Brooklyn, La Postal de Ensueño
El Mustang robado que Brooklyn conducía con agilidad y destreza ya estaba a unas cuantas cuadras de distancia del colegio. El techo del auto seguía plegado en la parte trasera, permitiendo que el viento corriera como loco a través de su cuerpo y el de Sydney, quien, confundida e indecisa sobre su reciente decisión, se giraba constantemente para cerciorarse de que nadie las seguía.
Por el contrario, Brooklyn no tenía ninguna duda sobre su escape, sin embargo, aquello no era nada raro en ella pues rara vez tenía dudas sobre algo, era el tipo de chica que prefería actuar sin pensar y luego lidiar con las consecuencias. Creía que pensar era para personas aburridas y nerviosas, descripción que no le quedaba desde ninguna perspectiva.
El vecindario del colegio adornado por palmeras y casas de no más de dos pisos no tardó en quedar en el olvido cuando el Mustang tomó la autopista más popular de Los Santos, sin embargo, esta se encontraba relativamente vacía debido a la hora, y aquello fue algo que Brooklyn aprovechó para acelerar sin temor a nada y rebasar en un santiamén los pocos autos que les rodeaban.
—Debemos quitarnos el uniforme si queremos que no nos encuentren tan fácilmente —advirtió, sin dejar de pisar el acelerador, y mientras con una mano dirigía el volante, con la otra forcejeaba para deshacerse de su camisa blanca de botones y su corbata azul a rayas.
—¿Y qué utilizaremos entonces? —preguntó Sydney, observando los botones de su camisa.
—Lo que sea que teangamos debajo del uniforme —respondió ella, guiñando su ojo izquierdo, casi a punto de coronar la lucha en contra de sus prendas.
En verdad, Brooklyn no estaba preocupada porque las encontraran siguiendo el rastro de su uniforme, ya que al fin y al cabo había demasiadas chicas con uniformes similares en una ciudad de millones de habitantes como lo era Los Santos. En cambio, solo pretendía deshacerse de aquellas fastidiosas prendas totalmente impuestas que le causaban una molesta e insoportable piquiña por doquier.
Cuando por fin logró zafarse de la corbata y la camisa, las envió volando sin retorno a través del viento que surcaba el auto y estas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos para nunca más volver, complaciendo a Brooklyn, quien esperaba no verlas de nuevo jamás.
Sin sus viejas prendas ya era libre y podía disfrutar a sus anchas del recorrido con nada más que un sutil y delgado esqueleto blanco que permitía que al aire acariciara su piel pálida y que los rayos del sol calentaran la mayoría de su torso, pero también había procurado no deshacerse por error de un hermoso collar dorado que adornaba su garganta resplandeciendo a más no poder.
Al girar un poco la vista para ver a su amiga, Brooklyn notó como Sydney parecía muy indecisa sobre si deshacerse de su uniforme, ya que a duras penas había soltado unos cuantos botones de la parte más baja de la camisa, mientras el nudo de la corbata aún permanecía muy cerca de su cuello, atado con firmeza.
—¡Vamos, Syd, deshazte de todo eso! —exclamó, usando su mano derecha para apurar el proceso, intentado sin éxito desabotonar más la camisa de su amiga. En medio de la distracción, el convertible se salió algo de control y se bamboleó un poco por la gran autopista, abandonando su carril por un segundo y ocasionando que el auto del lado tocara el claxon.
—¡Lo haré, Brook! —gritó Sydney, agarrándose con fuerza de la puerta del auto y empalideciendo ante la posibilidad de un choque mortal —, pero debes prestar más atención al...
—No debes preocuparte por eso —interrumpió Brooklyn —. ¿Acaso olvidas que ya tengo mi licencia? —Sonrió, bastante orgullosa de sí misma, extrayendo el documento del bolsillo de su falda que llegó acompañado de otro pequeño bambolear del auto mucho más sutil.
Desde que había cumplido 17, hacía un par de meses, Brooklyn se había propuesto obtener la licencia de conducción y no había sido ningún desafío lograrlo. Los autos le encantaban desde que tenía memoria, y había sido capaz de conducir cualquiera de ellos desde que su cuerpo fue lo suficientemente largo como para alcanzar los pedales, tan sólo faltaba un documento que lo comprobara y, ahora que tenía la licencia en sus manos, era el momento perfecto para recorrer todas las carreteras que le fuera posible.
—Te ves muy bien en la foto —aseguró Sydney, tomando la licencia en sus manos luego de haberse deshecho de su camisa y su corbata, pero lejos de enviarlas por los aires, las dobló rápidamente y las ubicó en el suelo del auto, junto a sus pies.
—¿Tú crees? —Su amiga asintió —. No seas condescendiente. No me veo bien, creo que incluso me veo un poco bizca.
Algo de tráfico se atravesó en el camino del Mustang negro, frustrando los deseos inconmensurables de Brooklyn de conducir a toda velocidad. Así que sin otra opción, el auto se detuvo de forma constante y pausada hasta que hubo una distancia prudente entre el capó y el maletero de un Toyota Corolla gris.
Como Sydney aún parecía estar muy concentrada detallando la licencia, Brooklyn tomó su maleta y empezó a escarbar dentro de ella como un desesperado topo urgido por encontrar su madriguera. Desde adentro, extrajo un cable blanco y corroído que le permitió conectar su celular al auto, recibiendo carga. Luego, tomó un pequeño clip que vio en el fondo de su maleta y se valió de este para abrir un compartimiento de su celular desde el cual extrajo la tarjeta Sim que luego arrojó por la borda.
—¿Puedes darme tu celular? —preguntó a Sydney, pero no espero siquiera la respuesta de la dueña cuando ya se había hecho con el objeto para realizar el mismo proceso y terminar por deshacerse de la tarjeta Sim ajena de la misma forma que había hecho con la suya —. No queremos que la loca de tu madre nos rastree —explicó ante la cara atónita de Sydney que recién empezaba a entender lo que sucedía.
Brooklyn no dio ninguna otra explicación, en cambio, sustrajo una postal también de su maleta para rápidamente colocarla sobre la licencia que aún tenía su amiga en las manos, interrumpiéndola.
—¿Una postal?
—Exactamente, Syd, una postal —respondió Brooklyn con una sonrisa incontenible —, pero no cualquier postal. Justo ahí es adonde nos dirigimos —aseguró.
Sydney tomó la postal, dejando de lado la licencia a un lado. Parecía confundida, puesto que le dio miles de vueltas a la imagen como buscando algo arduamente, sin embargo, Brooklyn no comprendía qué era lo que había perdido ni tampoco por qué no había dedicado ni un segundo a observar el lugar que retrataba la postal, un lugar que ella sabía de memoria y que jamás podía sacar de su cabeza por más que quisiera.
El paisaje que aparecía en la postal era la foto de un lugar tropical de arenas blancas y suaves coronadas por palmeras tan altas como rascacielos y tan verdes como el pasto de primavera, acompañadas por vegetación de los colores más extraños y llamativos, además, el agua que masajeaba la costa tampoco pasaba desapercibida, ya que era tan turquesa que parecía una bella mentira a través de la cual, muchos kilómetros más allá, se podía ver una fila de edificios de pocas plantas brillando con letreros neón acompañados por luces hipnotizantes.
—Brook... ¿Pero cómo llegaremos a este lugar? —preguntó Sydney, sin dejar de observar la postal por doquier —. No tiene una dirección, tampoco un remitente, ni siquiera dice de qué lugar se trata... ¿Acaso sabes dónde queda?
—Es más que obvio que no sé —respondió la chica —, pero sé que tú sabrás.
—¿Yo?
El tráfico pareció aligerarse y menos de un segundo después de que el Toyota Corolla gris del frente avanzara, Brooklyn ya lo estaba rebasando, intentando recuperar el tiempo perdido, y excediendo los límites de velocidad permitidos sin ningún remordimiento.
—Por supuesto que tú —aseguró, cambiando de carril para avanzar —. Eres la mejor en geografía, además, amas las ciencias sociales y la historia. Por lo menos debes tener alguna idea de dónde queda, ¿no?
Sydney analizó la imagen por algunos minutos sin decir palabra, a la vez que Brooklyn sorteaba los autos que aparecían en su camino con una seguridad y agilidad sorprendentes.
—Perfectamente podría ser al otro lado del mundo, Brook. Yo no...
—No, estoy completamente segura de que no es al otro lado del mundo. Sé que es en algún lugar del país.
—Siendo así... por las aguas, la vegetación y los edificios, diría que debe ser muy lejos de aquí, en un clima más tropical. Los edificios son estilo art decó tardío, así que supongo que... ¡Espera! —exclamó Sydney y Brooklyn frenó de forma tan abrupta que ambas casi fueron eyectadas del auto.
—¡¿Qué sucede?! —preguntó Brooklyn a la vez que una orquesta de cláxones se escuchaba proveniente de la fila de autos que se habían detenido tras el Mustang, pereciendo tener aún más prisa que las chicas.
—La calle frente a los edificios tiene un nombre —aseguró Sydney, acercando la postal lo más que pudo a sus ojos —. Pero no puedo ver el nombre con claridad... es demasiado pequeño.
—Dámelo —ordenó Brooklyn y de un raponazo tomó la postal en sus manos para observarla de cerca —. Es imposible, solo un águila podría ver lo que dice ahí.
Mientras las chicas se encontraban distraídas, una gran camioneta con rines enormes, de plantón largo y un enorme tubo de escape por donde no paraba de salir humo casi negro se detuvo junto al lado derecho. La ventana tan polarizada que no se podía ver al conductor bajó lentamente, revelando a un hombre seboso, con un bigote enorme y de cabello rubio opaco, quien habló al instante:
—Planeaba gritarles, pero a dos hermosuras como ustedes sólo se puede llevarlas a la cama y ahí darles su merecido.
Ni Brooklyn ni Sydney se habían percatado de la camioneta aún, sin embargo, las palabras burdas de aquel hombre causaron que ambas girarán sus miradas rápidamente para ver de quién se trataba.
Brooklyn explotó en ira cuando vio como el hombre sonreía desde la ventana de su camioneta, observándola a ella y a su amiga como si fueran el pedazo de carne más desechable de todo el planeta. Sus manos tomaron la forma de un puño y las apretó lo más que pudo. ¿Cómo aquel vulgar cerdo se atrevía a tratarlas de esa forma sin el más mínimo ápice de respeto que cualquier ser humano merecía?
—¡Merecido es lo que te voy a dar por patán! —gritó la chica, levantándose de su silla para salir del auto de un rápido salto, lo que ocasionó que los autos del carril del lado izquierdo se detuvieran para no chocarla.
—Vuelve al auto, Brooklyn —ordenó Sydney con una voz resquebrajada y temblorosa.
Pero ella no obedeció, en cambio, siguió con su camino y rodeó el convertible por el frente, aproximándose cada vez más a la camioneta. No tenía ni una pizca de miedo, nunca lo tenía cuando se presentaban situaciones similares, en su lugar, lo único que podía percibir en su interior era una rabia devastadora.
—¡Sal de la camioneta a ver cuál de los dos se llevará su merecido!
—Así me gustan más, fieras —dijo el hombre entre carcajadas y muecas asquerosas.
La cara de Brooklyn se tornó tan roja como un tomate. Sin pensarlo, caminó algunos metros más hasta la acera para tomar la piedra más grande que encontró a primera vista. Recogió el objeto con las dos manos, dio unos pasos de regreso y, ante la mirada atónita del hombre y de Sydney, arrojó la roca sobre el parabrisas de la camioneta.
—¡Maldita loca! —gritó el conductor al ver la enorme abolladura que ahora tenía en el vidrio delantero de su camioneta —. ¡Ambas son un par de locas!
Brooklyn decidió no escucharlo más y volvió hacia la acera para tomar otra roca en sus manos, sin embargo, el sonido de una sirena de policía llegó a sus oídos antes de que pudiera lograr su cometido. Al girarse, notó que su convertible y la camioneta del hombre habían causado un atasco sin precedentes en toda la autopista, habiendo miles de autos detrás esperando para poder avanzar.
La patrulla de policía apareció más tarde frente a sus ojos, coronada por las características luces azules y rojas de la sirena, aunque afortunadamente se encontraba todavía muy lejos, hasta bien atrás de la fila de autos que llenaban la autopista por su culpa.
—¡Brooklyn, viene la policía! —gritó Sydney, saliendo del auto de un salto para ir tras su amiga —. ¡Es hora de irnos! —agregó, con la voz temblorosa a la vez que Brooklyn se agachaba para recoger una nueva roca —. No más —insistió, llegando tras ella para tomarla levemente del brazo.
—Pero ese cerdo...
—Ese cerdo nos hará meter en serios problemas, Brook. Ya olvídalo, por favor.
Brooklyn observó al hombre como pudo tras el parabrisas con millones de grietas debido a sus acciones, luego, observó a la patrulla que cada vez estaba más cerca, serpenteando entre los autos que se abrían ante el sonido de la sirena. Por último, se dio un corto minuto para detallar el rostro preocupado e impaciente de Sydney. Era momento de decidir entre lo dulce de la venganza y sus consecuencias, o lo agridulce de un escape prudente y sus consecuencias.
—Larguémonos de acá —gruñó, desistiendo en su misión y echando a andar de regreso al convertible, seguida a escasos centímetros de distancia por Sydney.
—¿No van a esperar a la policía? —preguntó el hombre cuando ambas llegaban al auto.
—¡Ya cállate, molesto animal! —gritó Brooklyn, intentado mantener la calma tanto como podía, mientras entró al auto con un brinco al igual que su amiga.
—Son mis colegas —dijo el hombre, observando a la patrulla que ya estaba a poca distancia a la vez que mostraba una placa de policía particularmente brillante —. Espérenlos y ellos también podrán disfrutarlas en la cama.
Brooklyn ardió en ira de nuevo, pero antes de que pudiera hacer cualquier movimiento, Sydney la detuvo ubicando ambas manos en sus piernas mientras la miraba fijamente con unos ojos verde esmeralda que la alejaron de la realidad abruptamente, enviándola a un lugar más tranquilo y ameno.
—Brook, somos dos chicas de 17 y 16. Sabes que si nos atrapa la policía llevamos las de perder...
—Pero...
—Pero nada, Brook. Recuerda que ellos son policías, no nuestros ángeles de la guarda.
—Tienes razón —suspiró Brooklyn exasperada, pisando el acelerador y desapareciendo del lugar a toda velocidad, evitando siquiera mirar al hombre de la camioneta y centrándose por completo en el camino casi vacío que tenía en frente.
—Eso fue peligroso y arriesgado —aseguró Sydney varios minutos después, cuando los humos se habían calmado y el convertible se había desviado de la autopista tomando la salida hacia una avenida menos concurrida —. No debiste haberlo hecho.
—No me importa —respondió Brooklyn, apretando el volante con ira —. No estoy dispuesta a vivir con miedo porque no lo merezco, ninguna lo merece. Si queremos llegar al lugar de mi postal debemos ser valientes, el miedo no nos llevará muy lejos.
—Si queremos llegar al lugar de tu postal también necesitamos el nombre de esa calle, además de la valentía, por supuesto. Y para nuestra fortuna, sé de alguien que nos puede ayudar.
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