Brooklyn, El Chico de Mirada Felina

—¿Dónde mierda estamos? —preguntó Brooklyn mientras conducía por calles inmensas y solitarias, sin poder apartar la vista de las opulentas mansiones que se alzaban ambos lados del camino resguardadas por bellos faroles.

—Si no me equivoco, estamos en Bella Beach —respondió Sydney, pero Brooklyn no entendió, así que envió una mirada de confusión para pedir una explicación —. Ya sabes, el vecindario de casas muy caras y hermosas con vistas al Océano Pacífico... Dónde se da la mejor celebración del 12 de Julio por la independencia de nuestro país.

—¿Con los juegos pirotécnicos y las multitudes?

—¡Ese mismo! —exclamó Sydney.

—Pues detesto este vecindario —aseguró Brooklyn, sin embargo no dio ninguna razón en voz alta, aunque la tenía clara en su mente.

Algún tiempo atrás, cada año sus padres la obligaban a ir a Bella Beach cada 12 de Julio para celebrar la insoportable independencia del país, festividad que no le podía parecer más mandada a recoger. Pero no odiaba el viaje al vecindario sólo por la festividad. Aquel vecindario consistía en una playa larga llena de casetas de salvavidas y canchas de voleibol, pero también de una cantidad de gente impresionante, luchando por conseguir un lugar en la playa para ver los fuegos pirotécnicos.

—¿Crees que el chico de la fiesta viva en una de esas mansiones junto a la playa que cuestan millones? —preguntó Brooklyn, sin desacelerar el convertible.

—No lo sé...

—Pues yo espero que sí. Al menos habrá valido la pena el viaje hasta este terrible vecindario.

El camino que seguía el Ford Mustang era guiado por el auto de Anthony, una camioneta Porsche negra que cualquiera desearía y que no desentonaba para nada con el vecindario de Bella Beach, en el cual los largos caminos de asfalto que cruzaban hermosos jardines verdes logrados con milimétrico detalle sostenían autos de las marcas más caras del mundo: Rolls Royce, Porsche, Ferrari e incluso Brooklyn pensó a ver visto un Lamborghini entre la oscuridad.

Las mansiones de Bella Beach eran de todos los tipos de arquitecturas habidos y por haber, las había modernas, contemporáneas, minimalistas, neoclásicas, con estilo Cape Cod, Tudor, mediterráneo, colonial español, plantación sureña, Victoriano, pero también imitaciones de palacetes franceses renacentistas, en verdad lo había de todo, excepto una cosa: pobreza y austeridad.

La Porsche de Anthony giró hacia la derecha repentinamente, entrando a un camino asfaltado y perfectamente limpio, así que Brooklyn siguió su camino, sin embargo, al terminar el giro, sus ojos no podían dar crédito a lo que veía. A varios metros más allá se encontraba una mansión gigantesca, completamente blanca y con abundancia de ventanales enormes y luces de diferentes colores que daban cuenta de la fiesta que se llevaba en el interior.

Al avanzar un poco más, las chicas encontraron una fuente rectangular que enviaba chorros a lo alto y danzaba al son de una música débil que se podía escuchar con dificultad. Alrededor del lugar había autos estacionados sin mucho cuidado, prácticamente regados en el amplio antejardín.

Brooklyn estacionó como pudo y observó a su amiga por un momento, sus ojos verdes resplandecían en la oscuridad y cambiaban de color cada vez que las luces de la mansión hacían lo mismo. Por pequeños momentos vio a Sydney con ojos morados, rojos, azules, naranjas, amarillos, blancos e incluso rosados y, aunque no lo mencionó, llegó a la conclusión de que nada se comparaba con el hechizante color verde original del iris de su amiga.

—Esto es increíble.

—Ni que lo digas, Syd —concordó Brooklyn, bajando del convertible de un salto.

—¡Brook, Syd! —gritó Anthony desde algunos metros más allá —. Las esperamos adentro —afirmó para después subir a prisa unas anchas y cortas escaleras, perdiéndose en la distancia.

—¿Crees que deberíamos entrar, Brook?

—Por supuesto —respondió la chica con una sonrisa, tomando a su amiga de la mano.

Ambas caminaron directo hacia las escaleras principales de la mansión y luego de subirlas se encontraron con una puerta de más de 5 metros totalmente abierta, invitándolas a entrar a un mundo de lujo y ostentosidad del cual Brooklyn no era totalmente ajena, ya que su casa de estilo colonial español podía presumir de una lujosa ubicación en Bárbara Hills. Sin embargo, lo que tenía en frente constituía un nuevo nivel en todos los sentidos, escapándose por mucho de lo que ella o cualquiera pudiera esperar encontrar, incluso en Bella Beach.

Al entrar, las luces tenues y centelleantes de colores alumbraban un vestíbulo enorme con varias personas, coronado por unas escaleras de líneas rectas y pisos completamente blancos y lustrosos. La música salía de todas partes, sin embargo, los parlantes estaban tan bien escondidos en el edificio que parecía el sonido provenía de ningún lugar.

—¿Dónde están esos idiotas? —gruñó Brooklyn, al caer en cuenta de que estaban solas en la casa de alguien a quien no conocían.

—No tengo ni idea.

—¿Desea un trago, señorita? —preguntó un camarero que vestía un corbatín y llevaba una bandeja llena de copas y vasos.

—Pero somos menores de...

—¡Claro que queremos! —interrumpió Brooklyn a Sydney, abalanzándose sobre el camarero — ¿Qué tragos tiene?

—Puedo ofrecerle champaña, whiskey, tequila, vodka...

—¡Tomaré toda la bandeja! —aseguró Brooklyn, casi empujando al camarero hasta que consiguió arrebatarle la bandeja.

—Espero lo disfrute, señorita.

Brooklyn batió su mano en muestra de agradecimiento, pero también esperando que el mesero desapareciera de su vista al tiempo que tomaba sin respirar y hasta el fondo la primera copa de champán.

—¿Quieres? —le ofreció a su amiga.

—Creo que una champaña estaría bien, gracias —respondió Sydney, tomando una copa burbujeante —. ¿Y ahora qué hacemos? No conocemos a nadie en esta fiesta...

—Ahora otro trago —aseveró Brooklyn, bebiendo hasta el fondo un vaso de Whiskey.

—Creo que no deberías beber tan rápido...

—¿Por qué no? ¡Es gratis! —exclamó Brooklyn, emprendiendo el camino hacia otra estancia de la mansión.

Con cada paso que daba, el sonido de la música y las luces se tornaban más fuertes, ayudándola a sentirse cada vez más en una verdadera fiesta. La siguiente estancia de la mansión era larga y comprendía la sala de estar, el comedor y la cocina, todo siguiendo un modelo de plano abierto que era protegido por ventanas, las cuales daban paso a la piscina infinita del jardín donde parecía que estaba el centro neurálgico del festejo. Más allá, se podía observar la playa que Sydney tanto detestaba pero, contrario a como la recordaba, aquella noche parecía estar calmada y vacía.

—¡Creo que allí es a dónde pertenecemos! —aseguró Brooklyn, señalando la piscina y echado a andar hacia esta.

—Espera un momento, Brook —pudo escuchar decir a Sydney con dificultad, pero esto no la hizo detenerse, en cambio, aumentó el ritmo de su paso.

Al pasar las ventanas y llegar a la piscina los espacios para caminar eran más escasos debido a la cantidad de gente bailando, tomando y hablando, pero eso no le importó. Como pudo serpenteó entre la gente a la vez que tomaba vodka, whiskey, champaña y cualquier cosa que cayera en su boca.

La piscina se veía apetecible a los ojos de Brooklyn, quien aún no sentía ningún efecto del alcohol en su sistema, algo que esperaba cambiara cuanto antes fuera posible. Con la bandeja todavía en la mano, empezó a bailar al ritmo de la música sin pareja alguna, solo concentrándose en lo bien que la hacía sentirse la fiesta.

—Te ves bastante ajetreada... ¿Necesitas ayuda con esa bandeja? —preguntó alguien desde atrás.

—De hecho, sí —respondió Brooklyn, dándose la vuelta —. Sólo queda un trago, y necesito más —aseguró, tomando el último shot de tequila y dándole la bandeja a la persona que se había ofrecido a ayudarla —. Gracias —agregó, empezando por fin a sentirse algo diferente.

—La verdad es que no trabajo aquí, pero creo que podría conseguirte más trago...

—Eso estaría perfecto —dijo sonriendo a la vez que guiñaba su ojo izquierdo.

Sin la bandeja en la mano ni nada que le impidiera moverse, la intensidad y complejidad de sus pasos aumentó, y también lo hizo su seguridad, si es que ya no tenía suficiente. Sus manos se elevaban al cielo mientras sus caderas se batían de lado a lado y sus piernas daban pasos rítmicos. Entonces, Brooklyn decidió cerrar los ojos por un momento, buscando sentir aún más la música. Aquello la ayudó a sentirse parte de la melodía, como si por un momento ambos fueran uno solo.

—Aquí tienes —dijo la misma voz que había prometido ayudarla.

Los ojos de Brooklyn se abrieron rápidamente y las luces parpadeantes de todos los colores la hicieron tambalear para después tropezarse con nada más que el aire, enviando su cuerpo directo al suelo. La chica pudo escuchar algunos sonidos de asombro entre la multitud. Cuando intentó buscar algo que la ayudase a ponerse en pie, notó que el alcohol ya había hecho lo suyo y ahora el mundo le daba vueltas. Ahora le resultaba difícil concentrarse.

Una mano extendida apareció frente a ella y no dudó en tomarla para así ganar impulso y regresar a estar sobre sus pies. Su salvador era un chico, o al menos eso creía, ya que el mundo no paraba de moverse ante sus ojos.

—Al parecer sí terminaste necesitando mi ayuda —dijo él en tono egocéntrico —. Siéntate acá —ordenó cordialmente, ayudando a Brooklyn a dirigirse hasta un sofá frente a una hermosa fogata de la cual salía fuego también de colores, cambiando al ritmo de las luces.

Sentada, Brooklyn pudo detallar mejor al chico. Su piel era pálida, lo que permitía a todos los colores de las luces reflejarse con facilidad, haciéndolo ver como una especie de extraterrestre camaleónico. Por otra parte, su cabello era café oscuro y repleto de crespos, en los que Brooklyn se perdió con facilidad. Tantas circunferencias juntas eran muy difíciles de procesar en ese estado.

—¿Te sientes bien?

—¡Maravillosa! —respondió Brooklyn, observando al chico directo a los ojos.

Y fue así como cayó en cuenta que los ojos de su salvador eran lo más lindo y a la vez más extraño que tenía. Sus ojos eran marrones oscuros, pero brillantes, ligeramente rasgados, con párpados caídos y unas pestañas tan largas, tanto arriba como abajo, que lo hacían adoptar la mirada de un felino.

—¿Cómo dijiste que te llamabas?

—No lo dije... y en verdad no creo que importe —aseguró el chico —. Creo que no estudias en mi colegio, ¿verdad?

—¿Estudias en el Colegio San Agustín? Es un colegio privado en el norte de...

—No —respondió él —. Estudio en el Colegio Brookland.

—¡Brook! —exclamó ella, dando una pequeña palmada en los crespos del chico —. ¡Ese es mi nombre! Un placer, Brooklyn Blackfield.

Gracias a las palabras que pronunció y el alegre tono que usó, Brooklyn supo que ya estaba completamente en otro mundo. Sólo el alcohol la hacía cambiar de personalidad y aparentar un ser más amable, cariñoso y llevadero.

—Tienes un hermoso cabello negro, Brooklyn...

—Tú tienes lindos e interesantes ojos —interrumpió ella.

—Pero algo desordenado. ¿Puedo hacerte una trenza? —preguntó el chico, haciendo a un lado la bebida que sostenía en su mano.

—Puede ser... ¡Pero no pierdas la corona! —exclamó, llevando las manos a su cabeza, para encontrarse con nada más que su cabello.

—¿Cuál corona?

—¡La corona de flores de colores pastel que debería tener en mi cabeza! ¡Es muy importante! —aseguró angustiada, observando como loca por doquier para intentar dar con el paradero del objeto —. Le prometí a Sydney que no la podía perder jamás y... ¡Sydney! ¡¿Dónde está Sydney?!

—¿Quién rayos es Sydney?

—Mi... amiga. Debe estar por aquí en algún lugar. Llegamos juntas. ¡Debo encontrarla! —exclamó agitada, poniéndose en pie de un salto, sin embargo, cuando trató de dar el primer paso, se desvaneció gracias al alcohol.

El chico reaccionó tan rápido como pudo y la tomó en el aire, evitando así que cayera al suelo como un costal de papas. Aquello el demostró a Brooklyn que aunque el chico se viera enclenque, tenía una fuerza mayor a la esperada.

—No creo que puedas buscar a alguien así. Deberías aprender a beber, como yo —dijo él, observándola de arriba abajo como a un leproso —. ¿Qué te parece si yo la busco por ti?

Brooklyn extendió su mano y agarró al chico por el cuello de su camiseta de la forma más tosca y burda que pudo, luego intentó hablar, sin embargo, todas sus palabras estaban lejos de ser claras, en cambio eran balbuceos difíciles de comprender.

—Es una chica con cabellos de oro y ojos verdes como un maldito prado recién cortado. Si no la encuentras, arrancaré tu cabeza y jugaré fútbol con ella —amenazó la chica, y por un momento sus ojos azules se encontraron con los ojos marrones del sentenciado a muerte, empezando una batalla de miradas que no tardó en acabar.

—Eso suena extremadamente tentador, Brooklyn —aseguró él, apartando la mano de la chica de su camiseta —. Al fin y al cabo... ¿quién quiere vivir en este mundo? —preguntó, poniéndose en pie. Cuando estaba algunos metros alejados, se giró para hablar de nuevo —. Por cierto, si mi cabeza fuera tu balón, probablemente sería el balón más caro y bello del mundo —agregó, enviando un beso por el aire.

Sola y considerablemente ebria, Brooklyn se encontraba en una lucha constante por no caer dormida o simplemente caerse fuera de la silla. La música seguía sonando de manera exquisita, pero cada vez que intentaba levantarse para bailar, recordaba que le sería imposible, así que varias veces terminó aferrándose a los cojines del sofá, intentando recordar donde estaba y qué hacía en aquella mansión.

—¡Hola! ¿Sabes dónde está Federico? Es hora de cantarle el feliz cumpleaños, pero no lo podemos encontrar...

—No tengo la menor idea de quién es el tal Fernando...

—¡Federico! —corrigió una chica de cabello negro y rizado.

—Federico, Fernando, lo que sea... No sé quién es ese idiota —rezongó fastidiada con la extraña que se había atrevido a hablarle.

—Un muchacho de cabello crespo y piel muy blanca...

—¡¿Qué parte de que no sé quién es esa persona no entiendes, idiota?! —preguntó Brooklyn de la forma más pedante que pudo, dejando caer el peso de su cabeza sobe sus manos.

—Estaban hablando hace una media hora... te ayudó a no caerte ebria en el suelo...

—¡El chico de ojos felinos!

—Ese mismo... Es el cumpleañero... esta es su fiesta... esta es su mansión...

—Mierda —susurró Brooklyn.

—Estás muy ebria, cariño —repitió la chica imitando el tono pedante con el que había sido tratada —. Yo me encargaré de encontrarlo.


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