Los niños diabólicos.

Jonas despertó sediento, pero eso no fue la razón de su despertar. Despertó al escuchar llantos provenientes de la planta baja. Él pensó que se trataba de Rafael, aunque su hijo jamás lloró desde que se mudaron, sin embargo, tal vez había vuelto a ser el niño de siempre.

Se colocó su pantalón negro, con la camisa a cuadros y sus zapatillas blancas, todo fue lento y medido. Jonas no deseaba encontrarse de nuevo con algo diabólico, algo que tal vez no se animara a enfrentar. Tenía leves recuerdos del perro al que se enfrentó y de Rafael acercándose con un cuchillo, no obstante, no recordaba cuándo era que había sucedido. Le estaba costando saber en qué día y hora él despertaba. El alcohol estaba afectando de manera abrumadora su mente.

Caminó hasta la escalera rogando que esos llantos que lo despertaron, solo fueran una pesadilla y no una obra malévola de Lucius. El demonio estaba volviéndose incontrolable e indestructible. Se detuvo en el primer escalón cuando observó el cuerpo de un niño maltratado. Su cabello estaba chamuscado, le faltaba el ojo derecho y la mano izquierda. De ese brazo le chorreaba sangre con un flujo continuo y una presión exagerada. Comenzó a manchar el suelo, formando un río que llegaba hasta la puerta de entrada. En ese lugar estaba una niña con una muñeca de trapo rosada. Tenía su cabello atado en dos trenzas y su vestido manchado con sangre, eran gotas gruesas que escurrían hasta llegar a los tobillos sucios y lastimados.

Jonas no conocía a esos niños, aunque su mente pensara lo contrario. «Son niños diabólicos enviados por Lucius» pensó desesperado.

El niño sonrió, y con su sonrisa mostró la falta de varios dientes. Comenzó a subir la escalera, peldaño a peldaño, con un andar perezoso y pesado. Sus pasos sonaban como balas de cañones cada vez que golpeaban la madera. Su sonrisa se convirtió en una mueca triste y con mucho dolor. Llegó hasta Jonas, se miraron y él lo empujó haciendo que el niño cayera de manera abrupta golpeando su cabeza en el último escalón. Jonas no quiso empujarlo, pero tampoco lo quería tener a su lado. El hedor que liberaba el cuerpo del niño era asqueroso, la mirada horrible y le recordaba a sus hijos muertos.

La niña se acercó al niño y lo ayudó a levantarse. Unas moscas negras revolotearon en la cabeza de la niña hasta que una se posó en su boca y ella se la comió. Se escuchó un crujido, como cuando uno come una papa frita, y ella sonrió.

La muñeca que descansaba en su mano derecha giró su cabeza y con sus ojos, que eran de botones, miró a Jonas. Lo miró como si quisiera hacerle daño, como si Jonas fuera el culpable de algo que él mismo no entendía.

—Tienes que recordar —lo incitó Lucius desde las profundidades de la casa.

—No sé qué deseas que recuerde.

—Daño, el daño. Tu maldita obsesión y necesaria abominación de mantener alimentada a la bestia, a tu bestia.

—¡No sé de qué demonios hablas! —gritó Jonas.

—Ellos te harán recordar.

Jonas se dio media vuelta escapando del ascenso de los niños diabólicos, pero era tarde, estaba rodeado de varios más. Había más de diez, y de edades variadas. El más pequeño, un bebé de pocos meses descansaba en una manta en los brazos de una niña a la que le faltaban ambos ojos. A su lado había dos niñas gemelas de corta edad con sus vestidos rojos y zapatos de charol negros.

—Recuérdanos Jonas, recuérdanos —dijeron todos al unísono.

—¡Son demonios, unos asquerosos demonios!

—Las cadenas que envuelven un brazo frágil y un plato vacío yacen cadavéricamente al lado de un ser desprotegido... El frío y la desolación son la compañía de los seres que merecen ser puros...

—¡Silencio demonios!

Jonas los movió a golpes de puños hasta que llegó a su habitación y pudo encerrarse. Su corazón buscaba salir de su torso hasta estamparse en la pared y descender chillando, dejando un reguero de sangre. Jonas estaba desesperado, quería escapar. Era mejor dejar a Rafael con Lucius, que ser perseguido por este demonio por siempre.

La puerta comenzó a ceder por los golpes incansable de los niños demoniacos que buscaba acabar con la vida de Jonas y él no sabía por qué. Nunca había tenido contacto con niños que no fueran sus hijos. Nunca fue al colegio, iglesia o el club donde practicaban deportes. Jonas solo se dedicaba a trabajar y jugaba con sus hijos en su casa.

—Sótano, sótano —indicaban al unísono los niños.

La puerta dejó de ser golpeada, dejó de ser atacada de manera despiadada. «¿Cómo puede ser que los niños tengan esa fuerzas?» se preguntó Jonas tragando saliva.

Se colocó de pie, se acercó a la ventana. Tenía el plan en su cabeza, solo debía descender por el desagüe que tenía pegado a la pared, luego ir al garaje y escapar en su camioneta. Luego de un viaje en línea recta por veinte kilómetro, doblaría a la derecha y pasando los cien kilómetros encontraría la cabaña de su familia. Allí podría vivir hasta el día de su muerte. «¿Cómo era la cabaña?», se preguntó Jonas mientras miraba por la ventana.

El cielo era oscuro y al oeste presentaba un color carmesí. Jonas se sorprendió, él estaba seguro que ya era el medio día, pero seguía siendo de noche. Se posicionó para saltar hasta el desagüe y...

Ya era tarde en las afueras estaban todos los niños y niñas comandados por Rafael que ese día portaba la sonrisa más perversa de todas. En su mano tenía el mismo cuchillo que Jonas recordó haber visto hasta que se desmayó.

Jonas tuvo la necesidad de asesinarlos a todos, de destruir sus cráneos y poder vivir en paz. Si acababa con la vida de Rafael, luego de los niños diabólicos, Lucius se iría para jamás volver. Sin embargo, Jonas sabía que sería imposible llegar a su hijo sin que Lucius interviniera. Por lo tanto, solo se bajó de la ventana y camino hacia la puerta. La parte de su mente, la que no quería que le hiciera daño a los niños, ni a su hijo, lo invitó a enfrentarlos. Debía hacerlo, tal vez si los miraba a los ojos, podría entender que necesitaban y así se irían dejándolo en paz.

Bajó por las escaleras frustrado y se detuvo antes de abrir la puerta, se dio vuelta y miró a la sombra de Lucius que estaba en la planta alta.

—¿Esto es lo que tú querías no? —preguntó furioso.

—Yo no quería nada... No soy un ser con deseos.

—¡Deja de mentir! —increpó Jonas—. Deseabas que me volviera demente así te quedabas con Rafael.

—Estás confundido y aún no entiendes nada —desapareció.

—Maldito asqueroso demonio, juro que acabaré contigo —amenazó Jonas en voz baja mientras giraba la perilla.

La puerta chilló y una brisa helada le recorrió la espalda. Dio dos pequeños pasos y se preparó para enfrentar a la manada de niños diabólicos. Ellos ya no estaban en el mismo lugar, estaban más alejados. Se encontraban cerca del árbol seco, y Rafael portaba una pala con su punta metálica resplandeciente como su sonrisa. Detrás de él estaba la niña con su muñeca, ya no tenía su cabeza, la misma se hallaba en la otra mano y el bebé lloraba en el suelo. Jonas comprendió que ese pequeño niño moriría en manos de Rafael y que él debía detenerlo.

—¡No lo asesines! —ordenó con un grito.

—¿Seguro que no quieres que lo haga?

—¡Rafael detente!

—No lo haré... Tiene que ver con tus propios ojos lo que has producido en los que te rodean.

—¡Cállate!

Jonas corrió pero fue detenido por Lucius que lo arrojó hacia atrás y golpeó contra la puerta. Quedó dolorido y su vista se nubló. Sin embargo, como si fuera un acto perverso de Lucius, pudo ver con claridad como Rafael posaba la punta metálica en el cuello del bebé que no dejaba de llorar.

—No lo hagas..., por favor —suplicó Jonas.

—Tengo que hacerlo.

La pala subió y luego bajó con violencia decapitando al bebé y todo fue silencio. La cabeza rodó hasta desaparece en una bajada y Jonas quiso gritar pero su voz no salió.

—La cabeza rodará hasta que el dolor desaparezca —dijo Rafael dejando caer la pala.

Los niños comenzaron a cavar una tumba con sus manos y una niña alta alzó el cuerpo sangrante del bebé y lo elevó sobrepasando su cabeza.

—Ya no sufrirás la perversidad que te rodeó desde tu nacimiento. Ahora descansarás en la tumba que tus hermanos y hermanas hemos preparado.

Jonas se colocó de pie con dificultad, quería detener el ritual satánico que estaba ocurriendo frente a sus ojos. Caminó hasta llegar a dos metros de Rafael que estaba concentrado mirando el cuerpo sangrante del bebé.

—Tú madre tenía razón, tendríamos que haberte matado antes de que nacieras —dijo Jonas sin tener el control total de sus palabras. Estas brotaron por si solas. Se tapó la boca.

—Que el bebé sin nombre descanse y se alejé por fin de las garras de la perversión —dijo Rafael ignorando a Jonas.

La niña dejó en la tumba al bebé y luego sus manos cayeron también a la tumba. Luego su cuerpo comenzó a descomponerse hasta ser una calavera con una cabellera que le llegaba a la pelvis.

Jonas retrocedió y vomitó.

El cielo tronó y de él cayeron grandes gotas negras y aceitosas. La lluvia olía a putrefacción. Jonas corrió a resguardarse y desde su ventana observó como uno a uno los niños y niñas se desintegraron hasta ser solo huesos.

Lucius se posicionó detrás de Jonas y le dijo:

—¿Ahora lo recuerdas?

—¿Recordar qué? —preguntó Jonas asustado.

—La muerte Jonas, el sufrimiento y el encierro —desapareció.

Jonas corrió al garaje pero misteriosamente terminó en el sótano y no sabía qué hacía allí. Nunca desde que vivía en Sinestry había bajado a ese lugar. Era húmedo, oscuro y con un hedor a basura. Caminó sabiendo que debía ir al garaje, pateó un plato metálico y un hueso largo. Se detuvo al observar una cadena ennegrecida y ella se levantó del suelo. Serpenteó en el aire como una cobra real encantada por la música. De la nada atacó a Jonas, le envolvió la muñeca y lo atrajo hasta la pared. Luego giró por todo su cuerpo envolviendo la cintura y sus dos piernas. Quedó totalmente aprisionado y dolorido.

Jonas ya no tenía ganas de pelear supo que era en vano. Lucius siempre tenía el control sobre todo lo que sucedía en ese hogar. El demonio era el rey en Sinestry y veía a Jonas como una oveja débil de un corral atestado de animales.

La cadena se le enroscó en el cuello y le comenzó a falta el aire. Sintió como el corazón latía más velozmente buscando que Jonas no se desmayara. Los pulmones no se expandían de la misma manera y a Jonas la falta de aire hizo que comenzara a nublársele la vista.

La cadena lo soltó y Jonas dio una gran bocana de aire. Fue de manera automática y recuperó segundo a segundo la noción de lo que estaba ocurriendo.

Parado frente a él estaba Lucius que a pesar de ser una sombra se lo podía ver con completa nitidez. Jonas no sabía si estaba sonriendo o simplemente estaba disfrutando del momento en silencio. Se acercó un paso a Jonas y dijo:

—La cadena acabará con tu sufrimiento, y luego yacerás olvidado en una tumba. No es tu culpa, no es la mía, es culpa de los que nos hicieron daño. Prometo que no sufrirás, pero tampoco vivirás. Solo serás un alma en pena sobrevolando el sufriendo y viendo como tus hermanos mueren de la misma manera.

El perro furioso, el que había muerto en manos de Jonas, apareció al lado de Lucius y ya no ladraba, sin embargo, en sus ojos había una mirada rabiosa. Las calaveras, las que algunas fueron niños y niñas, comenzaron a bajar a paso lento y Jonas pudo escuchar el chocar de los huesos como un ritmo diabólico. Quiso cerrar los ojos y no pudo.

—Tú hiciste esto —indicó Susan desde algún lugar del sótano.

—Tú hiciste esto —repitió Rafael.

—Nunca más lo volverás a hacer —amenazó Lucius.

Los niños se colocaron detrás del perro y aplaudieron. Pero solo se escuchó el sonar de los huesos.

—Nunca más lo volverás a hacer —repitió Lucius.

La cadena se enroscó de nuevo en el cuello de Jonas y apretó con todas sus fuerzas hasta que Jonas dejó de respirar. 

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