Capítulo 3. El fantasma y el polvo que lo descubre
JAKE
Me agacho y agarro la mochila de los juguetes. Algunos están tirados por el suelo, otros siguen ahí, como la muñeca que le regalaron la Navidad pasada o la ropa que les pone a sus barbies. La vacío y lo dejo encima del sofá para después llenarla con las cosas del colegio, pues no tengo otra. Hoy es su primer día, espero que le vaya bien. Ser un alumno nuevo no siempre es fácil y ella es muy vergonzosa. Sé que en algunas ocasiones puede ser más difícil que en otras. Hay gente que no da oportunidades a lo desconocido. Está en primer curso y ya hace tres meses que el curso escolar empezó.
—¡Jake! —me llama desde la cocina y reacciono casi sin pensarlo.
Resoplo. Es tan pesada, y estoy tan cansado que no puedo ni mantenerme en pie.
Esta noche apenas me ha dejado dormir. Se ha despertado varías veces, me ha dado patadas y me ha pedido que la acompañe al baño en dos ocasiones.
—¿Qué pasa? —pregunto mientras cierro la mochila rosa.
—No tengo hambre —contesta en una especie de queja infantil, con un tono indignado. Lo que en realidad le pasa, es que no le gustan las tostadas con mermelada de naranja, pero no he podido ir al supermercado a por la de fresa.
—Hillary, desayuna. —No permitiré que comience con tonterías. Tiene que alimentarse, y más por la mañana. Esto es lo que hay y lo que comerá.
Voy a la cocina, que está al final del comedor, en la esquina, junto a las escaleras que llevan al piso de arriba. Me apoyo en el marco de la puerta y me paso la mano por el pelo mientras bostezo.
Hillary está sentada en la mesa y hace un puchero. La he vestido con una graciosa falda blanca de topos negros que mi madre le compró hace unos meses y un jersey de lana blanco para que no pase frío. Todavía no le he comprado el uniforme, así que se lo darán una vez llegue al colegio. Lleva dos coletas altas hechas con torpeza. No se me da muy bien peinarla, y la prueba de ellos es la forma en que llora cada vez que le recojo el pelo porque, según ella, le hago daño. Otra evidencia es la cantidad de veces que tengo que deshacerle el peinado para volver a empezar, pero debo admitir que cada vez se me da mejor.
El reloj que cuelga sobre la mesa deja que las agujas jueguen con el tiempo. Las ocho menos veinte. Los segundos pasan y la actitud de mi hermana no cambia.
—No quiero.
Suspiro al adivinar que, si no reacciona, llegará tarde y, por consecuencia, yo también.
—Hillary, acaba ya. Vamos a llegar tarde y dudo mucho que quieras empezar así en tu primer día.
—¡Ay! —vuelve a quejarse—. Es que no me usta la naranja.
«Tengo que hacer algo con su pronunciación».
—Pues te lo comes porque no hay otra cosa —contesto molesto, y sé que no debería ponerme así con ella. Solo tiene cinco años, pero esta situación me supera y necesito algo de colaboración por su parte. Si, al menos, comiera bien, me quitaría una preocupación de encima.
He tenido que recurrir al dinero de la herencia para comprar algo de comer. Necesito un trabajo de inmediato. La casa de mis padres está a mi nombre, lo que significa que tengo que acabar de pagar la hipoteca de una casa en la que ni vivo ni tengo intención de hacerlo. Por suerte, he encontrado tres posibles compradores, y no miento si digo que, en cuanto venda la casa, me sentiré más aliviado.
Dejar el trabajo ha sido horrible, pero no podía seguir en Londres. Por suerte, Elías gestiona las cosas de la casa desde allí. Me está haciendo un gran favor.
Mientras Hillary se termina el desayuno sin volver a rechistar, busco su chaqueta. La hago bajar de la silla y se la coloco junto con a mochila.
Las clases de ambos empiezan a las nueve, por lo que debo darme prisa en dejarla un poco antes, para llegar a mis clases a tiempo.
—A ver, Hillary —digo a la vez que la cargo en brazos y busco las llaves de casa—. Hoy irás al colegio y harás nuevos amigos, ¿verdad, cielo? —Le doy un beso en la frente para tranquilizarla. Este es su primer curso escolar y, aunque en Londres ya fue unos meses a clase, este cambio repentino parece haberla cohibido.
—No quero ir al colegio —se queja y hace un puchero. Agarro el paraguas por si llueve—. Me da vergüenza y no conozco a nadie. Quiero ir con mis amigos.
— Ya verás cómo enseguida haces muchos amigos. Eres maravillosa.
—Vale. —No está muy convencida, pero al menos parece aceptarlo.
Camino en silencio. La pequeña de pelo castaños y nariz respingona mira a todos lados con admiración, como si viviera una fantasía. Sonrío y acelero el paso.
—Jake —me llama con curiosidad—. Si mamá y papá están brillando, ¿significa que son estrellas y solo puedo verles por la noche? —pregunta y enseguida noto como los ojos se me llenan de lágrimas.
Ojalá fuera más fuerte. Desearía ser capaz de dejar de llorar y que ellos volvieran. Esta última semana estoy muy sensible. Creía que lo había superado, pero el duelo parece formar una parte de mí y permanecerá aquí un tiempo.
—Sí —respondo, y le doy un beso en la mejilla—. Ellos te ven por la noche y duermen contigo.
«Y nos ayudan, estoy seguro de que nos ayudan desde donde sea que estén. ¿Nos estáis dando suerte, papá y mamá?».Ella mira al cielo, azul y brillante, que anuncia que hoy hará buen día. Asiente y sonríe pensativa. La observo durante unos segundos y después vuelvo a fijar la mirada en la calle para ir hasta el colegio de mi hermana.
Llegamos diez minutos más tarde. Como cualquier colegio infantil, tiene las ventanas decoradas con dibujos y un patio enorme con columpios y toboganes para que los niños jueguen. Algunos corretean con sus respectivos padres, pero son muy pocos. Dejo a Hillary en el suelo y se agarra del bolsillo de mi pantalón para esconderse detrás de mí al entrar. Siento el impulso de dar marcha atrás, ir a casa y quedarnos allí encerrados para siempre. Puede que traerla a clase no haya sido una buena idea.
Una mujer regordeta de unos cuarenta años y pelo rubios se acerca a nosotros y se agacha para mirar a la niña. No me muevo cuando le tiende la mano a Hillary.
—Tú debes ser Hillary Harris, ¿verdad, preciosa? —pregunta con una sonrisa, y mi hermana asiente—. Soy la señorita Margaret —se presenta mientras yo miro a la pequeña, que no contesta.
Me llama la atención es su acento escocés, al que siento que me costará acostumbrarme.
—Es un poco tímida cuando no conoce a alguien —intervengo, e intento que mi voz no suene ahogada. Siento que cualquier cosa que diga me delatará, aunque, quizá, sea una tontería.
—Buenos días, soy Margaret Scott —se dirige a mí y me tiende la mano— ¿Eres su...?
Carraspeo.
—Soy su padre. —Y en ese instante comprendo que ya he matado a lo que quedaba de mí.No puedo decir que soy su hermano porque, si pasara algo con la niña, exigirían el número de teléfono de mis padres. Así que opto por la vía fácil: soy su padre y su madre era una chica que murió hace cuatro años en un accidente de coche.
—Oh. —Su asombro es casi palpable y veo trata de evitar mirarme mal—. La tuvo joven.
—Mucho. —Mi tono de voz su vuelve serios—. Quince, fue un descuido adolescente, pero no me arrepiento en absoluto. —La miro fijamente. Me da la impresión de que ha asumido que soy un mal padre—. Ahora tengo veintiuno y estamos muy bien.
Intento mostrar mucha seguridad en mis palabras, pero no sé si lo he conseguido. La edad también es falsa: en realidad tengo diecinueve. La profesora asiente y, tras felicitarme, me indica que la pequeña debería entrar. Me despido de Hillary con un abrazo y un beso en la mejilla, ella susurra un «quiero irme contigo» y una lágrima cae por su mejilla. La limpio y la animo a ir. «Estarás bien, ya lo verás». La señorita Scott la toma de la mano y, mientras se alejan, una luz rosada se enciende en mi interior. Puede que este sea un nuevo comienzo. O tal vez no, pues la luz parpadea.
AMELIA
—Parece que tu chico nuevo no está aquí. —Shane resopla en cuanto el profesor entra en el aula.
Las cosas son como siempre: hay un poco de alboroto al fondo de la clase y algo de ruido en la parte delantera. El profesor Steve Kent lleva una camisa blanca como de costumbre. En algún momento llegué a pensar que solo tenía una, hasta que un día se manchó de tinta y al día siguiente llegó con una limpia. Siempre he creído que quienes se licencian en la carrera de Lengua y Literatura son personas extrañas.
—Soy la persona con menos suerte del mundo —se queja Shane, que da un golpecito con la punta del bolígrafo en la libreta. Niego con la cabeza, porque ya me esperaba esto.
El tal Jake no ha venido a clase y está a punto de empezar. Si es cierto que tiene unos veinte años, como Shane ha dicho, no debería estar aquí. A veces, las especulaciones nos juegan una mala pasada, y presiento que las cosas empeorarán cuando Shane active su plan B el sábado. Por suerte, tengo una salida familiar como excusa para no participar en él, aunque creo que sería mejor que no lo llevara a cabo.
—Shane, la vida es dura —digo mientras me hago una coleta alta. Shane hace una mueca, y enseguida abro el libro de lengua por la página que vamos a corregir.
—¡Eh, Amelia! —Me giro al escuchar a Henrie. Pongo los ojos en blanco. Henrie Edwards, «el triple P»: pesado, pervertido y patético. No creo que sean necesarios más adjetivos para describirle.
—¿Qué? —le pregunto al rubio de ojos marrones que me mira con una sonrisa suplicante.
—¿Me dejas copiar los deberes? —pregunta—. Seré rápido.
—No —replico enseguida con el ceño fruncido—. La clase va a comenzar ya.
—Por favor —me suplica.
Estoy harta de él y de que me pida los deberes. ¿Acaso es manco y tonto para no hacerlos? ¿De verdad quiere ir a la universidad? Porque cualquiera diría que se está entrenando para ser un mono —con todo el respeto a la especie—.
—¡Qué no!
—Estrecha. —Su respuesta me provoca una carcajada irónica.
—¿Eso a qué viene? —Me doy la vuelta, indignada—. Que no te deje los deberes no significa que sea una estrecha.
Él esboza una sonrisa con la que intenta persuadirme. No lo consigue.
—Y si te digo que vengas a dormir a mi casa el sábado por la noche, ¿qué dices?
Esta vez, alzo ambas cejas asombrada. Se burla de mí.
—Que te vayas a la mierda —replico y me doy la vuelta resignada. —Bonitas palabras, señorita Wells. —Contengo el aire intimidada cuando el profesor Kent me llama la atención—. ¿Podría decirle a toda la clase por qué habla de esa manera?
Trago saliva. Gracias a Henrie, mi posición de buena alumna va a caer en picado. Además, Kent es uno de esos profesores que actúa como si estuviera solo en el aula. Por eso, cuando escucha una voz, se altera, pregunta y exige saber a quién pertenece, por no mencionar que adora echar a gente de su clase por cualquier tontería.
—Henrie me proponía sexo y lo he rechazado.
Enseguida se escuchan risas desde todas las partes de la clase. Me cruzo de brazos.
—Si es así, no la echaré de clase. Edwards, haga el favor de dejar tranquila a Wells y salga del aula.—Entonces, se da la vuelta y se centra en la pizarra.
Henrie bufa y lanza una maldición por lo bajo antes de recoger sus cosas y salir de clase.
«Espero que te pudras, pesado».
Me pongo el lápiz en la boca mientras todo se silencia y me centro en la explicación. Tomo apuntes sin demasiado entusiasmo y, cuando creo que han pasado cinco minutos, Shane me da patadas en el pie. Frunzo el ceño y lo miro.
—¿Qué haces? —le pregunto en un susurro.
Él alza las cejas y mira en dirección a la puerta.
—Es él—dice, y enseguida giro la cabeza de golpe sin disimular.
Por primera vez en mucho tiempo, me quedo sin respiración. Hay un chico de aspecto desaliñado al otro lado de la puerta. Da la sensación de que el viento le ha deshecho el pelo castaño y tiene el ceño fruncido mientras se muerde con suavidad el labio inferior, que es fino, pero carnoso y rosado. Parece alterado. No tiene una nariz respingona, pero tampoco es chata del todo. Su piel blanca combina con el color aguamarina de los ojos y con la peca que tiene bajo el ojo derecho. Esa peca... no puede ser. Es él, el chico de Londres.
Shane se gira y me dedica una mirada cómplice llena de satisfacción, pero yo me siento como si cayera por un precipicio, porque todo me vuelve a la mente. Parece una película que empieza conmigo en Londres y acaba conmigo huyendo de un chico guapo con el que he compartido cama. Esta aparición repentina me pone la piel de gallina. Y lo peor es que no me atrevo a contárselo a Shane.
Esto es un desastre.
Segundos más tarde, él llama a la puerta. El profesor se acerca y la abre, no sin antes poner los ojos en blanco y soltar una maldición.
—Llega tarde, señor... —Miro a mi alrededor para descubrir que la mayoría de las chicas contienen el aire y que Shane murmura en voz baja: «¡Es mío, putas!».
—Harris. —Su voz es cálida como el sonido de una guitarra acústica—. Jake Harris.
Estoy en una nube de recuerdos y su voz se me antoja mucho más grave, triste y, sobre todo, agitada.
Shane me da otra patada y me giro antes de devolvérsela. Él me fulmina con la mirada y yo sonrío divertida. Este chico parece tonto a causa de los nervios.
—Descarga tu emoción en otro sitio —susurro divertida.
—Señor Harris, bienvenido al instituto Roland. Procure no volver a llegar tarde.
—Gracias, señor. —Tiene un marcado acento londinense.
Paso una mirada por su uniforme escolar, de un tono azul marino y un blanco que parecen hechos para él. Todos llevamos el mismo, pero me da la sensación de que a él le queda mejor que a nadie.
—De nada —responde—. Siéntese aquí, delante de la señorita Wells —dice antes de señalarnos a mí y al asiento correspondiente, pues a nadie le gusta sentarse en primera fila.
Jake me mira de nuevo y siento que me falta el aire. Sin embargo, mantengo el contacto visual hasta que él lo rompe.
Maldito alcohol.
JAKE
Me acomodo nervioso en mi asiento y siento la mirada de la señorita Wells en mi nuca junto con la de su amigo. La vida se ríe de mí, ¿verdad? Porque si ya estaba nervioso, ahora lo estoy todavía más. Los idiotas de mis amigos me han enviado al pueblo en el que vive la chica a la que le confesé mi secreto. Genial. Espero que sea cierto que no recuerda nada de aquella noche y que no fuera una simple excusa para librarse de mí.
Solo deseo desaparecer. Lo último que quería era encontrarme con Shane en clase. Él sabe de la existencia de Hillary, y eso me perjudica. Mi mente me felicita con ironía. «Muy bien, Jake. El plan era pasar desapercibido y se acaba de ir todo al traste». Solo espero que Amelia no sea de las que lo cuentan todo, o en unas horas todo el conjunto de estudiantes sabrá de nuestra pequeña aventura de madrugada. Eso alimentaría los rumores, y es lo último que necesito.
Reprimo un bufido y abro el cuaderno para tomar apuntes. Escribo sin prestar demasiada atención, no puedo concentrarme. Estoy más preocupado pensando en encontrar un trabajo que me permita cuidar de Hillary y compaginarlo con los estudios. No puedo trabajar y dejarla sola, pero tampoco puedo dedicarme en exclusiva a estudiar. También me da miedo que negarme a dar a la niña al estado provoque que el dinero de mis padre no nos llegue nunca. De hecho, ni siquiera entiendo como funcionan los trámites de la herencia y temo que eso sea la causa de esté yendo tan despacio. De todas formas, la casa de Escocia la he alquilado y no comprado, lo que me ahorra muchos problemas.
Y ahora, Shane y Amelia también me ponen la piel de gallina. Garabateó en el cuaderno sin prestar atención a la clase. Tengo la mente en otra parte. Escucho la voz del profesor de fondo y enseguida levanto la cabeza al escuchar mi nombre.
—¿Harris? —pregunta sin esperar respuesta—. ¿Está usted escuchando?
«Mierda».
—Sí, sí —respondo de inmediato.
Alzo la cabeza y oigo cómo algunos de los alumnos luchan por permanecer en silencio. Que te regañen a esta edad deja de ser divertido y se convierte en una vergüenza.
El profesor se arremanga y se cruza de brazos.
—Bien, entonces supongo que no tendrá ningún inconveniente en explicarme cómo funciona la sociolingüística en un territorio multicultural.
Trago saliva, nervioso. Esto es embarazoso, porque, a pesar de la situación, soy incapaz de concentrarme.
—Yo... eh... pues...
—No lo sabe. —Arquea una ceja y lo miro fijamente sin siquiera asentir. Estoy en blanco—. Váyase de clase. Ha empezado con mal pie. No tolero la falta de atención en mi clase.Esbozo una mueca, incrédulo. «¿Qué?». No entiendo por qué quiere me echa si no he hecho absolutamente nada malo.
—Pero...
—Fuera —ordena y sé que no hay nada que hacer, así que tomo mis cosas de nuevo y me levanto.
«Vaya imbécil».
—Ya ha expulsado a dos alumnos en quince minutos, ¿quién será el siguiente? —dice alguien a quien el profesor manda a callar de inmediato con una amenaza.
Me dispongo a salir de clase y aprovecho para echar un vistazo a los alumnos. Me sorprendo cuando centro mi atención en la chica de pelo castaño. Sus ojos pardos se fijan en los míos y, de repente, siento que lo sabe todo.
Aparto la mirada de inmediato y salgo a toda prisa mientras me pregunto por qué salí con ella y me permití bajar la guardia. Necesito alejarme, pero no puedo dejar las clases. Prometí a mis padres que iría a la universidad. No les fallaré por una chica.
Nunca he sido muy bueno en lo estudios. Es cierto que no todo el mundo es un alumno de excelentes y matrículas de honor, pero es duro ser el chico del suficiente o el que siempre tiene que recuperar alguna asignatura.
Siempre he tenido problemas para memorizar y entender conceptos, aunque se agudizaron cuando empecé el instituto. Por mucho que lo intentara, nunca saqué un sobresaliente. No hay ninguno en mi expediente, y eso me frustra, pero no me preocupa, pues ya lo he aceptado. A mis padres sí que les inquietaba, sobre todo, el hecho de que nunca entrara en la universidad. Es más, pensaban que, si me matriculaba, no terminaría de carrera.
No les culpo por pensar así. Siempre tenían que ayudarme a estudiar en vacaciones porque suspendía alguna asignatura, aunque las aprobaba todas al final.
Tampoco puedo reprocharme que no me he esforzado, sin embargo mi mente no da para más. Eso me deprime, pero me afectaban mucho más los enfados de mis padres. No entendían que llegó un punto en el que solo deseaba rendirme, servir copas, contagiar sonrisas en un bar y despreocuparme. Pero no quería fallarles, así que les prometí que lo conseguiría a cambio de que me permitieran trabajar. Aquel fue el trato para seguir en el pub, porque me encanta.
Una vez en el pasillo, camino sin rumbo, pues no conozco el lugar. Salgo al jardín y doy una patada de frustración a uno de los árboles. Esto es una mierda.No puedo permitirme faltar a clase, y todavía menos permitir que me echen.
Media hora más tarde, vuelvo a las clases. Tengo clase de literatura y, con un poco de suerte, le caeré bien al profesor. Me sumerjo en la multitud de estudiantes para dirigirme al aula.
La clase de lengua es sosa y aburrida. Esta vez, decido no sentarme delante, por lo que me siento en la tercera fila, a la altura de la ventana. Veo a los alumnos entrar, y una chica de pelo rizado me mira y luego hace un puchero en dirección a su amiga. «Me han quitado el sitio», dice frustrada, pero yo no pienso moverme de aquí, así que ella se va a otra parte. El aula se llena enseguida y veo que Amelia entra con los libros entre las manos y a Shane detrás de ella, hablando de cosas que no oigo. Esos dos me dan miedo. Sé que me traerán problemas. Sobre todo él. Lo he visto pasar por delante de mi casa unas cuantas veces y eso no me gusta en absoluto.
Desplazo la mirada hacia la ventana. ¿Cómo le irá a Hillary? Espero que bien.
—Hey, Jake. —La voz de Shane suena a mi lado y giro el rostro, inexpresivo. Debo ser lo más frío posible—. No has empezado muy bien, ¿eh?
Me encojo de hombros y me limito a mirarlo mientras ignoro a Amelia, que se sienta frente a mí y me observa. Me pongo nervioso. ¿Va a hablarme así sin más? ¿Qué le sucede a esta chica? No la entiendo.
—No te lo tomes como nada personal —añade ella—. Steve es así con todos.
No añado nada, pero asiento. Ella me sonríe y me deja sin palabras. ¿A qué juega? No pienso seguirle el rollo. Ni hablar.
—Eres muy callado, ¿no? —pregunta Shane, que alarga la mano hasta mi brazo y lo acaricia. Me aparto un poco algo incómodo.
—Sí —mascullo entre dientes y deseo que se vaya.Bajo la mirada, aunque sé que ambos tienen las suyas clavadas en mí. Tierra trágame.
—Soy Amelia. —La chica se presenta y alzo el rostro para encontrarme con ella—. Encantada.
Me aclaro la garganta porque no sé qué decir. No entiendo porque finge no conocerme.
—Jake. —Decido hacer lo mismo—. Igualmente.
Ella hace ademán de tender la mano, pero, al ver que no voy a estrechársela, la esconde, incómoda. Noto a los dos algo intimidados, por lo que vuelvo a mirar hacia la ventana. Nunca he sido una persona tan antipática, pero la situación lo requiere.
Escucho a la profesora entrar en clase y agradezco al cielo por ello. La mujer pasa lista y, cuando llega al final, se detiene, me mira y me pregunta cómo me llamo. Me presento y ella hace lo mismo para después darme la bienvenida y apuntarme en la lista de alumnos con una sonrisa.
«Qué alivio».
La clase es lenta y aburrida. Ahora soy yo el que tiene a Amelia delante y, sinceramente, solo quiero perderla de vista. Cuando la clase acaba, tenemos un descanso para comer. Necesito evadirme.
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