Brooklyn, Magna

Al día siguiente, los chicos habían dejado el motel alrededor de las nueve de la mañana. Todos se habían duchado y arreglado, obteniendo un especial brillo de descanso en sus caras juveniles. Luego de eso, habían conducido todo el día y gran parte de la tarde entre las montañas y como Sydney había visto venir aquello, antes de emprender el camino había tomado un dimenhidrinato para evitar el mareo que con seguridad la haría vomitar.

Cuando la noche hubo caído sobre el cielo bajo el cual estaban las chicas, las montañas se escondieron bajo el manto oscuro de la noche, color muy alejado del verde radiante que gobernaba durante el día.

Sydney y Federico dormían plácidamente en sus respectivos asientos al son de una música relajada que provenía en una estación radial indeterminada. Brooklyn, en cambio, conducía atenta, tarareando sus canciones favoritas para alejar el sueño. Podía sentir poco a poco como el oxígeno empezaba a faltar en sus pulmones por la altura a la que se encontraban y aquello no era el único problema. La dificultad de la carretera sólo había empeorado y las señales de "Curva Peligrosa" empezaban a ser mucho más frecuentes de lo deseado. El olor a naturaleza que la chica podía percibir proveniente del exterior venía acompañado de un frío peculiar que empezaba a ser molesto, así que accionó un botón que desplegó el techo del auto hasta cubrirlo por completo.

A medida que más avanzaban, los autos empezaron a hacer presencia, a la vez que la carretera ganaba carriles y parecía dirigir a un lugar especial. Al doblar en una de las tantas curvas, Brooklyn pudo ver a lo lejos como, desde atrás de las montañas, se alzaba un resplandor amarillo que alumbraba hasta el cielo y que se percibía mejor con cada kilómetro que reducía su lejanía.

—¡Syd! —llamó Brooklyn, aún concentrada en la carretera —¡Syd, despierta! —insistió, batiendo a la chica con su mano derecha.

—Estoy muy cansada, Brook —balbuceó Sydney —. No quiero despertar...

—¡Creo que estamos cerca! —exclamó Brooklyn, subiendo el volumen de la música —. ¡Me dijiste que te despertara cuando estuviéramos cerca y creo que ya lo estamos!

Sydney se incorporó rápidamente, frotando sus ojos para ver mejor a través de la ventana.

—¡Estamos llegando a Magna, Brooklyn! —gritó Sydney, presa de la emoción. Luego, bajó la ventana para sacar su cabeza y ver mejor al resplandor que se acercaba —. Nunca creí que lo lográsemos... ¡Estamos demasiado lejos de casa!

Brooklyn comprendía la emoción de Sydney, es más, también la compartía. Magna era la ciudad capital del país y también la más grande, importante y famosa. La mayoría de las cosas pasaban en Magna. Justo allí era donde estaban los rascacielos más altos, las empresas más importantes y los monumentos más grandiosos.

Ninguna de las dos había visitado Magna jamás, debido a que Los Santos parecía tener todo lo que necesitaban. Sin embargo, Brooklyn ansiaba ver la Kingdom Tower, el edificio más alto de todo el continente, pero también la Basílica de Nuestra Señora de Fátima, una antigua iglesia enclavada en las montañas. ¡Había miles de cosas por conocer en Magna! Pero Brooklyn sabía que el tiempo no sería suficiente, al ser aquella ciudad una simple parada en su viaje con destino al lugar de su postal.

Pequeñas gotas de lluvia aparecieron en el parabrisas, anunciando la gran lluvia que se avecinaba, fenómeno muy usual en esa región del país. Sin embargo, aquello no impidió que las ventanas se mantuvieran abajo. Ninguna de las chicas quería perderse la primera imagen que Magna tenía para ofrecer desde la distancia.

Brooklyn condujo por algunos minutos más. Ambas chicas estaban a punto de salirse de sus asientos, ávidas por ver la ciudad, y el momento esperado con fervor llegó cinco minutos después. Al superar una curva, el Ford Mustang se encontró en la cima de una montaña, lo que les permitió tener clara vista del paisaje de la colosal ciudad.

Muchos metros más abajo de donde se encontraban, había un tipo de meseta rodeada por montañas enormes, y en esta especie de fortaleza natural se alzaba la imponente ciudad de Magna, un lugar al que ni siquiera la oscuridad y la lluvia podían opacar. Los múltiples rascacielos brillaban tanto que deslumbraban hasta a la luna, dando la impresión de que en la ciudad jamás caía la noche.

—¡La Kingdom Tower, Brook! ¡Ahí está! —gritó Sydney como loca, sin despegar su mirada del paisaje.

Varios autos se detuvieron frente al convertible, que recién iniciaba un descenso por una autopista empinada que dirigía a la ciudad. Brooklyn aprovechó el momento para observar la vista. El edificio Kingdom Tower se podía ver casi en el centro geográfico de Magna, como un faro que ubicaba a todos en aquella ciudad agreste de más de 20 millones de habitantes. La arquitectura de la torre era Art-decó, haciendo uso de una brillante fachada, arcos, esculturas y un final en punta que lo coronaba como el edificio más distinguido y elegante, además del más alto, por supuesto. Alrededor de la Kingdom Tower se levantan también muchos edificios gigantes de variados estilos que retrataban la larga data y multiculturalidad de Magna.

Mientras se fijaba en el paisaje, los ojos de Brooklyn se posaron en el límite contrario de la ciudad, donde, en la cima de una montaña, se erigía la grandiosa Basílica de Nuestra Señora de Fátima, la cual no pudo observar con detalle debido a su lejanía.

—¿Por qué avanzamos tan lento? —preguntó Sydney media hora después, cuando el paisaje ya había perdido la novedad.

—Estamos en Magna, par de pueblerinas —afirmó Federico, acercándose a las sillas delanteras —. No solo los edificios acá son enormes, también los atascos, las filas y los precios.

—Y yo que pensaba que los atascos de Los Santos eran los peores del mundo —suspiró Sydney.

—No tenemos tiempo que perder aquí —gruñó Brooklyn —. Debemos cruzar toda Magna para seguir con nuestro camino y a este paso no llegaremos nunca. Tírate en la silla trasera, Federico, como si estuvieras muerto —ordenó, oprimiendo el botón para plegar el techo.

—¿Para qué quieres que...

—¡Hazlo! —exclamó Brooklyn, obstruyendo el paso a cualquier explicación —. Syd, necesito que utilices tu hermosa voz para gritar como loca por doquier.

Las primeras gotas de lluvia penetraron en el interior del convertible, ante la falta de techo, sin embargo, no llegaron solas. Un frío penetrante también se coló al no haber nada que lo impidiera. Brooklyn sintió escalofríos, pero eso no la detuvo ni por un minuto de continuar con su plan.

—¿Pero qué debo gritar?

—Auxilio, ayuda, permiso, cualquier cosa para que esta gente abra el camino...

—Brook, si vas a hacer lo que pienso que vas a hacer, tengo que decirte que está prohibido y...

—Muy tarde para escuchar razones —interrumpió Brooklyn, apretando el claxon con toda su fuerza mientras Federico yacía en la posición deseada —. ¡Quítense! —gritó a todo pulmón.

Los conductores de los autos del rededor no pudieron evitar girarse para ver a qué se debía el escándalo proveniente del convertible morado, pero eso no detuvo a Brooklyn. La chica empezó a gritar palabras de ayuda mientras empujaba el claxon con todos sus ánimos para que los autos frente a ella despejaran el camino, emulando una emergencia.

—¡Tengo un herido! ¡Quítense! ¡Necesita ir a un hospital! —gritaba una y otra vez, abriéndose paso por entre la multitud de autos que parecían orillarse con confusión y desconfianza.

Brooklyn pisaba el acelerador y luego el freno, en un juego interminable para lograr abandonar el atasco. Luego de haber avanzado una distancia considerable, valiéndose de aquellas artimañas, un obstáculo apareció en el camino. Frente al convertible apareció un Rolls Royce Phantom negro como el carbón y su conductor parecía decidido a no moverse.

—¡Este imbécil no quiere quitarse! —gruñó Brooklyn, activando el claxon con energía mientras las gotas de lluvia resbalaban por todo su rostro.

—Y no tendría por qué hacerlo, Brook —aseguró Sydney, usando su mano derecha para cubrir su rostro de la lluvia —. Creo que somos nosotros quienes estamos cometiendo la infracción...

Sin prestar la mínima atención a las palabras de Sydney, Brooklyn giró el manubrio ante la negativa del conductor del Rolls Royce. En cambio, hizo que un Nissan Versa gris que estaba al otro lado se moviera, abriéndole paso para seguir con su camino.

—Toma la siguiente salida de la autopista —ordenó Federico, aparentemente cansado de estar recostado en la silla trasera, pero observando constantemente Google Maps —. ¡Y que sea rápido! Ya no siento mis pies ni mi trasero.

Como la salida ya estaba muy encima, Brooklyn tuvo que frenar el automóvil, girar todo el volante y luego conducir de forma horizontal por la autopista, ganando varios sonidos agrestes de claxon además de haber estado a punto de chocar con una motocicleta que salió de ningún lugar.

—¿Podemos cerrar el techo ya? —preguntó Sydney, tiritando del frío —. Creo que estoy tan empapada que me dará hipotermia.

Brooklyn accionó entonces un botón y el techo hizo lo propio, cobijándolos a todos de nuevo de la lluvia y el frío. Luego, encendió la calefacción para logar entrar en calor

—¡Ya está!

—Gracias —dijo Sydney aún tiritando.

—¿Quieren que pare para que cambiemos esta ropa por ropa seca? —preguntó Brooklyn, deteniéndose junto a otros autos ante la luz roja de un semáforo —. Nos espera un largo trayecto para poder abandonar Magna y no sé si podemos aguantarlo mojados...

—¿No nos detendremos en esta ciudad?

—Pensaba continuar de largo, Syd.

—¡Ni locos seguiremos de largo! —exclamó Federico —. El alcohol ya se acabó y tú llevas conduciendo todo el día. Nos merecemos un descanso.

—¡¿Nos?! —repitió Brooklyn indignada.

—Fede tiene razón, Brook —concordó Sydney, tomando su mano para robar algo de su calor —. Debemos dormir y comer algo.

Minutos después, el Ford Mustang estuvo detenido junto a una acera, en una calle llena de basura, altos edificios, muchas personas y abundantes avisos neón destellantes. Los chicos pretendían comprar algo de comida en un supermercado con algunos billetes que tenían. Brooklyn descendió del auto entonces, pero sus bonitas botas de terciopelo, las cuales usaba de nuevo, pisaron sobre algo suave. Su mirada se desvió al suelo y vio como su pie yacía sobre una enorme rata muerta que permanecía en la calle. El sentir los sesos del animal, aun estando la suela en medio, fue repugnante, así que se apresuró a retirarse del lugar.

—Esto se ve algo peligroso —dijo Sydney, insertando sus manos dentro de los bolsillos de su abrigo. Brooklyn la observó y se conmovió al ver como su cabello mojado y sus pequeños pasos friolentos le concedían una ternura que incitaba a apapacharla.

Pero su amiga tenía razón. En general, Magna no emanaba una sensación de seguridad, al contrario, todo el mundo caminaba con apremio, observando con desdén y suspicacia a los demás. Los suelos estaban llenos de basura de todo tipo y la lluvia incesante que caía solo empeoraba la suciedad y el sentimiento de abandono.

Brooklyn caminó entonces hasta Sydney, subiendo a la acera, y la tomó de la mano, dispuesta a caminar de esa forma para que se sintiese segura. Luego de dar algunos pasos, cayó en cuenta que nunca había caminado de la mano de nadie, pero se sentía bien. El acto le proporcionó la misma seguridad peculiar que esperaba otorgar, llegando incluso a olvidar sus ropas húmedas y el infortunado incidente con la rata.

Un indigente apareció entonces en el camino. Parecía en otro mundo. Hablaba sólo y gritaba locuras sin importarle las demás personas. Su aspecto no podía ser peor. Toda su ropa estaba café de la suciedad, su cabello enmarañado y su piel poseía un halo oscuro de mugre.

—¿Dónde mierda estamos, Federico?

—¡Bienvenidas al centro de esta metrópolis! —exclamó él, enviando sus manos al cielo mientras reía levemente —. Ya sé, no es lo que esperaban, pero es lo que Magna tiene para ofrecer —dijo, caminando hombro a hombro con las chicas.

—Tengo miedo de que nos roben —susurró Sydney, apretando con fuerza la mano de Brooklyn, quien empezaba a sentir algo de nervios ante lo agreste del escenario.

—Relájate, rubia despampanante. ¿Qué pueden robarnos? Las tarjetas las robamos nosotros y el auto ni siquiera es nuestro —se respondió Federico a sí mismo.

—Pero pueden asesinarnos...

—Todo estará bien, Syd —dijo Brooklyn, observando a su amiga con una sonrisa amorosa —. Si alguien se atreve a tocarte aquí, se las verá conmigo —advirtió, guiñando su ojo izquierdo.

En el camino hasta la tienda, Sydney recibió varios empujones de gente apresurada que caminaba sin el mínimo cuidado y, desgraciadamente, no recibió ni un solo perdón por la ofensa. La gente en Magna era distinta y la chica lo descubrió de la peor forma, enfrentándose a las personas en las aceras que parecían constituir el pináculo de la jungla de cemento.

Muchos indigentes más aparecieron en el camino, e incluso una familia de inmigrantes que pedían comida, ropa o cualquier cosa que les pudieran dar para hacer sus vidas un poco menos difíciles. Sydney quiso ayudarlos con algo de dinero, pero no tenía ni donde caerse muerta, así que no encontró otra opción más que hacerse la de la vista gorda y continuar, apretando la mano de Brooklyn para reconfortarse a sí misma.

—¿Por qué hay tanta miseria? —preguntó inocente.

—Porque eso es lo que pasa cuando juntas todo el dinero en pocas manos —respondió Federico —. Así sólo algunos disfrutamos de todo lo que los demás trabajan —agregó, observando como una elegante mujer que vestía un abrigo aterciopelado pasaba junto a ellos con más bolsas de ropa nueva de las que sus refinadas manos podían sostener.

—Creo que debemos apurarnos —dijo Sydney —. Quiero volver al auto. No me gusta esta ciudad.


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