Recuerdos
No había dormido nada, quería observar como pasaba el tiempo en su hogar, pero se dio con la sorpresa que transcurría igual que en cualquier parte del planeta.
Entre los cadáveres de latas de cervezas y alguna que otra botella de vino se encontraba Jonas mirando el techo. Buscando explicaciones que sabía que no le iban a llegar.
Rafael dejó de hablar de un día para el otro, y Lucius desapareció.
Jonas quería morir en ese preciso momento, ya escapar no era la opción. Asumió que no sería vida estar todo el tiempo escapando de un demonio. Luego de la charla con el sacerdote demoníaco, Jonas, perdió las esperanzas.
¿Por qué recordaba esa visita y no otras cosas que habían sucedido? Jonas no sabía.
Se colocó de pie a duras penas, el estómago le gruñó de hambre. Pero él no deseaba comer, era la oportunidad perfecta para morir. Aunque sabía que debía pasar en ayuno varios días antes de fallecer. Caminó hasta la cocina tarareando. Se detuvo, se asustó. No debería estar haciendo eso, no debería cantar la música del demonio; la música que su hijo tarareó varias veces. Pero no podía contener a sus labios y al aire que salía expulsado con fuerza.
Se tapó la boca, pero no funcionó. Estaba poseído por el demonio. ¿Pero por cuál? ¿Sería Lucius que se había cansado de Jonas y era momento de acabar con el juego perverso al cual lo había sometido? Jonas de nuevo no lo sabía, pero el tarareo lo estaba volviendo loco.
Se golpeó la cabeza varias veces hasta lograr atontarse y así consiguió que el silencio reinara en la casa. Pero esos golpes en él habían producido otra cosa peor: Recuerdos.
No eran recuerdos hermosos, todo lo contrario, de los peores. No había forma de escapar de ellos. Los golpes esta vez no funcionarian. Jonas estaba desesperado. No estaba preparado para recordar, no estaba preparado para ver la verdad. La verdad que desde hace tiempo le estaban señalando que necesitaba recordar.
Jonas corrió hacia las afueras, pero el afuera no existía. No existía el árbol seco, la hamaca, la tumba donde descansaba el cuerpo degollado del bebé. Jonas se encontraba encerrado en un círculo de fuego, y su hogar era lo único que, por el momento, se estaba salvando del voraz incendio.
«Era ilógico que algo así sucediera de una manera espontánea». Pensó Jonas sudando y con sus ojos que le ardieron por el calor infernal.
Ingresó a su hogar, a dos metros, cerca de la escalera se encontraba Annie. Estaba sonriente, con su muñeca degollada y su ropa pulcra.
Jonas se asustó, pero a la vez, se rindió. Si esa niña necesitaba algo, él debería dárselo y quizás así todo terminaría.
—Señor —Annie dijo haciendo una reverencia—, ha recordado.
—¿Señor? —preguntó asustado Jonas—. ¿De qué demonios hablas?
—Soy Annie, señor —sonrió.
—Sé quién eres. Eres la niña que quería que ingresara a la cabaña para recordar.
—Exacto —afirmó con un leve movimiento de su cabeza—. Necesito que recuerde señor, lo requiero con urgencia. Mi venganza aún no está terminada y...
—No sigas por favor —exclamó Jonas.
—Pero...
—No soy quien tú quieres que sea... No puedo darte lo que necesitas para poder descansar.
—Si eres el correcto —dijo y desapareció.
Jonas se quedó quieto unos segundos. Los recuerdos no dejaban de llegar, pero aunque lo intentara, no sabía de lo que hablaba Annie...
Cayó sentado, llegó un recuerdo, uno que cambiaba algo de él, de lo que pensó siempre. Su mujer le temía, Susan no era su esposa. No de la forma en la que recordaba. No de la forma que las fotografías le señalaban que había sucedido.
Jonas compró un automóvil rojo, uno medio destartalado. El único que le alcanzó con sus ahorros. El hombre regordete que lo atendió esa tarde de verano, le explicó que el vehículo era perfecto para pasar desapercibido en la ciudad de Burs. Y Jonas eso lo sabía, porque se había cambiado el nombre, y nunca había vivido en Burs. Solo tuvo que quitar la patente, idear el plan y llevarlo a cabo con total sutileza y profesionalismo.
Arrancó ese vehículo destartalado, tomando el camino hacia el trabajo de Susan. Ella trabajaba en la escuela estatal de Burs. Jonas sabía que ella los días viernes se quedaba hasta tarde. Jonas sabía todo de Susan. Y Susan no sabía nada de Jonas. Nadie en Burs sabía algo de Jonas.
Susan vestía una remera suelta y un pantalón desteñido. Susan se sentía feliz, había sido promocionada al puesto de directora. Ella estaba feliz, pero no sabía lo que le esperaba.
Gritó pero ya estaba en las garras de Jonas que, con un movimiento rápido y un pañuelo con formol, logró dormirla. La colocó en el asiento trasero. Un asiento con olor a olvido y desesperanza. Susan conocería lo que era perder la vida a cuentagotas encerrada en un sótano frío y desolado.
Jonas recordó. Jonas lloró al saber que no era la persona que él creía que era. Buscó su arma para acabar con su vida. Pero el rifle que asumió que existía ya no estaba en su casa, había desaparecido. O tal vez nunca estuvo. Ya nada parecía ser cierto, parecía real.
Jonas abusó de Susan de las peores maneras. Siempre haciéndole caso a sus demonios. A los que a la noche, luego de beber, le obligaban a dañar a su rehén.
Susan tuvo dos hijos producto del dolor. Nacidos en el seno de un lugar horrible. Concebidos en manos de un desquiciado y produciendo heridas que jamás serían sanadas.
Susan encontró la mejor forma de escapar. Solo debía entregarse a los deseos perversos de su captor y luego, cuando este bajara la guardián, escapar sin mirar atrás. Debía hacerlo con sus hijos, porque aunque ella los odiara, seguramente otra familia los amaría.
Ella pudo hacerlo, pero Jonas la persiguió por la ruta. Jonas la chocó de atrás y Susan, con sus hijos, murieron al instante.
Jonas se excitó por un momento, pero luego lloró. Había perdido al amor de su vida y se olvidó de lo que había hecho. Se olvidó de Rafael que descansaba en el mismo sótano en el que alguna vez lo había hecho Susan.
La policía llegó casi al instante pero Jonas ya había escapado. Nadie debía atraparlo. Nadie debía saber lo que realmente había hecho en su vida.
Jonas caminó de nuevo fuera de su casa. Quería acabar con su vida. Los recuerdos no dejaban de llegar. El incendio ya no existía y en su lugar estaba Lucius. El demonio sonreía. Disfrutaba de lo que estaba viendo.
Lucius caminó hasta donde estaba Jonas y colocó su dedo índice izquierdo en la frente de Jonas y dijo:
—Ahora recordarás todo.
Jonas recordó como asesinó a sus padres. Primero fue su padre al cual lo degolló con un hacha filosa en el momento que fueron a cazar. A su madre cuando regresó. Pero sus padres no eran lo que el pensaba. No eran malas personas. No eran seres que le habían hecho daño en toda su infancia, sino todo lo contrario, eran personas que nunca lo había dejado de amar, a pesar de lo que Jonas era. A pesar de la oscuridad que crecía en su ser.
Ellos, sus padres, jamás acataron las órdenes que los psiquiatras con vehemencia les exigieron.
—Jonas necesita medicación e internación con urgencia —exclamó el doctor Harris.
—Él estará bien mientras tengamos los cuidados pertinentes —respondió la madre cerrando la puerta del consultorio.
¡Qué equivocada que estaba esa mujer! Jamás quiso admitir que su hijo estaba enfermo. Que su hijo dañaba animales, personas y casi asesina a una maestra que le había colocado una mala nota.
Todo fue ocultado con una simple mudanza y comienzo nuevo en la cabaña. En la misma cabaña que Annie le rogó a Jonas que ingresara. Pero, si eso sucedía, Jonas recordaría que ahí había llevado las peores matanzas de mujeres y niños.
Recordó como atrapaba a sus víctimas, como abusaba de ellas y luego de que eran madres, las cazaba como si fueran ciervos. A los hijos e hijas los vendía al mejor postor, o a veces, cuando sus demonios le hablaban, también los cazaba. Sin embargo, se aburrió o se enamoró de Susan. Nunca Jonas supo que era lo que hizo que se centrara solo en ella y en los pequeños.
Luego llegó Rafael que era su vecino y lo raptó para que jugara con los hijos de Susan. Sin embargo, al llegar, luego del accidente, lo encontró muerto. Era piel y huesos. No quiso comer o Jonas jamás le dio comida. Ese recuerdo no llegó a Jonas y tampoco le importaba mucho.
Lucius retiró su dedo. Lucius por primera vez sintió algo parecido al odio pero a la vez cercano a la repulsión. Estaba en frente al asesino de su protegido y parece que Jonas siempre estuvo jugando con él.
Jonas sonrió y Lucius se alejó. Pero no llegó tan lejos, no llegó a encontrar algún vestigio de lo que puede haber sucedido con Rafael.
—Yo decapité a ese bebé —dijo Jonas con una sonrisa—. No entraré en detalles, sin embargo, lo recuerdo a todo. Cometiste un error al buscar que recordara mi pasado. Tú eres parte de él. Tú eres el máximo responsable de lo que soy. Ahora eres el cómplice de mis peores actos. Pero parece que no lo recuerdas. Parece que eres un demonio débil que enviaron a ver lo que hacía y proteger a Rafael. Y ni eso pudiste hacer. Le fallaste a Él. Eso jamás te lo perdonará.
Jonas movió su cabeza negando.
—Parece que no quieres hablar —continuó—. Está bien que no lo hagas. Todo lo que sucedió y pronto sucederá será el comienzo del fin. No será el apocalipsis que siempre se pronosticó, sino algo peor. Algo que hará que los humanos se orinen en los pantalones. ¡Será hermoso verlo desde la primera fila! —exclamó Jonas sonriente.
Jonas era otro hombre. Era un ser completamente seguro de sí mismo. No el hombre temeroso al cual Lucius persiguió. Tampoco era el asesino serial que Burs conoció alguna vez. Era otra persona, alguien capaz de cualquier calamidad. De las peores. De las que nadie se atreve a imaginar jamás.
Lucius se detuvo sobre una colina. Debajo de ella había miles de pozos. Más de lo que podía contar. En el centro estaba la cabeza de una mujer en una estaca. Lucius no sintió nada. Pero sabía dónde estaba. Supo en ese momento que había sido enviado para encontrar este lugar. Estaba a pocos metros de la casa y jamás lo vio. Lucius caminaba cuando Rafael dormía, sin embargo, este lugar parecía nuevo.
—Haz llegado a mi cementerio —exclamó Jonas—. El lugar donde las almas descansan y me sirve de recuerdo para mis mejores actos. Cada mujer ha sido enterrada según el orden de su muerte. Al lado de cada una, descansa alguno de sus hijos y también algunos hombres que se quisieron hacer los héroes atrapándome. Perdí la cuenta de las personas que asesiné, deben ser más de tres centenares. ¡Qué maravilla!
Lucius levantó sus manos a los cielos y luego las enterró. Quería liberar esas almas y alimentar a Él. Pero su acting no funcionó.
—Tarde —indicó Jonas—. Ya es tarde.
Lucius miró a Jonas. Los tatuajes de Lucius se iluminaron en signo de que debía poseer a Jonas, sin embargo, Lucius no lo quería hacer.
—¿Por qué dejaste morir a Rafael? Él ya había sufrido demasiado con su padre.
—Porque quise. Porque pude —Jonas colocó la mano en el hombre de Lucius—. Algo que ustedes los demonios nunca comprenderán, es que los humanos somos peores que ustedes. Ni siquiera, en miles de años, podrán hacer las mismas maldades que nosotros. Él te envió a cuidar a Rafael, pero en realidad, te envió a cuidarme a mí. A ayudarme a que despierte. Y lo has logrado Lucius. Eres digno. Has cumplido tu misión. Nos vemos cuando despierte.
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