Sydney, La Cadena Empeñada

—¡Es ahí! —exclamó Sydney, señalando un pequeño negocio con escaparates pulidos y ventanas amplias que se encontraba en el primer piso de un edificio delgado de más de 10 plantas de alto que parecía esconderse en medio de dos edificios mucho más altos, nuevos y contemporáneos, los cuales se quedaban con la mayoría de los rayos solares.

Brooklyn no tardó en detener el auto, estacionándolo a un lado de la calle en unos pocos segundos, robando el lugar de estacionamiento a algún despistado que no era lo suficientemente rápido como para estacionar sin problemas. Aquello fue un golpe de suerte, como Sydney bien sabía, pues conseguir estacionamiento en Los Santos, un lugar con más autos que personas, era una tarea verdaderamente tediosa, así que solo quizá, la suerte le sonreía en un intento por demostrarle que había tomado la decisión correcta al escapar con Brooklyn.

Con el auto estacionado, Sydney descendió con un brinco para después avanzar a pasos agigantados, sin embargo, Brooklyn la detuvo con una sugerencia cuando ya había conquistado la mitad de la acera

—No olvides tu mochila. No queremos regresar y no tener nada.

—¡Cierto! —exclamó Sydney, volviendo sobre sus pasos para tomar su mochila al tiempo que Brooklyn oprimía un botón desde adentro, lo que ocasionó que el techo del auto se desplegara desde la parte trasera y poco a poco fuera cubriéndolo por completo.

Más tarde, las chicas avanzaron por la acera camino al pequeño negocio que sobre la puerta tenía un gran letrero con un gigante dragón dorado que cobija el nombre del lugar: Prendería El Dragón de Oro.

—¿Quién dijiste que trabaja acá? —preguntó Brooklyn, observando algunas joyas brillantes y de muchos quilates que se exhibían en los escaparates exteriores y brillaban aún más con los últimos rayos de sol de la tarde.

—Un viejo amigo —respondió Sydney, teniendo un leve recuerdo del chico que la esperaba adentro —. Su nombre es Adrien —explicó —, solía ser mi vecino cuando era más pequeña y vivía por acá, en el centro de la ciudad.

La chica se apresuró a entrar, dejando a su amiga rezagada. Abrió la puerta principal del lugar, la cual chocó con unas campanitas de metal que colgaban del techo, ocasionando un sonido molesto y agudo que retumbó por todo el lugar, anunciando así su presencia.

La prendería El Dragón de Oro estaba tal cual como la recordaba de su niñez. Los techos bajos se combinaban con paredes repletas de joyas, muebles antiguos y electrodomésticos clásicos para hacer ver el recinto aún más pequeño de lo que ya era. Por momentos, incluso parecía que todo se iba a venir encima de ella, ahogándola en un mar de chécheres. El bochorno del lugar era muy característico también, producto del poco espacio y la cantidad de cosas que se encontraban en este, y eso, sumado al olor a polvo y vejez que podía matar de congestión a un alérgico, creaban la definición perfecta de un lugar en el que seguramente nadie quisiese estar.

Desde atrás de un escaparate dorado apareció un chico delgado, de piel rosada, de cabello café, gafas cuadradas y mirada perdida, quien no tardó en hablar con un desdén casi inhumano.

—Bienvenida al Dragon de Oro. ¿En qué puedo ayudarle el día de hoy?

—¡Adrien! —exclamó la chica —. ¿Acaso no me recuerdas? ¡Soy yo, Sydney Harmon!

—¡Sydney, por Dios!

—Pensé que me recibirías mucho mejor, como a una vieja amiga.

—Es que no te reconocí —afirmó el chico con la boca abierta de la impresión —. Estás mucho más alta y crecida, aunque sigues teniendo esa mirada de niña bonita que tenías desde pequeña. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cinco?

—Siete años desde la última vez que nos vimos —respondió Sydney, aproximándose al mostrador —. Tú también estás muy cambiado. La última vez que te vi eras un gordito mucho más bajo. Ahora estás delgado y mides mucho más que yo.

—Supongo que los tiempos cambian —dijo Adrien, sonrojándose levemente y por poco tropezando un jarrón antiguo debido a la confusión que le produjo el halago.

Y para Sydney los tiempos sí que cambiaban. Siete años antes, cuando vivía con sus padres en un apretado apartamento en la zona deprimida que solía ser el centro de Los Santos por aquel entonces, no tenían dinero ni siquiera para lograr comer las tres veces diarias necesarias, sin embargo, era mucho más feliz que en la actualidad. Pasaba sus días escabulléndose hasta el Dragón de Oro para jugar con Adrien entre todas aquellas cosas, imaginando que podía ser una pirata, una princesa o incluso una espía, casi ignorando por completo que su familia no tenía donde caerse muerta aunque su madre se lo recordara constantemente, reprendiéndola por perder el tiempo imaginando boberías en lugar de invertir todo lo que podía en formarse y dar lo mejor de sí para ser una mujer exitosa.

Las campanitas de metal sonaron de nuevo, anunciando la llegada de Brooklyn, quien entró al lugar observando todo como si se tratase de una de las siete maravillas del mundo.

—Bienvenida al Dragón de...

—¡Viene conmigo! —interrumpió Sydney a Adrien rápidamente para que no continuara emitiendo palabras innecesarias —. Brooklyn, él es Adrien Crowley, Adrien ella es...

—Brooklyn Blackfield —interrumpió su amiga, haciendo un rápido levantamiento de cejas como saludo para el chico —. ¿Syd, cómo se supone que encontraremos lo que necesitamos en una prendería?

—Eso era lo que estaba a punto de explicarle a Adrien —aseguró Sydney con una sonrisa incómoda, extrayendo la postal de su bolsillo para después desplegarla y ubicarla sobre el mostrador —. Necesitamos saber qué dice en este lugar de la imagen —explicó, apuntando con su dedo índice la pequeña señal donde parecía haber un nombre —. Así que pensé que podrías ayudarnos haciendo uso de aquellas lupas con las que se evalúan la calidad de los diamantes y las otras joyas.

Adrien se inclinó sobre la postal para detallarla por unos segundos, momento que Brooklyn aprovechó para acercarse al mostrador, ubicándose junto a Sydney. El chico regresó a su posición pasados algunos otros segundos.

—¿Y entonces? —preguntó Brooklyn.

—Creo que puedo ayudar —respondió Adrien —. Esperen un momento —agregó, terminando por desaparecer luego de cruzar el marco de una puerta que se alzaba detrás del mostrador.

—Syd... —dijo Brooklyn, luego de observar hacia varios lados del lugar como un vigilante, algo que Sydney creyó hacía para evitar que oídos curiosos escucharon lo que tenía para decir —, no tenemos mucho dinero que digamos. Llenar el tanque de gasolina del auto consumió bastante de nuestro corto presupuesto —afirmó con una sonrisa culpable.

—¿Y eso con cuánto nos deja? —preguntó Sydney, intentando mantener la calma para no entrar en un remolino de emociones ansiosas y preocupantes.

El dinero no era un tema sencillo para ella. Siempre había vivido en la necesidad y lo que su madre más le había inculcado era la necesidad imperante de dejar esta atrás, sin importar el costo que tuviese que pagar y conseguir cuanto dinero pudiera amasar, pero no la culpaba, nunca lo hizo. Sydney era consciente de que su madre intentaba conseguirle la mejor vida posible, una vida que se le había negado a ella, pero que la chica podría conseguir si se empeñaba.

—Bueno... creo que si sabemos utilizarlo podríamos comprar un almuerzo y compartirlo...

—¡¿Un almuerzo?! —exclamó Sydney, no pudiendo resistir más y terminando por ceder ante el desespero de la ansiedad —. ¿Cómo se supone que vamos a llegar a... a dónde vayamos con el dinero de un almuerzo? —preguntó indignada, peinando su cabello rubio tras sus orejeas —. Es que ni siquiera sabemos a dónde vamos.

—No las apañaremos, Syd. No debes preocuparte por eso.

¿Cómo Brooklyn era capaz de decirle eso? ¿Que se las apañarían?... ¡¿Pero cómo?! El dinero no llovía ni tampoco crecía en los árboles, aunque, de cierta forma, entendía porque Brooklyn decía eso. Su amiga había crecido teniendo todo lo que necesitaba y mucho más, jamás se había preocupado por un solo centavo en su vida mientras que Sydney en verdad entendía lo preocupante que era vivir con el día a día, vivir con lo de un almuerzo, y lo odiaba. Fue allí cuando empezó a dudar de la Odisea que recién había empezado.

Antes de que la acalorada conversación pudiese seguir, Adrien volvió al lugar con varias lupas de marco dorado en sus manos.

—¡Acá las tengo! —dijo, ubicando los objetos sobre el mostrador para luego elegir una sola lupa bajo algún criterio que Sydney desconocía. El chico se inclinó sobre la postal, ubicando la lupa frente a uno de sus ojos para observar con atención por un momento —. ¡Listo!

—¡¿Qué dice?! —exclamó Brooklyn de la nada como una leona fiera que desea a su presa, ocasionando que Sydney se sobresaltara y diera un pequeño brinco.

—Es el nombre de una calle...

—¡¿Y cuál es el nombre?! —insistió Brooklyn, aún más exaltada que antes, ubicando ambas manos sobre el mostrador en un movimiento rápido. Se notaba que estaba más que ávida por respuestas.

—Ocean Drive —respondió Adrien y un centésima de segundo más tarde, Sydney pudo sentir como los ojos azules, hechizantes y amenazantes de su amiga se clavaban sobre ella.

Era obvio que Brooklyn quería respuestas, pero Sydney no había entendido la pregunta que su amiga nunca pronunció, lo que la ponía en bastante desventaja. Intentó entonces buscar el nombre de Ocean Drive en su cerebro, repasando todos sus amplios conocimientos en geografía, pero no encontró nada en un primer intento.

—No logro ubicar ninguna calle con ese nombre —balbuceó y luego pasó saliva, consciente de que sus palabras no agradarían a Brooklyn para nada —. Lo siento.

—Eso no es una opción, Sydney —afirmó Brooklyn —. Debes encontrar la calle.

—Podrían buscar en Google Maps o algo...

—¿Acaso sabes cuántas calles llamadas Ocean Drive debe haber en el mundo, Adrian? —preguntó Brooklyn de forma muy agresiva, clavando su mirada incisiva en el chico.

—Es Adrien...

—¡Miles! Debe haber miles de calles con ese nombre y no tengo tiempo para buscarlas a todas por Google Maps.

—¡Al otro lado del país! —exclamó de repente Sydney, luego de haber encontrado la respuesta en su cabeza tras una ardua filtración de información —. Tenía razón cuando dije que el lugar de la postal se vía tropical por la vegetación y la arquitectura, así fue como lo recordé. Hay una avenida que recorre gran parte del Mar Caribe y tiene ese nombre, Ocean Drive... El problema es que la avenida tiene demasiados kilómetros de extensión y...

—¡Entonces el tiempo apremia! —dijo Brooklyn, tomando la postal en una de sus manos y con la otra tomando la mano de Sydney, quien desprevenida reaccionó rápido y frustró el accionar de su amiga, permaneciendo libre.

—Brook, tendremos que recorrer todo el país si queremos encontrar el lugar de tu postal.

—¡Pues lo haremos!

—Pero tardaremos demasiado —rezongó Sydney.

—¿Hay algo mejor que tengas que hacer en Los Santos?

La chica lo meditó por un segundo, y terminó por darse cuenta de que, en verdad, tampoco tenía nada que hacer en la ciudad. El verano y las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina, por lo tanto no eran un problema. ¿Pero sus padres y sobre todo su madre? ¿Qué pasaría con ellos? ¿La extrañarían? ¿Y el campamento de verano al que siempre iba? Había demasiado en Los Santos como para simplemente escapar en un viaje sin fechas, planeación o dinero como mínimo.

—Sí, Brook, hay algunas cosas como mi campamento de verano y mi madre.

—¿Te refieres al campamento de verano al que has asistido por 5 años seguidos? ¿Prefieres eso a una aventura nueva?

—Me ayuda con mis calificaciones —explicó Sydney, sintiéndose algo atacada por su amiga.

—Tienes las mejores calificaciones del colegio y probablemente de la ciudad.

En aquello Brooklyn tenía un buen argumento. Las calificaciones de Sydney Harmon eran incomparables, nadie lograba ser tan buena en cada una de las materias que había en el colegio. Sin importar si evaluasen números, letras o habilidades físicas, Sydney era la mejor en todo, casi parecía un robot programado para rendir, y realmente no estaba muy lejos de serlo. Su madre había hecho de su crianza un detallado programa para ser buena en todo lo que se pudiese contar en el sistema educativo. Pero justo ese era el otro problema: su madre. Ella lo había dado todo por Sydney, no podía abandonarla sin más.

—¿Y mi madre? —susurró, observando las uñas de sus manos que su madre recién había arreglado y pintado la noche anterior con un rosa pálido —. Ella puede reaccionar muy mal, Brook. Ya la conoces.

—Tu madre sobrevivirá, Syd. Tiene que aprender que tu y ella son personas distintas. Ambas pueden vivir sin la otra, de hecho, les vendría muy bien estar separadas un tiempo.

—Creo que en eso tiene razón tu amiga —concordó Adrien, suavizando sus palabras entrometidas con una sonrisa incómoda.

—¿Eso creen ambos? —preguntó Sydney, observando cabizbaja a sus dos amigos, quienes asintieron totalmente convencidos de sus palabras.

—Es hora de irnos entonces —dijo, fingiendo una sonrisa que ocultaba la tonelada de inseguridad con la que cargaba mientras dio unos pasos con rumbo hacia la puerta principal.

—Un momento, Syd.

—¿Hay algún problema? —preguntó ella, observando a su amiga.

—No tenemos dinero —respondió Brooklyn, retirándose de su cuello la hermosa cadena de oro reluciente para luego ubicarla sobre en el mostrador —. ¿Cuánto nos puedes dar por esto, Adrien? —El chico se inclinó para revisar el objeto con otra de sus lupas.

—Brook, esa cadena es uno de los pocos recuerdos que aún te quedan de tu padre, no puedes empeñarla en una prendería.

—No tenemos otra opción. Por ahora necesitamos más el dinero. Y no perderé la cadena para siempre, puedo volver por la ella luego, ¿verdad? —Adrien asintió, recibiendo la cadena en sus manos para analizarla.

El objeto era muy hermoso, y no porque estuviese hecho de oro, sino porque su diseño era delicado y refinado. Se notaba que quién la eligió había tardado mucho tiempo en encontrar el regalo perfecto para la persona que más amaba.

—Esto es lo máximo que puedo darte —afirmó Adrien, sosteniendo un famélico fajo de billetes que había sacado de algún lugar indeterminado del mostrador —. Es oro de muy buena calidad, pero somos una prendería, no una joyería. Si te diera más por eso, estaríamos perdiendo dinero

—¿Tan poco dinero? —preguntó Sydney boquiabierta, extrañada por los pocos billetes que costaba el recuerdo más amado de Brooklyn.

—Es oro de muy buena calidad, pero somos una prendería, no una joyería. Si te diera más por eso, estaríamos perdiendo dinero.

—¡Trato hecho! —exclamó, Brooklyn, arrebatándole el dinero al chico con un veloz manotazo.

—Perfecto, Manhattan —respondió Adrien.

—No te hagas el chistoso conmigo —gruñó ella —. ¿Cuánto tiempo tengo para devolver el dinero y recuperar mi cadena?

—Tres meses.

—Más que suficiente —aseguró Brooklyn —. Ahora sí, hora de irnos. Y recuerda, Adrien, no puedes decirle una sola palabra sobre esto a nadie.

Sydney permanecía impactada ante tantos sucesos juntos. No podía creer que su amiga hubiese empeñado aquella cadena a la que se había aferrado tanto el último mes y que le había regalado su adorado padre por tan poquísimo dinero, pues era seguro que no habían recibido ni un cuarto del precio original.

Las chicas se giraron para dejar el lugar luego de haberse despedido de Adrien, sin embargo, al ver lo que se encontraba tras el vidrio de la puerta principal no pudieron evitar verse la una a la otra, congeladas por el suceso.

—Ay, no —suspiró Sydney, sin dejar de observar cómo dos policías se encontraban en la calle, observando el convertible negro por todos lados como si se tratase de algún objeto robado, lo que en cuestión sí era —. ¿Qué haremos, Brooklyn? —preguntó, intentando respirar pausadamente para no tener un ataque de ansiedad —. ¡Si nos atrapan estamos muertas! —exclamó —. Vamos a ir a la cárcel y no voy a poder graduarme a tiempo del colegio. —Elevó las manos hasta su frente, tocándosela con desespero —. Y con ese expediente manchado no podré entrar a una universidad prestigiosa y terminaré en la calle pidiendo limosna como...

—¡No más, Sydney! —exclamó Brooklyn, tomándola por las manos para intentar tranquilizarla mientras la miraba directo a los ojos —. Esto no es ni de lejos un verdadero problema. Ya verás —dijo —. Adrien, ven acá... Necesitamos una distracción y tú eres el indicado. ¿Tiene puerta trasera este lugar?

—Sí, por el callejón —respondió el chico.

Algunos minutos más tarde, ambas chicas se escabullían por la puerta del callejón oscuro y con olor a orín de perro y de vagabundo, a la vez que Adrien se encargaba de distraer a los policías desde el interior de la prendería con alguna información falsa sobre un ladrón inexistente.

Debido al apuro del momento, la oscuridad del callejón y lo rápido que avanzaba Brooklyn, Sydney ni siquiera fue consciente de dónde pisaba y cuatro pasos después de abandonar la prendería, su pie se posó sobre un charco de agua negra, o al menos ella quiso creer que se trataba de agua, mojando todos sus zapatos negros de poco tacón y sus medias blancas prístinas.

—¡Por Dios, no! —chilló, haciendo una mueca de asco y saltando en el pie que tenía más seco para no sentir el agua que se había reposado en su otro zapato.

—¡Rápido, Syd! —exclamó Brooklyn —. Luego buscaremos ropa para que puedas cambiarte.

Las chicas abandonaron el callejón y Sydney subió primero al convertible, esta vez abriendo la puerta, ya que el techo seguía desplegado. Cuando estuvo sentada en el puesto del pasajero, cerró la puerta temblorosa y con mucho cuidado, intentando que por nada del mundo los policías dieran la vuelta y observaran como escapaban.

Su amiga se demoró un momento en entrar al auto y ella no entendió el porqué, sin embargo, aprovechó el momento para quitarse sus zapatos y medias mojadas. Más tarde, el golpazo que Brooklyn dio para cerrar la puerta la hizo dar un salto, pero ni siquiera eso la preparó para lo que se avecinaba. Su amiga empujó el interior del manubrio con toda la fuerza que tenía, ocasionado que el claxon sonara de la manera más escandalosa posible.

—¡Brooklyn! —gritó Sydney, pero su amiga sólo la observó con una sonrisa pícara mientras oprimió un botón para que el techo se plegara en la parte trasera —. Nos descubrirán.

—Exactamente eso es lo que quiero —advirtió su amiga.

Sydney pudo ver cómo los policías salían a toda prisa de la prendería El Dragón de Oro y todas sus tripas se revolvieron, haciendo que estuviese a punto de vomitar. Afortunadamente, un poco de su tranquilidad regresó cuando sintió como Brooklyn pisó el acelerador del auto y este avanzó lentamente.

—¡Cerdos! —gritó Brooklyn tan alto como pudo cuando ya no quedaba techo sobre su cabeza. Con una mano dirigía el volante y con la otra levantaba el dedo del medio directo hacia la vista de los policías atónitos que no daban crédito a lo que veían.

Cuando el auto avanzó algunos metros, Sydney pudo ver la patrulla de los policías, pero lo que más llamó su atención fue como en toda la carrocería de las puertas del lado izquierdo se podía leer: ACAB, rasgado con un objeto filoso y reteñido con un pintalabios rojo.

—¿Fuiste tú?

—¿Tú qué crees? —respondió Brooklyn, acomodando el espejo retrovisor levemente mientras sonreía victoriosa —. Te dije que nos las pagarían —agregó —. Y no hay nada de qué preocuparse, porque no nos van a seguir, al menos no con dos neumáticos pinchados.


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