Rafael

El pequeño niño se despertó sudado y nervioso, había sentido que algo yacía en las oscuridades debajo de su cama. Sintió un sonido sordo y vio un haz de luz, pero todo fue tan rápido que nunca supo si fue verdadero. Hacía tiempo que era acosado por pesadillas perversas. Esa misma noche no pudo dormir y tampoco pudo averiguar que había debajo de su cama. Jamás llamaría a su padre por semejante tontería, no quería hacerlo enojar.

En la mañana siguiente, cuando el amanecer era esplendoroso, Rafael podía oler el rico aroma de unas tostadas. Se había olvidado de lo que había ocurrido. Era como si alguien así lo hubiera decidido, como si la verdad de lo que yacía debajo de su cama fuera tan peligrosa para Rafael que su mente lo había borrado. Se colocó las pantuflas de garras de oso y descendió por las escaleras mientras tarareaba. Se detuvo en el último escalón al escuchar que alguien lo nombraba, pero al darse vuelta no había nadie. Su nombre sonó como un leve susurro, como cuando la brisa acaricia a las hojas.

Se sentó a desayunar mientras su padre ojeaba el diario. Era rutinario que eso sucediera, y a Rafael con sus cortos cuatros años no le molestaba. Su padre era una persona particular, sin embargo, Rafael lo veía como un héroe.

—Hoy tienes que hacer la tarea antes de que venga tu madre —ordenó el padre sin mirar a Rafael.

—Sí papi, ya lo sé.

—Ayer te olvidaste —dijo enojado.

—Perdón papi, no volverá a pasar.

Y todo volvió a ser silencio hasta que sonó el mordisco grande que Rafael le dio a la tostada. Adoraba esa comida, adoraba que tuviera dulce de leche o alguna mermelada. Su preferida era la de frutilla o de durazno, no obstante, esa mañana era solo un trozo de pan seco, sin gracia y con gusto a viejo. A pesar de eso, Rafael estaba contento, volvería a ver a sus amigos, eran sus vecinos y habían vuelto de un gran viaje.

Terminó su desayuno y volvió a su cuarto, no quería ver a su padre gritarle al teléfono. Siempre sucedía lo mismo con su papi, siempre gritaba, siempre estaba enojado. El cuarto para Rafael era como su centro de mando, donde podía jugar, esconderse e imaginar que era feliz. Porque a pesar de que amaba a sus padres, ellos no le daban importancia a su presencia. Era como si él no existiera, o solo fuera una carga. En su cuarto, sus muñecos lo acompañaban en la osadía de asumir que a través de los juegos podía ser feliz. La imaginación de Rafael superaba la de cualquier niño de su edad, su vocabulario era el de un niño de seis y su comprensión del mundo casi como la de un adulto. Sin embargo, se sentía acorralado en un hogar donde parecía ser un fantasma, y todo desde que sus padres dejaron de amarse y lo comenzaron a ver como una carta para discutir.

La última discusión que Rafael recordaba era la que terminó con su madre sangrando y yéndose de casa llorando. Su padre luego de beber golpeaba todo lo que estuviera cerca. Cuando perdió el trabajo se transformó en un monstruo. Pero Rafael no podía dejar de amarlo, no quería dejar de hacerlo.

El susurro volvió a escucharse, volvió a ser como la brisa que acaricia a las hojas de los árboles. Rafael dejó de jugar, de imaginar y se quedó quieto intentando comprender de dónde podía alguien llamarlo. «¿Será de debajo de mi cama», se preguntó asustado. No quiso investigar e hizo bien. Debajo de su cama estaba un ser que no sabía por qué había llegado al mundo humano y la razón por la cual había escuchado a Rafael llorar desde el infierno. Si el niño se asomaba a mirarlo, a mirar la forma deforme del demonio, sería peligroso para los dos. El demonio no llamaba al niño, pero Rafael si lo escuchaba. Ese susurro se escuchó como la clemencia de alguien que sufre encerrado en un lugar que odia. Sin embargo, el demonio, que luego se lo conoció como Lucius, venía desde el infierno y no tenía sentido que sufriera, no estando en un lugar más cálido del que provenía.

Rafael armó un castillo con unas cajas de cartón en el momento en que se olvidó de la voz que lo llamaba. El castillo tenía una gran torre donde yacían los monstruos que protegían al superhéroe que nunca debía ser salvado. Este superhéroe se llamaba: capitán Sandi. Era el personaje preferido de Rafael, sin embargo, la personalidad de Sandi era la misma que su padre. Por esa razón era que los monstruos lo protegían.

El padre de Rafael ingresó a la habitación empujando la puerta y con un fuerte aliento a alcohol. Su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, y su cabello estaba revuelto. Miró a Rafael completamente enojado y lo señalo:

—¡Te he dicho que hicieras la tarea! —gritó furioso.

—Perdón papi, quería jugar.

—¡Siempre estás jugando! —se acercó.

—Perdón papi — Rafael sollozó sabiendo lo que iba a ocurrir.

El castillo fue destruido por las fuertes patadas que el padre borracho le dio. El capitán Sandi salió impulsado impactando contra la pared y uno de los brazos de plástico se salió del cuerpo quedando oculto debajo de la cama.

Rafael sangraba luego que su padre lo golpeara y zamarreara su cabello para sentarlo a hacer la tarea. Una tarea sin sentido, un dibujo que tenía que salir de la imaginación de Rafael y los trazos debían ser dibujados con una sonrisa. Sin embargo, en ese momento solo era un dibujo sin sentido, con una mano temblorosa que quería complacer al ser alcohólico que yacía detrás del niño, que lloraba sin consuelo.

—¡Es horrible! —exclamó el hombre furioso y destruyó el dibujo—. ¿Te parece que es lo que te pidió tu maestra?

—No... no sé cómo hacerlo —respondió Rafael nervioso y secándose las lágrimas.

—¡Eres lento y estúpido como tu madre!

—Perdón papi, no quería hacerte enojar.

—¡SIEMPRE LO HACES! ¡ERES MI PEOR ERROR!

—Perdón papi —rogó Rafael intentando volver a dibujar y la punta del lápiz estalló por la presión.

—¡Maldición! ¡Eres un inútil!

Le dio una fuerte cachetada y se retiró de la habitación golpeando con su puño las paredes. Rafael no podía dejar de llorar y todo su cuerpo ardía. No era para menos, era solo un niño de cuatro años que era golpeado por un dibujo.

—Tienes que irte —susurro el demonio.

Rafael se dio vuelta y no vio a nadie. Pero la oscuridad de la cama, donde la luz de la ventana jamás llegaba, lo invitaba a investigar. Era tan oscuro que cierta parte de Rafael sentía atracción, en ese lugar su padre jamás podría encontrarlo.

Rafael recordó a  Sandi y corrió a buscarlo. Lo encontró aplastado por una caja y rompió en llanto cuando se dio cuenta que le faltaba un brazo. No sabía dónde podía estar, no obstante, presumió de una manera temerosa que estaba debajo de la cama. Él no debía ir a buscarlo, era peligroso hacerlo solo. Caminó hacia atrás hasta golpear contra la pared. Había visto unos ojos rojos y redondos. Fue un instante, que pareció una eternidad, y luego corrió bajando por las escaleras hacía las afueras.

Llegó hasta el nogal en donde siempre jugaba con sus muñecos, pero esta vez era diferente, estaba escapando de los ojos rojos que lo miraron de manera extraña. Rafael siempre le temió a todo lo que sucedía debajo de su cama. No era la primera vez que sentía algún ruido raro, o el rechinar de dientes, o algún llanto de un bebé.

El anochecer llegó de manera desleal para Rafael, él no quería volver a su casa. Había adentro dos seres que no quería ver: su padre borracho completamente peligroso y los ojos rojos redondos que seguro lo querían devorar.

Su madre se estaba demorando demasiado y Rafael se sintió culpable de haberse dormido debajo de la sombra del nogal. Tal vez su madre lo vino a buscar y al no encontrarlo se fue, para jamás volver. No podía dejarlo en ese lugar con esos dos seres. Su madre no debía abandonarlo, pero Rafael al ver las primeras estrellas en el cielo comprendió que ella no lo buscaría. Ella jamás volvió a buscarlo, pero no porque ella no quisiera, sino porque se encontraba muerta en una zanja luego que su exmarido le dispara para quitarla del camino.

Su madre sí lo había ido a buscar, y no lo había encontrado. Discutió con el hombre borracho, le dijo que era un mal padre, que merecía lo peor. Y luego de decirlo se arrepintió, fue un error decírselo a un hombre desquiciado y borracho. Ella corrió, pero de nada sirvió, su espalda recibió todo el impacto de los perdigones.

El hombre, luego de dispararle, se secó la transpiración con una gran sonrisa. Se había quitado de encima una gran escoria. Esa mujer ya lo había cansado, ya no quería verla nunca más. «¡Que era un mal padre! ¿Qué podía ella saber?», pensó el hombre sonriente mientras arrastraba el cuerpo a su camioneta. Luego de un viaje de veinte minutos, descartó el cuerpo en un pozo que ya había cavado el día anterior. El hombre ya tenía planes de matarla y no los disfrutó como lo había soñado, todo había ocurrido sumamente rápido y eso lo enojó. Cubrió el cuerpo con algo de tierra dejando al descubierto solo una pierna rogando que algún animal se la comiera. «Siendo la basura que es, no creo que un animal la pueda comer», pensó sonriente y volvió a la casa. Encontró a Rafael dormido en el nogal y lo dejó allí, no tenía ganas de golpearlo de vuelta. Era mejor beber varias cervezas.

Rafael temió lo peor cuando ya era completamente de noche, cuando algunos grillos se escuchaban lejanos y algunos truenos se oían más cercanos. Comenzó a caminar completamente asustado e ingresó a su hogar. El olor que allí flotaba en el aire, no era el olor característico a su hogar. Era un olor extraño, como si algo se hubiera quemado... No pudo distinguirlo y al ver a su padre dormido sobre el sillón subió a su habitación en puntillas. Despertarlo para cenar sería un error que le costaría una gran paliza.

Su panza gruñó de hambre, y Rafael no sabía qué hacer. Era tan solo un niño que no sabía cocinarse, ni encender las hornallas. Al llegar a su habitación, sobre la cama había dos sándwiches de jamón y queso, con un vaso de jugo de arándanos. Los devoró en un instante alejado de la cama, alejado de la oscuridad. Mientras terminaba el vaso de jugo miró a la penumbra, y en ella solo había silencio. Un silencio que cada tanto era apagado por los truenos. Rafael amaba las tormentas, les permitían dormir plácidamente y su padre jamás lo molestaba. A él, a su padre, le daban miedo los truenos. Otras de las razones por la cual la bebida era la excusa perfecta para seguir emborrachándose.

Rafael se colocó su pijama y se recostó sobre la cama. Tenía miedo pero también sueño. Comenzó a cerrar los ojos hasta que escuchó:

—Tu madre está muerta —dijo susurrando el demonio—. Tienes que huir.

Rafael se cubrió la cabeza con la sábana. Él sabía que el susurro tenía razón, sabía que su madre nunca había venido a buscarlo porque su padre le había hecho daño. Comenzó a llorar, la extrañaba.

—Tienes que huir, yo no te haré daño —prometió el demonio.

«¿Era verdad que no le haría daño?», se preguntó el demonio. Él sabía que si había llegado a ese lugar y que conocía todo lo que ocurría es porque su misión era diferente a la que tuvo por milenios. No sabía por qué le ordenaba a un pequeño niño que huyera, pero sus palabras brotaban sin control.

—Hazlo niño, vete, el siguiente eres tú. Tu padre te asesinará, no te quiere en su vida.

Rafael no quería escucharlo. Quería que se callara, pero no podía hablar.

El padre se despertó del sueño con un trueno. Se dio cuenta que estando la puerta abierta, su hijo había llegado. Y dentro de su mente se preguntó cuándo es que su hijo se daría cuenta que su madre ya no vendría a buscarlo. Si su hijo preguntaba sería peligroso y si en el colegio decía algo, su libertad estaría comprometida. Y el hombre amaba su libertad de hacer lo que quisiera, con las personas que quisiera. No era la primera vez que asesinaba a una persona. Y ahora debía hacerlo con su hijo. «No me agrada la idea, pero será lo mejor. Él ama a su madre y podrán descansar juntos», le dijo su voz interior.

Se levantó a buscar la escopeta, no debía pensarlo mucho sino se arrepentiría. Subió por la escalera mientras la cargaba. Abrió con lentitud la puerta y vio a Rafael sentado en la cama. Los ojos de su hijo era rojos, su cabello negro y su postura parecían la de un ser poseído. El hombre inseguro ingresó, no podía caer en ese trampa de un niño.

—Yo no quiero hacerlo hijo, pero será lo mejor para los dos.

—Tú mataste a mi madre —dijo señalándolo.

La voz del niño parecía fantasmal como si hablara a través de una botella. Era profunda, infundía miedo y las manos del hombre, como por acto reflejo, temblaron.

—¡No harás lo mismo con el niño!

El hombre le apuntó a Rafael, llevó el dedo al gatillo. Pero ese dedo fue quebrado, luego la mano. Hubo un gran grito de dolor, sin embargo, el arma se disparó destruyendo la pared de madera sin lastimar a Rafael que no se movía de su lugar. Sus ojos ya no eran rojos, no tenía ninguna postura demoníaca.

—¿Por qué papi, por qué mataste a mami?

—Se lo merecía —respondió con un dolor profundo.

Su mano había dado un giro antinatural, los huesos habían salido como dos colmillos por fuera de la piel y sangraban por sus puntas.

—A mí nuevo amigo no le gusta que me hagas daño.

—¿Tu nuevo amigo? —preguntó asustado.

Rafael no sabía de qué hablaba, pero dentro de su ser sabía que los ojos rojos debajo de su cama no le harían daño. Le temía, sin embargo, se sentía protegido.

—Sí, su nuevo amigo —respondió una voz grave desde debajo de la cama.

—¿Quién anda ahí? —dijo el hombre asustado.

—No le harás más daño a Rafael —advirtió el demonio.

—¡Sal de donde estés maldito!

—¡NO LE HARÁS MÁS DAÑO A RAFAEL!

El niño se bajó de la cama, sin saber porque lo hacía. Caminó hasta pasar al lado de su padre, olió el fuerte hedor a alcohol y cigarrillo, y siguió caminado hasta llegar a la cocina. Por su lado, su padre intentó agarrarlo, no obstante, sus músculos no le respondieron, quiso hablarle pero su voz tampoco salió.

El demonio se presentó al padre de Rafael. Era la primera vez que una persona veía, luego de milenios, la forma verdadera de Lucius. Era un ser diferente a lo que vemos en los libros sobre los demonios. Lucius era de piel oscurecida, con tatuajes escritos en latín que recorrían todo su cuerpo; sus ojos eran rojos, su rostro perverso y serio; su cabello negro. Vestía un sobretodo negro con hilos de oro y unos borceguíes oscuros.

Al sonreír, en su rostro se le marcaron las venas de un rojo carmesí brillante y en la pared se proyectó un demonio con alas parecidas a las de un murciélago y los ojos enrojecidos.

El hombre quiso huir pero se terminó orinando en los pantalones. Lucius, mientras caminaba hacia él, hizo que el hombre recordara todo el daño que hizo en su vida. Las mujeres que asesinó por celos, por enojo o solo porque ya no le servían. Lucius adoraba mostrarles a los humanos todo lo malo que hicieron en su vida para que sufran en su muerte y para que en el infierno vivan los mismos calvarios.

—¿Quién... eres? —preguntó el hombre asustado.

Lucius no respondió y siguió caminado. No estaba lejos del hombre pero al ser un demonio podía modificar la distancia así el humano seguía sufriendo.

—Yo no quise matar a esas mujeres, no tuve otra alternativa.

El hombre recordó y recordó de las peores maneras. A su mente llegaron los gritos desgarradores de las mujeres que le rogaban que se detuviera. A sus oídos llegaron los sonidos más aterradores, como los disparos, los cráneos destruyéndose y los llantos de los niños que se quedaron sin sus madres.

—¡BASTA! —rogó el hombre.

Lucius lo ignoró. ¿Qué otro cosa haría? Era un demonio llegado desde lo más profundo del infierno que ansiaba hacerlo sufrir hasta desgarrar su alma. Los demonios no atacan, ni defienden a los niños, sin embargo, en este caso parece que su misión era diferente. Si el que lo envió le dio esa misión, no dudaría en cumplirla, haciendo sufrir a las personas que tocaran a Rafael.

El hombre gritaba en el suelo, rogaba que el demonio acabara de torturarlo. No obstante, sabía que eso no iba a suceder. Tenía que hacerlo él mismo. El hombre agarró la escopeta, le apuntó a Lucius, pero de pronto giró y acabó apuntando a su propio cuello.

—No quiero dispararme, no quiero morir —dijo el hombre llorando y luchando contra el arma.

—¡Lo harás! —ordenó Lucius.

La cabeza del hombre estalló por los aires luego del chasquido de los dedos de Lucius. El techo se tiñó del líquido carmesí del hombre más cobarde del pueblo, del hombre que era un asesino serial. Lucius sabía que ese hombre no merecía clemencia aunque de alguna manera sintió cierta admiración.

Lucius bajó por las escaleras y Rafael ya no estaba. Su protegido había desaparecido. Gritó con todas sus fuerzas y la casa estalló por los aires. Lucius volvió a los infiernos olvidándose del hombre que acababa de asesinar. El demonio que lo había enviado no dijo nada, solo miró a Lucius. Eran parecidos solo que el demonio dominante tenía un aspecto más aterrador. Este ser chasqueó los dedos enviando a Lucius de nuevo debajo de la cama de Rafael.

Al llegar no recordó nada. No sabía qué hacía debajo de la cama de un niño de cuatro años que no dejaba de llorar, pero se prometió protegerlo de las personas que le hicieran daño, y sobre todo, de Jonas.

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