Sydney, El Cumpleaños
Tres golpes secos se escucharon al interior del Ford Mustang morado, ocasionando que Sydney saliera de su sueño abruptamente y se sentara de un brinco asustada y con el corazón en la mano. Sus ojos, que aún no lograban enfocar bien, se dirigieron hacia una de las ventanas, tras de la cual vio a Brooklyn manoteando. La cabeza de la chica se batió de un lado a otro para intentar regresar a la realidad. Sus manos se dirigieron a sus ojos para frotarlos y conseguir ver más de lo que podía.
—¡Sal del auto! —escuchó decir a su amiga desde afuera.
Brooklyn abrió la puerta del pasajero y el olor a humedad penetró, acompañado de gotas de lluvia y un frío polar que le heló hasta la sangre. Sus pelos se pusieron de punta y la única reacción que halló fue cubrirse más con el abrigo que tenía.
—Buenos... días —susurró, presenciando por primera vez la mañana gris e insulsa que envolvía a una Brooklyn con rostro alegre.
—¡Tenemos una increíble noticia! —exclamó Federico, quien salió de atrás de Brooklyn, sosteniendo su celular en la mano derecha—. Encontramos un lugar para ducharnos, cambiarnos y refrescarnos.
—Y lo mejor de todo... ¡gratis! —completó la idea Brooklyn, ofreciéndole su mano a la rubia para ayudarla a descender del auto.
En su accionar, Sydney sintió en su espalda una punzada profunda que la hizo gemir de dolor antes de siquiera lograr enderezarse completamente.
—Mi espalda —gruñó, llevando su mano hasta aquella parte de su cuerpo a la vez que su cabello despeinado se movía salvajemente por el viento que corría entre los edificios de Magna —, me duele mucho.
—Dormimos en un auto, Syd... La espalda nos está doliendo a todos.
—También el cuello —agregó Federico —. A duras penas puedo girar para ver a la derecha sin sentir que mi cabeza caerá al suelo.
—Hay algo que puedo hacer por ti —dijo Brooklyn —. Pon las manos en cruz sobre tu pecho y date a vuelta.
Sydney obedeció sin poner ningún tipo de resistencia. Cuando estuvo en la posición indicada, Brooklyn la tomó desde atrás y la alzó de una forma extraña, ocasionando que sus articulaciones crujieran como un cocodrilo hambriento. Al regresar al suelo, el dolor había menguado mucho, aunque no desaparecido por completo.
—Gracias —dijo Sydney, sonriendo —. Ya podemos ir a ducharnos...
—¡Síguenos! —exclamó Brooklyn.
Los jóvenes anduvieron por las aceras de Magna. Aquel vecindario era más exclusivo que donde habían estado la noche anterior, sin embargo, la basura siempre estaba presente. Era como si Magna fuera una fábrica de basura, polución, lluvia, frío, personas muy ricas que guarecían en sus altos edificios y personas muy pobres que no tenían más opción que vivir en las calles.
—¡Un gimnasio! —exclamó Sydney minutos después, cuando estuvo frente a la puerta de vidrio de aquel lugar. En el reflejo, pudo verse y notó como estaba muy despeinada, con ojos hinchados y la ropa fuera de su lugar.
—¿No es fantástico? —preguntó Federico —. Conseguimos una prueba gratis de un día para los tres, e increíblemente, fui mi idea. —explicó, sonriendo orgulloso.
—Pensé que... —Sydney prefirió callar, pero aquello la destruyó.
Aunque aquel día parecía un día más sin importancia en su largo viaje, para Sydney no lo era. Aquel 30 de junio era su cumpleaños número 17 y el mundo entero lo había olvidado. Sus amigos ni siquiera estaban conscientes de lo que sucedía, pero no los culpaba. Al fin y al cabo, estaban en medio de un viaje donde no había tiempo para pensar en otra cosa.
Con lágrimas en sus ojos que ocultó satisfactoriamente, entró en el gimnasio. Su ducha, que en un principio pensó sería rápida, le tomó media hora. Bajo el agua hirviendo, lloró a cántaros, los cuales se fundieron con el agua que caía. Era una tonta por pensar que por primera vez en la vida alguien recordaría algo suyo. Pero también le dolía que Brooklyn no hubiese recordado aquella fecha tan especial, aún más luego de que ella sí hubiese intentado animar cada uno de los cumpleaños de su amiga.
—¡Syd, date prisa! —gritó Brooklyn, golpeando la puerta de la ducha desde el otro lado.
Sydney tomó una profunda bocanada de aire e intentó responder lo más natural posible, para que no se notara su tristeza.
—¡Salgo en un momento!
Segundos después, la chica ni siquiera había abierto la puerta por completo cuando Brooklyn apareció frente a ella y la atacó, enviándole un montón de prendas que ella agarró con una sola mano, teniendo la otra ocupada sosteniendo la toalla que rodeaba su cuerpo.
—Viste esto, maquíllate y ponte hermosa... aunque eso es imposible —dijo Brooklyn —. Siempre estás hermosa —agregó.
Aquel halago hizo sentir bien a Sydney, pero su tristeza no tardó en regresar, opacando por completo el leve momento de alegría que fue le preludio de una triste hora. Intentando no llorar, Sydney dio todo de sí para lograr maquillarse sin que sus lágrimas lavaran los productos y la dejaran como un mapache.
—Creo que estoy lista —suspiró con desdén.
El camino desde el gimnasio hasta el auto no fue para nada envidiable. Además de la tristeza con la que ya tenía que cargar, el cielo se decidió por dejar caer gotas que aumentaron su melancolía y su sentimiento de tristeza.
Dentro del auto no se dijo mucho y ella lo agradeció. Brooklyn avanzó sin decir palabra, concentrada en el camino, mientras Federico se sentó pacíficamente a ver su celular en los asientos traseros. Sydney no preguntó, pero supuso que iban directo a la salida de Magna, buscando continuar su camino hacia Calussa Beach.
Cerca de una hora después, el auto morado se detuvo de repente junto a una acera que no parecía tener nada de especial. Cuando Sydney se giró para solicitar una explicación, Brooklyn y Federico ya estaban descendiendo del auto.
—¡Baja, rubia despampanante! —exclamó el chico antes de cerrar la puerta y abandonarla en el interior.
Luego de apuntar su abrigo para impedir que el frío la helara, Sydney obedeció con desdén. Al estar a la intemperie, lo primero que notó fue como había aún menos luz de la usual en el ambiente y, aunque Magna era nublado y gris, no resultaba tan oscuro. Su mirada ascendió a los cielos y muy cerca de estos observó con claridad como miles de rascacielos parecían tocar las nubes, ocultando los rayos del sol.
—¡Por aquí, Syd! —gritó Brooklyn. Sydney descendió la mirada de las alturas para observar como su amiga permanecía junto a una enorme puerta dorada con exceso de adornos extravagantes.
Aquella decoración del lugar le resultó familiar y no tardó en descubrir por qué. Siguiendo la forma que tenía el edificio de la puerta dorada, Sydney escaló poco a poco la mirada hasta encontrarse el final en punta de la mismísima Kingdom Tower. Su cabeza se inundó de repente con preguntas. ¿Qué hacían ahí y por qué Brooklyn parecía estar a punto de entrar en el edificio?
—¡Despierta de tu letargo o te perderás de la sorpresa! —dijo Federico, tomándola por la mano de sorpresa y conduciéndola hacia la Kingdom Tower —. ¿No estás ansiosa?
—¿Por qué debería estar ansiosa? —preguntó Sydney, rascando su cabeza en forma de confusión.
—¡Cállate, idiota! —gruñó Brooklyn entonces, frunciendo el entrecejo y asestando un codazo en el estómago de Federico.
La puerta dorada magnífica se abrió suavemente ante los chicos, llamando su atención. Un elegante portero vestido de negro y con una perfilada boina salió de dentro y, sosteniendo la puerta, les dio una bienvenida cordial, constituyendo sus palabras el primer trato cordial que alguien les daba desde que habían puesto en pie en Magna. Brooklyn habló con el hombre por unos segundos y luego manoteó para que la siguieran.
Adentro, la Kingdom Tower resultaba tan impresionante como afuera. Lo dorado y estridente abundaba, recordando la vieja época dorada de los 20s y el cine clásico. El vestíbulo tenía unas enormes escaleras que hicieron sentir a Sydney tan minúscula como nunca en su vida, las cuales estaban cubiertas por un pulcro tapete rojo vinotinto que aportaba algo de sobriedad al ambiente.
—Señoritas, caballero —dijo entonces el portero —, serían tan amables de seguirme, muchas gracias.
Todo el grupo recorrió un pasillo de pisos brillantes, lámparas amarillas y muchos espejos en formas raras, terminando por arribar hasta una sala con sillones que era rodeada por elevadores.
—Último nivel —dijo el portero, oprimiendo el interruptor que llamaba el ascensor, como pareciendo recordar algo que en teoría debían saber. Luego, desapareció, regresando a la entrada del edificio —. Espero disfruten del almuerzo. Con su permiso, me retiro. Hasta luego.
Ante la mirada confusa de Sydney, el elevador no tardó en llegar más que un par de minutos. La chica intentó buscar una explicación en sus amigos, pero antes de que pudiera hablar o si quiera hacer una mueca, ambos la empujaron hasta que estuvieron dentro del elevador. Brooklyn se acercó al tablero de interruptores y presionó el último y más grande de estos con un rápido movimiento de sus dedos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Sydney, ignorando la música tipo jazz que sonaba allí dentro, pretendiendo relajar los ánimos.
—¡Es una sorpresa, rubia despampanante! —exclamó Federico, enviando sus manos por el aire.
—Exactamente —concordó Brooklyn, sonriendo.
Una sorpresa por su cumpleaños fue la primera explicación que conquistó la mente de Sydney. ¡¿Podía ser posible que sus amigos hubiesen ocultado sus intenciones durante todo el día?! No estaba segura, y tampoco quería hacerse falsas ilusiones. Para ella, era mejor estar preparada para lo peor, y de ahí en adelante agradecer cualquier cosa buena que la vida pudiese darle.
Intentando mantener la calma, logró llegar al último nivel de la Kingdom Tower sin explotar. Las puertas doradas se abrieron y desde el otro lado hizo presencia una luz amarilla tan brillante que los chicos tuvieron que entrecerrar los ojos para no ser cegados y conseguir salir del elevador.
—Buenas tardes.... Permítanme tomar sus abrigos —dijo una mujer muy bien peinada y presentada que esperaba junto al elevador, en un pequeño salón —. Síganme por aquí si son tan amables —agregó luego de haberse hecho cargo de las prendas.
Al pasar por un marco con relieve, apareció frente a Sydney la estancia más celestial que había visto. El restaurante era completamente circular y estaba protegido por enormes ventanales de techo a piso que daban una vista perfecta y sin interrupción a Magna y al cielo. Tan arriba parecía que las nubes ya no configuraban un impedimento y el sol entraba con claridad, librándose de aquella aura gris a la que estaban supeditados muchos niveles más abajo, en el suelo de la ciudad.
Sydney no continuó siguiendo a la mujer y desvió su camino para aproximarse a una ventana. Sus manos se pusieron sobre el cristal y su boca se abrió de la impresión. Toda la ciudad se podía ver desde allí arriba, al ser las montañas y el sol lo único más alto que la Kingdom Tower. Aquella era una visión irreal de Magna, pero no por ello menos hermosa. La ciudad aparentaba ser la cumbre del desarrollo humano, llena de edificios hermosos altísimos. Sin embargo, tan solo bastaba dejar el rascacielos para descubrir la verdad.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarla, señorita? —preguntó un mesero que se ubicó junto a la chica.
—Todo está perfecto —respondió ella de prisa, girándose para buscar a sus amigos entre las mesas redondas cubiertas por manteles rojos y coronadas por vistosas orquídeas.
Brooklyn y Federico ya habían tomado asiento en una mesa junto a un ventanal a unos cuantos metros de ella, quien no tardó en alcanzarlos.
—¡Esto es magnífico! —exclamó Sydney, sentándose en un asiento que le permitía seguir admirando la vista.
—Feliz cumpleaños, Sydney Harmon —dijo entonces Brooklyn, guiñando el ojo izquierdo mientras sonreía.
La emoción explotó dentro de Sydney como un aluvión de alegría. ¡Sí se habían acordado! ¡E incluso habían ido más allá y le habían preparado un lujoso almuerzo! Por un leve momento, se sintió mala por haber dudado de sus amigos, pero aquello no duró mucho. La chica se abalanzó sobre Brooklyn como un león sobre su presa para darle un abrazo y lo acompañó de varios besos cortos y dulces.
—¿Pero cómo vamos a pagar por esto? —preguntó Sydney en un pequeño susurro, acercándose a sus amigos por sobre la mesa —. Creí que ya no teníamos tarjetas de crédito...
—Tú no debes preocuparte por nada —respondió Federico.
—Justo como lo escuchaste, Syd —concordó Brooklyn —. Relájate, disfruta y pide todo lo que quieras.
Y la chica escuchó muy bien, puesto que hizo del menú su campo de juegos. Por la exclusiva mesa pasó caviar del más caro, muchos cocteles con sobrecostos, langostinos, carnes jugosas y deliciosas, ensaladas e inclusive un delicioso helado con oro derretido que impactó tanto a Sydney como a Brooklyn, pero no tanto a Federico, quien ya estaba acostumbrado a aquel tipo de lujos.
—¿Alguien pedirá algo más? —preguntó Brooklyn.
Federico negó con la cabeza mientras jugaba a sacar todo el alcohol desde adentro de las hojas de hierbabuena de un mojito.
—No puedo dar un mordisco más —suspiró Sydney —. Mi pancita está muy llena —agregó, sobando su estómago.
—¡Muy bien! —dijo Brooklyn —. ¿Quieres acompañarme al baño, Syd? Hay algo que debo mostrarte.
La rubia no demoró en levantarse para seguir a su amiga por entre las mesas. Tres minutos después, ya estaban frente a la puerta del baño, sin embargo, cuando Sydney se dispuso a entrar, Brooklyn la detuvo, tomándola del hombro.
—¿Qué sucede?
—¿En serio creíste que íbamos para el baño? —preguntó Brooklyn, sonriendo de forma malévola.
Antes de que Sydney pudiese decir otra palabra, Brooklyn golpeó una puerta que estaba al lado, consiguiendo abrirla. Federico apareció de repente al final del pasillo que conducía a ellas; su caminar era rápido y parecía nervioso.
—¡Adentro! —exclamó Brooklyn y Sydney obedeció.
Al pasar el umbral, Sydney se encontró con la parte menos exclusiva de la Kingdom Tower, y por mucho. Se encontraba en las escaleras auxiliares que sólo estaban hechas de concreto y tenían derruidas barandas a los lados.
Un empujón llegó intempestivo desde atrás, casi arrojando a Sydney escaleras abajo. La chica a duras penas logró sostenerse de la baranda para no terminar probablemente herida o muerta. Su vista dio entonces al vació, provocándole un escalofrío profundo y molesto. En medio de las escaleras había un hoyo oscuro que daba hasta el primer nivel.
—Lo... lo siento —tartamudeó Federico, confesando su culpa por el empujón.
—¡Rápido, no hay tiempo que perder! —exclamó Brooklyn, tomando a Sydney con su mano derecha y a Federico con su mano izquierda.
—¿Estamos robando la comida?
—No, Syd —respondió Brooklyn mientras todos bajaban las escaleras de prisa —. El almuerzo fue por cuenta de la casa, solo que ellos no lo saben.
—Hemos cometido tantos delitos que ya perdí la cuenta —rezongó Sydney —. No sé si debamos...
—¡Es aquí! —exclamó Brooklyn, deteniéndose para abrir una puerta a través de la cual impulsó a todos.
Del otro lado había un pasillo con la misma decoración que el vestíbulo del primer nivel, una alfombra rojo vinotinto, luces amarillas tenues, mucho dorado regado entre figuras estridentes y rectilíneas. Al final del pasillo se encontraron con un elevador, el cual, después de solicitarlo, arribó minutos después. Los tres abordaron y Brooklyn accionó el botón que conducía al primer nivel tan rápido como pudo.
—No estoy segura de si debamos continuar robando a cada lugar que vamos —dijo Sydney, intentado sonar cordial pero estando en verdad en desacuerdo con las acciones de sus amigos —. La policía ya nos tiene en la mira y con cada paso más que damos, más llamamos su atención.
—No sucederá nada, Syd. Tú misma lo dijiste: hemos llegado muy lejos.
—Pero, Brook... Cada vez nos pisan más los talones. El policía que nos acosó en Magna nos siguió hasta Los Llanos, así que probablemente está aquí en Magna también.
—Estás entrando en pánico...
—¡Brooklyn, salimos en televisión nacional! —gritó Sydney, rompiendo aquella regla interiorizada y natural que le impedía alzarle la voz a los demás. Sin embargo, aquel momento lo ameritaba. No podían seguir cometiendo delitos, no iba a ser una criminal.
El silencio cubrió de repente el elevador, solo escuchándose en el fondo la música relajante. Sydney observó a sus amigos. Brooklyn tenía el ceño fruncido, como intentando entender que acababa de suceder, Federico, por su parte, permanecía con la boca abierta debido a la sorpresa.
—No debes preocuparte, Sydney —dijo Brooklyn, asesinando al silencio —. Entiendo que estés algo estresada por el viaje, pero todo ha salido bien y seguirá así.
—Y debes estar feliz, porque tenemos otra sorpresa para ti —aseguró Federico.
—¿Una más?
—Es tu cumpleaños, Syd —respondió Brooklyn —. Ni siquiera miles de sorpresas serían suficientes.
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