Brooklyn, Desert Springs
—Mi cabeza me está matando —gimió Brooklyn, intentando esconderse del deslumbrante sol con nada más que unas gafas muy oscuras, las cuales por suerte llevaba en su mochila.
Su cuerpo yacía esparcido por toda la silla trasera, con sus pies colgando fuera del auto y su cabeza recargada incómodamente en una puerta, esperando que así la jaqueca, producto del alcohol, no la afectara tanto.
—No eres la única que salió afectada de la fiesta —aseguró Federico, quien conducía el auto a toda prisa por una autopista llena de carriles pero escasa de autos —. Ayudar a la rubia despampanante me dejó algunos moretones —explicó, alzando los nudillos de su mano derecha para que la chica pudiera observar cómo estaban morados alrededor mientras en el centro faltaba piel y solo se veía carne roja y fresca.
—Hubiera deseado ser yo la que dio ese golpe... ¡Maldito patán! —rezongó Brooklyn —. ¿Está aún dormida Sydney?
—Eso creo —respondió el chico, observando por la comisura del ojo como la rubia dormía plácidamente en el asiento del copiloto.
Brooklyn no dijo nada más porque incluso hablar resultaba una tarea dolorosa en su estado. Se dedicó tan solo a cerrar los ojos bajo las gafas oscuras y a disfrutar de la brisa refrescante que empezaba a calentarse con cada kilómetro que se alejaban del Océano Pacífico y de la ciudad de Los Santos y empezaban a conducir hacia el interior, donde se presentaba un clima más árido y desértico.
—Cambia esa canción —ordenó Brooklyn un par de horas después, cuando el sol ya estaba en su punto más alto —. Es más, cambia esa artista. Llevamos más de dos horas escuchando a Lady Gaga, Federico. ¡Mi cabeza va a explotar!
Brooklyn no odiaba el pop, aunque tampoco era de sus géneros favoritos. Sin embargo, tener que escuchar a la misma artista por tanto tiempo ya no era soportable. Su gusto musical se decantaba más por el rock y la electrónica, contrario a Sydney y a Federico, de quien ahora sabía moría por el pop y las divas de dicho género.
La música cambió de repente, pero para desgracia de Brooklyn, una diva más apareció en escena, ocasionado que le dieran ganas de quedar sorda para siempre. Decidida a reproducir la música que a ella le gustaba, se sentó en la silla luego de batir un poco sus piernas para que la sangre circulara. Sin pedir permiso ni dar aviso, robó el celular de Federico de la parte delantera. Desde allí, pudo cambiar la canción para reproducir Welcome to the Black Parade de My Chemical Romance, su banda favorita.
—Al fin —suspiró, arrojando el celular de vuelta al frente para después recargarse en el espaldar.
—Ese bullicio hará que la cabeza te duela mucho más.
—Nadie te preguntó, Federico —gruñó, ignorando a su nuevo amigo.
Con la música a su gusto, Brooklyn pudo dedicarse a observar con tranquilidad como la ciudad quedaba atrás. Las casas apretujadas y las alamedas repletas de estacionamientos desaparecieron, dándole paso a un terreno árido y vacío, donde reinaba el color amarillo y algunos árboles secos cada vez más infrecuentes. Sin embargo, el paisaje no fue lo único que cambió. Sin que Brooklyn en verdad hubiese notado cuando, los grados centígrados subieron, empezando a cruzar la delgada línea donde el calor ya no es apreciable, sino una tortura insufrible de la que no se puede escapar.
—Creo que es hora de reproducir algo de Taylor Swift —dijo Sydney, una media hora después de haber despertado por lo sonoro de la música de My Chemical Romance.
Brooklyn no pudo evitar poner sus ojos en blanco, agobiada por tener que regresar recital de música pop que pensaba había terminado.
—Toma la siguiente salida de la autopista, Federico —ordenó Brooklyn cuando ya nadie se esforzaba por cambiar la música, tan solo dejaban que se reprodujese lo que Spotify deseara —. Tenemos que hacer una parada. No aguanto más este dolor de cabeza ni este calor —afirmó.
—Podemos comprar aspirinas para tu resaca y algo para curar la mano de Federico —concordó Sydney —. Además tengo que hacer pis —agregó con una sonrisa.
—¡Allá vamos! —exclamó Federico a la vez que giraba todo el volante hacia la derecha para, minutos después, tomar una salida de la autopista coronada por una señal donde se podía leer: Bienvenidos a Desert Springs.
El paisaje agreste del desierto se convirtió en uno suburbano más temprano que tarde y las casas grandes, llenas de jardines artificiales que parecían oasis, aparecieron ante los ojos de Brooklyn. Pocos minutos más tarde, las casas se convirtieron en edificios pegados los unos a los otros a medida que el auto penetraba en el centro de Desert Springs, un pequeño pueblo turístico enclavado en la mitad de la nada, pero lo suficientemente cerca a Los Santos como para poder disfrutar de turistas adinerados provenientes de allí.
—Amo Desert Springs —afirmó Federico, conduciendo el auto por un estacionamiento al aire libre —. Todo es hermoso, no hay indigentes y el bullicio de la gran ciudad se queda en los recuerdos. En verdad que estar aquí no me hace extrañar para nada a Los Santos —agregó, estacionando el convertible en medio de otros dos lujosos autos —. ¡Y sirven espectaculares mojitos!
Sin la brisa recorriendo su cuerpo, Brooklyn sintió como los grados del ambiente se elevaban abruptamente. Desert Springs estaba bastante caliente, además, no había ninguna nube que creara algo de sombra para apaciguar el calor.
La chica saltó fuera del auto antes que los demás y se dirigió a la velocidad de un rayo hasta el maletero del auto, el cual ordenó a Federico abrir sin la más mínima cordialidad. Adentro, pudo encontrar totalmente desordenada toda la ropa que ella y Sydney habían conseguido en Chromatic Disturbia. Se deshizo de su cazadora de cuero como una serpiente mudando su vieja piel, sacó sus altas botas después de una lucha constante contra estas y, por último, sin el mínimo de pudor y, sin importarle quien estuviese alrededor, quitó su jean rasgado, permaneciendo en pantaletas.
—¡Syd! ¿Crees que debería cambiar mi camiseta?
Sydney apareció junto a ella con sus cabellos dorados y desordenados que parecían estar sufriendo un incendio bajo el sol destellante. Observó a Brooklyn por un momento, fijándose especialmente en sus pantaletas y el diseño morado de estas.
—No... no lo sé —tartamudeó Sydney, sin dejar de observar las estilizadas piernas y los fuertes glúteos de los que presumía Brooklyn debido a todo el tiempo que pasaba jugando voleibol.
—Es una pregunta sencilla —insistió Brooklyn, observando curiosamente la forma en la que su amiga la observaba —. ¿Tengo algo en las nalgas? —preguntó, enviando una mirada a su parte trasera sin encontrar nada.
—¡Tienes un culo hermoso! —exclamó Federico, quien recién llegaba por el otro lado —. Yo no tengo nada —aseguró, dándole una palmada al suyo, que en comparación era escaso.
—Es por todo el voleibol que practica —explicó Sydney, sonriendo y algo atontada —. Está haciendo demasiado calor —sonrió —. Sí deberías quitar tu camisa, Brook, y yo también debería cambiarme.
Brooklyn elevó sus brazos para deshacerse de la camiseta sin mangas y en un parpadeo terminó solo tapada por su sostén y sus pantaletas moradas. Sydney, de repente, sacó un puñado de ropa al azar y sin decir nada desapareció de la escena, alejándose con un rumbo indefinido.
—¿Le pasa algo? —preguntó Federico.
—No lo sé —respondió Brooklyn, inclinándose sobre el maletero para elegir su nueva ropa a la vez que algunos ojos curiosos pasaron junto a ella, no pudiendo evitar observarla —. ¡Creo que esto puede funcionar! —exclamó cuando tuvo dos prendas en sus manos que vistió después.
Ahora, Brooklyn estaba preparada para el clima con unos shorts de jean de tiro alto dentro de los cuales metió su camiseta morada oscura que era tan holgada que parecía más una bata. Para reemplazar el papel de sus botas negras, calzó unos Converse que siempre llevaba consigo.
—Me gusta tu estilo —aseguró Federico, detallándola —. Siempre pareces una vampiresa demoníaca.
Brooklyn, se giró para ver a Federico, pensando en enviarle algún insulto. Sin embargo, cambió de idea al ver como el chico se asaba dentro del suéter oversized color menta que vestía junto con unos pantalones chinos negros.
—¿Tienes calor?
—No mucho. Lo puedo soportar hasta que encontremos una tienda de ropa —respondió él, con varias gotas aperladas de sudor apareciendo sobre su frente.
—No te hagas el digno conmigo... Si quieres algo de aquí dentro, siéntete libre de tomarlo. No es que nos haya costado mucho —rio Brooklyn para sí misma, tomando una gorra negra del maletero y también una diadema blanca de lo más simple —. Iré a buscar a Sydney mientras tanto —agregó, guiñando un ojo y emprendiendo el camino.
Al principio no supo hacia dónde dirigirse, sin embargo, sus instintos y los años que llevaba siendo amiga de Sydney la impulsaron a caminar hasta una pequeña caseta vacía que se encontraba a un costado del estacionamiento. La suerte le sonrió, pues dio en el blanco. Sydney se encontraba escondida tras aquel lugar, intentando cambiarse la ropa sin que nadie la pudiera observar. Pero, quizá por los nervios, había quedado atrapada en su blusa sin tirante de una forma tan graciosa que incluso se podían escuchar sus pequeños gemidos de lucha por liberarse de la prenda.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Brooklyn, acercándose y tomando a su amiga por la cintura para que dejara de moverse como una loca por doquier.
—Creo que me quede atrapada —rio Sydney, presa de la vergüenza —. No puedo salir de aquí.
—No te muevas —ordenó Brooklyn, y solo bastó que desabrochara un parte de la blusa para que Sydney pudiera regresar a la libertad.
—Muchas gracias —sonrió Sydney incómodamente, con toda la cara roja como un tomate, sin embargo, al caer en cuenta que estaba solo en sostén frente a Brooklyn, tomó la blusa de nuevo y lo ubicó sobre su pecho —. Puedes girarte —tartamudeó —. Sólo tengo que ponerme esto.
Aquella petición le pareció una total estupidez a Brooklyn. ¿Qué escondía acaso? No era como si no tuvieran confianza de años. Le era difícil comprender la reluctancia de Sydney a mostrarle su cuerpo. Sin embargo, se limitó a poner los ojos en blanco mientras se giraba.
—¿Te pasa algo conmigo? —preguntó, observando el auto morado que resaltaba entre todos los demás —. Te noté algo tímida cuando me estaba cambiando tras del auto...
—¡Listo! —interrumpió Sydney y ella no tardó en volver su mirada.
Su amiga se veía radiante y, aunque la blusa azul pastel era sencilla, se veía hermosa sobre ella. Brooklyn creyó entonces que sin importar lo que Sydney vistiera, siempre se vería bonita. Y eso era algo curioso, debido a que años atrás su amiga parecía una caricatura fea y mal producida de Vilma, un apodo que siempre le alegraba recordar.
—Traje esto para ti —dijo, acercándose a Sydney para ubicar la diadema sobre la cabeza de su amiga —, y esto para mí —agregó, poniendo la gorra negra sobre su cabeza —. Las coronas están en el auto. No quiero perderlas.
—Déjame arreglar tu cabello —dijo Sydney y ambas terminaron muy juntas, lo que permitió a Brooklyn percibir el aroma característico de la rubia que siempre le había hechizado. Olía a una sutil combinación de vainilla, melocotón y agua de rosas.
—Hueles rico —aseguró Brooklyn mientras Sydney batía su cabello negro para que se viese bien bajo la gorra —. No te lo había dicho antes, pero siempre lo pienso.
Sydney no respondió nada, sin embargo, también dejó de mover el cabello ajeno y, en cambio, dejó caer sus manos sobre los hombros de Brooklyn. Por aquel momento, las miradas de las chicas se encontraron. Los ojos celestes de Brooklyn se clavaron en los ojos verdes de Sydney y ninguna pareció estar molesta con la distancia.
De repente, la idea más loca y desenfrenada recorrió la cabeza de Brooklyn. Como ella prefería lanzarse al vacío sin pensarlo aunque después se arrepintiese, empezó a acercar sus labios lentamente hacia los de Sydney pero, de la nada, Federico apareció con su acento extranjero.
—¿Están listas? —preguntó, ocasionando que las chicas saltaran lejos la una de la otra, casi tan rápido y alto como canguros —. Conozco una muy buena farmacia no muy lejos de aquí.
—¿De dónde saliste? —preguntó Brooklyn, observando como Sydney se peinaba nerviosamente mientras le apartaba la mirada.
—¡Te ves muy lindo! —aseguró Sydney cordialmente.
—Y muy gay.... Me gusta —agregó Brooklyn.
Federico vestía completamente distinto a como lo había hecho antes. Tenía un crop top ancho que dejaba ver algo de su abdomen plano, además de unos shorts cortos azul claro de poliéster con costuras rosadas.
—Muchas gracias. El último que me dijo algo así fue uno de mi ex, pero después de terminar me llamó flacuchento depresivo —dijo Federico, rascando su cabeza cubierta por rizos que no se desarmaban por nada en el mundo.
—En fin, halagarte no hará desaparecer a mi jaqueca. Llévanos a la farmacia —ordenó Brooklyn, ubicando sus gafas oscuras frente a sus ojos.
Los tres chicos echaron a andar entonces en fila india con Federico a la cabeza, seguido por Sydney y Brooklyn al final. No hubo muchas palabras durante el recorrido, en parte porque el calor había causado una sed insaciable en todos y en parte porque Brooklyn no sabía muy bien cómo explicar la situación que recién había vivido con su amiga. No conocía en realidad los sentimientos de Brooklyn hacia ella.
La farmacia pronto apareció. Al entrar, los tres dejaron escapar un suspiro de alegría y emoción al poder alejarse del calor exterior y cambiarlo por el refrescante clima interior con aire acondicionado. El lugar era repetitivo y aburridor, con repisas dispuestas por doquier y algunas neveras.
—Yo buscaré lo que necesitamos muy rápido —dijo Sydney, acelerando el paso y perdiéndose entre algún pasillo indeterminado.
—¿No crees que Sydney actúa algo raro? —preguntó Brooklyn a Federico, mientras abría una nevera de bebidas que exhaló una refrescante brisa fría sobre su rostro acalorado.
—No puedo responder esa pregunta —contestó el chico, rascando su cabeza por la confusión —. No llevamos ni 24 horas de conocernos.
Brooklyn puso sus ojos en blanco y se limitó a sacar tres refrescantes botellas de agua de dos litros cada una.
—¿Tienes Instagram? —le preguntó a Federico a la vez que le ofrecía una de las botellas.
—Sí —respondió él rápidamente —, pero no es nada interesante...
—Dame el usuario —interrumpió ella, ubicando las otras dos botellas sobre la nevera para luego deslizar su celular fuer del bolsillo. Sus uñas largas, cuidadas y pintadas con esmero corrieron rápidamente por la pantalla y en un santiamén estuvo abierta la aplicación —. Estoy esperando... —insistió sin alzar la mirada, inmersa en las notificaciones.
—Es FedericoIL, pero en serio no lo busques, no es nada...
—¡Mierda! —exclamó ella de repente —. ¡Estás verificado por Instagram! —continuó, observando al chico con la boca abierta y por encima de sus gafas de sol —. ¡¿Por qué estás verificado?!
—¿Quién está verificado? —preguntó inocentemente Sydney, quien acababa de aparecer en el lugar luego de salir del pasillo adyacente.
—¡Federico!
—¡¿Estás verificado en Instagram?! —exclamó Sydney sorprendida, extrayendo su celular del bolsillo trasero —. ¿Puedes buscarte, por favor? —preguntó, ofreciendo su dispositivo al chico, quien parecía más que incómodo con la conversación.
—Has visitado Hong Kong, Londres, Nueva York, Los Ángeles, Buenos Aires, Bogotá, Johannesburgo, Bombay, Roma, Tokio, Melbourne, Moscú, Ciudad de México, Dubái, Yakarta... Maldita sea, la lista sigue y sigue —suspiró Brooklyn, agotada por haber nombrado tantas ciudades casi sin respirar —. ¡Tienes fotos por todo el mundo!
—¡Un momento! —interrumpió Sydney —. Conozco tus apellidos... Iriarte Latorre... ¡No me digas que...! —Federico afirmó con la cabeza —. ¡Eres hijo de Antonio Iriarte Latorre!
—Para mí desgracia—suspiró Brooklyn —. Eres hijo de uno de los actores más famosos del planeta! Por eso tienes 54 mil seguidores, una cuenta verificada, sesiones de fotos, viajes y aquella mansión de la fiesta.
Sydney conocía a aquel actor, lo había visto en varios Blockbuster durante toda su vida. Sin embargo, tampoco sabía mucho de él, al no ser una fanática de la farándula. Pero detallar con más detenimiento a Federico la condujo a encontrar varias similitudes con el famoso. Sus mandíbulas, sus pieles y también esos ojos felinos.
—No se emocionen mucho —dijo Federico, poniendo sus ojos en blanco y dando un sorbo a su agua —. Ni siquiera tengo control sobre esa cuenta. Mi padre le paga a alguien para que la administre y yo lo enorgullezca siendo el hijo que todos esperan de un actor. Pero mi vida no es lo que ven ahí, ni siquiera el 1%.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sydney, aún entretenida entre las fotos de grandiosa calidad y producción que veía en el perfil de Federico —. ¡Mira esto! —exclamó emocionada, mostrando la pantalla de su celular al chico —. ¡Tienes la vida que todos quieren!
—No se dejen engañar por eso, chicas —suspiró él —. No soy esa persona. Esa es la persona que la gente cree que soy y la que mi padre quiere que sea. En todos esos viajes no salí del hotel jamás. Y cuando estoy en la mansión de Los Santos, rara vez salgo.
—Definitivamente, el universo le da pan al que no tiene dientes —rezongó Brooklyn.
—¡Esta es la vida que yo quiero, Brook! —exclamó Sydney con una sonrisa enorme —. Por tener esto es por lo que me esfuerzo tanto...
—Federicoisdying —interrumpió el chico, cabizbajo.
—¿Qué?
—Ese es el usuario de mi verdadero Instagram, Brooklyn —respondió él —. Búsquenlo: Lucianoisdying. Ahí soy quien quiero ser, más no lo que tengo que ser para complacer a otros.
Brooklyn siguió los pasos de Sydney y tecleó aquello en la barra de búsqueda. El perfil al que llegó era muy diferente al que ya había visto. Por supuesto, no había un signo de verificación y tan solo contaba con 30 seguidores. Las fotos aquí eran totalmente distintas, casi no había color y Federico aparecía muy de vez en cuando, en cambio, el protagonismo se lo llevaban detallados dibujos y fotos de aura gris y entornos tristes.
—Ya te seguí.
—Brooklyn, ni siquiera lo notaré entre mis 50 mil seguidores —masculló Federico, destapando su agua para darle otro sorbo rápido.
—No en la cuenta verificada —aclaró ella —. Es tu verdadera cuenta —continuó, levantando las cejas y esbozando una sonrisa fugaz.
—¡Yo te seguí en ambas! —sonrió Sydney, dando brinquitos ante la emoción de tener un amigo famoso.
Brooklyn reunió las botellas de agua e impulsó a sus amigos hasta la caja registradora para pagar, encontrándose allí con una dependiente de mediana edad tan aburrida que casi pedía a gritos la eutanasia.
—Hola —dijo y sólo recibió un movimiento de cabeza en respuesta.
—¡Buenas tardes! —sonrió Sydney, siendo Federico el único que no ofreció saludo.
—Buenos días —corrigió la dependiente, señalando una pantalla que se encontraba tras ella y donde se presentaban las noticias del medio día —. Aún son días.
Brooklyn se apresuró a poner sobre el mostrador una caja de ibuprofeno y otra de aspirina, dos botellas de Pedialyte sabor a coco, algunas vendas, un pequeño tarro de Isodine, las tres botellas de agua, un paquete de Doritos y otro de papas sabor a pollo y, como último, agregó una caja de chicles sabor arándanos que encontró al lado.
Mientras la dependiente facturaba los objetos, la mirada de Brooklyn se desvió de nuevo hacia el televisor donde se presentaban las noticias y llamando estas su atención: Jovencitas Roban Auto de Alta Gama y Se Dan a la Fuga, decía el titular en la parte baja de la pantalla.
—Puede subirle al volumen del televisor —ordenó a la dependiente y esta tomó el control remoto de algún lugar e hizo lo propio, permitiendo que todos escucharan con atención a la elegante presentadora.
—Dos jovencitas, estudiantes del distinguido Colegio Privado San Agustín, emprendieron la huida luego de robar el auto del director de dicha institución. Sus padres se encuentran muy preocupados, al no saber si en verdad lo hicieron por cuenta propia o fueron obligadas por alguien más. En el lugar de la noticia tenemos a Mary Ann Jacques. Adelante con la primicia.
La escena del televisor cambió entonces, presentando una amplia toma de la fachada del Colegio San Agustín, aquella que Brooklyn tanto odiaba por sus paredes de ladrillo y pocas ventanas. Junto a las escaleras de la gran puerta principal permanecían el rector Krauzer, la profesora Meyer, la madre de Sydney, sin embargo, no vio a su madre por ningún lugar.
—¡Estoy segura de que solo fue aquella señorita Brooklyn Blackfield! —dijo casi gritando la profesora Meyer cuando llegó su turno de ser entrevistada —. Ella probablemente obligó a Sydney Harmon a escapar —agregó —. Siempre ha sido un problema desde que llegó a esta escuela hace ya varios años. Sabía que un día pasaría algo así, pero nadie me quiso escuchar.
El micrófono pasó entonces a la madre de Sydney, quien presentaba una actitud nerviosa. Se notaba a kilómetros que había pasado la noche llorando desconsolada, además, su siempre ilustre presentación personal había decaído en calidad enormemente.
—Sydney, cariño, sé que tú no eres culpable de nada de esto. La policía está ahora mismo buscando a los que te secuestraron para que puedas regresar a casa —dijo entre sollozos la mujer mientras limpiaba sus lágrimas con un pañuelo.
—¿Eso es todo? —preguntó la dependiente y Brooklyn asintió, sin dejar de mirar la pantalla a la vez que le daba el dinero para pagar.
—Ya le di todas las indicaciones sobre mi auto a la policía, no tardarán en encontrar a las ladronas —pudo escuchar decir al director en la televisión. Su rostro se veía tan desagradable como siempre, y se notaba que estaba a punto de derretirse dentro de todas esas capas de ropa con las que intentaba ocultar su obesidad —. Sin embargo, si la ciudadanía llega a avistar a las culpables por casualidad, agradezco su colaboración comunicándose con la estación de policía más cercana. —Brooklyn tomó todos los productos dentro de sus brazos y se dispuso a salir de la farmacia —. Mi auto es un Ford Mustang del 64, toda una reliquia. Es inconfundible, y también tiene un color rojo hermoso —fue lo último que escuchó decir al detestable director.
—¡Pues ahora es morado, maldito idiota! —sonrió, abriendo la puerta de la farmacia con una patada seca, sublime y feroz.
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