Sinestry

Jonas estaba mareado, no comprendía como había llegado al pueblo. A pesar de sentirse enfermo y con náuseas decidió bajarse de su vehículo. El mismo estaba despintado y destartalado pero según Jonas duraría unos años más hasta que lo pudiera cambiar. No quería destinar dinero a uno nuevo hasta que pudiera deshacerse de Lucius.

El demonio hacía tiempo que no aparecía en la casa, sin embargo, Jonas no estaba completamente seguro. No de la forma que deseaba estarlo, y no por la forma en que Rafael sonreía al ver a su padre.

El pueblo parecía fantasma. Estaba desolado. Jonas tenía el leve recuerdo de que era un lugar concurrido y alegre. Pero de nuevo, no estaba seguro. La gente caminaba como si estuviera poseída, como si alguien los obligara a caminar. «¿Podía ser posible que Lucius tomara posesión de Sinestry?» se preguntó Jonas mientras se encendió un cigarrillo. Sonrió de solo pensarlo, rió como un demente al asumir que un demonio podía tener el poder de someter a un pueblo sumamente católico.

Jonas caminó lento hasta la iglesia, no estaba seguro de lo que estaba por hacer. Y tampoco recordaba cuando fue que decidió hablar con un sacerdote sobre lo que sucedía en su hogar. Aun así ya era tarde. Ya se encontraba en la entrada. Apagó el cigarrillo pisándolo y negó con su cabeza mientras la puerta chillaba al ser abierta.

La iglesia parecía vacía como lo era el pueblo. Era un lugar con olor a humedad y abandono. El suelo estaba sucio y con tierra de varios días. El altar donde descansaba una cruz de oro puro era lo único pulcro y limpio del lugar. Jonas quiso irse y no pudo. Algo lo obligó a caminar, algo que no era Lucius. Los pasos retumbaron como eco de un pecador, de alguien que pensaba acabar con la vida de su hijo si fuera necesario. Si con eso alejaba a Lucius, debía hacerlo.

Los bancos de madera rechinaron como si una multitud se sentara al mismo tiempo. Pero no había nadie en el lugar. Sonaron las campanas y un cuervo graznó. Luego, dos campanazos más seguidos del aullido de un lobo.

Jonas tembló, Jonas temió. Él supo que estaba cometiendo un error al asumir que el pueblo no estaba poseído. Tal vez, su error más grosero fue haberse mudado a un pueblo infestado de demonios sedientos de sangre y sufrimiento.

Era tarde para encontrar una respuesta a lo que sucedía en su casa; era tarde para solucionar su vida; era tarde para expulsar a Lucius de su vida.

Jonas corrió hacia la salida, pero las puertas de la iglesia se cerraron con violencia y la fuerza hizo que Jonas golpeara contra los asientos de madera. Él sabía que el viento no había sido el causante. Era imposible que moviera semejantes estructuras de madera de antaño. Se colocó de pie. Necesitaba pensar como escapar. Solo debía salir de la iglesia, subirse a su camioneta y escapar por la carretera estatal.

—Hijo mío —dijo una voz grave de detrás de Jonas—. ¿Has venido a confesar tus pecados?

Jonas se giró temeroso, no sabía que podía encontrarse. Pero a pesar de su temor, solo era un dulce sacerdote vestido de negro con una biblia debajo de su brazo izquierdo. Era canoso, sonriente y parecía calmado.

—Hijo ¿te encuentras bien? —interrogó el sacerdote preocupado.

—Perdón no debería estar aquí —exclamó Jonas buscando abrir las puertas.

—Pero has venido y eso es lo importante. ¿Quieres hablar de lo que te ha traído hasta aquí?

—¡No quiero! ¡Solo deseo salir de aquí!

Jonas golpeó las puertas con tanta fuerza que sus manos sangraron. El sacerdote observó todo sonriente.

—Ya no te puedes ir, Él no dejará que te vayas.

Jonas miró al sacerdote boquiabierto y sudoroso.

—¿Te refieres a Lucius? —preguntó Jonas.

—Me refiero a Él —respondió sonriente.

—No entiendo —negó Jonas.

—No lo harás hasta que sea demasiado tarde. Tú para Él solo eres un conejito aburrido y obeso, ni siquiera le diviertes. Pero estoy seguro que lo harás. Él decidirá el momento. Jonas no te portes mal, Él te está dando otra oportunidad.

—No...

—No entiendes de lo que hablo. Es que no recuerdas nada. Típico de ti Jonas. Del Jonas que en un momento enamoró a Él. Un Jonas que cumplió con todos los caprichos de Él. Pero como todo buen sirviente al cual se le da un poco de alas, cometió errores y Él no te los perdonará. Ahora solo se divierte con tu sufrimiento.

—Juro que te... —intentó decir Jonas.

—¿Matarme? No Jonas, no lo harás. No tienes las agallas. Ni siquiera puedes abrir una puerta de madera añeja.

El sacerdote, con un movimiento de su mano, hizo que las puertas se abrieran, y con otro movimiento, volvió a cerrarlas.

—Dios, el creador o el ser más iluminado, abandonó hace tiempo a los humanos. Este libro es inservible —arrojó la biblia hacia el techo y se prendió fuego hasta que las cenizas descendieron posándose lentamente en el suelo.

—No... entiendo que quieres decirme.

—Solo que tu momento ha llegado, tienes que recordar.

—¡¿Recordar qué?! —gritó furioso.

El sacerdote se alejó sonriente y tarareando la misma canción que tarareaba Rafael.

—¡Vuelve maldito! —ordenó Jonas.

Las puertas se abrieron con furia dejando ingresar al sol. La iglesia lucía resplandeciente y Jonas ahora se encontraba en medio de una misa. Los bancos estaban repletos de fieles y delante del mismo sacerdote que le habló a Jonas, se encontraba una niña rubia. Ella tenía unas trenzas, un vestido blanco con una cinta azul que recorría la cintura y zapatos pulcros. Ella no sonreía, solo miraba a Jonas con tristeza.

—Entonces el santo padre dijo —expuso el cura sonriente—: los fieles que beban la sangre del cordero enfermo serán condenados a los infiernos.

Jonas no recordaba esas palabras, y él había estudiado la biblia desde su infancia.

—Los fieles que decidan seguir al cordero hasta la muerte; la muerte les dará un lugar en su rebaño. Si Él decide que es momento, no habrá forma de escapar. Jamás podrán escapar de sus persecuciones aunque se olviden, aunque finjan que no recuerdan.

—¡Maen! —exclamaron los fieles.

Jonas caminó hasta el altar donde la cruz ahora estaba al revés. Jonas sabía que eso no era muy bueno. Era el signo que buscaba para saber que Sinestry estaba poseído.

—¡¿Qué sucede aquí? —preguntó Jonas.

—¡Recuerda Jonas, recuerda! —ordenó el sacerdote.

—¡No sé de qué demonios hablas!

Las campanas sonaron pero fueron más de dos veces, fueron seis. Los fieles se colocaron de pie, y eran solo esqueletos que levantaron sus manos huesudas. La niña comenzó a descender.

—Tienes que recordarme Jonas —dijo con una leve sonrisa.

—¡Nunca te vi en mi vida!

—Si me has visto Jonas, si me conoces. Recuérdame Jonas, recuérdame.

Jonas corrió hasta el vehículo. Se subió con sus manos temblorosas y luego de varios intentos, logró arrancarlo. Aceleró hasta que el motor le rogaba que fuera más lento. El caño de escape arrojaba un humo negro pero Jonas se sintió a salvo. Ya esa niña no lo seguiría más. Y él no volvería al pueblo poseído.

La carretera parecía desierta excepto por el camión que iba delante de Jonas. Aunque los bocinazos le indicaban al camionero que dejara que lo pasara, este individuo no hizo nada. Solo logró que Jonas se pusiera nervioso y bebiera al volante. Luego de la tercer cerveza se dio cuenta que no había avanzado nada.

—¡No escaparas esta vez! —dijo la niña desde el interior de la cabeza de Jonas.

—¡Cállate maldita bruja!

Aceleró, sobrepasó al camión y le hizo una seña obscena al conductor. Dobló a la derecha por un camino de tierra y se detuvo. Descendió y luego vomitó. Todo lo que había visto le había revuelto el estómago.

—Yo soy Annie, la niña que no debe llorar —se presentó acercándose a Jonas.

Él se alejó arrastrándose por el suelo hasta el arroyo.

—¿No me recuerdas?

—No, no...

—¡Qué lástima! —sonrió Annie—. ¡La hemos pasado fabuloso cuando nos conocimos!

—¡No quiero escucharte! Eres un ser poseído.

—No, Jonas, no lo soy —en su mano ahora se encontraba una muñeca sin cabeza—. Solo estoy muerta.

—No... lo estás —negó Jonas pensando como escapar.

—No podrás hacerlo. Aunque subas a tu vehículo, tu destino te seguirá como un lobo hambriento. Tienes que rendirte y rendirle cuentas a Él.

—No sé de qué hablas.

—Hablo de ti, de lo que hiciste, de lo que eres.

Annie comenzó a alejarse y se detuvo en una colina. Annie tenía los ojos rojos, desde los lagrimales le brotaba sangre y su vestido ya era de color carmesí. Sus piernas estaban embarradas y su boca cocida.

Saludó a Jonas y se retiró saltando como una niña que llega a una sala de juegos.

Jonas se colocó de pie y vio en el vehículo a Rafael y en la zona trasera a Lucius. Giró para escaparse, pero ya Annie le dijo que no podría hacerlo. Se subió al vehículo y arrancó.

—Papi —dijo Rafael— al final pudiste conocer a Annie. Pensé que nunca sucedería, ella supo venir a visitarme antes de que muriera mamá. Annie me prometió hablar contigo para que te detuvieras, pero jamás lo hizo.

—¡¿Detenerme?! —preguntó con un grito.

—Eres malo papi, eres malo.

—¡Tú lo eres! —Jonas lo señaló.

—Yo solo soy un niño —sonrió—. Siempre lo seré.

Jonas frenó de golpe, las ruedas chillaron y casi impacta contra un árbol que se encontraba a la vera del camino. Jonas descendió y salió corriendo. No estaba seguro de que escapaba pero debía hacerlo. Llegó hasta una cabaña y la recordó.

En la puerta estaba Annie parada y sonriente lo invitaba con su mano derecha.

—Me recordaste —exclamó— al fin podemos estar juntos.

—No recuerdo nada —respondió Jonas mirando el movimiento pendular de una soga con un nudo perfecto que se encontraba en un árbol cercano.

—Dentro de la cabaña recordarás todo.

—No quiero ingresar —se negó y comenzó a caminar hacia la soga. Era la solución perfecta para su vida.

—Ya lo intentaste —indicó sonriente Annie.

Jonas no quiso escucharla y comenzó a buscar la forma de llegar a la soga. Encontró un viejo cajón y subió. Se la colocó en su cuello y movió su pie hasta que sus piernas quedaron en el aire. Comenzó a sentir como le faltaba el aire, como su vida se alejaba a cada segundo. Pero Jonas estaba feliz, podría ver a Susan y a sus hijos. Todo parecía difuminado, todo parecía alejado. La cabaña ya no existía, ya nada era real.

La rama se quebró y Jonas cayó.

Annie ya no estaba, ni la cabaña, ni Rafael. Solo era Jonas en el sótano de su hogar tosiendo sangre y mirando a Lucius que no dejaba de sonreír.

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