calor además de algo de silencio y no que quedar varada en medio de la nada.
—Tú eres multimillonario, Federico. ¿No quieres sacrificarte por el grupo y pagar la gasolina que necesitamos para llenar el tanque?
—Corrección: mi padre es multimillonario y no me da un centavo de su fortuna. Así que, básicamente, mi saldo son cero mil cero cientos millones.
—Maldita sea —gruñó Brooklyn.
—Aunque ninguno tenga dinero, por favor detengámonos en Los Llanos. Necesito respirar aire frío en cualquier tienda —rogó Sydney, recargando todo su cuerpo sobre la puerta del auto.
No pasó mucho tiempo hasta que el grupo arribó a la ciudad, y ellos lo tuvieron más que claro cuando pasaron frente al afamado letrero donde se leía: Bienvenidos a la Grandiosa Los Llanos. Al auto se deslizó por la calle principal de la ciudad conocida como Los Llanos Strip y los magníficos hoteles y casinos aparecieron como palacios llenos de adineradas personas que no sabían hacer con su dinero cosa distinta que despilfarrarlo y apostarlo.
Por la época, Los Llanos florecía con turistas, maravillosas atracciones, lugares a los que ir, gente a la que conocer y shows a los que asistir, sin embargo, los chicos no contaban con el dinero suficiente para disfrutar algo de esto. Así fue como el convertible morado terminó estacionado algunas calles más allá de Los Llanos Strip, en el único lugar que encontraron donde no se cobraba por el estacionamiento.
—¡No soporto más este maldito calor! —gruñó Brooklyn, saliendo del auto con un salto.
—Quiero una ducha —gimió Sydney como una niña pequeña, abriendo la puerta del auto para no tener que esforzarse al dar un salto y no sudar más de lo estrictamente necesario —, y también quiero dormir en una cama. Mi espalda me está matando.
—Ambas son muy quejumbrosas —aseguró Federico, usando la parte baja de su crop top para limpiar todo el sudor de su cara —. ¿Cómo pensaron que iba a ser un viaje por carretera sin dinero?
—Tú cállate, maldito idiota.
—¡Brook, no seas grosera! —exclamó Sydney.
—Yo solo desearía un mojito helado con cinco shots de ron, mucho hielo y solo un poco de soda —dijo Federico, desparramándose por todo el asiento trasero.
—De cierta forma me recuerdas a mi madre —asegur Brooklyn.
—¿Es tu madre bonita, delgada y carismática?
—¡Por supuesto que no! —rezongó la chica —. Solo es alcohólica. Desayuna margaritas sin jugo de limón.
—Pero las margaritas sin el jugo de limón son solo alcohol...
—Ese es el punto, Syd —interrumpió Brooklyn.
—Debo conocer a esa señora.
—Federico... no estoy segura de que en verdad quieras eso —masculló Sydney, intentando disfrazar sus palabras rudas con un tono amable.
Sydney caminó hasta la parte delantera del auto y se dejó caer sobre el capó, esperando que un milagro la salvara de aquel calor inaguantable con el que sentía que se derretía lentamente como un hielo fuera del congelador
—¡Tengo una idea! —exclamó Federico algunos minutos después y ella se giró para observar cómo él se sentaba rápidamente.
—¡Nos encantaría escucharla! —exclamó Sydney, levantando y moviendo rápidamente su camiseta para que algo de aire la ayudara con el calor de su torso.
—Podemos acostarnos con hombres para conseguir algo de dinero...
—¡Acostarnos con hombres! —interrumpió Sydney, abriendo los ojos de una forma casi inhumana —. ¡Ni loca haré eso! ¡Aún soy virgen! No quiero darle mi virginidad a un anciano, sería terrible... Pero tengo otra idea.
—Habla.
—Bueno, Brook, Federico, podemos pedir limosna —propuso —. Seremos sinceros con la gente, les contaremos nuestra situación y puede que nos ayuden —sonrió, convencida de que su idea era la mejor idea sobre la faz de la tierra.
—¡Ya cállense los dos! —gruñó Brooklyn, llevando sus manos hasta su frente para cubrirse de los rayos del sol —. No pediremos limosna porque no somos pordioseros, ni nos acostaremos con hombres con tendencias pedófilas porque no somos prostitutas. En cambio, robaremos.
—¿Entonces no somos pordioseros ni prostitutas, pero sí ladrones? —preguntó Federico, intentando entender la lógica de la chica.
—Eres libre de ser un gigoló o un pordiosero, si eso es lo que quieres —espetó Brooklyn y Federico se apresuró a negar con la cabeza.
—Yo no estoy tan convencida sobre robar... —tartamudeó Sydney, algo nerviosa por la reacción que su amiga pudiese tener —. No creo que sea lo más correcto —agregó conflictuada.
Sydney tenía muy claro que la vida no le había sonreído con dinero, sin embargo, nunca había estado ni cerca de robar, excepto por aquella vez en la que no tuvo más opción que tomar sin permiso un bolígrafo del pupitre del lado, ya que había olvidado el suyo en casa y debía responder un examen.
—¿Syd, acaso prefieres derretirte con el calor aquí afuera? —preguntó Brooklyn acercándose a ella —. ¿No prefieres estar en una de esas lujosas habitaciones de hotel con aire acondicionado, bañera y servicio al cuarto?
—¡Yo sí lo prefiero! —respondió Federico emocionado —. Si la habitación tiene cocteles a la carta, cuenta conmigo para tu plan de ratera.
Sydney prefirió no responder, simplemente se limitó a observar a Brooklyn con cara de incomodidad, tampoco queriendo decir no al plan. Y su inseguridad no se debía a que no quisiese estar dentro de aquellas habitaciones llenas de comodidades, sino porque para ella, el fin no siempre justificaba la causa.
—Vamos, Sydney, mira a tu alrededor. Robaremos a gente que tiene de sobra, ni siquiera lo echarán en falta.
—¿Eso crees, Brook?
—Yo lo puedo confirmar, Sydney —dijo Federico, pasando a los puestos del frente con los movimientos de un gato —. Una vez, mi padre olvidó su billetera llena de efectivo en un restaurante, y prefirió no volver por ella porque le daba pereza. Así que nunca recuperó el dinero.
—Tu padre es un imbécil —aseguró Brooklyn.
—Concuerdo totalmente —dijo Federico —. Por eso estoy con ustedes, a cientos de kilómetros lejos de él.
—Syd, entonces aquí va el trato: Sólo robaremos ricachones con malas intenciones que se lo merezcan.
—¿Y cómo sabremos si sus intenciones son malas? —preguntó Sydney, a punto de ceder al plan.
—Estamos en la ciudad de la culpa, descubrirlo será pan comido —aseguró Brooklyn, guiñando uno de sus ojos mientras sonreía.
—Está bien, pero...
—Pero nada —interrumpió Sydney —. Necesitamos vernos completamente diferentes si queremos lograr lo que nos propusimos.
Una hora pasó desde que los tres chicos pusieron manos a la obra para cambiar su físico, sin embargo, el resultado valió totalmente la pena. Ambas chicas usaban pintalabios rojo carmesí, vestidos de noche con lentejuelas y muchas sombras en los ojos, además de tener unos peinados totalmente adultos, lo que ocasionó que exteriormente pareciesen jovencitas de unos 20 años. Por otra parte, Federico tenía sus rizos peinados con esmero, casi hasta el punto de quedar lacios, pero él, en lugar de usar vestido de noche y ante la falta de ropa elegante para hombre en el maletero, se decidió a usar el suéter y los pantalones chinos que llevaba la noche de su fiesta de cumpleaños.
—¿Alguna pregunta? —inquirió Brooklyn luego de haber explicado el plan de robo tres veces.
—¿Qué hacemos si nos atrapan?
—Correr, Syd. No tendríamos muchas más opciones...
—¿Podemos conseguir algo de tomar antes?
—Tendrás todo el alcohol que quieras luego de esto, Federico —rezongó Brooklyn, poniendo sus ojos en blanco.
Con el plan claro en su mente, los chicos se dirigieron hasta Los Llanos Strip, deteniéndose en la ancha acera junto al lago artificial de un hotel. Sydney debía hacer el primer movimiento, sin embargo, estaba demasiado nerviosa, tanto que ya no sabía si el sudor que sentía por todo su cuerpo, incluidas sus manos, era debido al calor o a la ansiedad.
Mientras la chica intentaba calmarse, un viejo de más de 60 años que se asemejaba a una vieja cabra se detuvo frente a ella para observarla por un momento y, sin el mínimo pudor, le envío un beso para después acercarse.
—Hermoso bombón —la llamó aquel anciano con una voz carrasposa y desagradable —. ¿Te apetecería tomar un trago en algún bar? ¿O mejor en la habitación de mi hotel? —preguntó el hombre con una sonrisa que destapó sus dientes amarillos y su aspecto descuidado.
—Serían... serían 100... —tartamudeó ella, sintiendo como todo su estómago se revolvía.
—Si te quedas conmigo toda la noche puedo darte hasta mil.
—El pago es... es por adelantado —aclaró Sydney con una voz tan temblorosa que a duras penas se le entendía.
—¡Por supuesto! —exclamó el hombre, extrayendo una abultada billetera del bolsillo derecho de sus shorts estilo cargo de la cual sacó varios billetes para luego regresarla a su lugar. Y en el momento exacto en que Sydney se preparaba para recibir el dinero, Brooklyn apareció en escena, chocando con el anciano y abrazándolo para intentar no resbalar, adoptando el papel de una despistada transeúnte.
—Disculpe —dijo con una voz tan angelical que sorprendió a Sydney —, estos tacones son muy altos para mí —agregó —, debí haber elegido unos más bajos —sonrió, regresó a su posición erguida y continuó con su camino.
—¿En qué estábamos? —dijo el anciano al estar libre de distracciones, observando a Sydney.
—Te doy cinco mil sólo por una cena —se escuchó decir a Federico, quien recién había aparecido en escena usando una voz masculina y extraña, muy ajena a su voz usual.
—¡Trato hecho! —exclamó Sydney, corriendo tras Federico y echando a andar lejos del lugar.
—¡El dinero que te ofrecí te hará falta para comer mañana, puta barata! —gritó el hombre.
Sydney ni siquiera se molestó en girarse para contestar algo, tan solo quería alejarse del hombre lo más pronto posible, sin embargo, Federico no pensaba igual, así que se giró y le gritó al hombre de vuelta.
—¡Debería usar ese dinero para una liposucción, le aseguro que no le vendría mal!
A unas cuantas cuadras al norte, se encontraron con Brooklyn, quien escondida tras un poste de luz revisaba una billetera, botando al suelo todo lo que parecía no otorgarle ningún beneficio.
—¡Al fin llegan! —exclamó —. Tengo buenas noticias: el imbécil ese tenía una tarjeta de crédito Black...
—¿Las que no tiene límite de cupo?
—Exacto, Brook, las que no tiene límite de cupo.
—Supongo que con eso es más que suficiente, ¿o no?
—Claro que no. Necesitamos muchas más. Aquel imbécil no tardará en bloquear su tarjeta cuando reciba la confirmación de cualquier compra que hagamos. Así que por cada cosa que queramos, debemos tener una nueva tarjeta.
—Pero...
—¡Manos a la obra! —interrumpió Brooklyn a Sydney, dejándola con las palabras en la boca y miles de preguntas más que sabía sólo le serían respondidas por la experiencia de ser una ladrona debutante.
No olvides darle like, comentar y seguirme en mi perfil para no perderte ninguna actualización de esta y otras historias.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top