Luceros cegados

Percibo, con los ojos cerrados, su imagen, su sonrisa. En el conticinio, lo único que penetra mis orejas es el rasgar de la pluma. Contar nuestra historia no es un hecho breve, no es una noticia, pero tampoco un documento más de aquel hombre de negocios del asteroide 328. Mi visita a aquel hombre es una rasasvada contada con frenesí y es cualquier cosa menos lacónica.

¿A qué género pertenecería una historia quimérica sobre un planeta rodeado de baobabs y la historia de un hombrecillo que habita en las estrellas? ¿Terminaría como un libro en la sección infantil o de Poesía? Emuná, las respuestas solo quitan la atención de lo relevante. Lo observo, ajustando mi abrigo y colocando el fanal de mi flor antes de descansar, sé que se pregunta si mi flor sobrevivió y qué pasó con el cordero; pero yo no soy una cotilla para contarle.

Lo veo sufrir, también, de paramnesia cuando describe nuestro encuentro. En parte sufre de una catarsis, el primer cordero que me dibujó es ahora representación de su estado emocional alterado, no puede evitar recordarlo con tristeza. Plasmarlo en papel le hace eliminar aquella pena.

Un movimiento melifluo de la pluma acompaña el rasgar del papel, describiendo mi bonhomía en el mencionar de mis preguntas. Una lluvia que venía de sus ojos mojaba los pergaminos, se había olvidado de voltear hacia el asteroide B612 y así regar aquellas semillas y revelar sus secretos... Me estaba ensimismando cuando no vi que el escritor se había quedado observando una hoja. En aquel papel había dibujado una representación de mi ser, que después de un momento se acercó al corazón y cerró los ojos, sabía que esa era la mejor forma de observar.

Me consideraría un nefelibata si pensara que los adultos nescientes leerían el libro de un igual encontrándose con la inocencia. Ha pasado tanto tiempo desde que vieron al elefante dentro de la serpiente para darse cuenta de mi presencia. El tiempo paupérrimo de nuestro viaje estaba siendo escrito sobre aquel pergamino húmedo, no necesitaba detenerme a ver cómo el rey o el geólogo morían siendo ciegos con los ojos abiertos, sordos como una tapia y rebosantes de autofilia.

El artista comenzaba a cerrar su obra, despidiéndose del zorro y la flor, apreciando mi partida como eso y no como muerte. Aquel novelista terminaba la historia de nuestro viaje hacia la ataraxia.

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